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Una Iglesia Restauradora
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Una Iglesia Restauradora

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Reconocer que una iglesia está enferma es una definición poco común por parte de una congregación. Que tal reconocimiento provenga de sus dirigentes, más extraño aún. Si la dinámica del ministerio es más o menos la misma desde hace años, tenemos buenos argumentos para suponer que todo está bien y saludable. ¿Lo está? Convencerse de lo contrario requiere humildad, y no es sorpresa que tal atributo escasea en la iglesia del Señor. Transitar por la negación alimenta el orgullo y suma años a una iglesia que parece no querer despertar. Sin embargo, están aquéllas que cuestionan su relevancia como comunidad, lo cual las lleva a preguntarse sobre la relación que existe entre su condición de salud y el propósito al cual son convocadas en el ámbito de su contexto.
Este libro es un testimonio de una iglesia que se decidió a hacerse preguntas incómodas y que encontró en este camino su propósito como iglesia local. Es el registro de aciertos y desaciertos que llevaron a una iglesia a resolver que las respuestas estuvieron siempre a la mano, si tan sólo se le permitía al Espíritu Santo actuar con plena libertad.
LanguageEspañol
Release dateNov 1, 2018
ISBN9789563981872
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    Una Iglesia Restauradora - Iván Tobar G.

    1.16.

    Reconocer que no éramos alternativa al mundo


    Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres.

    Mateo 5.13

    El aposento donde Jesús celebró su última reunión con sus discípulos, antes de ser entregado a la autoridad romana, fue el marco de uno de los diálogos más significativos en torno al campo de acción de los futuros cristianos. En éste, Jesús definió los límites de lo que vino a ser el campo de influencia al cual enviaba a sus discípulos. Lo llamó mundo, ámbito donde se esperaba que la intervención del evangelio causara las transformaciones que los mismos discípulos ya venían experimentando en sus propias vidas. El término que utilizó Jesús define un espacio que responde a cierto orden, porque subyacen en él códigos que se han venido construyendo con los años y que le dan sentido a ese ordenamiento, pero que por definición se oponen al gobierno de Dios. Es, por tanto, un ámbito contrario a los principios bíblicos y que utiliza, en diferentes escalas y con distintos instrumentos, el arsenal de posibilidades que posee para minimizar el impacto del evangelio o, como es evidente que sucede, oponerse a éste, incluso con violencia. Es éste el espacio en el cual vivimos todos los seres humanos, incluyendo a los cristianos.

    De este mundo fuimos tomados los creyentes y a este mundo somos llamados para intervenir. En palabras más evangélicas, de este mundo fuimos rescatados y a este mundo somos llamados para rescatar a otros. No es el objeto de nuestro Señor sacarnos de él, en el sentido de aislarnos, cuestión que muchos hemos anhelado más de una vez, sino guardarnos de sus prácticas, simplemente, porque si allí no hay gobierno de Dios, entonces no podemos esperar nada bueno de él.

    Cuando la iglesia está en paz con el mundo

    Es un hecho evidente que para la iglesia el mundo es un concepto que le produce problemas. No un problema teológico, sino uno práctico. Uno que confronta su constitución con su misión. Se traduce en la tensión del hacer, aspecto que involucra de manera directa a la iglesia que entiende que su marco de actuación es justamente ese mundo y que es en él donde debe manifestar su fe. Si la manifestación de la fe, es decir, la ejecución de las obras de la fe, apuntan al mundo, podríamos suponer que la recepción de las mismas es un hecho esperado y aceptado, sólo porque vienen alimentadas por buenas intenciones o, en el caso ideal, por amor. No obstante, el mundo por definición aborrece lo que viene de Dios y, como es evidente para muchas iglesias, la manifestación de esas obras choca, no pocas veces, con una muralla de indiferencia y/o apatía.

    En general esto no debería sorprender a la iglesia, ya que si se tratara de demostración de amor, la expresión de Jesús dando su vida en la cruz representa la máxima definición de entrega y, aun así, este mismo mundo no lo conoció ni lo recibió, sino que vació sobre él toda la artillería de la cual pudo echar mano para destruirlo. Esta última afirmación sólo es posible si incorporamos un individuo, ya que si el mundo es sólo un ámbito geográfico, no se hace necesario. Sin embargo, hemos dicho que el mundo es como un sistema de códigos, uno donde subyacen voluntades y definiciones que hacen posible que ciertos procesos se den y que otros simplemente no se den. Un sistema así requiere de un sujeto, es decir, voluntad para conducción y facilitación o para desarticulación y destrucción. La Biblia llama a este sujeto el príncipe de este mundo⁶, del cual se nos dice que nosotros mismos, los cristianos, seguíamos en nuestra antigua naturaleza sus caminos (entiéndase sus códigos) y que ahora opera en los hijos de desobediencia⁷. Por tanto, así como el mundo representa un campo de acción para la evangelización, también es un ámbito de oposición. Bien dijo Jesús: ¿Cómo puede alguno entrar en la casa del hombre fuerte, y saquear sus bienes, si primero no le ata?⁸, lo cual nos indica claramente que aquí se presenta un choque de voluntades; las que van por el rescate de aquella sujeta a las corrientes de este mundo y las que van por mantenerlo allí. Es evidente que tales fuerzas se oponen entre sí. No hay punto de encuentro, no hay nada que esté en la naturaleza de una y que encontremos en la otra. Simplemente son de naturalezas opuestas y, como nos señala la física, tales fuerzas se repelen.

    No obstante, el evangelio no se rige por las fuerzas de la física y será necesario encontrar la sustancia que permita acercar la palabra de oportunidad y de gracia a aquéllos que por definición la rechazan. O, para decirlo de forma más clara, será necesario encontrar la clave que permita mostrar que hay un camino para un mundo que ya encontró uno hace tiempo y que transita por él desde que la humanidad es tal. No es, por tanto, una tarea fácil. Todos los creyentes comprometidos con la evangelización lo saben bien, ya que implica romper una estructura que se mantiene a sí misma y que, en el mejor de los casos, parcializa la acción de la iglesia a las cuestiones de la fe. Éste es un modo elegante de decirlo, porque no es sino una asignación mínima a una parcela de actuación que el mismo mundo se encargó de definir para la Iglesia hace ya mucho tiempo.

    En la búsqueda de esta sustancia de encuentro, la Iglesia ha probado de todo. Ella es un sujeto, el mundo es el otro. Se oponen, pero se necesitan. El mundo, para su redención, la iglesia para su misión. No tengo que ir muy lejos para encontrar ejemplos de estas sustancias, mi propia iglesia es un semillero de experiencias que darían para escribir un libro por sí mismo, aun cuando tiendo a pensar que no es muy diferente del promedio de otras. A esta sustancia las iglesias les llaman métodos o técnicas. También responden al nombre de programas, proyectos u otros más sofisticados. El problema es que muchos de éstos tienden a hacer concesiones con el mundo al cual se supone que están llamados a redimir. Si el mundo es como lo describió Jesús, entonces la iglesia debe seleccionar de forma correcta sus programas, ya que podría terminar confundiéndose con aquello que está justamente llamada a cambiar. Es ésta la realidad de aquellas iglesias que, no siendo del mundo, en términos de constitución, operan sobre códigos que terminan modificando su esencia. Es decir, se constituyen en algo que no son para actuar en un mundo al cual no pertenecen.

    El mundo es de una manera si lo miramos con los lentes del secularismo, pero es otro si lo miramos con los ojos de la fe. Representa cosas diferentes según cómo lo veamos. De allí la importancia de cómo lo ve el conjunto de la iglesia, debido a que es ella la llamada a interpretar su contexto y encontrar los medios de gracia para alcanzar a aquéllos que se mueven en el mundo. Sin embargo, si nuestra interpretación del mundo es reduccionista, es decir, minimiza su poder para enceguecer y embotar la mente de quienes navegan en sus corrientes, podemos terminar pactando acuerdos que nunca estuvieron en la mente de Dios para su Iglesia. Es como el caso de Judá, cuando recurría a otras naciones paganas para solicitar su auxilio frente a un enemigo que amenazaba su reinado⁹. En casos como ése, aun los tesoros del templo eran entregados para financiar la guerra y traspasados, como pago por servicios prestados, a aquéllos que cuando fueran requeridos por el enemigo para los mismos fines, no escatimarían voluntades para volverse contra quienes los financiaron al comienzo. Es decir, pactos de voluntades para sobrevivir.

    Desde pequeño observé esta realidad en mi iglesia. Al comienzo era un observador, pero con el tiempo vine a ser un actor. Es la triste realidad de una iglesia que busca la paz con un mundo que la aborrece. Concesiones disfrazadas de programas que no hacen sino licuar el evangelio y mostrarlo atractivo para despertar el interés del mundo. He aquí la tensión. Nuestra propia experiencia como iglesia es un botón de muestra. No fueron pocas las veces, y todavía luchamos con ellas en ocasiones, en las cuales hicimos concesiones para no parecer demasiado conservadores ni mucho menos fanáticos. La opinión que el mundo tenga de nosotros y en consecuencia la validación que resulta de ella es un valor en sí mismo en una sociedad que cada día posee más elementos para juzgar y hacerse escuchar. Por eso es que no pocas veces vimos silenciadas nuestras voces por el temor y otras tantas para no parecer disidentes. Es la triste realidad de una iglesia que comulga con su entorno para presentarle un programa que tenga menos posibilidades de ser rechazado.

    La lectura de los evangelios muestra un Jesús absolutamente seguro de sí mismo y de lo que hacía. No había en él vacilación alguna ni concesiones para manifestar y construir la realidad del reino. Su lógica era simple: El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama¹⁰. Una sentencia como ésta no deja espacio para la ambivalencia. El mundo no es un lugar para coquetear, sino para conquistar. Lo anterior no significa apatía ni arrogancia, ni mucho menos extremismo religioso, significa determinación para aprender a ver cómo Jesús veía el mundo al cual fue enviado. Después de todo, la sustancia aglutinante que permite el encuentro no resultó ser ni programas, ni proyectos, ni técnicas, ni metodologías. La lectura correcta del mundo que nos rodea exige de los cristianos una sola sustancia para allegarse a ella, sin asimilarse sino para manifestar las obras de la fe y para conducirla a los pies del Salvador, el amor.

    Cuando la sociedad permea la iglesia

    No es un hecho desconocido para los cristianos que los mismos males que observamos en la sociedad se observan en la iglesia. Lamentablemente, la escasez de encuestas a nivel nacional en este sentido no nos deja mucho margen y podríamos hacer afirmaciones incorrectas o infundadas. Sin embargo, y a modo de ejemplo, la Fundación Paz y Esperanza del Ecuador realizó una encuesta dentro del contexto de un proyecto denominado Dentro de las cuatro paredes, para contrastar la realidad de la violencia contra la mujer presente en los hogares a nivel social con la realidad presente dentro del ámbito evangélico. En el referido estudio¹¹, cuatro de cada diez mujeres, tanto en el ámbito general como en el evangélico, declaran haber sufrido violencia física en sus relaciones de pareja o por parte de sus exparejas. Es decir, el porcentaje es exactamente igual. Cuando se pregunta por violencia sicológica, tal como el control sobre la pareja, amenazas de abandono, ignorar al cónyuge y negación de afecto, las mujeres evangélicas superan en dos puntos porcentuales a las mujeres de la sociedad en general, es decir, seis de cada diez versus cuatro de cada diez. Estos datos reflejan una lamentable realidad, y es que la sociedad y sus males permearon la Iglesia.

    La tarea pastoral nos deja múltiples historias, algunas tristes y otras alegres, pero también unas que nos sorprenden. Desgraciadamente, ya no es extraño encontrarse con pastores u obispos que deben responder frente a la justicia por actos reñidos a la ética e incluso a la moral. Si esto es constatable a nivel del liderazgo de las iglesias, lo mismo podemos suponer de la comunidad que representan, cuestión que no merece mayor estudio, ya que es parte de lo que escuchamos a diario. En este sentido, la Iglesia no parece ser muy distinta de la sociedad a la cual etiqueta de mundo y de la cual, como se desprende de las palabras de Jesús, debe diferenciarse. Esta descripción no es muy diferente de la realidad que encontró nuestro Señor cuando comenzó a conocer el corazón de los líderes religiosos y de las multitudes que se hacían llamar hijos de Abraham. El celo religioso de éstos les impedía ver la viga que nublaba sus vistas y que alimentaba sus juicios con palabras de condenación al mundo que, según ellos, los contaminaba. La lectura de los evangelios nos muestra hechos sorprendentes de abuso de poder, de soborno, de maltrato verbal, de mentiras, de promiscuidad y otros que luego también se experimentaron en las primeras comunidades de fe y que los apóstoles denunciaron con fuerza a través de los medios de los que

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