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La mentira del Caso Freelance
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La mentira del Caso Freelance

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About this ebook

No podía recordar. No podía olvidar. Desde el psiquiátrico de UPMC, Pittsburgh, el atormentado Robert Copman revive la boda que se arruinó, la grabación que desapareció, el pasado que regresó, el asesino que renació. Desde los remotos rincones de su memoria, el Creyente había vuelto. Con la llegada de Josh Reiner, se inicia una carrera contrarreloj para frenar a aquel fantasma que desapareció veinte años atrás. La mentira del Caso Freelance es una historia trepidante, un thriller lleno de vértigo y rincones ocultos donde, página a página, se va diluyendo una trama dramática donde no existen las concesiones. Cada uno de los protagonistas de esta historia tiene un pasado y por ello deberán rendir cuentas y pagar un tributo.
LanguageEspañol
Release dateNov 26, 2019
ISBN9788417927431
La mentira del Caso Freelance
Author

Ricardo Martín de Almagro

Nacido en Córdoba (España) en junio de 1994, se graduó en Derecho y Administración de Empresas para después mudarse a Madrid y empezar a trabajar en el sector bancario. Aficionado desde joven a la lectura y la escritura, con temprana edad comenzó sus primeros textos, los cuales no vieron la luz. Tras un tiempo en Estados Unidos, decidió empezar a desarrollar la que es su primera obra, La mentira del Caso Freelance.

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    La mentira del Caso Freelance - Ricardo Martín de Almagro

    La mentira del Caso Freelance

    Ricardo Martín de Almagro

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Ricardo Martín de Almagro, 2019

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417926441

    ISBN eBook: 9788417927431

    A los que estuvisteis.

    A los que estáis.

    A los que estaréis.

    Parte 1:

    La boda

    Greensburg, 6 de octubre de 2017

    Quiso mover los dedos pero reparó que habían sido cercenados.

    Una bocanada de aire.

    Intentaba respirar.

    No podía.

    Dentro de la escasa consciencia que le quedaba, cayó en medio de un shock que se abrió como la única ventana orientada hacia la evasión de su tortura. Y fue en medio del fugaz sueño de sus pupilas donde pudo empezar a cuestionarse una existencia vacía de vida.

    ¿Qué es la vida sino una búsqueda? Una intrépida cohorte que se abre paso entre la frondosa selva soñando encontrarse con El Dorado, el oro maldito y la civilización perdida; la que se abre al mundo en forma de un inmaculado paraíso que jamás vio el sol que del mismo cielo se escondía. Tras decapitar lianas y enredaderas que la caprichosa naturaleza arroja para poner a prueba la determinación que guía e impulsa cada paso de la aventurera expedición, finalmente se abre el claro que muestra el misterio.

    Miles perecieron en la laboriosa misión de traer a la realidad el mito. De hacer un hecho la suposición, la creencia. Todos sucumbieron soñando con ver ladrillos que con ámbares reflejos desafiara cada haz de luz, decididos a convertirse en la constelación en torno a la que levantar el más apasionado estudio de astrólogos que embelesados se pierden en cada destello de magnificencia azteca.

    ¿No es la vida confirmar que El Dorado existe? ¿No es la muerte el llegar al claro donde las cartas de navegación nos delatan las maravillas tapadas a los ojos de los viles conquistadores? Las noches arrugan las pieles, el agua apaga el fuego y al ardor, los años. Dando cuerda al reloj, miles de vueltas en la maleza para desistir de la honrosa misión. ¿Perderse o ser perdido?

    Un destello atravesó las sombras creadas por la derramada maleza de su incursión, y como una flecha soltada por el forajido de Nottingham, directa fue a parar a su córnea, que lo hizo volver a la realidad y darse cuenta de que estaba más cerca que nunca de saber la verdad sobre la desdichada efímera ciudad mitológica. Había empezado a recorrer el temido túnel de las verdades, el que terminaba con el resplandor de la otra vida.

    Pupilas dilatadas, se dio cuenta de que acababa de escapar del shock al que había sido inducido. Aún tenía clavada en el brazo la jeringuilla que directamente le había metido a presión la adrenalina que le devolvía a la realidad, pero más clavado tenía en su tímpano el «Twist and Shout» de Los Beatles que gritaban desde su caverna de Liverpool.

    Sus receptores neuronales no transmitían información alguna salvo la de un artístico movimiento de venganza que iba y venía sobre él danzando al ritmo de los británicos. No distinguía el rostro del hombre que ante él tenía. Cientos de caras habían pasado de largo en su personal búsqueda de El Dorado, de su sencilla vida en Westmoreland County.

    Intentó reaccionar moviendo los inutilizados brazos, que dejaron de responder ante las órdenes que su mente daba disfrazadas de mandatos de pura supervivencia. ¿Cómo había llegado a ese punto? ¿Dónde estaba? Se reconoció en mitad del campo donde días atrás los chicos de fútbol americano de la universidad habían roto la maldición de dos años sin conocer victoria.

    Se centró en su captor, que lo tenía amarrado y frenéticamente iba de un lado a otro, portando una hoja cuyos destellos le indicaba que estaba a un paso de desvelar si El Dorado era mito o realidad, si había un más allá en el que poder cobijarse.

    Quiso gritar para pedir ayuda, pero un recuerdo lo asaltó para enmudecer sus suplicantes alaridos. Naufragó en su mente para verse en la lejana ocasión que fue operado. Entre tubos y catéteres, una de las vías que iban a sus venas se sumergía en la yugular para aportar los vitales minerales que contenía el goteante suero. El día que la enfermera se dispuso a quitársela, la asfixia le invadió al notar cómo el diminuto objeto salía lentamente del cuello para desesperadamente experimentar lo que era la falta de aire, la misma que en aquel eterno minuto sufrió. Intentó tomar una bocanada, pero solo la angustia se le instaló en los pulmones al ver la rojiza y brillante hoja del cuchillo salir de su gaznate acompañada de la misma borboteante sangre que desde pequeño lo había aterrado.

    No entendía nada, el desconcierto desplazó a la súplica de su mirada cuando, mientras su realidad se borraba, reconoció a su sonriente asesino.

    Greensburg, 7 de octubre de 2017

    —No sé qué hago aquí.

    —¿Por qué dices eso?

    —No tiene sentido. Este es el primero que me gana, he perdido. No sé cuántos más van a ser ejecutados y no puedo hacer nada para remediarlo.

    —No debes tirar la toalla. Persevera, Josh. No olvides que el momento más oscuro de la noche se da siempre antes del amanecer.

    —Pero… Pe… Primero el periodista, luego esos pobres condenados y ahora esto…

    Reiner guardó silencio. La voz se le empezó a quebrar, echaba de menos a su mujer, su apoyo y aliento en aquellos aciagos días. Se sentía responsable de las muertes que estaban sucediéndose, su incompetencia frente a aquel reto salía demasiado cara. ¿Cómo podía haber llegado a ser inspector jefe de los federales? ¿Cómo había llegado a ese punto de absoluta desorientación?

    —Quiero volver a casa… —el cejijunto soltó silenciosamente las primeras lágrimas en años, psicológicamente destrozado ante la barbarie—. Echo de menos el calor, el Barrio Francés, el jazz, Luisiana, Nueva Orleans… Bailar en carnaval, llevar al crío a las atracciones y… y te echo de menos a ti.

    Un suspiro de añoranza abrazaba las palabras en forma de agradecimiento, ya que la distancia empezaba a pesarle a ella también.

    —Tranquilo, cariño, cuando menos te lo esperes todo habrá terminado y disfrutaremos como cada año del carnaval.

    Un espigado hombre corría desde la lejanía, saltándose el cordón policial como si de un atleta olímpico se tratase. Unos agentes iban tras él, intentando inútilmente frenarle mientras a galope atravesaba las yardas del estadio donde el veterano se encontraba.

    —¡Reiner! ¡Reiner! —gritaba Edgar—. ¡Es todo mentira! ¡Hemos estado engañados todo este tiempo! ¡Reiner!

    El sábado anterior era Damian quien con los Griffins de Seton Hill University corría desbocadamente, destrozando la defensa de los Cavs de Monroeville. El genial pase que Bonisch le había regalado desde veinte yardas atrás había destrozado una defensa que no esperaba esa penetración que se abría paso con fuerza titánica ante la eufórica celebración de la grada. En cambio, una semana más tarde era el forense Edgar quien corría movido por la urgencia de una prueba desvelada, una amenaza creciente. Los demás agentes federales le seguían al no haberse identificado. Y cuando más cerca estaba de su objetivo, el inspector jefe, los policías lo bloquearon e inmovilizaron, poniendo al joven médico forense contra el suelo.

    —Tengo que dejarte —fue la escueta despedida que Josh Reiner dio a su mujer.

    Colgó, pero en lugar de ir al encuentro de su recién esposado socio, volvió a aquel improvisado escenario del crimen. Edgar gritaba su nombre, pero él no escuchaba, no oía nada, solo un intenso pitido que perforaba sus tímpanos. Aquella muerte le había destrozado sus esquemas. Carecía de sentido. ¿Por qué? ¿Qué le había hecho aquel señor al Creyente para que lo ejecutara?

    En Greensburg, Pensilvania, en mitad del campo municipal de fútbol americano, sentado en un pupitre, había aparecido aquella mañana otra víctima de aquel psicópata. Sin dedos, manos atadas, degollado… Parecía que rezaba.

    Pittsburgh, 7 de octubre de 2017

    —Buenos días, señor.

    —Buenos días.

    La camisa de fuerza le apretaba. No terminaba de acostumbrarse a ella. Aún no daba crédito a cómo había acabado en un lugar como ese, amarrado y sin posibilidad de moverse más allá de los limitados vaivenes que como si de un gusano arrastrándose por el suelo se tratara. Así, tirado y mirando hacia arriba, el enfermero del centro de salud mental de UPMC en Pittsburgh se encontró a Robert Copman, poseído por su desesperante demencia.

    Las paredes acolchadas, blancas, una cama en la esquina derecha y una mesa metálica en el centro de la habitación. Completamente despejada, sin bolígrafos, sin folios, ni cuadernos, ni absolutamente nada.

    A ambos lados de la misma se hallaban dos sillas, del mismo material metálico de la mesa que las separaba. El sanitario portaba consigo un cuadriculado y negro maletín que junto a sí puso para custodiarlo.

    Con la mirada perdida, sumergido en sus pensamientos, aquel hombre de profundas ojeras contemplaba cómo su vida empezaba a transcurrir en aquella habitación que siempre sería su hogar.

    «¿Cómo he acabado así?», pensó Robert.

    —¿Lo sabes tú? —preguntó al enfermero que acababa de entrar—. ¿Vas a quedarte conmigo? ¿Vas a darme respuestas?

    —Vengo a que tome su medicina.

    Sacó una cajita de plástico. Al abrirla, en dos compartimentos dos pastillas le esperaban al demente, una de cada color. «¿Estoy en Matrix?».

    —No necesito esa mierda, lavadle a otro el cerebro —empezó a temblarle la voz—. Prometo, ¡no!, juro que no haré nada. Dejadme salir de aquí, por favor.

    —Es por su bien, no se asuste.

    —Por mi bien lo único que puedes hacer ahora es matarme —suplicó—. O liberarme.

    El tiempo se detuvo ante el inmovilismo del sanitario, que las décimas de segundo que tardó en continuar con la preparación de la medicina despertó la efímera ilusión del enfermo. «¿Se lo está pensando?», dudó. Miró al pálido enfermero a los ojos, entre incrédulo y temeroso de que accediera.

    —¿Vas a matarme? —estaba acongojado—. ¡No quiero morir! ¡Por favor, no! ¡No quiero morir! ¿O es que vas a soltarme?

    Se dio la vuelta y cerró la puerta de la habitación 312 del Centro de Salud Mental de Pittsburgh. Después, del bolsillo del pecho de su blanco uniforme sacó un cuaderno. Fue entonces cuando el maniatado empezó a reparar en detalles.

    —¿Cómo te llamas, enfermero? ¿Por qué no llevas tu identificación? ¿Por qué llevas esos guantes verdes? Llevo aquí un año y no te he visto antes. ¿Qué quieres de mí? ¿Qué es ese maletín? —el desconcierto le aterrorizaba.

    El enfermero se sentó frente a él. Sacó un bolígrafo y empezó a tomar nota en las vírgenes páginas del bloc tamaño cuartilla que con tapa de piel había desenfundado.

    —¿Qué quieres de mí? —repitió esperando una respuesta. Controlado por el torrente de sentimientos y contrastes que a diario le anulaban, el miedo en esta ocasión era el que lo dominaba.

    El sanitario le miró fijamente a los ojos, sereno.

    —Escucharte.

    ¿Cuándo era la última vez que alguien le había dicho eso? ¡Por fin! Tenía mucho que contar, no se había escrito todo en aquella historia de engaños. Tras un año de confinamiento, por fin le escucharían.

    La emoción le superó y empezó a llorar. Empáticamente, el enfermero prosiguió:

    —Todos tenemos momentos malos, Robert. Estoy aquí para que me cuentes todo. Si no te importa, iré escribiendo lo que encuentre más relevante. Creo que tu historia es tan dura como apasionante.

    Robert, con las manos inmovilizadas, preso de un interminable abrazo a sí mismo que solo se veía interrumpido cuando semanalmente era adormilado para ser lavado, tragó saliva viendo cómo el temor estaba transformándose en una crisálida desde la que una cascada de nervios inundaría su oprimido estómago. Respiró hondo y se serenó.

    —He echado la llave, nadie debe interrumpirnos… No sabemos cuánto tiempo pasará hasta que nos descubran —aclaró el entrevistador—. Necesito escucharte. ¿Quién eres, Robert?

    Beaver Falls, 27 de julio de 2016

    —No te sueltes de mi mano.

    —Jonathan, estas locuras tuyas me ponen de los nervios.

    —¿Ves algo?

    —Nada de nada. ¡Por favor, me tienes vendada! —Ella reía y ciegamente trataba de tantear lo que enfrente de sí tenía, despeinando y restregando divertidamente su mano en la cara del enamorado.

    —Ven, Natasha, no te sueltes de mi mano —repitió Jonathan.

    En lugar de eso, ella le abrazó como si de un koala se tratase, entorpeciendo el movimiento del rubio periodista. Los dos caminaban lenta y torpemente por el caminito de baldosas que se habría en mitad del monte.

    —Oye, como sigas así vas a hacer que nos caigamos.

    En lugar de hacerle caso, Natasha trasladó la tenaza formada por sus delgados brazos de la cintura al cuello del joven, forzándolo a que empezase a doblarse hacia donde ella quisiera.

    —Cógeme en volandas. O, si no, me dejaré caer al suelo. Y tú vendrás al suelo conmigo.

    Él obedeció. Eran adultos y qué estúpidamente adolescentes parecían cuando se lo proponían. Pero aquella ocasión era importante, ella no lo sabía, aunque tampoco era tonta, algo sospecharía. Habían necesitado horas para salir de la urbe y su área metropolitana y llegar a ese punto abandonado de la sierra donde se encontraban. Pocos turistas se acercaban al rincón aquel que, pese a ser claramente visible, por su gran mirador y el monasterio allí abandonado, era un secreto para la mayoría. De hecho, Natasha no lo conocía.

    En el borde del mirador se detuvo, bajándola de sus brazos. Tras situarse detrás de ella y quitarle el vendaje, se amarró a su cintura para dejarle ver las preciosas vistas del paraje. No se veía nada de la ciudad, solo aquel enorme valle y las cascadas al fondo. Frondoso, era el testimonio de que aún quedaba algo de naturaleza en aquella desgastada época que vivían.

    Estaba maravillada y un gritito de emoción se le escapaba entre los dientes. Era el atardecer más bonito que jamás había visto.

    —Te quiero —le susurró Jonathan al oído.

    Ella fue a darse la vuelta para con un beso decirle lo mismo, pero se encontró a su amado con la rodilla clavada en el suelo. Una mano tomaba la suya, y la otra sujetaba un fino anillo de oro blanco.

    —¿Quieres casarte conmigo?

    Pittsburgh, 4 de septiembre de 2016

    —Qué guapo está hoy, señor.

    —Gracias, Carmen.

    —Me lo han entregado para usted. Viene del juzgado de instrucción.

    —Más antecedentes, ¿eh? —Los dejé en la mesa y fui a por un café.

    —¿Va a descansar?

    —Sí.

    Me acompañó. Tras atravesar la recepción de la comisaría, nos postramos frente a la máquina que cada mañana nos inyectaba gasolina. Polvos y agua caliente, vaya asco. Si tuviera más tiempo iría a una cafetería en condiciones, pero ausentarme treinta minutos de mi puesto, con la de gente que entraba y salía del despacho, podría causar nerviosismo, aunque no hubiese razones reales para ello.

    —¿Qué sucede? —me preguntó. Me había pillado con la mirada perdida contemplando los jardines que daban la otoñal bienvenida a los viandantes que por las calles de la antigua Pittsburgh circulaban.

    —¿De qué sirve lo que hacemos? ¿Desde hace cuánto acumulamos expedientes de consumidores y rateros sin más? Ya sabes, de basura. Cuando pillamos alguno con las manos en la masa, pasando, a lo sumo tiene la cantidad que le evita ser investigado. Y tras ese primer aviso, desaparecen sin más. No reinciden, tienen miedo de volver a equivocarse. Antes, gracias a esos cabezas de turco, podíamos indagar quién se escondía detrás de las redes del manejo, del contrabando. Ahora tienen miedo. Trafican con lo justo hasta que le damos el aviso, hasta que los expedientamos. Una ridícula multa y, después, efímeramente se sumergen en las profundidades, se camuflan entre el resto. No se vuelve a saber de ellos.

    —No recuerdo un día en que no fuera así, señor subinspector.

    —Llevas aquí solamente tres años… Todo empezó hace seis. Me acuerdo de cómo cambiaron las cosas…

    —¿Qué pasó?

    —Guerrita. Guerrita pasó. —Me miré el reloj para zanjar la conversación con la pretendiente—. Vuelvo al lío. Vaya mierda —mascullé entre dientes.

    Me llamo Robert Copman, aunque hay quien se limita a decirme «Bert». Tengo treinta y tantos años y soy subinspector de la Unidad de Delitos de Tráfico de Drogas y Estupefacientes dentro del Cuerpo Federal de Policía. Entré en él tras varios años de entrenamiento físico y académico, superando unas exigentes oposiciones que me llevaron a mí y a mis compañeros hasta el límite, hasta la extenuación. Al fin y al cabo, eso se trataba de un anticipo de la vida que nos espera a quienes accedemos a esta desagradecida profesión, nos pone al límite. Más tarde o más temprano, pero llega el momento en que te encuentras al borde del precipicio. Seis años hace de los Guerrita… Seis años hacía ya, y desde entonces no ha habido un solo segundo en el que no me plantease tirarme por aquel barranco que me animaba a saltar desde mi oficina.

    Todo menos comodidades, aprendí rápido la lección. Lo difícil no era solamente entrar: mantenerse dentro, con expectativas de poder ir avanzando en la carrera policial, escalar posiciones dentro del jerárquico organigrama que regía en la fuerza de seguridad no era sencillo. Pero ¿para qué me había servido?

    Hay quienes piensan que entrar a la vida pública, servir a la administración estatal, es abrazar una zona de confort, luchar por un sueldo, una lotería de la que vivir. Pasar las oposiciones nos reserva una plaza para servir a la nación. Dicho de otra forma, una empresa atemporal te hace fijo, indefinido, te garantiza unos mínimos derechos laborales —eso dice la teoría— y además, con la seguridad de que mantendrás un salario. Es fácil vivir placentera y cómodamente así, sabiendo que tienes las espaldas cubiertas. Sin embargo, esta calma que me invita a que me olvide de todo y disfrute de la vida, esta antesala al carpe diem, me está matando. Entré allí buscando acción, no lo que hacía.

    Sabía que esa jodida frustración dependía de la actitud frente a la vida, de cómo quería que fuese mi papel en ella: ¿actor o espectador? La elección era simple, pero compleja, y cada mañana renovaba la elección. Desde temprana edad fui consciente de ello, y siempre supe que quería ser de los de la primera opción. Lo que ahora empiezo a comprender, en mi joven senectud, atrapado en el psiquiátrico, es que para ser actor en la vida necesitaba algo, algo que muy pronto había perdido: la motivación. Antes tenía ganas de vivir la vida que ideaba, ahora solo quiero verla pasar… Verla pasar en esta prisión de acolchadas blanquecinas paredes.

    Tenía la convicción de ser un hombre que se hacía a sí mismo. De ahí el desempeño y sacrificio que, desde que decidí opositar, derrochaba diariamente. Vivía para mi trabajo. Era un entusiasta y talentoso agente —según decía Teo— con ganas de comerse el mundo. Siendo savia nueva, quise ilusamente ser la espada de la justicia en el país. Por ello, el siguiente paso era alcanzar mi viejo puesto, la subinspección en la guerra al narcotráfico en Pensilvania.

    Mi misión no había cambiado, pero me encontraba irremediablemente estancado. Las arenas movedizas de la rutina me absorbían. Tal vez, para romper, debiera haberme cultivado en otros campos. Eso ayudaría a diferenciarme y dar un plus a la hora de competir con mis compañeros. Debía aprender del señor Costa, mi superior y mandamás de la unidad a la que pertenecía: estudió y se interesó por la psicología y la psiquiatría, siendo así capaz de definir perfiles delictivos comunes en el Estado de Pensilvania, anticipándose a que redes de criminalidad se desarrollasen gracias a sus análisis conductuales. Se diferenció del resto de subinspectores de su generación y ascendió para, en aquellos días, ser la ilustre cara de la ley en el Midwest americano. Me pregunto si sufrió alguna vez en su prolongada carrera una crisis como la que me vaciaba de sentido en aquellos insípidos años, que inexorablemente iba encadenando en forma de canas que crecían y poblaban una melena que se resistía a la calvicie.

    Esa era la idea que yo tenía en la cabeza inicialmente: ser capaz de desarrollar un método propio, único y depurado, que diese sus resultados. Pero eso suponía una segunda fase, ya que la primera fue acceder al cuerpo policial y hacerme un nombre dentro de mi unidad, destacar entre mis iguales.

    No estudié carrera universitaria ni una titulación superior tras mis estudios escolares. En lugar de ello, me puse a trabajar en lo que pude mientras me preparaba para dar el salto a lo que yo consideraba que era mi vocación: servir, y qué mejor forma de hacerlo que dentro del Cuerpo Federal, siendo policía.

    ¿Por qué? Bueno, donde vivía no era un lugar sencillo. Es complejo de explicar, pero convivíamos con una parasitaria economía sumergida o una realidad paralela que orbitaba en torno al narcotráfico. Nadie, absolutamente nadie, estaba libre de sus redes y sus métodos. Bandas y clanes dirigidos por cárteles que infestaban las ciudades. Era como las desigualdades sociales acababan expresándose, cómo escapaban del desamparo de un exacerbado capitalismo que jamás miró por las clases bajas, por los que quedaban excluidos del mercado. No contentos con ello, desde bien pronto se pudo contrastar la rentabilidad de un negocio que ahondaba en las miserias de las personas. Pasaba en México, Colombia, Inglaterra, Italia, España y donde se pudiera pensar. Era una realidad, la droga da mucho dinero. Peor aún, exprime a los que caen en sus redes. Eso era el tráfico de drogas en mis días de agente.

    Años atrás era más sencillo seguirles la pista. Sin embargo, en aquel momento de crisis existencial eran camaleones, era auténticamente complicado seguirles el rastro. Nos habían tomado la medida, aunque eso nunca antes había sido así, era un nuevo y pacífico modus operandi. Antes eran violentos y no dudaban en provocar el terror en los barrios deprimidos si fuera necesario.. Sin embargo, se percataron de que les era más fácil sobrevivir complaciendo que atemorizando, desarrollando métodos amables y discretos, crear redes de clientelismo y dependencia para así no ser delatados. En lugar de acribillarte por la espalda, darte una palmada en ella. Si de ellos dependiera, se habrían institucionalizado. Y así, mi vida pasó de ser pura adrenalina para quedar relegada a un triste y monótono despacho en el que compulsaba fichas de niñatos que querían jugar a ser drogadictos.

    Parece que nos acostumbramos, que aceptamos como normal este cotidiano problema. Familias separadas, vidas arruinadas… No era imprescindible derramar sangre para ser testigos de lo que era un drama. ¿Solo los agentes lo veíamos así? La tolerancia social que se trazaba paulatinamente me destrozaba, le quitaba sentido a mi vocación, a mi vida. Algún día el Congreso las legalizaría y nos pondría a mis compañeros y a mí el cartel de «Gilipollas», quedándonos con cara de tontos, todo ello con la complaciente aprobación de la Casa Blanca de fondo.

    Poco a poco, mi unidad iba quedando relegada a la tramitación de puro papeleo. No ver a mis compañeros tan frustrados como yo me ponía de los nervios. ¿Es que no lo veían? Los narcos nos iban ganando, los buenos perdíamos la partida. Me sentía un incomprendido, uno de los muchos que en la bíblica Babel hablaba para no ser entendido, creyendo usar la lengua de los comunes.

    Sin embargo, cuando clamaba exasperado por cómo calentábamos las sillas de la oficina, se volvían y cuchicheaban, haciendo gestos con sus dedos como si de un loco hablasen al referirse a mí. Ellos deberían haber vivido lo que yo para comprenderme. Eran unos incompetentes.

    Me decían a menudo que estaba obcecado con el mismo tema siempre, pero lo hacían porque así estaban muy cómodos, siendo poco a poco cómplices con su pasividad.

    Casi nadie me entendía, solo algunos sabían que desde bien temprano pude ver que estábamos ante una tragedia social, una pesadilla, y que, aunque mostrase una cara amable ahora, jamás estaríamos libres de que a alguien le pasara lo que le sucedió a mi joven compañero de clase.

    Cualquier día podríamos amanecer como Regi.

    Pittsburgh, 8 de agosto de 1996

    Escuálido y de pálida piel, apenas levantaba los ojos. Siempre miraba al suelo e intentaba evitar el contacto visual al entablar la escasa conversación que su estado de ánimo ofrecía. Unido a su negruzco pelo y semblante triste, cargaba con algo que no quería compartir. Se me revolvió el estómago. En aquel entonces no llegábamos a conocer qué le provocaría su amargo semblante, solo con los años finalmente lo supimos. No fue hasta antes de entrar al Centro de Salud Mental en el que me encuentro cuando descubrí los demonios que acosaban al joven hispano.

    Como en tantos institutos, existían pandillas que competían entre sí para ver cuál era la más cool, la banda del patio. Las estupideces adolescentes nos transformaban en hormonados payasos peleando por ser los nuevos gallitos del corral. Había que marcar bien las diferencias entre quién estaba en la onda y quién no, y Regi acumulaba todas las papeletas para ser el centro de las burlas. Había que dejar claro quién era el macho alfa en el floreciente ecosistema púber. Si se añadía que el muchacho tenía un año más, era repetidor, acumulabas muchos puntos para ser un jefazo entre tus colegas de clase. Torear incluso a personas de mayor edad. En la lucha por el ego, una oportunidad como aquella era única. Además, Regi nunca oponía resistencia, esas historias no iban con él.

    —Oye, tú, te estoy hablando. Mírame a los ojos. ¿Por qué estás así de blanco? ¿Es cierto lo que dicen? ¿Es verdad que eres retrasado?

    —Seguro que sí. ¿Cuántas veces ha repetido? Es un mongolo —el grupo empezó el acoso.

    Callaba con la cabeza gacha, centrado en la amarillenta baldosa que le separaba de su corpulento compañero. No quería problemas, pero ellos acudían a él sin saber qué había hecho para merecer esa suerte.

    —¿Te ha comido la lengua el gato? ¿Por qué no me respondes? Te he preguntado que por qué estás tan blanco. ¿Acaso has visto un fantasma, eh, Casper? —ridículamente se burlaba de él—. ¿Te dan miedo los fantasmas? Sí

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