Reforma Agraria y revuelta campesina: Seguido de un homenaje a los campesinos desaparecidos
Por José Bengoa
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Reforma Agraria y revuelta campesina - José Bengoa
caídos.
Primera parte
Interpretaciones de la Reforma Agraria
Hay tres posturas que se disputan la escena. La primera es la que enarbolan los eternos enemigos de la Reforma Agraria, y consiste simplemente en repetir que fue una pésima «política pública». Se señala que no cumplió con ninguno de los objetivos que se había propuesto, ni mucho menos con el plan de Eduardo Frei Montalva, que pretendía la conformación de una clase media rural formada por cien mil pequeños propietarios.
Esta interpretación impugnadora de la Reforma Agraria agrega que fue un desastre para la agricultura, que se liquidó un sistema agrario eficiente y que, además, venía evolucionando de manera espontánea. Este planteamiento señala que no hay ninguna relación entre las reformas y lo que ocurrió posteriormente con la agricultura chilena, que la ha llevado a ser un sector exportador considerado, desde cierto punto de vista, de alta calidad y eficiencia.
Desconocen estos sectores la existencia en esos años de un sistema de explotación de la mano de obra agrícola denominado inquilinaje, y señalan que ya casi no existía y que se fundaba en relaciones altamente humanitarias, ciertamente paternales, pero de gran calidad.
Un segundo sector analiza estas efemérides desde los planteamientos de la burocracia estatal, en general progresista y de izquierda en esa época, señalando que ha sido una de las «políticas sociales» de mayor éxito habidas en el país: se señala hoy en día, por parte de «los planificadores», que en menos de una década, es decir, entre 1967 y 1972, se expropiaron todos los predios de más de 80 hectáreas de riego básico, liquidándose de ese modo el latifundio en Chile. De ese modo se muestra e insiste que fue una política anunciada, aprobada por el Congreso Nacional primero con una Reforma Constitucional y luego con una Ley de Reforma Agraria ampliamente apoyada por la población y el voto. No cabe duda de que ello es cierto y así fue.
Esta interpretación comprende que, ante la magnitud de las políticas empleadas, hubiese un fuerte desorden, incongruencias, transiciones poco claras, e incluso contradicciones. Se señala, con razón, que el contexto del período no era el más tranquilo y, por el contrario, los últimos dos años de Frei Montalva y los tres del Gobierno de Salvador Allende convulsionaron al conjunto de la sociedad y al Estado como nunca había ocurrido en la historia moderna de Chile. En este sentido, se comprende la acción campesina como «desbordes» achacados muchas veces a fuerzas externas al campo, a «jóvenes idealistas» que azuzaron al campesinado a tomarse los predios, «tomas de fundos»; a no respetar los tiempos y procesos establecidos. Con matices y variaciones, es una mirada desde el Estado, desde sus políticas públicas, desde la acción transformadora del aparato público.
La tercera interpretación, por cierto minoritaria y casi ausente en el debate, es la que sostiene que en Chile se produjo una «revuelta campesina», la única de su historia moderna, ya que la anterior solamente podría ser reconocida en el alzamiento campesino en los días posteriores a la independencia de Chile, a cargo de los motejados como «bandidos» en la historiografía conservadora local. El campesinado chileno, tanto el de origen hispano criollo como mapuche, observó de lejos las reformas que se iban a producir en la segunda mitad de la década del sesenta del siglo XX; no fue consultado acerca de su interés, carácter y pertinencia; en fin, las miró desde sus ranchos. Escuchó, como he recogido en muchos testimonios, por alguna pequeña radio de onda larga, cómo el Presidente firmaba en la Plaza de la Constitución la Ley de Reforma Agraria, y siguió enyugando los bueyes como lo habían hecho su abuelo, su padre y como suponía que lo seguirían haciendo él y sus hijos. Un día «llegó la CORA», modo recurrente de expresión para señalar el día en que fue expropiado el fundo. «Fue como despertar», nos dijo ante la cámara don Carlos Alcaíno, el cajero de la Hacienda El Huique durante más de veinte años, antes de la expropiación del fundo que fue propiedad de los presidentes de la República de apellido Errázuriz y la familia Echenique en Colchagua, a orillas del río Tinguiririca.
Los nuevos alzados y la revuelta campesina
Lo que ocurrió en Chile a partir de esos años finales de los sesenta fue una revuelta clásica del campesinado, como han sido las decenas que ha habido en Occidente y en muchas partes del mundo donde existió una estructura agraria de carácter semifeudal, de grandes haciendas, de latifundios, de sistemas de servidumbre ancestrales, de patronazgos autoritarios, de sometimiento de las personas y sus conciencias por sistemas religiosos oprobiosos. Los mismos que un año antes de 1967 en la provincia de Colchagua se persignaban en las Misiones, se sacaban el sombrero respetuosos frente a misiá Elenita, hija de Presidente de la República, y se levantaban al alba, unos a enyugar los bueyes y las mujeres a ordeñar las vacas. Esos mismos de un día para otro se tomaron los fundos, muchas veces carnearon esas vacas, cerraron las puertas con trancas y no dejaron ni salir ni entrar a sus antiguos patrones. De sumisos pasaron a ser insolentes.
La conciencia social es un asunto muy complejo. Esas masas campesinas adquirieron la conciencia de sus derechos de un día para otro. Todos los estudios anteriores a estos hechos los mostraban dóciles y «apatronados». No se equivocaron, porque eran las condiciones existentes las que los hacían dormir, según la frase brutal de don Carlos Alcaíno. Pero se equivocaron también esos estudios, porque fue suficiente que el Estado abriera la puerta, o quizá la entreabriera siquiera, para que la conciencia dormida se desatara de una manera vertiginosa.
Desde el inicio del movimiento obrero chileno había existido un sector campesino revolucionario, los «Federados», que hacía campaña en el campo. La Federación Campesina e Indígena Ranquil era heredera de esas batallas. Las hemos contado una a una en los libros. Pero los «nuevos alzados», como los denominaremos, no venían de esas vertientes, ni tampoco de la cristiana católica del padre Hurtado. Fueron campesinos que «despertaron» de un día para otro y que sacaron a relucir los aspectos más ancestrales y subconscientes de la cultura. Mucho más que en Marx, hay que indagar en los «versos por el mundo al revés», que recogió por docenas Violeta Parra, en los cuentos de Pedro Urdemales, en el largo anarquismo campesino andaluz del cual provienen muchos de estos campesinos pobres de Chile Central y, por cierto, en el sur indígena de la cultura insurreccional mapuche. Fue una explosión del Chile profundo, parafraseando a Guillermo Bonfil Batalla.
La tierra para quien la trabaja
Los «nuevos alzados» querían la tierra para ellos y en propiedad familiar. Queremos, dijeron, «la tierra para el que la trabaja», como decía la consigna histórica de los movimientos campesinos en todas partes del mundo y sobre todo en América Latina, y desde luego en Chile. Pero esa tierra no era un abstracto como el que planificaban los planificadores. Era un trozo concreto de tierra, con su casa, sus corrales, sus huertos, los campos de sembradío, gallinas, cerdos, y quizás un caballo. Era la tierra en su acepción más antigua, que podemos remontar a las Españas medievales, las tierras propias, los cortijos, la granja en que se vivía y moría. La segunda interpretación que acá describimos de la Reforma Agraria, la de la planificación agrícola, nunca ha podido aceptar que se equivocó radicalmente en este punto. Se habían pensado cooperativas, muchos habían viajado a Yugoslavia, no pocos a Bulgaria, más aún a los kibuts de Israel, y un buen lote, influenciados tanto por la Unión Soviética como por Cuba, pensaba en koljoses, zovjoses, granjas colectivas y vaya saber qué otros inventos que en esos días circulaban en revistas y libros. En Rusia sabemos hoy en día que tuvieron que matar a miles o millones de campesinos, según algunos, para que dejaran de pensar que la tierra era un asunto concreto, duro como los terrones del secano costero.
En Chile se desplegó una conciencia campesina clásica de este tipo de estructuras, económico, social, político y cultural. La contradicción se produjo y fue pensada por los campesinos entre ricos y pobres. Por eso al dueño del campo lo denominaron siempre «el rico», sin matices. Podía ser un latifundista «de horca y cuchillo» o un mediano productor moderno y amante de la innovación y tecnología; no había matices. Es por ello que el límite planificado de las 80 hectáreas de riego básico no fue ni comprendido ni aceptado por estos campesinos. Los pocos no campesinos que asistimos como observadores, y que sobrevivimos para contarlo, al último Congreso Campesino de Chillán, en enero de 1973, último congreso masivo en la historia moderna de Chile –ya que meses después fue el golpe de Estado y posteriormente no ha habido ninguno de esas características–, podemos recordar que el debate era de expropiar todo, bajar de 80 a 40 hectáreas, ya que un campo así de grande también era para esos «alzados nuevos» un espacio de iguales características que una gran hacienda.
Fue un movimiento propietarista. Y eso es difícil de ser aceptado por los analistas contemporáneos. Ni la democracia cristiana y mucho menos el socialismo y comunismo aceptaban en ese entonces la propiedad campesina individual como solución a los problemas de la agricultura. Hay que decirlo a 50 años, en que casi nadie sobrevive a los hechos: a los campesinos se los dejó solos en su demanda de propiedad. Los «nuevos alzados» y esa conciencia campesina espontánea quedaron solos. Los técnicos los criticaban porque se querían apropiar del producto de su trabajo, porque se habían tomado en serio la consigna de que la tierra es para quien la trabaja, porque en los asentamientos y centros de Reforma Agraria se habían repartido subrepticiamente las tierras y los animales no pertenecían a la cooperativa más que de nombre, ya que cada cual tenía su rebaño, sabiendo que al ojo del amo engorda el ganado.
Las organizaciones políticas progresistas y de izquierda hicieron saltar la chispa, pero no siguieron al campesinado en sus caminos, desconfiaron de ellos, los consideraron como «un gran saco de patatas», siguiendo el menosprecio originario de un Carlos Marx que los consideraba sin conciencia, que se dejaron seducir por Luis Bonaparte, un 18 de Brumario en Francia y acá un 11 de Septiembre.
Esos campesinos, «servidores sencillos», «honestos colaboradores», como tantas veces los edulcoró la novelística criollista en Chile, un día se enojaron no solamente contra los patrones, sino también contra el Gobierno y quienes les habían abierto las ventanas. Juan Chacón Díaz, era un campesino que llevaba el mismo nombre y apellido, pero ningún parentesco con el gran líder campesino comunista de los años cuarenta, Juan Chacón