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La comunidad reclamada: Identidades, utopías y memorias en la sociedad chilena
La comunidad reclamada: Identidades, utopías y memorias en la sociedad chilena
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La comunidad reclamada: Identidades, utopías y memorias en la sociedad chilena

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"En este libro, el segundo de la Trilogía del Bicentenario, trato de decir lo que digo. Y digo que el terror de Estado en Chile rompió con solidaridades básicas y espacios públicos, y que aún no se han podido reconstruir. Que existe una gran nostalgia de esa comunidad que se perdió y de allí surge ese malestar social que acompaña nuestro éxito económico. Que ese malestar se expresa en reclamos diversos. Que esos reclamos, al no existir solidaridades públicas, no se convierten en demandas organizadas, movimientos sociales, ni en nuevas organizaciones estructuradas. Digo que la modernidad y el crecimiento económico de Chile están siendo acompañados de una pena moral. Que de esa contradicción se derivan muchos problemas sociales, psicológicos, culturales; agresividades, inseguridades y frustraciones. Una ira que a veces nos asusta. Digo o trato de decir que en el delicado cruce de nuestras memorias, identidades y utopías se juega la felicidad reclamada . Y la felicidad sigue siendo el bien social más preciado".

José Bengoa
LanguageEspañol
Release dateApr 27, 2018
ISBN9789568303402
La comunidad reclamada: Identidades, utopías y memorias en la sociedad chilena

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    La comunidad reclamada - José Bengoa

    maravillas.

    Prólogo

    La comunidad reclamada

    Las sociedades de hoy buscan afanosamente su identidad. Los grupos más diversos dentro de ella la reclaman. La oruga, se saca la pipa de la boca y mirando a Alicia le pregunta, y ¿tú quién eres?. La niña sorprendida ante una interpelación, tan obvia, aunque fundamental, le responde con sencillez, sé quién era esta mañana. Podríamos decir que eso mismo le ocurre tanto a las personas como a las sociedades en el mundo de hoy. Sabemos algo de lo que hemos sido, pero no muy bien de lo que somos, y mucho menos de aquello que, como colectivo, queremos ser. De ahí la relación tan estrecha entre identidades, memorias y utopías. Esos son los temas que se propone abordar este libro.

    Hurgando en viejos libros en una biblioteca perdida, encontré una historia fantástica de una sociedad utópica que habría estado ubicada en el sur de Chile, en la Trapananda, la Patagonia, una de las fronteras utópicas de nuestra cultura. Desde allí iniciamos onírica-mente este libro sobre la comunidad en la que vivimos, sus identidades y cultura, temores y esperanzas al comenzar el siglo veintiuno, quizá nuevamente propicio para los sueños.

    El ser humano, en particular el occidental y moderno, ha estado siempre cuestionado por la utopía. El solo hecho de poder pensar un mundo feliz, una sociedad perfecta, lo conduce a afirmar, con una convicción quizá irracional, que esa sociedad no puede menos que existir. De lo contrario, como decían los antiguos filósofos, no se la podría imaginar y habría que vivir en el primitivo estado animal otorgado por la Naturaleza.

    Pero en la medida que el ser humano pueda soñar otra manera de vivir, luchará por conseguir, a lo menos, un fragmento de esos sueños. Esa es la frontera del imaginario, fundamento, en última instancia, de la crítica social y del trabajo intelectual. Búsqueda de sentido que la sociedad chilena de comienzos del siglo veintiuno parece no tener, aunque la persiga a veces de manera neurótica. Esa es la sociedad que se reclama.

    Quizá hemos ido percibiendo que en nuestro país continúa pegada a nuestra piel, una profunda angustia acerca de nuestro pasado, que afecta el sentido de nuestra acción colectiva. Aprensiones, asimismo acerca de nuestro presente, combinadas con una creciente y maravillosa esperanza de libertad, que cruza los sectores más diversos y que escapa cada vez más al simple juego de derechas e izquierdas.

    La mirada pesimista, conservadora, tutelar y temerosa, que incluso niega la memoria y la Historia, pareciera ir en retirada estos días, se enfrenta a nuevas aperturas, a una creciente conciencia del sujeto y de sus libertades, a una acción cultural cada vez más rupturista e irreverente. Las últimas elecciones presidenciales, 2006, una mujer en el cargo más alto del país, es sin duda una expresión simbólica de ello, de esta contradicción compleja sobre la que quisiéramos reflexionar en este libro.

    Chile, después de quince años de democratizaciones, que se podrían tildar aún de parciales e incompletas, y valoradas de diversas maneras, se ha abierto evidentemente hacia la modernidad. Más aún, está en un cruce de caminos entre llegar a ser una sociedad libre y moderna o mantenerse atada a sus anclas conservadoras, a pesar del uso generalizado pero superficial de objetos importados de la modernidad. La opción de la modernidad en las cosas, sin modernidad en las personas y en sus relaciones, está siempre presente como una obsesión que ha acompañado toda nuestra Historia nacional desde su independencia. Para decirlo brutalmente, en el primer Centenario, 1910, el país contaba también con una gigantesca red ferroviaria y un nivel de infraestructura sin parangón y mantenía, al mismo tiempo, a los trabajadores en la más execrable miseria y explotación, en las minas y los campos. A pesar de la evidente modernización en las cosas, la servidumbre rural y urbana se mantuvo en nuestra sociedad hasta fines del siglo veinte.

    La modernización, no la modernidad, ha provocado una serie de disoluciones en los sentidos y ataduras tradicionales que tenían los chilenos. Estas rupturas pueden transformarse en retrocesos conservadores y retardatarios, o en oportunidades para la construcción de un tipo de sociedad en la que se fusionen los elementos provenientes de nuestra cultura más profunda, con aquellos otros que proceden del mundo moderno, de sus libertades y derechos.

    Los éxitos económicos del país en los últimos quince años han repercutido también en la sociedad. Es el proceso natural, producto de los cambios técnicos, de la ampliación del mercado a todos los rincones del país, de la compulsión a reemplazar las antiguas formas de vida por otras nuevas –supuestamente mejores–, de la permanente presión sobre el consumo y de la ligereza de la vida social, cuando no de su encierro en la más grande soledad individual. Son temas presentes en la sociedad chilena, justamente porque ella misma ha cambiado.

    No creemos sinceramente que Chile pueda llegar al Bicentenario como se dice en los esloganes, como un país desarrollado; ni siquiera se sabe muy bien qué significado tendría esa afirmación, menos aún de que ello sea deseable. Pero Chile puede quizá llegar a dicha celebración siendo un país moderno, o empinándose a la modernidad, esto es, un país en el que las personas sean respetadas en sus derechos, donde haya una creciente igualdad o posibilidades de mayor equidad y en el cual la diversidad sea aplaudida y no condenada. 

    Libertad e igualdad son, evidentemente, los dos pilares del pensamiento utópico y de cualquier mirada futura. Podríamos decir que en ese cruce de anhelos se constituye nuestra comunidad, nuestra identidad como sociedad. Nadie podría negar que la aspiración de todos sea y debiera ser una sociedad más libertaria e igualitaria. Pero la libertad de los chilenos ha estado y está amenazada por la imagen histórica de una comunidad de desiguales, realidad que vulnera la convivencia fundacional y, más aún, que está depositada acríticamente en nuestra memoria. Aquí se impone un complejo acomodo con la Historia. La desigualdad aparece ante nosotros como el gran escollo para lograr ser una comunidad.

    La chilena es una sociedad, además, que aún no ajusta cuentas con el autoritarismo. De la mano e inspiración de Hannah Arendt intentamos en este libro, realizar un viaje hacia el inconsciente social, hacia las bases y orígenes de la ira, de la discriminación y de la estigmatización; de los evidentes odios subterráneos que nos atraviesan y que son muchos. De las dificultades del Estado para desarrollar nuevos sistemas de integración, diferentes de los del modelo patronal y tutelar, construido por la oligarquía a lo largo del siglo diecinueve, que aún se trata de reconstruir y recrear, y del modelo mesocrático industrial nacional popular, propio del siglo veinte, que ofrece un tipo de ciudadanía fragmentada e incapaz, creemos, de dar cuenta de los nuevos fenómenos sociales y globales.

    Los recorridos por el país y su historia, nos han permitido ver en la diversidad, el tercer pilar articulador de la construcción democrática moderna y de lo que podría ser nuestro ideal de comunidad, junto a la igualdad y libertad. Pareciera que el Chile profundo quedara al margen o simplemente se negara a la modernización. Tenemos sin embargo la impresión de que este otro país es mayoritario. Se lo recuerda en las campañas y visita en las giras electorales y luego casi siempre se lo olvida. No le llega generalmente la modernización salvo en sus peores consecuencias, como tratamos de exponer en este trabajo.

    La tesis subterránea y quizá obsesiva que recorre estas páginas la podríamos exponer de la siguiente manera.

    En primer lugar, el terror de Estado a que fue sometida la sociedad chilena, toda, durante casi veinte años, provocó el refugio de las personas en sus mundos privados.

    En segundo lugar, ese terror produjo un enorme miedo al otro, junto a inseguridades, competencias y, finalmente, ruptura de las solidaridades básicas de la sociedad. En otras palabras, se erosionó profundamente la imagen de la comunidad nacional, al igual que de las comunidades locales, sustituyéndose, en la mayor parte de los casos, por redes de confianza, basadas en relaciones primarias, orígenes sociales, adscripciones religiosas, u otras.

    Como tercer punto, señalamos que la expresión mayor de esta falta de solidaridad es la desaparición de lo público, de los espacios e instituciones públicas, caracterizados por ser interclasistas, plurales, diversos y en los cuales, como señala el filósofo Franz Hinkelamert en su definición de democracia, caben todos. En Chile, podemos aún criticar la democracia reconstruida porque todavía no caben todos, quedan muchos fuera, demasiados, agregaríamos.

    En quinto lugar, en este trabajo afirmamos que frente a esta creciente disolución del espacio público, surgen espacios sociales, esto es, instituciones, lugares y ámbitos de acceso restringido, que expresan los intereses y espíritus particulares de sectores de la sociedad. El debilitamiento de lo público ha contribuido a la segmentación de la sociedad. En Chile se vive un crecimiento con segmentación. Cada segmento social hace esfuerzos por construir sus propios espacios a los que suele denominar, no siempre en forma correcta, comunidad, en una añoranza de lo que fueron esos ámbitos en los que el temor al otro no existía. Son más bien espacios corporativos que espacios comunitarios.

    En sexto lugar, percibimos que están pendientes las nuevas formas que adopte la ciudadanía. La crítica a la ciudadanía tutelada que ha existido por décadas en nuestra sociedad y que, de un modo u otro, se mantiene hasta hoy, nos parece indispensable. En el eje de estos tres conceptos llenos de complejidad: libertad, igualdad y diversidad, circula el reclamo de comunidad en nuestro país, su búsqueda de identidad e identidades.

    Libertad, en el sentido de avanzar en el proceso de conformación de sujetos e individuos, hombres y mujeres, libres y responsables de su destino. En este caso la lucha es contra el tutelaje. Ese tutelaje ejercido durante siglos por la oligarquía, rediviva en estos años por una suerte de reconquista plutocrática.

    Igualdad, porque es la base de cualquier comunidad. La inequidad existente en Chile conspira contra cualquier alternativa de construcción de una sociedad moderna. Chile no será moderno, ni será una comunidad nacional, con los vergonzosos niveles de disparidad que aún existen y que verbalmente son reconocidos por casi todos los sectores. En este caso la lucha es contra la segmentación.

    Diversidad, sin duda el aspecto más complejo en una sociedad centralizada autoritariamente desde prácticamente su fundación portaliana. Pero no es posible pensar siquiera una comunidad nacional donde no haya respiro para las múltiples identidades y comunidades que forman el país. Para el llamado Chile profundo al que la modernidad o no le llega o solo le amenaza. El ahogo de la diversidad impide la construcción de un nosotros fuerte. Las identidades regionales, locales, étnicas, sexuales, juveniles, etc. requieren de un proceso democrático de reconocimiento, y esto aún es una asignatura pendiente.

    La pregunta por nuestra identidad recorre, por tanto, todo este libro. Las páginas que siguen pueden ser posiblemente decepcionantes para quienes quieran encontrar respuestas estereotipadas, como definir que los chilenos somos esto o lo otro. En materia de identidades, cada vez que se trata de definir lo que somos, emanan olores nauseabundos donde pueden percibirse los intereses no confesados, las memorias ocultadas y todo tipo de secretos manipuladores.

    Creemos que las múltiples identidades que pueblan la sociedad, sus memorias, utopías, están en una pugna y contradicción continuas. Porque el discurso de la identidad es finalmente el discurso del poder. Al ejercer la crítica, la acción cultural desnuda estas posturas simplificadoras y busca en la creatividad la combinación democrática de las diversas propuestas que forman, felizmente, la diversidad de nuestra sociedad.

    El año 1996, hace diez años, en el libro La comunidad perdida, señalábamos, en una serie de ensayos, la visión que teníamos de nuestro país. Afirmábamos en él que los chilenos sufríamos el síndrome de pérdida del sentido de comunidad y que recuperar ese sentido era el desafío de aquel momento. Decíamos también que la democracia solo se podría fundamentar en un sentimiento generalizado de ganas de vivir juntos y que ese sentimiento no se había construido o reconstruido en el país. Señalábamos asimismo que la posibilidad de reconstruir la comunidad que alguna vez creímos ser, exigía un esfuerzo cultural colectivo. Diez años después podemos decir que a pesar de cambios significativos e importantes, en particular en una mayor rendición de cuentas con el pasado y la memoria compartida, ocurrido en los últimos años, la exigencia sigue vigente: esa es la utopía necesaria de construir ahora. La anhelada y buscada comunidad reclamada por los chilenos.

    Están reunidos aquí dos tipos de trabajos, uno de orden más académico, señalados con números, y otro de orden más discursivo consignados como Comentarios, los cuales, la mayor parte de las veces, fueron leídos en presentaciones de libros.

    El presente libro es el producto de tres años de investigación en el proyecto Identidad e identidades. La construcción de la diversidad en Chile, patrocinado por Fondecyt. Dejo constancia de mi agradecimiento a los colegas que participaron en el proyecto y con quienes durante todos estos años mantuve un diálogo fecundo y permanente, en particular Francisca Márquez, Susana Aravena, Felipe Maturana, Gastón Carreño, Emilio Fernández Canque, Manuel Muñoz Millalon-co, Reinaldo Ruiz, Luis Morales, las y los tesistas y hoy muchos de ellos y ellas, profesionales, Claudia Arellano, Francisca Pérez, Gladys Retamal, Carla Cerpa, Matías Wolf, Paz Neira, David Gordillo, Cristóbal Villablanca, Scarlett Bozzo, Cecilia Muñoz, Magaly Mella, Jaime Alfredo Silva, María Eugenia Fuentealba, Marcela Moreno, Rosa María Norero, Natalia Caniguan, Sebastián Miranda, Héctor Montero, Marcelo Gonzáles, Gloria Gonzalez, Maya Olmedo, Nicolás Silva, y numerosos estudiantes en práctica que han realizado trabajos y participado en seminarios de los cuales sin duda alguna hemos recibido conocimientos, entusiasmo e inspiración.

    Marzo de 2006.

    Inicio

    Primer viaje por las utopías

    La verdad de nuestra condición es que el vínculo analógico que convierte a todo hombre en mi semejante no nos es accesible sino a través de un cierto número de prácticas imaginativas, tales como la ideología y la utopía.

    Paul Ricoeur¹

    Era un día lunes que no estaba para salir a correr por las praderas. En un estado de semiabatimiento en una universidad norteamericana del medio oeste donde enseñaba, me faltaban fuerzas para profundizar en la Historia y los conflictos de mi país, del maltrato dado a los indígenas y gente pobre que allí abunda. Caminé lento por medio del campus y me fui a sentar pesadamente frente a los anaqueles atiborrados de papeles y mapas antiguos de una bodega insólita de libros viejos situada en el Estado de Indiana. Esa maravillosa colección ha sido posible por el mecenazgo de la principal firma de farmacéuticos y productos químicos de aquel Estado, a condición de que los retratos de sus dueños estén colgados en todas las paredes de ese templo del saber. En ese lugar estaba buscando entender mejor los territorios indígenas en Chile, la historia y el presente. Miré por la ventana y pude contemplar el día oscuro que amenazaba nevazón. Giré mi cabeza hacia todos lados. A lo lejos, en otra mesa, una viejita de anteojos pequeños anotaba acerca de las costumbres religiosas de los primeros colonos del Condado de Monroe. En otro lado una niña con zapatillas Adidas, mascaba chicle y transcribía las cartas personales de un poeta, no demasiado talentoso, o malo según ella misma decía, que vivió en Indianápolis entre 1890 y 1935, pero que fue muy famoso por componer heroicos versos a las carreras de automóviles que han hecho mundialmente conocida esa metrópolis.

    Caí en un depresivo estado de libertad. Me sentí eximido de mis compromisos contractuales lejos de mi país, compromisos morales con un un país pobre, en vías de no querer serlo. Busqué entre los anaqueles una vieja guía de libros quiméricos, de viajes y utopías políticas que hacía tiempo había ojeado en un rincón de esa enorme biblioteca y me puse a revisar el listado. Fue así como, liberado de mi proyecto sobre historia de los territorios indígenas, puro pasado triste, de robos de tierras, de latrocinios y atrocidades con los habitantes originarios de mi país, me puse a jugar con el pensamiento onírico, extravagante, cuerdo y lúcido de todas las épocas: el pensamiento utópico.

    Sueños, utopías y crítica

    El ser humano sueña. Soñar es parte de su estructura fisiológica y psicológica. El mundo onírico es consustancial al ser humano. En la vigilia habitamos la llamada realidad del mundo diurno y, también, generalmente de noche, la de nuestros sueños.

    A las agrupaciones humanas les pasa algo más o menos parecido. La historia así lo registra: los hombres han imaginado sociedades ideando un futuro perfectible en el que los sufrimientos cotidianos de-saparezcan, en el que los males personales se mitiguen, en el que la maldad sea eliminada. Estas aspiraciones y esperanzas constituyen las llamadas utopías.

    Afortunadamente nuestra Terra Australis ha sido una especie de laboratorio de utopías. Quizás por desconocida, por su carácter de Finis Terrae, por la mezcla de gentes que hasta aquí llegó –ignoramos porqué circunstancias–, ha sido buena tierra para el crecimiento y florecimiento de excelentes quimeras e ideologías del más variado sabor y tenor.

    La Ciudad de los Césares se ubicó al sur de las tierras de Chile según nos dice el único Senador que de esa Nación se ha conocido, quien viajara a lejanos parajes y escribiera sus pensamientos, dando a conocer la forma de gobierno y leyes que guiaban a esa hermosa ciudad.

    Robinson Crusoe, por una extraña y afortunada razón, recaló en la isla que lleva su nombre en el criollísimo archipiélago de Juan Fernández. Allí se originó una historia como ninguna otra, símbolo, parábola y fantasía individual de la modernidad europea.

    La felicidad está siempre en otra parte, en la vereda de enfrente, se ha dicho. El humano no puede vivir sin la idea de un Paraíso perdido y sin la consecuente idea de un Paraíso por recobrar, el Paraíso reclamado. Una comunidad que, perdida, es buscada con ahínco. Esa es la Utopía. La ruptura del tiempo, del pasado y del presente, todo ello transportado a una realidad indeterminada pero centrada en el fondo del alma humana.²

    Las utopías han sido criticadas exclusivamente por utópicas, esto es, por irrealizables. Es un error del lenguaje común. No creo en las utopías se dice, argumentando: porque no son reales. Lo tautológico es impecable siempre, es indestructible, pero estúpido.

    Toda utopía alcanza su objetivo justamente por su condición de utópica, porque muestra una situación que contrasta con el presente entendido como negativo.

    La utopía es siempre crítica social. Se podría decir que la utopía es como el mundo onírico en relación al mundo de la vigilia, de la vida diurna, del tiempo en que estamos despiertos.

    Sostienen los psiquiatras que si no se sueña lo suficiente no se establece el necesario balance entre el cotidiano andar y el nocturno divagar. Igual pasa con las sociedades, y ni más ni menos le ocurre a la sociedad chilena. Puede ser la explicación de su alto nivel de neurosis.

    No por casualidad la palabra cambio, a pesar de estar sometida a la manipulación de los publicistas, agentes comunicadores, propagandistas, y despostada la mayor parte de las veces de contenidos, provoca excitaciones enormes. Las personas llevan en su corazón la contradicción entre asegurar lo que tienen y optar por la aventura de lo imposible. Orden y cambio, diría cualquier estudiante de sociología, son las dos puntas de un mismo continuo que hace de la política una actividad apasionante.

    Es ello lo que motiva esta actual preocupación por el pensamiento utópico. Hemos ido coleccionando numerosas y extrañas utopías escritas a lo largo de la vida de los humanos, en las que se ha relatado, y muchas veces realizado, contradictoria y frustradamente, el sueño que se quiere lograr.

    El relato utópico se ubica siempre en alguna parte indeterminada del mundo, en un tiempo también indeterminado, es decir, en una irrealidad. La palabra es acuñada por Tomás Moro, quien la construye del griego: ou, no; tópos, lugar; esto es, sin lugar, o lugar que no existe, ausente del topos ubicable.³ Como bien se sabe Utopía es una isla. Es esa irrealidad, o realidad recreada, la que sostiene el discurso crítico frente a otra no señalada pero conocida por todos los lectores, que sí tienen un topos, un lugar determinado. A ellos les habla el utopista.

    Las utopías de Moro y tantos otros, cuestionaron el poder a partir de una tríada que fue el centro del preiluminismo humanista: poder, sabiduría y amor. El racionalismo de la modernidad suprimió del discurso el concepto de sabiduría y relegó el de amor y el de subjetividad al mundo de lo privado.

    Las utopías han criticado el orden establecido desde la ética, el buen vivir y la cultura. Autores recientes, como Michel Foucault, Norbert Lechner y otros, han tratado de mostrar, desde la crítica, cómo la ausencia de lo subjetivo en la acción pública es parte de una carencia heredada de la Ilustración.

    Para comprender los pilares de la doctrina de la igualdad, la clave debería buscarse en los autores previos al iluminismo, los que precedieron la modernidad desatada; es decir, los humanistas, quienes,

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