La razón heroica: (Sócrates y el Oráculo de Delfos)
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El lector joven, a quien va dirigido este libro, no tiene por qué conocer esas inquietudes; menos todavía, tener una comprensión afectiva de ellas. Es por esto que, tal vez sea conveniente que comience por leer, sin prejuicios, la historia misma; que se forme de ella su propia impresión para cotejarla luego con la interpretación que hace el autor de la muerte de Sócrates. Este método de leer ‘al revés’ el Preámbulo, podría provocar un diálogo fructífero, real o virtual, entre el lector y el autor de este libro.
Humberto Giannini
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La razón heroica - Humberto Giannini
NOTAS
PREÁMBULO
Mi propósito hoy es narrar algunos momentos decisivos, a mi entender, del mito de Sócrates. E interpretarlos.¹
Algunas palabras previas sobre la interpretación, en general.
Al tratar de comprender una existencia o cualquiera de sus actos, entramos en el territorio siempre riesgoso, pero inevitable, de las interpretaciones. Sabemos que tal persona respondió de esta o de aquella manera a ciertos hechos. Lo que nunca sabremos con definitiva certeza es qué pasó por su mente, qué intenciones reales, qué escondidos sentimientos la movieron a actuar de ese modo ante tales circunstancias. La intención se supone a partir de ‘lo dado’: de ciertos movimientos, de ciertos gestos, de ciertos actos que deben ser interpretados. Así, a quien se ve en la necesidad de enjuiciar la conducta ajena, no le bastará medir las palabras por la obra hecha y declarada: entre las unas y la otra hay un residuo, permanece una diferencia infranqueable. Y es esta diferencia la que debe ser interpretada, si en verdad nos mueve un deseo de comprensión. ¿Por qué tal persona no hizo lo que parecía querer hacer o por qué hizo justamente lo que parecía repudiar? (Interrogaciones que nos hacemos todos los días.)
La impostergable necesidad de enjuiciar la vida ajena, a fin de comprenderla y, no en menor medida, a fin de saber a qué atenernos, tiene una de sus raíces más profundas y justificadas en esa diferencia con la que se nos aparece el prójimo. Diferencia en virtud de la cual el prójimo es solo próximo.
De ahí que el análisis de una vida se vuelva siempre interpretación, hermenéutica. Riesgosa, decíamos: tanto si suponemos, por principio, la mala fe del otro; pero, riesgosa también si proyectamos, como sucede a menudo, nuestra propia realidad espiritual a la realidad ajena; si damos por sentado que los demás piensan y sienten como nosotros. Esta es la raíz del malentendido, que puede nacer por el deseo, a veces inmoderado, de ‘actualizar’, de rehacer a nuestra cómoda medida local el pensamiento y el sentimiento ajenos. Y se comprende, este riesgo es mucho mayor cuando se trata de comprender un pasado remoto.
Se dice con razón que Sócrates es el padre de la Ética.
La ética, como reflexión teórica, no puede estar sino ligada desde la experiencia moral del pensador, experiencia en la que, como en ninguna otra experiencia, el sujeto reflexivo está implicado en aquello que explica.
¿De qué modo Sócrates está implicado en la filosofía que propone a sus conciudadanos? De un modo en que es imposible no recordar la forma en que el héroe trágico está implicado en una situación que rebasa, que trasciende lo humano.
La tragedia, la más propiamente humana, no tiene que ver con el ser defectuoso, caduco de las cosas, con la declinación de todo lo que nace, con el ocaso, la decrepitud y la muerte. Estas son experiencias cotidianas de un mal repartido en la naturaleza, dosificado; experiencias a las que a la larga nos habituamos hasta el punto de olvidarlas a fin de sobrellevar la vida. Se mencionan, se recuerdan en la tragedia como modos inherentes del ser finito. Pero no constituyen el meollo de lo trágico.
Y puesto que lo más propiamente humano se expresa en la voluntad de ser —en una voluntad supuestamente libre—, la tragedia reside, entonces, en la permanente novedad del mal, en su arremetida siempre artera, a través de tal o cual proyecto que el ser humano concibe para lograr un anhelo y evitar un daño. La tragedia reside en que la acción se nos escapa de las manos e incluso se vuelve contra nosotros, y contra nuestros hijos, y contra los hijos de nuestros hijos.
‘El hombre sueña que actúa’ son los dioses que actúan a través de nuestros proyectos erráticos, de nuestras pasiones, de nuestros anhelos. Esto es lo que constituye en los tiempos de Esquilo y Sófocles el sentimiento trágico de la vida.
El filósofo Sócrates no escribió nada; se movía en el espacio público. Tal era el escenario de su acción. Actuaba, porque hablar a otros seres concretos, mostrando, preguntando, aclarando, es ciertamente el modo más humano de actuar. La escritura es, en cambio, una acción posible dirigida a receptores posibles. Algo doblemente virtual.
En su acción, Sócrates quiso aprender directamente de los que saben qué es la justicia, qué es la piedad, qué son la entereza o la valentía. Su preocupación filosófica se limitó a la preocupación ética.
Lo que nos interesa ahora, dejando ‘los temas’ éticos un poco a la deriva, es mostrar cómo Sócrates está implicado vitalmente en su acción discursiva.
Por eso vamos a referirnos brevemente a su vida y no a este o aquel principio teórico que nutre su pensamiento.
El lúcido heroísmo de Sócrates, la sublime coherencia de sus actos trazan, a mi entender, los rasgos fundamentales de un héroe moral. Sin embargo, hay más que eso en su heroísmo.
Intenté hace algunos años, y con una verdadera obstinación, representar, la rutina argumentativa de Sócrates, trasladarla, por decirlo así, desde Atenas a las calles de nuestras ciudades. Adecuar el estilo socrático a los grandes