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De la A a la Z: El conocimiento de las lenguas de México
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De la A a la Z: El conocimiento de las lenguas de México

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El estudio por los frailes de las lenguas americanas desde diversos aspectos gramática, vocabulario, modos de hablar, escribir, conocer y concebir el mundo.
LanguageEspañol
Release dateAug 22, 2019
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    De la A a la Z - Ascensión Hernández de León-Portilla

    PRESENTACIÓN

    I

    El 25 de julio de 1492, el día de Santiago Apóstol, el humanista y gramático sevillano Elio Antonio de Nebrija se afanaba en la revisión de las últimas pruebas de imprenta de su Gramática en lengua castellana. Unas semanas después, en agosto de ese crucial año, apareció el libro. Se trató de un trabajo novedoso, la primera aproximación a sistematizar una lengua vulgar y regional: el castellano. El gramático desdoblaba la lengua de Castilla al modo del latín de los romanos: la lengua fue siempre compañera del imperio, escribió entonces sin sospechar siquiera que su frase sería profética. Coincidentemente, el 3 de agosto Cristóbal Colón zarpó hacia el Atlántico del puerto sureño de Palos de la Frontera, junto a la desembocadura del río Tinto. Sería el primer y determinante viaje en busca de las Indias. Como el gramático, el Almirante no sospechó que el mes de agosto de 1492 iniciaría un largo derrotero que haría del castellano una lengua universal.

    Y es que Colón nunca sabría los rumbos que tomaba la historia luego de su aventura. Abrió a España la conquista, colonización y evangelización en las tierras que se llamarían americanas como prácticas de un vasto imperio. Tampoco Nebrija supo jamás la profunda repercusión de su obra en el tiempo del mundo. Su afán gramatical se desdobló en arquetipo, en modelo usado por muchos otros estudiosos en un proyecto intelectual enorme, derivado de las políticas imperiales. Suyo es el extremo genealógico de una política lingüística que ha recorrido, con diferentes suertes, medio milenio de historia del continente y singularmente la historia de las lenguas indígenas de México.

    A contrapelo de las violencias humanas que armaron la geografía americana, el uso de la Gramática o Arte con el patrón nebrisense posibilitó el conocimiento y la sistematización de centenares de lenguas indígenas en todo el continente... y con su adaptación a realidades tan distintas al castellano, de la invención de modelos lingüísticos nuevos. Apenas unas décadas después del proceso inicial de conquista y colonización de la Tierra Firme americana, la Corona española fundaría colegios como el trilingüe de Santa Cruz de Tlatelolco, ordenaría la creación de cátedras de lenguas generales en las capitales de los virreinatos (1580) y exigiría a los misioneros caminar con los expedicionarios a través de un vasto territorio que sin interrupción ampliaba sus fronteras y confrontaba con culturas que le eran extrañas, poseedoras de idiomas desconocidos, almas que convertir al cristianismo y códigos por entender como realidades a gobernar. En este horizonte, el uso de la palabra podría reunir, separar, convertir o resolver por la guerra. Hubo entonces que elaborar los instrumentos de la comunicación y del ejercicio del poder.

    A Antonio de Nebrija lo movió la curiosidad intelectual, no la ambición. Murió cuando el señorío de Moctezuma sucumbía y unos años antes de que llegaran los primeros frailes a tierras del llamado Nuevo Mundo, quienes con estupor en la mirada y su Arte bajo el brazo iniciarían la prolongada tarea de recopilación y comprensión de la palabra indígena al enfrentarse a esa americana Babel inesperada, para repetir la feliz frase de Ascensión Hernández de León-Portilla. La voluntad de Nebrija de entender al castellano se abrió como modelo para otras gramáticas. Pero, sobre todo, rompió con el esquema cerrado de posibilidad única para lenguas cultas. Y entonces, no por el ascenso del imperio sino por el descubrimiento de su riqueza propia, el castellano dejó de ser ante el mundo un dialecto grosero, mezcla impura de diversas variantes del latín vulgar con las hablas regionales cargadas de palabras de dialectos árabes y lenguas autóctonas.

    La empresa intelectual de saber y conocer el ánima de los idiomas indígenas fue, con seguridad, más afanosa y esforzada que las expediciones de descubrimiento de tierras y que las guerras de conquista y sujeción. Pero la memoria no la ha tratado con justicia. Son mucho menos conocidos los trabajos lingüísticos que los entuertos militares. Es momento de revertir esos valores: reconstituir en lo posible los proyectos intelectuales que subyacen a la construcción de nuestras identidades, difundir el valor de la palabra en el vasto tejido de la realidad multicultural, explicar las acciones no violentas en la construcción de lazos que permiten la vida civil, entre otros proyectos, son tareas del Museo Nacional de Historia, en el Castillo de Chapultepec. En este caso, de las poco divulgadas exploraciones lingüísticas y de la edición de los libros en lenguas indígenas, historia centenaria y trascendente. De eso trata este libro, suma de un propósito colectivo: el de difundir, en ensayos de fácil lectura, la historia del enorme reto intelectual que fue la construcción de herramientas para conocer y entender las armazones estructurales de las lenguas indígenas americanas. Once especialistas, estudiosos de gramáticas indígenas y de sus impresos antiguos, fueron invitados en 2007 por el Museo Nacional de Historia a platicar al público visitante sobre esta gigantesca empresa. Paralelamente, se abrió la exposición hispano-mexicana Paradigmas de la palabra. Gramáticas indígenas de los siglos XVI, XVII y XVIII (Instituto Nacional de Antropología e Historia-Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior, generosa institución del Gobierno de España). En ese marco, los especialistas, filólogos, lingüistas, historiadores y antropólogos ofrecieron una serie de conferencias que invitaran a conocer esta faceta de la vida cultural virreinal y la historia de los esfuerzos por sistematizar la enorme gama de lenguas indígenas.

    En la organización del ciclo de conferencias, cuya característica fundamental debía ser la de narrar la historia de ese inmenso proyecto intelectual que en México tiene casi medio milenio, se contó con el apoyo incondicional y siempre entusiasta de Ascensión Hernández de León-Portilla y de Bárbara Cifuentes, integrantes de la Sociedad Mexicana de Historiografía Lingüística. No se trataba de elaborar una lista de conferencistas más o menos conocedores del tema sino de reunir a historiadores, filólogos y antropólogos que construyesen un relato de carácter historiográfico, esto es, con una línea argumental particular, paralela en buena parte a las investigaciones propiamente lingüísticas y filológicas que cargan sus días de trabajo. Con esta premisa, ambas especialistas provocaron a sus colegas con tan buen éxito que sin obstáculos se logró dar carta de naturalización a la historia de las gramáticas y los paradigmas lingüísticos en el horizonte de ofertas de difusión del Museo Nacional de Historia.

    Un corte separa siempre la palabra viva del texto escrito, afirmó nuestro contemporáneo Roger Chartier (Cultura escrita, literatura e historia). Esa brecha fue sentida en carne propia por los lingüistas virreinales de los que aquí se hablará. Pero también nosotros tuvimos que lidiar con esa rara situación. Los textos que ahora se ofrecen fueron elaborados para la explicación oral, sencilla y directa a un público oyente no especializado. Eran, en muchos casos, notas sueltas, bocetos de artículos posibles, resúmenes de experiencias añosas; en otros eran la suma de anotaciones de campo, de experiencias en bibliotecas y archivos o frente a antiguas ediciones de gramáticas, vocabularios, catecismos, confesionarios en diversas lenguas indígenas. Todos ellos se completaron, durante cada una de las pláticas, con asertos, opiniones, recuerdos, en fin, con el equipamiento común de los académicos que desdoblan su erudición especialista en los vocabularios de la divulgación ampliada. Cada autor se esforzó por trasladar lo dicho a la escritura, con la obligación de no perder de vista el propósito inicial de difundir y narrar historias. Se reordenaron los textos, se agruparon para dar líneas temáticas a la lectura, se ajustaron los aparatos críticos para no dar pesadez innecesaria a las explicaciones. En esta labor de recopilación, seguimiento, revisión y edición, contamos con el apoyo insustituible de Víctor Ruiz Naufal, primero, y Jaqueline Gutiérrez, después, ambos jefes del Departamento de Difusión del Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec. El profesor Ruiz Naufal murió cuando se iniciaba el trabajo de edición de las conferencias. Queda el resultado dedicado a su memoria. Ascensión Hernández de León-Portilla y Bárbara Cifuentes dieron un impulso fundamental para que este libro pueda ver la luz.

    II

    La política lingüística integradora, diferente a la simplemente pragmática de los conquistadores, llegó muy temprano con los frailes, apenas fundado el Reino de la Nueva España. La misión principal de los futuros lingüistas era difundir la Palabra del Evangelio, convertir y establecer entre la nueva grey indiana un modo de vida cristiano, muy alejado de las costumbres del paganismo y la gentilidad. La buena nueva significaría construir la idea de alma que debía salvarse para la vida ultraterrena.

    Difundir la palabra… había que hacerlo en la lengua de los evangelizados. La oportunidad, según consignan las crónicas de las órdenes mendicantes, era una gracia de la Providencia: la belleza de su misión obedecía en buena parte a la belleza del alma indígena, a su imaginada inocencia natural, a que, como las piedras con las que construían sus conventos e iglesias, eran en su pureza material en bruto. Fue con ese propósito cuando en 1533 se instruyó a fray Andrés de Olmos que sacase un libro de las antigüedades de estos naturales indios, en especial de México, Tezcuco y Tlaxcala. A partir de entonces se multiplicaron las artes de la lengua, vocabularios, diccionarios, catecismos, devociona­rios y otros manuales en lenguas indígenas y caracteres latinos —buena parte de ellos impresos pero otros, acaso la mayoría, dormirían manuscritos en bibliotecas conventuales y acervos documentales—. Al impulso originario del que nacieron las obras de los frailes Andrés de Olmos —en mexicano— y Maturino Gilberti —en lengua mechuacana—, siguieron las fecundas labores de los menos conocidos años virreinales: el Vocabulario, el Arte de Alonso de Molina, el Arte y Diccionario de Juan Bautista Bravo de Lagunas, las Artes y Vocabulario, en otomí de Alonso Urbano y Pedro Cáceres, y las numerosas crónicas escritas por religiosos y civiles, españoles y novohispanos que fueron cubriendo la historia, geografía, costumbres, mitos, rituales y memorias de los pueblos indígenas. Las artes o gramáticas basaron su organización en la Gramática de la lengua latina de Nebrija, de 1481, y los vocabularios basaron su lista de palabras traducidas en su Vocabulario castellano-latino, de 1495.

    Vale destacar, por ejemplo, las obras de Diego de Landa, quien apuntó los rudimentos de la escritura maya y su pronunciación, la Teología indorum, de Domingo de Vico en cakchiquel, quiché y zutuhil, el Diccionario maya-español de Antonio de Ciudad Real, la Doctrina cristiana en huasteco de Juan de la Cruz, el Arte en lengua zapoteca de Juan de Córdova, el Vocabulario en lengua tzeltal de Domingo de Ara, el Arte de la lengua maya de Juan Coronel y la Doctrina en lengua mazahua de Diego de Nájera, así como los textos diversos en cora, tepehuano, tarahumara, ópata y comanche que poblaron conventos y misiones como instrumentos de evangelización, administración de sacramentos, catecismo y alfabetización entre los siglos XVI y XVIII. A esta enorme corriente se agregan las transcripciones de los relatos en lenguas indígenas de Bernardino de Sahagún y sus colaboradores nahuas, las informaciones que estructurarían las Relaciones geográficas de la Nueva España, o las historias, crónicas, recopilaciones, traducciones e interpretaciones de los cronistas indígenas, mestizos y españoles. Un nada despreciable corpus literario y lingüístico en lenguas indígenas se produjo y leyó a partir de las posibilidades que abrió el ejercicio del castellano de Nebrija hasta el siglo XVIII, modelo que se retomó en México —en general sin saber ya su origen— en los siglos XIX, XX y XXI como parte de las políticas educativas tanto públicas como de distintas instituciones académicas y religiosas (no solo católicas).

    No ha habido hiato en el uso del modelo en el paso del virreinato a la nación independiente, a pesar de las políticas oficiales antiindígenas desde el siglo XVIII, las guerras civiles mexicanas y de exterminio indio, o las modernas líneas educativas nacionalistas que exigían el castellano como lengua oficial, que se tradujo en lengua única. Al mediodía del siglo XIX, filólogos y bibliógrafos buscaron y editaron los manuscritos antiguos en lenguas indígenas que encontraron en las ya por entonces mortecinas bibliotecas conventuales o en sus archivos saqueados. Entonces se dieron a conocer las miradas de los testigos sobre las antiguas civilizaciones conquistadas y las labores de los frailes sobre su humanista utopía cristiana, no menos trágica por su imposibilidad histórica que las culturas de los vencidos. Las que en su origen fueran herramientas de comunicación y conocimiento se desdoblaron en verdaderos tesoros, huellas de riquezas ya perdidas: darían fe de que el mundo novohispano era enorme, sorprendente, múltiple. Aunque pocos supieron valorar esos tesoros, fueron lo suficientemente tenaces como para legarlo a las generaciones futuras. Hoy esos papeles viejos y libros supervivientes de la incuria son patrimonio histórico y cultural inapreciable.

    III

    Lo que ha sobrevivido de estos escritos es el quehacer de una epopeya incompleta, escribió George Steiner (Los tres que nunca he escrito) al referir la relación entre lenguaje y política. El propósito evangelizador no fue tan sólo una instrucción política desde las altas esferas de la burocracia real; fue, tal vez sobre todo, el camino de una voluntad, de una profunda convicción en su visión teleológica providencialista. La Corona sería el principal beneficiario terrenal; después de Trento, la Iglesia sería la otra favorecida. Y para la historia y la lingüística del siglo XXI, eso fue suficiente empresa.

    Los libros, manuales, artes, vocabularios, gramáticas y catecismos en lenguas indígenas y caracteres latinos son apenas vestigios de lo que alguna vez fue una política educativa y una obsesión misionera. Hoy son casi tan inaccesibles como desconocidos sus fines, tan extraños como los hombres que los hicieron, leyeron y practicaron: no sabemos de los rostros de esos frailes osados, jesuitas valerosos, neófitos indígenas asombrados de las formas del mundo que tenían nombres que se pronunciaban y se convertían en signos, en escritura. Mundo con densidad entonces desconocida y hoy en gran parte desaparecida. Quedan los vestigios, que en manos de los estudiosos, como los que reúne este libro, son luz de secretos culturales ya extintos. Son fragmentos de historia que se redescubren y se suman a la realidad de la inmensa memoria del mundo, uno de cuyos jirones nos da identidad.

    Desde el mediodía del siglo XVI los trabajos lingüísticos de los religiosos en la Nueva España tuvieron efecto de espejo. Las palabras indígenas inscritas en libros cristianos eran, por un lado, la extensión intemporal del instante en que las lenguas de fuego del relato neotestamentario señalaron a los primeros cristianos la obligación de difundir la palabra divina a todas las naciones que hay bajo el cielo; y por el otro, llenaban las mentes de los adoctrinados con imágenes de seres invisibles y geografías celestes que debieron ser imposibles para identidades conquistadas a medias. No podía ser de otra manera, pues doctrina y vasallaje son procesos totalizadores y poco tolerantes. Hubo naciones indígenas que aceptaron y se adaptaron a los modos cristianos —para después, en los periodos de reformas gubernamentales de los siglos XVIII al XXI, resistir con ese bagaje a los cambios modernizadores que los destruirían. Pero también hubo pueblos que sucumbían al contacto cultural, a las biologías con sistemas inmunológicos restringidos, a los ecosistemas que se trastocarían con animales y hombres intrusos; para esos pueblos, sus lenguas serían la única huella de su paso por la vida. Para todos cambiaba el rostro de la naturaleza: se inventó América.

    Esa es la línea del horizonte del libro que ahora se ofrece. La trazan once filólogos, lingüistas, historiadores y antropólogos. Relatan una historia asombrosa, la de un esfuerzo intelectual.

    Ascensión Hernández de León-Portilla explica el impacto de los trabajos lingüísticos en el Nuevo Mundo. Son paradigmas gramaticales que construyeron modelos de conocimiento. Y fueron algo más: estructuraron métodos de estudio y difusión de las lenguas indígenas, pero sobre todo elaboraron herramientas de aplicación de saberes diversos con la apropiación de las lenguas: cosmogonías, geometría, aritmética, literatura, física mecánica, tecnologías. De hecho, por estos paradigmas podemos entender que América es un ente singular de la cultura occidental y no simple extensión de España, ni de la Europa latina.

    Ascensión Hernández parte de la realidad que tuvieron ante los ojos los misioneros: un mundo nuevo, complejo, enorme, tanto que le cabría el abanico aparentemente infinito de pueblos y lenguas que imaginó alguna vez el fantástico libro medieval de Juan de Mandeville. El problema no era menor, y los misioneros recurrieron a la experiencia: reinterpretaron, adaptaron e inventaron. Enfrentaban el problema de evangelizar a hombres y mujeres cuyas lenguas eran estructuralmente distintas a las conocidas europeas o a las indígenas de los primeros contactos. Fue entonces cuando, como respuesta, crearon nuevos paradigmas gramaticales en los que cada lengua quedara atrapada con sus propios rasgos y fuera inteligible para cualquiera que quisiera acercarse a ella. En su texto Paradigmas gramaticales del Nuevo Mundo: un acercamiento, nos lleva de la mano por esta aventura del pensamiento y la práctica lingüística. Comienza explicando la palabra paradigma como modelo, artificio, descubrimiento y codificación para establecer el orden gramatical. No otro fue el sentido profundo de los trabajos de investigación, recopilación y organización de las lenguas que derivaron en los distintos manuales, gramáticas y artes que se elaboraron con el propósito de llevar el evangelio y las formas de vida prescritas por el cristianismo español en este continente. Los misioneros, al establecer los paradigmas gramaticales, desentrañaron los secretos de los ladrillos de Babel —para usar la frase de Alberto Manguel (La ciudad de las palabras).

    El Nuevo Mundo, la Babel americana, tenía a fines del siglo XV y principios del XVI cientos de lenguas generales o lenguas mayores y un número indefinido de lenguas y dialectos. Las tres más ampliamente habladas al momento de la llegada de Colón eran el náhuatl, el quechua (chibcha), lenguas francas en las montañas y costas occidentales del continente, y el guaraní en las llanuras orientales de América del Sur. Se trataba, ni más ni menos, de expandir la fe y romper la Babel que se interponía entre la palabra evangélica y una multitud de gente a la que había que convertir. Había que abrir la Babel aprendiendo lenguas y para ello era necesario descubrir la naturaleza de ellas y establecer un orden y un modelo en cada una; había que crear paradigmas nuevos, escribió Ascensión Hernández. A diez años del desembarco en las costas mexicanas (1523) de los primeros tres franciscanos, los frailes de esta orden habían elaborado los escritos elementales para entender el náhuatl; podían ya comunicarse con los indígenas en su lengua. Pero lo hicieron a través del ejercicio oral, platicando, escuchando, recogiendo tradiciones, diálogos como los niños de las escuelas. Fue entonces cuando comenzaron la elaboración de gramáticas y otros textos, muchos de contenido religioso, como catecismos, doctrinas, sermonarios, hagiografías y ejercicios espirituales. Explica que con ellos se cimentó la base para codificar las lenguas indígenas en el centro y sur novohispano, y explica con detenimiento autores y gramáticas en náhuatl, otomí, zapoteco, purépecha y las lenguas mayenses.

    Los arduos caminos al norte se abrían hasta desaparecer: imposible dibujar la terra ignota, que en los años que siguieron a la conquista se llenó de leyendas y esperanzas de ciudades de oro; era uno de los confines de El Dorado, provincia perdida, espectral, del imperio español, para robar la idea a V. S. Naipaul. Pero los siglos XVII y XVIII la vieron también como una provincia que debía ganarse para el cristianismo, desde el noroeste novohispano hasta la Nueva Francia, en Canadá. El Colegio Jesuita de Tepotzotlán se especializó en la enseñanza de las lenguas del centro de la Nueva España, el náhuatl y el otomí, pero agregaron las de los habitantes de sus misiones septentrionales en Arizona, Nuevo México, Sonora, Chihuahua, Sinaloa, Durango, las Californias… Aparecieron cinco gramáticas impresas: tarahumara, ópata —lengua extinta—, endeve, cahita y tepehuana, y se hicieron vocabularios y doctrinas en yaqui, mayo y tehueco (también extinta). Como las otras, estas lenguas eran ágrafas, por lo que la elaboración de gramáticas, vocabulario, catecismos y cartillas implicó el trabajo directo, oral, de los misioneros lingüistas con los hablantes. Mucho más al norte, lograron elaborar gramáticas en hurón canadiense, narrangansett de Nueva Inglaterra y natik, hoy lenguas extintas.

    La empresa no se limitó, por supuesto, a la Nueva España. Así, por ejemplo, Ascensión Hernández repasa obras y obreros: el dominico fray Domingo de Santo Thomas escribió su Grammatica o Arte de la lengua general de los indios de los Reynos del Peru (1560) y el Arte o vocabulario de la lengua general del Peru llamada quichua (1586); el jesuita Ludovico Bertonio elaboró su Arte Grammatica muy copiosa de la lengua aymara (ca. 1603). Pero también, como en las latitudes septentrionales novohispanas, en el sur del continente se estudiaron lenguas que no eran de imperios indígenas, como el guaraní y sus variantes en el curso del río Amazonas y en las costas del Brasil. El jesuita Joseph de Anchieta escribió la gramática de tupi-guaraní costero del Brasil (1595) y medio siglo más tarde Antonio Ruiz de Montoya terminaría el Arte y Vocabulario en la lengua guaraní (1640).

    El paradigma de la lengua muisca, o mosca, de la familia chibcha fue estudiado por Domingo Bernardo de Lugo, quien escribió Gramatica en lengua general del Nuevo Reyno llamada mosca (1619), que se habló en Nueva Granada, actual Colombia. Esta lengua se extinguió en algún momento del siglo XVIII, esto me recuerda la frase autobiográfica de Naipaul sobre la definitiva intervención colonial en la que se convertiría Guyana Británica, que persiguió y exterminó a un pueblo indígena a mediados del siglo XVIII porque años atrás había servido de guía a exploradores ingleses: el literato descubrió con dolor la larga memoria del gobierno español frente a los indígenas remisos.

    La gramatización fue un proceso en toda América, explica Ascensión Hernández. Es decir, es posible seguir la evolución de los estudios generales desde el siglo XVI: desfilan así una docena de lingüistas, algunos de los cuales dejaron constancia de lenguas que se extinguieron junto con sus portadores, como el timucano de Florida, estudiado por Francisco de Pareja durante el primer cuarto del siglo XVII, o la lengua de los indios millcayac y allentiac, en Chile, el lule y teconote en El Chaco.

    La expansión del Imperio español fue tan rápida como el conocimiento de las lenguas de los grupos indígenas que incorporaba a su enorme gobierno, o de los que redujo para usufructuar su naturaleza. Sofía Kamenetskaia ofrece un panorama de la lexicografía misionera. Comienza con el seguimiento del Arte de Nebrija. El Arte se articuló a la novedad de la geografía que se abría al Imperio español; serviría como método para ubicar las palabras que describían las cosas del mundo que se encontraban en cada expedición tanto como para el ajuste jurídico de la expansión imperial y de la tarea doctrinaria. Fue entonces cuando el Arte de Nebrija dio una rama propia, la de los vocabularios en lenguas indígenas, herramientas para la evangelización y el vasallaje al rey. Las órdenes religiosas se impusieron la obligación de aprender lenguas indígenas para acceder al alma y al pensamiento indígena y de este modo cumplir su misión doctrinal (pero también, digámoslo nosotros, para la persistente tarea de apoyar a los funcionarios civiles en los casos de conflictos entre pueblos y entre particulares. Hoy, esa doble labor explica el careo del mundo criollo y mestizo ante el indígena, paisaje del México profundo). No deja de asombrar el hecho de que el conocimiento adquirido por los frailes y misioneros de las lenguas indígenas fuera tan extenso como la expansión imperial. La moderna ciencia de la geografía humana, con su inclinación a medir y calcular, revelaría la existencia de dos mil lenguas distintas agrupadas en unas 17 grandes familias lingüísticas.

    Paralelamente, y a contrapelo de la práctica de las primeras generaciones de religiosos, en 1550 el rey Carlos I exigió la enseñanza del castellano a los indios. Proyecto de eficacia impensable. La mera curiosidad lingüística por saber los secretos del mundo detrás de las lenguas fue más bien rara en el siglo XVI, con sus extraordinarias excepciones. Ofrece un resumen largo de obras impresas en ese trascendente siglo inicial americano.

    En el siglo XVII el índice de impresos fue menor en la Nueva España. No hay una explicación única convincente. Con todo, el listado no es magro. El siglo XVII no fue menos prolijo en este horizonte para las lenguas de Sudamérica, cuyo repaso refresca este libro al contextualizar no sólo la política oficial sino la inclinación de los religiosos católicos ante el orbe que estaba bajo su gobierno. Al finalizar el siglo, el recuento de Kamenetskaia da un universo de artes y vocabularios para 96 lenguas indígenas; un siglo más tarde, el número se eleva a 158. No era para menos, si se piensa —como lo dice en su ensayo Ascensión Hernández— que el Nuevo Mundo computa el quince por ciento de las lenguas del planeta, es decir, alrededor de 950. Para entonces, por supuesto, se contaba ya con herramientas para entender las lenguas de los grupos septentrionales de la Nueva España, con las que las misiones buscaron fincar su labor de evangelización y sedentarización, al conocer las reglas gramaticales. El recuento abre un enorme paisaje. Más

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