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Project City Hunters - Los hijos malditos
Project City Hunters - Los hijos malditos
Project City Hunters - Los hijos malditos
Ebook244 pages3 hours

Project City Hunters - Los hijos malditos

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About this ebook

Alejandro no es un soldado común. Es un hombre entrenado para cazar. Luego de una larga y dolorosa guerra regresa a casa para vivir una vida sencilla al lado de la mujer que ama. Pero las cosas no suelen terminar como se planean. Pronto descubre que una nueva guerra va a comenzar, una que se librará directamente en las calles de una Bogotá sórdida,
LanguageEspañol
Release dateMay 15, 2020
ISBN9789585481107
Project City Hunters - Los hijos malditos
Author

Sergio Alejandro Gómez

Sergio Alejandro Gómez, nace en Bogotá el 27 de Julio de 1989, escritor, narrador de juegos de rol y director del colectivo El 8cho Creativo. Trabajó en el proyecto de creación de juegos de rol Galaxy Sentinels, y lleva más de 8 años trabajando con diferentes proyectos culturales, escritor por vocación, con amplia experiencia en varios tipos de juegos de estrategia y de mesa, apasionado jugador de cartas coleccionables. Publicó en el 2016 una compilación de poesía amor etílico, una oda a los cocteles y al desamor. Después de varios años de construcción se lanza al ruedo con Proyect City Hunters. Una serie que narra la historia de cazadores nocturnos en diferentes ciudades de Hispanoamérica.

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    Project City Hunters - Los hijos malditos - Sergio Alejandro Gómez

    Página legal

    © 2017: Sergio Alejandro Gómez

    Reservados todos los derechos

    Calixta Editores S.A.S

    Primera Edición Abril 2018

    Bogotá, Colombia

    Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

    Editor: Maria Fernanda Medrano Prado.

    Celular: 316 373 1419

    E-mail: miau@calixtaeditores.com

    Web: www.calixtaeditores.com

    ISBN 978-958-5481-10-7

    Corrección de estilo: Camila González Parra

    Ilustración de cubierta: Enmanuel Lema Martinez

    Maqueta de cubierta: David A. Avendaño

    Diseño y diagramación: David A. Avendaño

    Primera edición: Colombia 2018

    Impreso en Colombia

    Todos los derechos reservados:

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

    DEDICATORIA

    Para mi madre Martha y mi abuela Edelmira, las que nunca juzgaron al monstruo de debajo de la cama, mi abuelito Melquiades que me salvó el cuello en todo lugar y mi tía Marilú, la de los regaños de profe de domingo.

    A mi tío Pocho, que me inspiró a escribir para mí mismo, así como a sus hijos Felipe y Sofía… que ojalá tarden en leer esto.

    Para Laura, que logró forjar un camino, Ana Laverde cuyos ojos fueron los primeros en ver mi mundo, Lorena, que tomó lo que más quería y lo maquilló con sonrisa, Annie Moya, que escribía milagros de mejores aires, Maite, que parecía una brisa de aire tras cansarme de escribir, Jessica, que tenía el súper poder de estar compuesta de literatura, y María, que se sentó en el sofá que le acomodé a sus demonios. Gracias infinitas, chicas.

    Y para Nina… siempre para Nina.

    Y para ti, mi querido lector; perdón por lo largo de la dedicatoria.

    PRELUDIO

    LOS CUENTOS DEL ABUELO

    De mis primeros recuerdos de la niñez, está la vívida image de don Melquiades Gómez Ruge sentándome a su lado en el sofá cubierto en tela de la sala de mi casa, después de que mi abuelita me regañara por no querer almorzar. Además de no querer comportarme con seriedad en la mesa, yo era acérrimo creyente de la teoría mafaldesca de que la sopa era un invento opresor materno y la complementaba con un fuerte desapego a las verduras. Mi abuela, sabia mujer de corto temperamento, solía regañarme con severidad y cariño respecto al tema, aunque en más de una ocasión fue más severa que cariñosa y la integridad de mis nobles posaderas se vio comprometida por ello.

    No obstante, mi abuelo siempre fue bonachón y permisivo; aun después de los regaños en los que me prohibían acercarme a la televisión, me sentaba a su lado en la sala o nos recostábamos en la cama grandota que tenían en su cuarto para que me contara historias o jugáramos algo de ajedrez. Aunque dicha actitud jamás logró que mi postura ante la sopa o las verduras cambiara, generó en mí un gran amor y apego por las letras y las historias.

    Con el paso del tiempo entendí que no toda historia está bien, no todo cuento tiene un final feliz y los monstruos son más peligrosos y aterradores de lo que a simple vista se nota; el vampiro no es este ser lleno de glamour con un lado monstruoso, los caballos alados solo están cazando una presa y los hombres lobo son perros de calle, esperando ya sea por un hueso o por la carne que cae del plato. No lo había notado en principio, pero existen bestias peores –demonios peores– criaturas de las que mi abuelo me había hablado de pequeño pero que yo no creía existieran; fue entonces cuando presté más atención a los cuentos, a las calles, a la gente y a mí mismo.

    Alejandro era un buen tipo; su historia siempre me resultó aterradora y al mismo tiempo conveniente. Creo que lo que llegué a entender fue la visión sobria de una serie de cosas que en mi cabeza cabían, pero parecían no encajar. Les diré lo que sé. Será su voz la que tomo prestada para decirles esto. Pero basta de mí; les daré algo de verdad, tal vez no toda porque no la entenderían, pero será suficiente.

    Siéntense a mi lado en el sofá, olviden que no se comieron las verduras y que le hicieron roña a la sopa hasta que se enfrió; siéntense, les pondré en algo de contexto.

    En el año de 1985, una rama del Ministerio de Defensa del gobierno de Colombia se dio cuenta de la existencia de estas criaturas y de su influencia en la sociedad. Siendo conscientes de lo que esta información podría generar en la opinión pública, dicha rama se guardó el conocimiento y empezó a trabajar en secreto para combatir la amenaza que estos seres representaban. Para noviembre de ese año descubrieron una terrible verdad: estas criaturas representaban algunos de los políticos más influyentes e importantes del Gobierno Nacional: eran caras públicas.

    Estos seres habían manipulado los hilos de la opinión pública por lo menos los últimos 100 años; no obstante, la información que dicha rama había conseguido no era concluyente. Se sabía de su influencia, había pruebas de su existencia latente en la humanidad, pero no se tenía idea de qué tanto habían hecho, o de si sus actos habían representado algún bien para la sociedad civil.

    En noviembre de 1985, el mismo año del descubrimiento de tales situaciones, algo enteramente inesperado ocurrió. Movidos por distintos motivos, un grupo de guerrilleros tomó control del Palacio de Justicia, donde residían una enorme cantidad de criaturas antiguas. El Ejército, en un momento de mala deliberación y pésimas decisiones, tomó la determinación de intervenir con toda la fuerza que fue capaz de reunir, eliminando no solo a los perpetradores, sino también a los magistrados residentes. La masacre fue famosa, pero fue un error. En medio de su estupidez, esta pequeña división del Ejército masacró a un grupo de seres por el interés de otras criaturas que habían movido sutilmente los hilos. Ocho días más tarde, la erupción conveniente de un volcán en Armero dio la vuelta al mundo, haciendo que los ojos de la opinión pública miraran a otro lado.

    Si bien existen criaturas en medio de la oscuridad que acechan a los humanos, también existen aquellas que buscan que la humanidad siga avanzando; algunas incluso han enseñado a la humanidad a cazar a sus semejantes.

    El gobierno colombiano, tras el groso error que resultó ser el operativo, empezó a tener ayudas internacionales, en parte de gobiernos que seguían paso a paso el proceso y que felicitaron por lo bajo y criticaron por lo alto el operativo, pero principalmente de ciertas divisiones de la iglesia, las cuales procedieron a dar instrucción y apoyo a la rama del ejército que empezó a encargarse de dichas criaturas.

    Un puñado de hombres y mujeres empezaron a conformar el cuerpo de combate conocido como Gólgota. A pesar de ser jóvenes en el área, los entrenamientos del cuerpo de Lanceros y la presta disposición de otros grupos de fuerzas armadas, como lo fue el Bloque de búsqueda en su momento, prepararon una fuerza de combate letal, aguda y preparada. Pero más importante aún, se convirtió en una de las pocas en el mundo cuyos miembros aún mantenían algo de cordura tras el duro entrenamiento.

    ¿Qué hace a los colombianos especiales? Tras ٥٠ años de guerra en este país, el sadismo es la salida a la locura; la capacidad sencilla pero pasmosa de almorzar viendo noticias en medio de un campo de batalla y que eso no arruine el apetito es fundamental, no obstante, es tan solo una mínima prueba.

    Somos los hijos malditos de las viejas heridas, lo que queda de una ciudad hecha de monstruos.

    Alejandro era uno de los supervivientes de la unidad más activa y letal dentro del cuerpo de Gólgota; él se retiró antes de tiempo por motivos que aún no puedo revelar. Tal vez él mismo se los diga, o ustedes crean escucharlo cuando menos se lo esperen, pero fue gracias a eso que él se convirtió en una anomalía dentro del fino sistema que rige a Bogotá. Él es un cazador independiente, un ejecutor de hombres muertos; él es el primogénito de estas historias, él es hijo de esta ciudad, buscando la gloria que ya no existe, porque está descuartizada entre bolsas de basura. Este es mi hijo, nuestro hijo maldito.

    LAS CALLES ROTAS

    Bogotá es una mujer de calores escondidos y calles frías, o eso pensaba cuando volví a verla. Los años de servicio en las selvas habían marcado mi carne y sellado una pequeña parte de mi humanidad, más allá de donde pensé que podría llegar a dañarse. Ahora sé que era imposible que esa parte que quise cuidar volviera. Tal y como lo veo ahora, es lo único que no tiene sentido que exista: ni la guerra, ni María… ni yo.

    La guerra no tiene fin, tampoco un descanso; al final todo lo que nos queda es esa extraña sensación de muerte dentro del alma. Ya no tengo las botas de punta metálica que solían mellar los pies para acostumbrarlas, tampoco visto con el verde camuflado en pixeles que, se supone, nos salvaría la vida en la peor de las contiendas. Caminaba por la carrera Séptima como hace muchos años no lo hacía, con unos tenis, un jean no muy ajustado y una chaquetilla de cuero marrón; fue entonces cuando encontré el café que estaba buscando, escondido cerca de los bares que quedan llegando a la Javeriana. Me habían dicho que ella trabajaba en ese lugar desde hacía un tiempo, yo no tenía idea de si se acordaría o no de mí. Ahora que lo pienso, ese era mi único miedo al cruzar el umbral, seguido por una repentina lluvia. Tomé asiento en una de las mesitas que estaban cerca al enorme ventanal de vidrio que daban a la calle. Algunas personas pasaron corriendo, otras solo se escondieron en el primer local que encontraron y unas últimas, los pordioseros e indigentes, ya acostumbrados a la lluvia, solo la dejaron ser. Siguieron a su ritmo, con costales al hombro, caminando y estirando la mano por caridad a quien se les cruzara. Yo solo era un espectador, ya no tenía frío. El ambiente del lugar era cálido. Estaba sentado, solo esperando que alguien me atendiera… a que ella me atendiera.

    —Señor, ¿puedo tomar su orden? —me preguntó una voz conocida, dándome un cuarto de paro cardiaco al momento de escucharla. Levanté la mirada muy despacio y me volví a cruzar con los ojos castaños y el cabello algo claro que hacía años no veía. Sus ojos se abrieron como platos ante la sorpresa, pero no dijo nada; solo se quedó a la expectativa de la orden, dedicándome una de esas miradas inquisidoras que solo ella podía darme.

    —Sí, necesito algo para este frío, usted entiende… algo como tus ojos.

    —Ósea que quiere un café, un tinto, ¿correcto? —respondió ella sin ser capaz de ocultar el sonrojo en su rostro—¿Cómo lo quiere?

    —Mmm…como tu alma.

    —¿Así de negro?

    —Con dos de azúcar.

    Ella sonrió como una idiota, con esa cara de embelesada que solía poner cuando nos sentábamos a ver televisión juntos en la casa que compartía con mi madre. Se dirigió a la cocina y al rato volvió con una taza de tinto caliente y dos bolsitas de azúcar; bajo la taza una sola servilleta, perfumada con la misma vieja y familiar fragancia que ella usaba antes.

    Aún cargo la servilleta que ella me regaló; la llevo en la billetera y la miro en las mañanas. Tenía algo escrito en esfero que al sol de hoy no se entiende tanto, pero que en su momento decía con letra temblorosa pero legible: Te extrañé, imbécil.

    ¿Es muy tonto de mi parte si digo que no la he superado? Quién sabe, de pronto no, yo ya no sé nada sobre el tema. Paso las noches escribiendo o arreglando las fotos viejas en el estudio; pongo su banda favorita y me quedo hasta tarde buscando cosas, a veces trabajo. Mejor no hablar del trabajo todavía, ¿verdad?

    Ella siempre tuvo buen gusto con sus morados y sus azules, incluso tenía buen gusto para la música. Sabía de comida fina, qué vino iba con qué carne, qué música acompañaba qué tardes, cositas de ese porte que me aliviaban el corazón cuando no quería palpitar. Antes de irme ella estaba fascinada con una banda llamada Los Petit Fellas; suenan muy bien. No son rap, ni jazz, ni funk, ni rock, y al mismo tiempo son todo lo anterior. Ella decía que sonaban a Bogotá con la compañía adecuada.

    La noche en que se fue no me dijo nada. Llevaba un par de días nerviosa, era raro. Estaba como ansiosa, muy prevenida. Había tenido cuidado de no dejar su teléfono cerca de mí. Durante el último día no hablamos; yo había salido a buscar trabajo y ella se había quedado en casa. Solo me dijo Hasta luego después de que yo cruzara la puerta. Llegué en la noche, cansado de que ella no contestara ninguna de mis llamadas. Cuando entré al apartamento, el closet estaba abierto de par en par, toda su ropa y mi camiseta favorita ya no estaban, así como su maleta grande. En el espejo del cuarto había un "Lo siento" escrito en labial. Junto a la nota había un par de fotos, la primera de un tiquete de ida a Chicago, la segunda, de los dos, de la vez que visitamos la torre Colpatria.

    No he sabido de ella en un buen tiempo. Ahora trabajo en lo de siempre, en uno de esos trabajos sucios de esas cosas oscuras de un mundo que ya no es amable, de secretos que no tienen por qué existir; sigo siendo bueno en lo mismo que era bueno en el Ejército, pero no vale de mucho sin ella.

    Es cierto, la guerra no tiene fin. María no tenía fin, ni desde el café, ni desde la cama, ni desde que se fue. Ahora solo ruego no confundir a una chica con ella en la calle, la sola idea da miedo.

    Trabajo haciendo fotografías para algunas personas, hago tratos más oscuros con otras.

    Me llaman, es hora de trabajar.

    EL CAZADOR

    Bogotá siempre será igual. Las personas tienen miedo de notarlo al caminar, al ver el reloj, al cuidar que no les vayan a rapar el celular, al molestarse por la chaqueta porque tienen calor, quejarse porque no tienen bufanda para el frío; las personas hacen las ciudades y Bogotá siempre es igual.

    Llueve en la mañana, en la tarde tendremos calor, para mí y mi vieja mochila es igual; llevo ropa ligera que no acalora más de lo necesario y que abriga lo suficiente. Finalmente, mis pies me han llevado hasta Lab, el pequeño pero acogedor bar cerca de la Avenida Boyacá. Aún es temprano para que la barra esté abierta, la puerta levadiza está apenas abierta y algo de agua sale desde abajo.

    —¿Se puede pasar? —digo con el tono tranquilo y amable que siempre intento tener con la gente que no me conoce.

    —¡Buenas, Don Alejandro! No lo esperaba tan temprano, siga un ratico que el jefe no está —me responde la voz de Felipe desde adentro del lugar.

    El tono purpureo que usualmente tienen las luces está ausente durante la hora de la limpieza y unas lámparas de luz amarilla iluminan nítidamente el interior del lugar, revelando con precisión dónde hace falta trapear, barrer o aspirar; los muebles cubiertos en cuero y el mueble con el computador encargado de la música están arrinconados en el mismo lugar. Esto solo pasa los lunes, esto solo le pasa a Felipe.

    —No estamos atendiendo, pero, ¿qué le sirvo, joven? —Felipe es un sujeto con mejor sentido del humor que cualquier otra persona que conozca; a veces muy sádico; otras, muy negro; otras, racista; otras, machista y otras, feminista y en los peores casos: franco. Apenas si es un poco mayor que yo, pero ya tiene algunas canas. Una vez dentro puedo ver su atuendo de limpieza: un delantal verde, guantes de caucho rosados, una pañoleta en la cabeza sosteniéndole el no tan largo cabello y cara de aburrido.

    —Vengo por trabajo, joven—le respondo con una sonrisa socarrona. Verlo arreglar me levanta bastante el ánimo, en especial porque no me gusta llegarle a él con esta clase de problemas—. Trabajo del sucio.

    La mera mención de la situación le hace parar

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