El constitucionalismo del miedo
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El constitucionalismo del miedo - Renato Cristi
Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle
El constitucionalismo
del miedo
Propiedad, bien común y poder constituyente
LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL
© LOM Ediciones
Primera edición, 2014
ISBN Impreso: 978-956-00-0543-4
motivo de portada: Juan Pablo Ruiz-Tagle Urzúa
Todas las publicaciones del área de
Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones
han sido sometidas a referato externo.
Diseño, Composición y Diagramación
LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago
Fono: (56-2) 2 860 68 00
www.lom.cl
lom@lom.cl
Introducción
I
La presencia del miedo siempre ha acompañado a la humanidad y tiene múltiples expresiones. Puede ser el miedo a las epidemias, a la delincuencia y el terrorismo, a los aditivos en nuestros alimentos, al cáncer de la piel, a las alturas, a los pesticidas, a la diversidad sexual, a los maremotos, al calentamiento global. Aunque algunos de estos miedos son triviales, irracionales y se alimentan de prejuicios injustificados, otros pueden ser útiles como indicadores de peligros verdaderos. En relación con el tema político, Sunstein observa que «a veces hay quienes tienen miedo cuando no debieran tenerlo, y a veces no lo tienen cuando debieran». Y también observa que «en los regímenes democráticos la ley responde a los miedos de la gente. De este modo, la ley puede ser conducida en direcciones desafortunadas y aun peligrosas» (Sunstein, 2005: 1). Su solución es que la ley y las instituciones conquisten el miedo a través de procesos deliberativos, enriquecidos por el conocimiento de expertos. Pero esto supone la existencia de Gobiernos democráticos que cultiven la solidaridad entre sus ciudadanos y no les inspiren temor con el solo objeto de aumentar el poder de la autoridad. Judith Shklar, por su parte, piensa que el miedo es una característica universal de la humanidad. Afirma que «estar vivo significa tener miedo», y define el liberalismo como la posibilidad de hacer del miedo «la norma básica de su práctica política» (Shklar, 1989: 29-30). El liberalismo nace a partir de esos sentimientos de temor, y por ello Shklar lo caracteriza como el «liberalismo del miedo»(ibíd: 23). Se trata ante todo de una doctrina política, pues no es la opresión social lo que los individuos temen principalmente.
El liberalismo como doctrina política tiene, según Shklar, temor al estatismo y la democracia, y lo relaciona con el peligro social que entraña la noción de bien común, y aquello que denomina «ideologías de la solidaridad» (ibíd: 36). Si una de las conquistas del liberalismo moderno es la afirmación de la igual dignidad de todas las personas, una política que aspire a la identificación y realización solidaria del bien común generará conflictos. El ideal de una sociedad justa y equitativa que inspira a algunos los conducirá a imponerles a otros su concepción de justicia. Shklar piensa que esto implica violencia y crueldad, y genera sentimientos de miedo en aquellos que no poseen poder suficiente para afirmar su propio ideal de justicia. La protección de estos últimos es la tarea que asume el liberalismo. La limitación de los recursos de persuasión física y psicológica de que disponen los agentes políticos constituye el objetivo esencial del liberalismo. Según Shklar, el propósito único del liberalismo es «asegurar las condiciones políticas que son necesarias para el ejercicio de la libertad individual» (ibíd: 21), y esto significa limitar la acción estatal. El bien de cada individuo, y no el bien común, es lo que debe garantizar el Estado.
Shklar reconoce la deuda del liberalismo del miedo con Locke, quien desconfía de un Estado como el de Hobbes y su «exorbitante poder para matar, dañar corporalmente, adoctrinar y conducir a la guerra» (ibíd: 30). Los individuos deben mantener una actitud de profunda suspicacia con respecto a la acción de los agentes estatales¹. Shklar reconoce que lo que hay que temer es «toda acción extralegal, secreta y no autorizada por parte de los agentes públicos y sus comisionados» (ibíd: 30). El liberalismo del miedo se traduce así en un constitucionalismo del miedo. Frente a un Estado percibido como temible amenaza hobbesiana, el constitucionalismo tiene por objetivo la limitación de su poder. Su función es mantener una «constante división y subdivisión del poder político» (ibíd: 30).
El constitucionalismo del miedo se pone también al servicio de la propiedad privada. Al igual que Locke, Shklar piensa que la manera más efectiva y segura de limitar el poder del Estado es la protección constitucional de la propiedad privada. Reconocida como un derecho real absoluto, la propiedad debe quedar en manos del poder discrecional de los individuos, porque constituye «una indispensable y excelente manera de delimitar el largo brazo del Estado... y de asegurar la independencia de los individuos» (ibíd: 31). La narrativa de Shklar remata en la propiedad, alfa y omega del liberalismo, por ser el símbolo óptimo de los derechos individuales y límite último para la acción del Estado. Los individuos en la modernidad tienden a definir y estructurar sus identidades en torno a sus posesiones y ello es el origen de una variedad de sentimientos, de los cuales el más poderoso es el miedo, sobre todo el miedo a la expropiación. La expropiación, cuando proviene de una política de Estado, aparece como perentoria e irrevocable y es la raíz última del liberalismo del miedo.
La legitimidad democrática le otorga al Estado un enorme poder persuasivo y le permite desarrollar el potencial igualitario de un sistema democrático. Una condición de la igualdad implica relativizar la propiedad individual para ponerla al servicio de la comunidad. El miedo a la expropiación pasa a ser, entonces, miedo a la democracia. Por ello Shklar le otorga una orientación distinta a la democracia y la entiende como mero instrumento de representación. Entendida como distinta y ajena a lo que significa la identidad y participación democráticas, la democracia deja de ser una amenaza para los propietarios. La propiedad, como derecho individual absoluto, no puede quedar al servicio de una comunidad democrática. Debe ser invulnerable frente a políticas redistributivas y muro de contención en la defensa de los individuos. Así, lo sustancial es el liberalismo individualista, y lo accesorio e instrumental es la democracia. Por ello Shklar reconoce que el liberalismo «está monogámica, fiel y permanentemente casado con la democracia, pero se trata de un matrimonio de conveniencia» (ibíd: 37).
Este matrimonio monógamo, pero solo por conveniencia, resulta extraño. Shklar siente un rechazo innato hacia el fascismo, el comunitarismo y también el anarquismo. Es manifiesto su compromiso con Locke, con quien comparte el miedo al autoritarismo de Hobbes. ¿Por qué entonces su compromiso puramente instrumental con la democracia?¿Podría ser que el liberalismo del miedo esconde miedo y desconfianza con respecto a la democracia? Vimos más arriba cómo el argumento de Shklar marca distancia con la noción de bien común y las ideologías de la solidaridad. Su matrimonio monógamo, fiel y permanente con la democracia es solo de conveniencia, porque está condicionado por la renuncia a cualquier contenido democrático sustantivo, como son el bien común y la solidaridad. En la narrativa de Shklar, el liberalismo solo se puede identificar con una democracia que se entienda como un puro instrumento para el bien de cada individuo, separadamente.
Shklar piensa que hay una «afinidad natural» entre el liberalismo del miedo y el escepticismo, y relaciona esto con la propuesta de Madison para anular el faccionalismo. En El Federalista 10, Madison sostiene que las facciones son una consecuencia necesaria de la libertad, lo que deja una huella imborrable en la tradición constitucionalista angloamericana. Madison identifica las nociones de libertad y propiedad, y las emplea para definir un ámbito protegido para lo privado. Lo privado e individual se opone a lo público, y lo público corresponde al ámbito donde se manifiesta la coerción. Madison y los federalistas se inspiran en Locke para trazar la línea divisoria entre lo público y lo privado, entre la libertad y la autoridad. El constitucionalismo es el guardián que vigila y preserva esa separación.
El constitucionalismo americano puede ser explicado en parte como una respuesta concreta a lo sucedido en Massachusetts a partir de agosto de 1786, cuando un grupo de agricultores empobrecidos, liderados por Daniel Shays, se rebela contra las órdenes judiciales que embargan sus propiedades hipotecadas². Por esos días, el terror que cunde en un sector de la población, los «hombres de principio y propiedad en Nueva Inglaterra», queda consignado en dos famosas cartas. Henry Knox, futuro ministro de Guerra, escribe a George Washington el 23 de octubre de ese año: «Habiendo avanzado esta distancia para la cual están ahora preparados, tendremos una formidable rebelión contra la razón, el principio de todo gobierno, y el nombre mismo de la libertad. Esta horrible situación tiene alarmados a los hombres de principio y propiedad de Nueva Inglaterra... ¿Qué podrá dar seguridad ante la violencia de estos hombres sin ley? Nuestro Gobierno debe reforzarse, cambiar o alterarse para asegurar nuestras vidas y propiedad» (Washington, 1995: 299-302)³. James Madison, en carta a su padre del 1 de noviembre de 1786, escribe que Shays y sus confederados «profesan perseguir solo una reforma de la Constitución [de Massachusetts] y eliminar ciertos abusos en la administración pública, pero se sospecha fuertemente que contemplan la abolición de las deudas públicas y privadas, y una nueva división de la propiedad» (Madison, 1975: ix, 154).
La llamada Shays’ Rebellion⁴ termina siendo reprimida militarmente en enero y febrero de 1787, pero, en los meses siguientes, la legislatura de Massachusetts reconoce las demandas de los rebeldes y promulga una mitigación en el pago de las deudas. Esta acción legislativa es interpretada por algunos como una violación del derecho de propiedad de los acreedores. Para las minorías propietarias, las asambleas democráticas debieron aparecer como instituciones peligrosas que facultaban a las mayorías la vulneración de sus derechos propietarios. El impacto de la Shays’ Rebellion sobre la redacción de la Constitución federal de septiembre de ese mismo año no es un tema resuelto entre los estudiosos del constitucionalismo americano⁵. En todo caso, hay que reconocer que «el espectro de la Shays’ Rebellion rondó por las sesiones de la Convención constituyente» en 1787 (Fatovic, 2009: 187).
Cuando los constituyentes americanos, como Madison, examinan el tema de la propiedad, lo relacionan directamente con el de la desigualdad. Esto aparece muy claro en El Federalista 10, donde Madison anota lo siguiente: «A partir de la protección de capacidades diferentes y desiguales resulta inmediatamente la posesión de diferentes grados y tipos de propiedad. Y de la influencia de estos en los sentimientos y opiniones de los respectivos propietarios se deriva una división de la sociedad en diferentes intereses y partidos» (Madison et al., 1961: 58). La división en facciones y partidos desiguales es consecuencia de la libertad. Anular la desigualdad equivaldría a violar la libertad de los individuos. La propiedad es desigual, porque se funda en el ejercicio de esa libertad. Sin propiedad, la libertad no puede ser ejercida, pero el ejercicio de la libertad implica su desigual distribución. «La propiedad significa un problema para el gobierno popular, porque la desigualdad requiere protección: los propietarios deben ser protegidos de quienes tienen menos propiedad o carecen de ella. Sin seguridad, la propiedad pierde su valor» (cf. Nedelsky, 2011: 94). Sin seguridad la propiedad es vulnerable y es la razón del miedo que tienen los propietarios con respecto a la amenaza que representa un pueblo a la vez mayoritario y desposeído.
La necesidad de contener esa amenaza es lo que motiva a los federalistas a fortalecer la protección que puede brindar un Gobierno centralizado. La legitimidad democrática encuentra así un límite en el carácter absoluto de la noción de derechos individuales. Madison se propone demarcar la línea divisoria entre lo que denomina derechos civiles o individuales y los derechos políticos. La primacía corresponde a los derechos civiles, siendo la propiedad el más fundamental de ellos. Según Jennifer Nedelsky, Madison concibe los derechos políticos como instrumentales para garantizar la propiedad (Nedelsky, 2011: 127). En el imaginario americano, la propiedad aparecerá en lo sucesivo como símbolo concreto de la autonomía de los individuos, y la democracia pura como un símbolo de autoridad que puede llegar a ser potencialmente totalitaria y que es necesario limitar. Según Nedelsky, el constitucionalismo en los Estados Unidos, sobre todo en lo que respecta al aporte de James Madison, es la primera instancia del constitucionalismo del miedo⁶.
En 1973, Chile se encuentra en una situación análoga a la de Estados Unidos durante la Shays’ Rebellion. La crisis social y política que genera el miedo de los propietarios chilenos es, por cierto, mucho más prolongada que la Shays’ Rebellion, ya que comienza a gestarse en 1963 y se extiende hasta su resolución en un violento golpe de Estado que solo se produce en 1973⁷. En Chile se trata de un proceso revolucionario organizado, y no de un espontáneo acto de rebelión, pero el miedo que se genera es el mismo. Una minoría propietaria logra transmitir, a vastos sectores de la clase media chilena el intenso temor que experimenta frente a lo que se ve como un proceso de expropiación y de «aniquilamiento irreversible» (Guzmán, 1970: 4). Ese miedo generalizado conduce, en Chile, a la destrucción del régimen democrático vigente y, en último término, a la imposición de una dictadura que destruye la Constitución de 1925. Tal radicalización no tiene lugar en Estados Unidos. Lo vemos en Madison, quien, a pesar de sus temores, no cae en el autoritarismo ni en la dictadura para resguardar sus ideales de propiedad, libertad y justicia. Madison utiliza el constitucionalismo republicano como un freno y contrapeso frente a los excesos de la democracia. Piensa que una conciencia ilustrada o la honestidad personal no son suficientes por sí solas para dar sustento al proyecto republicano. Por ello, aunque estos atributos positivos del carácter humano son valiosos, tienen un papel auxiliar, y en ningún caso pueden sustituir las disposiciones coercitivas que pertenecen al derecho y al Gobierno. Madison postula que es necesario que las bases del sistema jurídico establezcan un resguardo suficiente de la propiedad frente a potenciales abusos de la autoridad, que pueden ser impulsados por la mayoría en perjuicio y abuso de la minoría.
En Chile, el resultado final es la formación de un nuevo régimen constitucional, que se sostiene en el terror paralizante que impone la dictadura militar (cf. Robin, 2004: 48). La génesis y orientación de la nueva Constitución está marcada por una defensa del derecho de propiedad, que se supone menoscabado y envilecido a partir de 1963. Arturo Fermandois, un jurista conservador y discípulo de Jaime Guzmán, confirma este diagnóstico y estima que el «deterioro del derecho de propiedad» y el «menosprecio por la libertad y la propiedad» son antecedentes directos del «quiebre institucional de 1973» (Fermandois, 2010: 211). Según Fermandois, e