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San Román de la llanura
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San Román de la llanura

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About this ebook

Roberto, un joven periodista de Valparaíso, se encuentra de pronto con el encargo de escribir la biografía de un anciano hacendado de Magallanes, Maximiliano Meléndez, que vive en un pueblo armado por él, a unos 200 kilómetros de Punta Arenas. La historia de Magallanes, tan desconocida y aparentemente lejana, adquiere en esta novela la característica de una epopeya radicalmente humana, donde los conflictos y afectos, que ocurren a todos, en esa región se intensifican, pues el viento parece borrar las voces, y las distancias pueden esconder, pero no eliminar, lo que pasa a hombres y mujeres en un constante esfuerzo por sobrevivir. Esta novela recibió el Premio Mejores Obras Literarias Inéditas, 2005, del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes.
LanguageEspañol
PublisherLOM Ediciones
Release dateMay 1, 2018
San Román de la llanura

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    San Román de la llanura - Pavel Oyarzún Díaz

    Pavel Oyarzún Díaz

    San Román de la Llanura

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2006

    ISBN: 978-956-282-819-2

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 68 00

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Para un príncipe enano se hace esta fiesta.

    Venga mi caballero por esta senda.

    José Martí

    1

    La primera vez que oí hablar de San Román de la Llanura fue en un bar de mala muerte, de cuyo nombre no quiero acordarme. En Valparaíso, la noche del 20 de abril de 1931. Un lunes. Me acuerdo perfectamente.

    Arturo Menares, un antiguo amigo de infancia, me vino con el cuento de que en ese lugar, con nombre de misión jesuita, enclavado en plena Patagonia chilena, Territorio de Magallanes, un auténtico magnate de origen español, dueño de una sociedad ganadera y de gran parte de esa provincia, necesitaba de un escritor profesional para que escribiera su biografía. Según Menares, el hombre estaba ya con un pie en la tumba y por lo tanto quería dejar testimonio de su existencia. Al parecer, solo le faltaba ofrendar esa impronta escrita para irse de este mundo con la tranquilidad del deber cumplido. Esa sería la guinda de la torta.

    Ya he dicho que jamás en mi vida había oído hablar de San Román de la Llanura. Por eso no le presté mucha atención al relato de Menares. Me contó algo acerca de aquel lugar remoto, que a mí me sonaba como a otro planeta. En realidad, me interesaba un bledo lo que sucediese o no en la Patagonia. Más cercanos me parecían Marte, Saturno, Alfa Centauro. Pero estábamos en un bar y había que conversar sobre algo. Lo hacía con esa displicencia, con ese desgano que ya en aquel tiempo comenzaba a inundar mi espíritu. Creo que esa noche más que nunca era un guiñapo. Me sentía muerto de tedio, tratando de mantenerme vivo en el ambiente infesto de esa pocilga. Entonces entablé diálogo con él, sin imaginar siquiera que esa conversación cambiaría mi vida por completo:

    –¿Sabes qué es lo que quiere realmente don Maximiliano Meléndez? –me preguntó Menares, después de pedir una jarra de vino blanco, que me hizo pensar en que otra larga y copiosa noche se me venía encima de nuevo. Otra noche más de vinos estragados, bebidos hasta la última gota y que me dejarían una resaca demoledora. Pero nadie en su sano juicio se queda pegado pensando en la resaca cuando el vino ya está servido, y pareciera que canta un tango sobre la mesa. El Tango del Viudo, por cierto, pero tango al fin. No, no podía hacer otra cosa que dejarme llevar por la corriente, río abajo, en el brebaje turbio de los perdedores, los desahuciados. De modo que rápidamente me apresté, en cuerpo y alma, a afrontar la borrachera de vino barato que se levantaba en mi astroso horizonte.

    –¿Cómo podría saber yo qué es lo que se propone el prócer? –le respondí casi riendo, sin tener la más puta idea de quién era ese tal Maximiliano Meléndez, levantando mi vaso, proponiéndole el primer brindis de la noche –Por la amistad –le dije.

    Arturo Menares chocó su vaso con el mío, aunque me miraba con cierto recelo, dudando de mis verdaderas intenciones al ofrecer ese brindis inaugural, por algo tan etéreo y manido como es la amistad que, dicho sea de paso, en esos tugurios es un arma de doble filo. Eso creí leer en el brillo achinado de sus ojos. Seguramente pensó en todas las veces que había visto a una multitud de sujetos iniciar sus borracheras brindando por la fraternidad que los unía, por una hermandad a prueba de balas, para luego terminar abriéndose el cuello a cuchillazos en la calle. Pero solo fue un gesto de su parte, un acto reflejo, porque conmigo Menares podía estar seguro de que no pasaría nada grave, ni aún con cien litros de vino en el cuerpo. Eso él lo sabía. Entonces, siguió como si nada con su historieta:

    –Mira, Roberto, don Maximiliano Meléndez busca un hombre capaz de resaltar sus hazañas de pionero en la Patagonia. Pero no quiere a alguien que escriba una composición de colegio. Quiere a un tipo hábil, ducho con las palabras pomposas, con la grandilocuencia, con los adjetivos inmortales; en fin, alguien que lo deje por allá arriba, ¿me entiendes? A dos de centímetros de Dios.

    –O sea quiere a un embaucador profesional –le interrumpí enseguida.

    –Visto de esa manera, sí. Así es.

    –Y entonces tú pensaste en mí. Qué bien. Te lo agradezco mucho –le dije marcando la ironía de mis palabras con una sonrisa forzada.

    –No. Escúchame. Eso no es lo importante. Si la vida del viejo no le importa a nadie. Lo importante es cuánto paga. Son quinientos pesos al mes, nada menos. ¿Cuánto ganas ahora en ese pasquín en el que trabajas?

    –Eso no te importa.

    –Dime cuánto ganas. De verdad.

    –Ciento ochenta.

    –Saca la cuenta no más, entonces.

    –¿Y tú cómo sabes tanto de ese lugar y del tal Meléndez?

    –Por un amigo mío que vive en Punta Arenas, que trabaja para Meléndez. Orlando Venegas, a lo mejor tú lo conoces, es de Valparaíso.

    –No tengo idea quién es.

    –Bueno, no importa. Pero Venegas trabaja para la sociedad ganadera de Meléndez, en Magallanes. Es contador, creo. Bueno, él es el encargado de buscarle un biógrafo al viejo. Por supuesto que quiere que sea un porteño. Por eso se contactó conmigo. Yo quedé de responderle la próxima semana. El nombre que yo le dé se queda con el trabajo. Me tiene una confianza ciega.

    –¿Dónde queda, exactamente, San Román de la Llanura?–le pregunté interrumpiendo su relato.

    –No sé. A unos ciento noventa kilómetros al norte de Punta Arenas, quizás más. Que sean doscientos. No es nada. Es un pueblo levantado por Maximiliano Meléndez con su propia fortuna. El hombre es dueño de todo. Imagínate cuánta plata tiene.

    –O sea, un verdadero cabrón.

    –¿Y qué? Lo importante aquí es la plata que te ganarías sin gran esfuerzo. Tienes que escuchar sus monsergas y luego traducirlas a palabras grandiosas. Lo mismo que haces en el diario con los diputados y senadores que te pagan por eso, ¿o no? Y más encima te pagan una miseria.

    –Eso es distinto.

    –¿Por qué es distinto?

    –Porque al menos algunos de sus temas me interesan. Lo del presupuesto para obras públicas, la educación, la construcción de casas –le dije llenando de nuevo nuestros vasos y sin la menor convicción en lo que acababa de decir.

    –¡Bah! Es la misma huevada. Además, con los ciento ochenta miserables pesos que te pagan no puedes ni apostar a los caballos, ni llevarte a una querida por ahí. Ni para un polvo te alcanza –retrucó Arturillo.

    –No es para tanto.

    –Piénsalo bien. Pides permiso al diario y te vas a la Patagonia por algunos meses. Luego te vienes con harto billete en el bolsillo. Sin despeinarte, siquiera.

    –Pero hay que irse hasta allá. ¿Tú sabes cómo se vive en esos páramos?

    –El hombre es un animal de costumbre.

    –¿Por qué no vas tú, mejor?

    –Tú sabes que yo no escribo nada. Si fuera algo como para hacerse un negocito rápido habría aceptado al tiro. Por eso pensé en ti. Con la habilidad que tú tienes para juntar las palabras, se te haría fácil.

    –¿Sabías que Magallanes fue, hasta no hace mucho, una colonia penal? Allí enviaban a cuanto homicida y desertor encontraban. Allí purgaban sus penas los peores delincuentes de este país. Y recuerda que este país está lleno de delincuentes. Por algo será. Debe ser un infierno helado esa tierra. Una desolación de la puta madre. Un rincón del mundo que a nadie le interesa –le respondí, haciéndole ver que algo sabía de esos lugares y que, por lo tanto, no me tragaba ese cuento de la plata dulce.

    –Pero ya no es así la cosa. Ahora hay ciudades, autoridades. Mucha gente ha partido para allá y no ha purgar una pena criminal precisamente, sino a trabajar, a hacerse ricos.

    Corté el tema ofreciéndole un cigarrillo y conminándolo a que nos tomáramos, de una vez por todas, la jarra de vino, para pedirnos otra, a ver qué pasa. El tema de San Román de la Llanura y del tal Maximiliano Meléndez ya me había llenado el estanque. Arturo Menares me venía con eso de ir a una aventura en el confín del mundo, justo cuando las correrías de ese estilo las dejaba para los incautos, para quienes todavía se creían viviendo la vida como si ésta fuera una película de vaqueros. ¡Qué podía esperar yo de un viaje a la Patagonia, Dios mío! ¡Qué podía encontrar de interesante en llegar hasta un lugar que nadie, con dos dedos de frente, tomaría en cuenta! Parecía una broma de mal gusto. Ahí enfrente tenía a un tipo medio borracho, o borracho del todo, hablándome de partir, por un par de pesos, a una tierra que bien podría no existir. Bueno, no era un par, eran quinientos mensuales. Sin embargo, la Patagonia era igual a cero para mí y para cualquiera que se preciara de estar en sus cabales. Un cero rotundo. Además, ya venía de vuelta de todo proyecto estrambótico. No estaba en edad para creer en el viejo pascuero. Ya estaba muy viejo y peludo como para creer en Blancanieve y los siete enanitos. Había llegado a ese punto en el que un hombre se decide a ser un hombre hecho y derecho o se comporta como un adolescente crónico. A todos nos llega la hora. Es cuestión de alternativas. En lo personal, ya estaba puesto en la balanza desde hacía rato. Pasaba por una mala época en cuanto a mis intereses vitales, por llamarlos como lo hacen en algunas de esas revistas de psicología que, dicho sea de gracia, solo consiguen atormentar a la gente. En ellas, uno se entera que hasta en la forma de apretar el tubo del dentífrico se puede descubrir un irremediable complejo de Edipo. No, definitivamente no estaba para seguir alucinaciones de pendejo. Le dije que mejor habláramos de los buenos tiempos, del colegio, de aquel Valparaíso que vivimos cuando niños, y del que ahora no quedaba un solo átomo. Necesitaba, de alguna manera, no hablar del futuro, sino del pasado más remoto. Ya venía de vuelta de todo supuesto heroísmo de la juventud, divino tesoro.

    A los treinta y cuatro años, un hombre normal abandona los campos de batalla. Se convierte en una sustancia ácida. El árbol de la vida deja de dar frutos dulces, por ponerlo en una mala metáfora. Yo estaba en esa etapa. Me despojaba de toda ilusión, de toda esperanza, sobre todo las de tipo social. Las trompetas de la Revolución, que alguna vez oí llamándome con nombre y apellido, se habían apagado inexorablemente para mí, tras el muro de eso que algunos llaman realidad objetiva. Ya no era capaz de ver señales en el cielo de la Historia y todas esas bravatas, esos espejismos productos de una fiebre juvenil que, en definitiva, nos hacen comportarnos como unos reverendos imbéciles. Le decía adiós a la época en que seguimos el paso de cuanto resentido social se nos cruzaba en el camino. La época en la que podíamos hasta masturbarnos con el Manifiesto Comunista. Sí, yo había estado en ese túnel. Repetí consignas como un papagayo. Incluso, durante algún tiempo, estuve así de cerca de engrosar las filas del glorioso Partido Comunista de Chile. Mi mayor meta en la vida era poseer el carnet del Partido. Así de enfermo estuve. Asistía, con la regularidad de un autómata, a sus mítines, a sus reuniones de célula abierta, a sus jornadas de propaganda revolucionaria. Sí, yo también repartí sus volantes como si fuera un subnormal. Me dejé llevar por sus discursos encendidos. Salí a la calle con una bandera roja en ristre. ¡Qué ridículo me vería!

    Pero ya no estaba para esos trotes. Me di cuenta, creo que a tiempo, de que no hay o no debe haber nada más patético que envejecer siendo militante comunista, adscrito a la tercera, cuarta, o enésima Internacional. En otras palabras, hacerse viejo actuando como un niño; creyendo en paraísos terrenales, tal como los locos que ven a la Virgen, San José y el Niño en la cara de la luna. Una cosa así de grotesca, de irreal. Hombres que juegan a la revolución como los niños al trompo en un patio de escuela, o como los curas que juegan a hacerse el Cristo detrás de un púlpito o en un confesionario. Puro teatro. Así de absurdas me parecían las utopías sociales por esos días.

    De igual modo, había abandonado toda esperanza en mi labor de escritor frustrado; o sea, mi trabajo como periodista en un diario de tercera categoría. Jamás escribiría una gran novela, ni menos sería un líder de opinión. Asumía mi realidad con una lucidez espeluznante, con un gran pragmatismo. Había madurado lo suficiente. Me había convertido en un hombre práctico. Pero no quiero que se me juzgue mal, lo digo en el mejor sentido del término. Debía vivir, nada más. Estar adaptado al medio. Trataba de ganar un poco de dinero, como cualquiera. Proveerme de mujeres que no me complicaran la existencia. Disfrutar con los amigos, recordar los buenos tiempos. Porque todos hemos tenido buenos tiempos, o al menos algo mejor de los que vivimos en el presente. Que se levante el que diga que no es así. A ciertas alturas de la vida, solo nos queda exaltar nuestras exiguas y siempre lejanas épocas doradas, como quiera que éstas

    hayan sido. Insisto, que se levante el que diga lo contrario.

    Es verdad, porque hasta el más perdido vagabundo tuvo alguna vez una época de oro en su vida. Días o meses, o quizás años, en los que creyó sentirse bien, moderadamente feliz. A eso me comenzaba a aferrar, cuando vino Menares con sus noticias de la Patagonia. Ya no tenía el ánimo para emprender desafíos de pánfilos. No era un chico a quien se pueda embelesar con un dulce de tres centavos. Y él me proponía partir al fin del mundo, nada menos. A veces creo que lo hizo para sacarme de Valparaíso, porque sabía que yo le estaba haciendo puntería a su hermana menor desde hacía algunos meses. La tenía entre ceja y ceja. Sea como fuere, esa noche no se dejó distraer con mis brindis y recuerdos de infancia. El hombre tenía una idea fija. Quería ayudarme, entre comillas. Pensaba que la estaba haciendo de lujo, dándome una mano con eso de los quinientos pesos mensuales. No sé cómo me vería entonces. A lo mejor le daba lástima ver cómo tanto talento se perdía entre las páginas de un periódico que no tenía otro destino que servir, tarde o temprano, de papel higiénico.

    En eso tenía razón Menares. Yo trabajaba en un auténtico chiquero tamaño tabloide. En uno de esos pasquines que se sostienen gracias a la impudicia de sus reporteros y a la debilidad mental de sus lectores. Era mi realidad. Claro que él tampoco lo hacía mejor. Se ganaba la vida en una oficinucha de cabotaje, y al igual que yo, terminaba su día compartiendo el vino agrio de los bares, sumando su baba a la de los demás babosos que vociferaban y alzaban las copas en esos tugurios, donde creían que tenían amigos y que eran completamente dichosos. No hay cómo redimirlos. Están perdidos. Toda esa clientela embrutecida, ilustres ciudadanos del olvido, como diría Huidobro. Pero Arturito Menares volvía una y otra vez a la carga. Yo le cambiaba el tema y él, como si lloviera, continuaba con esa cantinela de Maximiliano Meléndez aquí, Maximiliano Meléndez allá.

    –Piénsalo bien –me dijo mientras levantaba la mano para pedir la tercera jarra de vino. Un litro y medio más de cianuro.

    Yo, a esas alturas, ya lo veía doble. Ni siquiera intentaba interrumpirlo. El hombre estaba jugado en su propuesta. Parecía que no tenía otro objetivo en su vida que convencerme de aceptar aquel trabajo de biógrafo de un viejo cabrón, que estaba a un millón de kilómetros de mi existencia, en medio de un territorio que, como lo dije, a nadie le interesaba un comino, porque son de esas tierras dejadas de la mano Dios, que solo se ven visitadas por la estupidez de algunos hombres, empujados por un anhelo irracional de conquistar territorios estériles con tal de sentirse al nivel de los héroes de las leyendas, o hacerse los profetas, los demiurgos: titanes de opereta, al fin y al cabo. Un tipo debe ser muy mal nacido o valer poco menos que cero para creer que puede lograr, en un soberano desierto, una gloria que desde su nacimiento la naturaleza le ha negado. Locos de atar. Bichos que botó la ola. Pensándolo bien, todos esos delirios de grandeza pueden ser fruto de una disfunción mental, la falta de escrúpulos o una indignidad a toda prueba.

    Pero Arturillo estaba firme en su propósito. Conforme se emborrachaba un poco más, más insistía. En un momento pensé en largarme de ese lugar y dejarlo hablando solo. Pero luego me calmé y decidí continuar escuchándolo. Después de todo, eso no se le hace a un amigo.

    –Oye, si no tienes nada que perder. Solo puedes ganar, y en una forma tan fácil para ti. Escribir, nada más que escribir de acuerdo a lo que el viejo huevón te diga. Hazle el gusto por unos meses. Di que se trata de un verdadero conquistador de la Patagonia, un Robinson Crusoe, un Sandokán de las estepas, de los hielos australes. Qué te cuesta. Tú sabes escribir como los dioses, además te mereces estar mejor, ganar más plata. Eres un buen amigo. No quiero nada más que verte bien, verte llegar con los bolsillos llenos de plata. Tú sabes que te quiero como a un hermano –me dijo acercando su rostro distorsionado por el alcohol y tomándome con una mano por el cuello, para reafirmar su afecto filial.

    Cuando una conversación de bar llega al nivel de los abrazos y comienzan las declaraciones de amor, con sus respectivos requiebros de voz, anunciando los primeros gemidos de un llanto ciego o pactos de sangre que se vienen encima, la cosa hay que pararla ahí. De eso a terminar en trompadas o en homicidio directo, hay un solo paso.

    Decidí concederle la razón, en cuanto a que lo iba a pensar en serio.

    El resto de la jarra lo bebimos en un ir y venir interminable de preguntas y respuestas ociosas. Arturo Menares se limitó a consultarme, hasta el delirio, si acaso iba a pensar o no, de verdad, en su propuesta. Por mi parte, me limité a contestarle que sí. ¿Qué podía hacer ante tamaño animal? Le di mi palabra de hombre unas cien mil veces, por parte baja. Así terminamos de emborracharnos en un contrapunto sordo, aberrante, propio de dipsómanos endémicos.

    Salimos a la calle. Hacía un frío temible, como solo puede hacerlo en Valparaíso. Al menos así lo creía hasta entonces. Era una noche opaca, sin luna, sin una bendita estrella tachonando el despliegue de aquel cielo estéril. Solo contábamos con la bruma húmeda y triste de Valparaíso coronando nuestras cabezas.

    2

    Me bastaron solo diez días exactos, desde aquella borrachera indecorosa, para ver la cara de Arturo Menares de nuevo. Doscientas cuarenta horas se aguantó ese maniático antes de insistirme con eso del viaje a El Dorado patagónico; o sea, San Román de la Llanura. Así lo pintaba él. El hombre estaba realmente enfermo. Demás está decir que luego de esa jornada suicida de vino barato, la resaca me duró tres o cuatro días en la cabeza, en el estómago, en los huesos. Los efectos de aquel pesticida fueron devastadores. Siempre he pensado que a esos criminales, vendedores de aquellos vinos infames, deberían encarcelarlos de por vida. Han arrasado el país. Tienen a la mitad de la población casi sin neuronas, vomitando en las cunetas, botando a duras penas aquel brebaje siniestro que el cuerpo rechaza, porque es veneno puro.

    Pero volvamos a lo nuestro. Menares se plantó ante mi escritorio como el mejor de los sobrevivientes, con nuevos bríos, bien vestido, traje azul oscuro, abotonado, corbata del mismo color, camisa blanca, y un sombrero de fieltro negro en la mano izquierda. Todo en su semblante, desde el cabello aplastado y brillante por esa grasa que se echaba para mantenerse siempre peinado al estilo Gardel, hasta el destello exultante de sus ojos, delataba un estado de ánimo envidiable. El tipo parecía realmente feliz, lleno de energía. A mí me pareció que ese entusiasmo no era de alguien normal, digamos, de un ciudadano medio, ligeramente consciente del país en que vive; de modo que me limité a responder con desgano a su primer saludo y agregarle, a renglón seguido, que vestido así, más parecía un cochero de pompa fúnebre que un simple empleado de una oficina de cabotaje. Pero Menares no estaba para reparar en mis comparaciones. Tenía una misión. Más bien cargaba el mismo propósito con el que me había aburrido toda la noche aquel fatídico 20 de abril.

    Nunca he comprendido por qué algunos hombres sufren esos arrebatos de entusiasmo con el destino ajeno. Es como si todo su ser dependiera del éxito o fracaso de un amigo, hermano o pariente en segundo, tercer o cuarto grado. Hipotecan el alma. Hasta dejan de dormir con tal de verificar si un pobre diablo accede o no ante sus propuestas, que siempre implican, desde luego, un gran beneficio, un auténtico regalo del cielo, la oportunidad de su vida para el otro, nunca para ellos mismos. No es bondad, eso está claro. Me inclino por creer que se trata de una seria patología emocional o algo por el estilo. Como sea, son un verdadero azote para cualquiera.

    Yo estaba sufriendo mi propio flagelo con Arturo Menares parado ahí, delante de mi escritorio, con su expresión rubicunda a cuestas, desbordante de alegría, de esperanza en lo que podría pasar conmigo en la Patagonia, tal como si la Patagonia fuera un paraíso que estuviera a la vuelta de la esquina. Se veía hasta emocionado. Como digo, me resultaba difícil de comprender. Pero ahí estaba el hombre, con su entusiasmo incrustado en la cara.

    –Te tengo buenas noticias –me dijo de sopetón y cerrando los puños con una fruición que me pareció sobreactuada. Incluso arrugó el ala de su sombrero en ese gesto de arrebato jocundo–. ¿Te acuerdas de Orlando Venegas? Te hablé de él, es mi amigo que vive en Magallanes y que busca un escritor por quinientos pesos al mes.

    Por supuesto que no me acordaba del nombre de ese gaznápiro. Después de estar a las puertas de una intoxicación alcohólica letal como estuve aquella noche, donde Menares y yo perdimos por lo menos cincuenta millones de neuronas cada uno, caí en una amnesia total. Al parecer, mi organismo se defendía, por esos días, de los estragos de la noche de marras, bloqueando la memoria. No tenía una idea clara. Cuando intentaba recordar aquella jornada aciaga, todo se volvía una sola masa de imágenes superpuestas en mi mente. Todo era una diáspora de rostros envilecidos, reflejándose en el líquido espurio que colmaba nuestros vasos siempre en alto. Aun así, el tal Venegas, o como se llamara, ya me parecía un gaznápiro por adelantado. Era un hecho. Solo un reverendo gaznápiro puede salir a buscar un biógrafo para su patrón. Un auténtico lameculos. Esa actitud está muy cerca de lo que hacían los campesinos cuando idolatraban a los asaltantes de caminos que operaban en la zona central de Chile. Sabían que cualquier día podían ser ellos mismos los que cayeran en una emboscada, para terminar despanzurrados a cuchillo o cosidos a balazos por sus propios ídolos, sus patroncitos. Sin embargo, vivían pidiendo a Dios por ellos. Cuando la policía lograba cercar y dar muerte a uno de esos forajidos, transformaban el lugar en una especie de santuario rural, de capilla ardiente en mitad del más miserable cerro, quebrada o camino de tierra que uno se pueda imaginar. Es para la risa, pero actuaban de ese modo. Lo hacían por miedo, por superstición, por frustración frente a su destino de inquilinos, de insectos. Vivían y morían con miedo. Todavía lo hacen, pero esta vez ante los futres, los señoritos, sean diputados o senadores huasos. En fin, toda su andrajosa fe proviene del miedo. Mezclan todo. Le temen a Dios tal como le temieron al ñato Eloy, o al Torito, ni más ni menos. O sea, y para no desviarme del asunto, ese Venegas se me antojaba como un siervo, una larva, un arácnido de traje y corbata, que le limpiaría las botas a su patrón con la lengua si se lo pidiera. Así pensaba entonces. Y lo mantengo.

    Otra vez me fui por la tangente. Volvamos al relato. Arturo Menares no me permitió abrir la boca siquiera, porque estaba decidido a tomar por asalto el Palacio de Invierno. Al menos así, con ese entusiasmo furioso, lo veía yo en aquella mañana.

    – Ya tengo todo listo. Me tomé la libertad de entregarle algunos datos de ti a Orlando Venegas, quien ya aceptó tu nombre. Quiere que nos reunamos cuanto antes en mi oficina con tal de cerrar el trato, ya que tendrías que partir hacia Punta Arenas en cinco o seis días. Irás en el vapor Condell, de la Armada. Dicen que es un viaje grandioso, que se ven los mejores paisajes del mundo, que el Estrecho de Magallanes es inolvidable. El viaje dura cinco días a lo más. No es nada, porque se trata de un viaje directo, sin recalada en Puerto Montt, ¿qué te parece?

    Ese qué te parece me sonó a burla, a humor negro. Qué le podía responder a alguien que ya había decidido por mí. Menares era de aquellos que acostumbran a acosar a la gente con su voluntarismo insano. De esos que te preguntan si vas a ir o no a alguna parte y ante el más leve gesto dubitativo de su víctima de turno, asumen que la respuesta es afirmativa, y no solo afirmativa sino que, además, es tan fervorosa como su propia voluntad enfermiza. Ahora, creo que detrás de esa actitud, eso de vivir la vida de los demás como si fuera la propia, de endosarle a otros cuanta empresa, aventura o misión se les cruce por el camino, se esconde un egotismo declarado, una psicopatía que los hace empeñarse por controlar el destino de los que tienen más a mano, de sentirse poderosos con ese dominio, con esa actitud avasalladora de tomarse libertades a diestra y siniestra, de asumir compromisos en nombre de otros, como si fueran propietarios de la vida ajena. Un tipo así no puede conocer el significado de la palabra amistad. Pero más allá de toda reflexión, allí estaba yo, impávido, sufriendo los embates de Menares, sin poder reaccionar, sin pararlo en seco con un simple y rotundo no.

    Pude haberlo hecho. Cualquiera puede hacerlo. Pero pertenezco a ese enorme ejército de quienes a diario se ven vulnerados, sobrepasados por estos sujetos que operan con tácticas sorpresivas, envolventes, o incluso amenazadoras. Actúan sobre la base de los hechos consumados. Se aprovechan de individuos como yo, con tendencia a la parálisis, a la inacción, la tartamudez mental. Uno puede verse envuelto hasta en el crimen más horrendo por no saber detener el avance de estos enajenados. Supe que Menares podría pasar siglos allí esperando, esperando, esperando, esperando, esperando, esperando, esperando, esperando... Que ya no se largaría sin una respuesta afirmativa bajo el brazo. El hombre estaba lanzado en su juego maniático. No me daba respiro. Hablaba como si le pagaran por hacerlo.

    –Es la oportunidad de tu vida, Roberto. Quién dice que no te quedes allá unos buenos meses y te salgan otros trabajitos y te caiga más plata. Los bolsillos se ponen anchos, tú sabes. Después, regresas con tus ahorros, te compras una casa, un auto, y sales de ese cuartucho de pensión en donde te revuelcas como un gusano, tú, que tienes más talento que cualquiera. No hay derecho –me dijo apoyando sus manos abiertas en mi escritorio y acercando su rostro como si quisiera compartir el humo de mi cigarrillo, porque a esas alturas yo no podía hacer otra cosa que fumar.

    –Tienes que hacerlo. Partir a la Patagonia a hacerte la América. No a cualquiera se le presenta una oportunidad así; trabajar en lo que te gusta, que es escribir, y que más encima te paguen, y te paguen bien. Es el sueño del pibe.

    Yo me acomodé en la silla para soportar las próximas embestidas de Menares, porque vendrían más, de eso no tenía la menor duda.

    Y Arturo Menares no me defraudó. Después de tragar un poco de aire, me lanzó la segunda mitad de su evangelio, su testimonio de fe en cuanto a mi destino de conquistador de la Patagonia. Que ahora sí comenzaba mi despegue definitivo, mi ascenso en la escala social, mi transfiguración. No, no había fuerza humana o divina que detuviera el fervor de Menares. El hombre ya no echaría pie atrás. El hombre era, en esos instantes, su propio discurso, era su esencia de misionero que se refocilaba en sus palabras. Entregaba el alma como se dice. Yo me sentía ya como un mero instrumento para su quimera del oro o algo así. Pensé que era muy probable que esa fiebre proviniera de su infancia. A lo mejor él, como tantos otros, también se intoxicó con las historias de Emilio Salgari, luego con las películas de Tom Mix. Al igual que tantos otros, no tuvo la oportunidad de probarse en aventuras propias, en riesgos inminentes, bajo la intemperie de un cielo remoto, salvaje. Más bien, como a muchos hombres, su falta de cojones lo empujó a abandonar toda pretensión heroica, toda compulsión por realizar hazañas. Como tantos otros, Menares se fue convirtiendo en un típico bicho de ciudad, una especie de alma en pena que arrastra sus ilusiones caídas en la suciedad de las aceras, bajo la luz venenosa del alumbrado público, en el estropicio de las oficinas, de las vidrieras, de la publicidad callejera.

    Me distraje pensando en eso, pero la distracción me fue posible solo por unos segundos. Pronto ya estaba conectado a la lengua de Menares, que no paraba de lanzar parabienes y bienaventuranzas por mis días venideros siempre y cuando, eso sí, abordara aquel vapor de la Armada y me dejara llevar por el mar de Chile hasta las orillas míticas del Estrecho de Magallanes. Así lo pintaba él. Más bien, así se lo imaginaba, sometido a los efectos febriles de su entusiasmo anómalo.

    A medida que esgrimía sus argumentos, se encendía cada vez más su ánimo de predicador. La Patagonia podría ser mi Vellocino de Oro, mi Santo Grial, poco menos. Su discurso ya estaba en la pendiente de la fruición. Adquiría una gran velocidad. Aumentaba su volumen. Me conminó a comprender que oportunidades son oportunidades y que uno no podía andar por ahí arrojándolas a la basura solo por sentirse ya vencido en la vida o atrapado en una rutina innoble, tan propia de animales domésticos. Creo que estaba a punto de gritar. Entonces, tuve la certeza de que se pondría a vociferar allí, delante de mis compañeros de trabajo, que ya nos observaban con una mal disimulada curiosidad, y que bien mirada no era más que sátira cruda, mofa descarnada, como era costumbre entre ellos, sucios carniceros, antropófagos encubiertos. En verdad, pensé que Arturo Menares en cualquier minuto se pondría a hacer un discurso a viva voz, haciendo un llamado a recuperar nuestro sentido de conquistadores, a romper las cadenas de una sociedad esclavista, liberarnos del oprobio de la rutina, del tedio de una existencia digna de máquinas, de artefactos en desuso. Realmente sentía que Menares no se contendría un minuto más, que comenzaría a gritar su filiación a la causa de la libertad para los esclavos, la de los descendientes de los antiguos hiperbóreos, la del libre albedrío. Porque eso me parecía Arturo Menares, y no solo esa mañana, sino desde siempre; una sola mescolanza, una soberana confusión.

    Creo que en ese momento comencé a ceder. Primero pensé en quitármelo de encima con una respuesta ambivalente, conformista. Pero rápidamente cambié de opinión, porque el hombre no se dejaría engañar, no abandonaría el campo de batalla solo porque yo balbuceara algo inaudible. Comencé a ceder, como dije. Mi voluntad se fue volviendo arenosa. Mi ánimo estaba por el suelo. Me fui convirtiendo en una especie de sustancia viscosa, errática, casi femenina. En cuestión de minutos, ya mi voluntad era igual a cero. Entonces, caí al abismo de la aceptación. Claudiqué finalmente. Dije que sí. Parece mentira, pero le respondí con un compromiso de tomar el empleo de biógrafo de aquel lejano, anónimo y perdido titán de la Patagonia; aquel dueño supremo de la tierra, los mares y el aire del Territorio de Magallanes. Sin embargo, contrario a lo que se pudiera imaginar, Menares no demostró una gran alegría ante mi respuesta. En realidad, apagó su tono como si fuera un mecanismo automático. Después de eso, casi no cruzamos palabras. Se limitó a fortalecer su silencio extendiéndome su mano, para sellar el compromiso a la usanza de auténticos caballeros. Luego, sobrevino mi propia mudez. Menares se marchó con toda tranquilidad, sin manifestar el más mínimo sentimiento de triunfo. Así fue la cosa. Así de simple fue mi abdicación, la toma de un itinerario que sería capital para mi vida, pero no a la manera como lo pintaba Menares, sino que al estilo de los trágicos, los pusilánimes, los abyectos.

    Salí de allí con un gran sentimiento de vacío. Me sentía aplastado como una cucaracha. Sabía que ya no podría torcer el camino, menos ahora, cuando me dejaba avasallar por un hombre a todas luces enfermo, desquiciado. Pero no tenía vuelta. Ya estaba en la estacada. En rigor, solo me quedaba esperar, como un soberano imbécil, que me llevaran en vilo hacia donde no pensaba ni quería ir. Pero eso era yo; una voluntad derruida, el espíritu de un eunuco.

    En ese momento pensé en lo afortunado que era de no ser mujer, porque de haberlo sido, no habría pasado un solo día con las piernas juntas.

    3

    Solo como el primer muerto del mundo (esto es de Neruda, creo). Así me sentía durante el vértigo de los días previos al famoso viaje a la Patagonia. Así, tal cual. Ni un centímetro menos de soledad, ni un grado menos de soledad que los del primer muerto del mundo. Solo percibía un gran movimiento difuso, lejano, febril. Sombras apenas, que se desplazaban con gran rapidez, que no me alcanzaban, que no intervenían en mi inmovilidad. Sí, fueron días vertiginosos y ajenos. Allá afuera todo giraba a gran velocidad, pero yo no podía participar de ese movimiento. La vida me hacía el quite. No me tocaba. O era yo quien le hacía el quite. No sé. La cosa es que no lograba sumarme a aquella escena cotidiana que hervía de gente, de palabras, de saludos, de tumulto. Estaba inmóvil, estaqueado, sin querer o poder hacer nada, sabiendo que pronto me vería, de cabeza, inmerso en las aguas de un destino que nunca pedí ni rogué a nadie. Parece una soberana exageración, pero así me sentía: fatal, terrible, continentalmente solo.

    Ahora, después de todos estos años, creo, o quisiera creer, que en ocasiones tu cuerpo, tu pulso sanguíneo, tu líquido biliar, tu memoria, o lo que sea, te avisa algo, te advierte. Pienso que eso me ocurría, ya que aunque haga un esfuerzo, no puedo recordar prácticamente nada de lo sucedido en esos trece días de espera. No tengo registro. Creo que tuve una reacción orgánica de vacío, de mente en blanco. Es decir, mi estado de inercia obedecía a una respuesta natural frente a un destino equívoco y sombrío, tal como algunos animales cuando reaccionan enfurecidos, crispados hasta la médula, ante algo invisible, que nos parece inexplicable, pero que sin embargo ellos sí presienten en cada átomo de su sistema nervioso, que logran captar porque está en el aire

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