De amor y odio. Vida matrimonial, conflicto e intimidad en el sur andino colonial, 1750 - 1825
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Basado en fuentes de archivo, este trabajo examina la aplicación de las políticas de la colonización tardía en relación con el matrimonio, la moral y la intimidad en los Andes, y cómo las personas se resistieron a crear y romper vínculos íntimos. Tales políticas resaltan los ideales morales, raciales y patriarcales de la época y, lo que es más importante, el grado en que fueron evadidos. Se observa así una sociedad con mucha flexibilidad moral a pesar del predominio de la doctrina religiosa y los edictos reales. En tal sentido, abundaban las uniones libres, los hijos ilegítimos y los divorcios de facto. Las políticas relativas al matrimonio, la moral y la intimidad fueron fundamentales para los esfuerzos de la corona borbónica por mantener el sistema social patriarcal basado en las castas. La intimidad se convirtió en un punto de apoyo social controvertido por los individuos, las familias, el Estado y la Iglesia católica, donde las emociones y experiencias profundamente personales se transformaron de mala gana en desafíos sociales, políticos y morales. La intimidad no era simplemente un barómetro de las normas sociales coloniales, sino que reflejaba la agencia de las mujeres, un Estado cada vez más asertivo, una Iglesia debilitada y alienada, una incipiente movilidad social y una gran población de hombres itinerantes. Los matrimonios, las relaciones amorosas, el abuso conyugal y la posibilidad de divorcio fueron, inevitablemente y a menudo trágicamente, moldeados por estas dinámicas. Las narrativas personales y la correspondencia privada permiten a los lectores entrar en los santuarios internos del mundo colonial, empatizar con los protagonistas y, lo que es más importante, comprender el contexto económico, social, político, religioso y económico global en el que tuvieron lugar sus luchas. Son historias de pasión, amor prohibido, matrimonios clandestinos, discordias familiares, traiciones, abusos horrendos y divorcios informales.
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De amor y odio. Vida matrimonial, conflicto e intimidad en el sur andino colonial, 1750 - 1825 - Nicholas A. Robins
Este libro se publicó en inglés con el título Of Love and Loathing: Marital Life, Strife and Intimacy in the Colonial Andes, 1750-1825, en 2015 por University of Nebraska Press.
Serie: Estudios Históricos, 81
© IEP Instituto de Estudios Peruanos
Horacio Urteaga 694, Lima 11
Telf.: (51-1) 332-6194
www.iep.org.pe
ISBN impreso: 978-9972-51-754-9
ISBN digital: 978-9972-51-758-7
Primera edición impresa: Lima, junio de 2019
Primera edición digital: Lima, julio de 2019
Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2019-07454
Registro del proyecto editorial en la Biblioteca Nacional: 31501131900608
Corrección: Verónica Oliart
Asistente editorial: Yisleny López
Diagramación: Silvana Lizarbe
Carátula: Gino Becerra
Cuidado de edición: Odín del Pozo
Imagen de carátula: India Serrana o ca[f]etada. Produce Mestiso. Óleo sobre lienzo (hacia 1770). Anónimo. Museo Nacional de Antropología de Madrid.
Prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro sin permiso del Instituto de Estudios Peruanos
BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ
Dirección de Gestión de las Colecciones
306.81098409033
R71
Robins, Nicholas A., 1964-
[Of love and loathing : marital life, strife, and intimacy in the Colonial Andes, 1750-1825]
De amor y odio: vida matrimonial, conflicto e intimidad en el sur andino colonial, 1750-1825 / Nicholas A. Robins; traducido por William Lofstrom.-- 1a ed.-- Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2019 (Lima: Tarea Asociación Gráfica Educativa).
286 p.; 23 cm.-- (Estudios históricos / Instituto de Estudios Peruanos; 81)
Traducción de: Of love and loathing: marital life, strife, and intimacy in the Colonial Andes, 1750-1825.
Bibliografía: p. [275]-286.
D.L. 2019-07454
ISBN 978-9972-51-754-9
1. Matrimonio - Bolivia - Charcas - Historia - Siglo XVIII 2. Relaciones de familia - Bolivia - Charcas - Historia - Siglo XVIII 3. Mujeres - Bolivia - Charcas - Condiciones sociales - Siglo XVIII 4. Charcas (Audiencia) - Historia - Siglo XVIII 5. Charcas (Audiencia) - Política y gobierno - Siglo XVIII 6. Charcas (Audiencia) - Vida y costumbres sociales - Siglo XVIII 7. España - Colonias - América Latina - Administración - Siglo XVIII I. Lofstrom, William Lee, 1939-, traductor II. Instituto de Estudios Peruanos (Lima) III. Título IV. Serie
BNP: 2019-079
ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
La puerta giratoria del recogimiento
El marco legal: formalidad versus realidad
CRÍMENES DE SENSUALIDAD
: MORALIDAD VERSUS AFINIDAD
Concubinas coloniales
Cónyuges rechazados
Unidos nos caemos
Excesos y exilio
Por encima de la ley
LA DUEÑA DE SU VOLUNTAD
: LA PRAGMÁTICA Y EL PATRIARCADO
El protocolo matrimonial
Hazañas y dispensas
Proclamas y ritos
La prerrogativa de los padres: oposición a la opción matrimonial
La seducción y la fuga para casarse furtivamente
Matrimonios clandestinos
SIN EXCUSA NI RÉPLICA
: IMPERATIVOS MORALES
El letargo local
Rivalidades políticas y personales
Frenando el escándalo y las esposas tambaleantes
Divorcio postergado
EL VERDUGO DE MI INOCENCIA
: VIOLENCIA DOMÉSTICA Y VIOLACIÓN
Violación
LA VIDA MÁS AMARGA QUE SE PUEDE CONCEBIR
: DIVORCIOS DILATADOS
A ciegas
Los anales de la anulación
CONCLUSIONES
NOTAS
BIBLIOGRAFÍA
A Petrona Leaños y Roque Hurtado;
María Pasquala Yraola y Sustaeta, y Martín Medrano;
Catalina Vera y José Galleguillos;
Francisca Torres y Joaquín Buitrago;
protagonistas perseguidos en esta obra.
agradecimientos
Siempre es arduo el camino que va de una idea a un libro, y a lo largo de mi trayecto he tenido la fortuna de beneficiarme con el apoyo y el consejo de muchas personas. La mayor parte de la investigación realizada para este trabajo se desarrolló en Sucre, en el Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia ( ABNB ), donde tanto el personal como el acervo son de calidad excepcional. Me gustaría expresar mi sincera gratitud a su director Máximo Pacheco Balanza, así como a su predecesor Juan Carlos Fernández, por su compromiso con la publicación de este volumen en español. Me siento igualmente agradecido hacia Ana María Lema y la ya extinta Marcela Inch Calvimonte, por el aliento brindado a este proyecto durante su gestión en la dirección del ABNB . De manera similar, quisiera manifestar muy especialmente mi reconocimiento a Judith Terán Ríos, subdirectora del ABNB , por su ayuda tanto en la investigación como en la publicación de este libro en lengua española.
Tuve el privilegio, siempre en el ABNB, de contar con la asistencia de Joaquín Loayza Valda, María del Carmen Martínez López, Nelva Delgadillo Hurtado, Álvaro López Donoso, Cecilia Mardóñez Barrero, María Renée Pareja Vilar, Ana María Nava Gabriel, Lucelia Paniagua Vedia, Gabriel Rivera, Oscar Hurtado Borja, María Elizabeth Mollinedo, Leonor Ferrufino Fernández y Carlos Castaños y de poder hacerles las consultas necesarias. Todos ellos no solamente forman parte de un personal cuyos conocimientos son sumamente amplios, sino que también son colegas que encarnan los más altos estándares de profesionalismo.
En el Archivo y Biblioteca Arquidiocesanos Monseñor Taborga, también en Sucre, quisiera dar las gracias a su directora, Avelina Espada, y asimismo a su anterior director, Edgar Valda, por apoyar este trabajo. En ese cometido, ellos y yo fuimos asistidos por Elisabeth Paniagua y anteriormente, Margoth Céspedes La Madrid, quienes se han mostrado pacientes e incansables en su dedicación al trabajo.
Estoy inmensamente agradecido con William Lofstrom por el apoyo prestado. Mientras preparaba el manuscrito original en inglés, me brindó numerosos comentarios e ideas, para luego traducir pacientemente este libro, de tal manera que los hispanohablantes pudieran tener acceso a él. Su sentido de la precisión y su percepción de los matices son ejemplares, como lo es su generosidad.
También me siento en deuda con el Dr. Ludwig Huber, sin su apoyo este libro no existiría en español. Asimismo, quisiera agradecer a Odín del Pozo por su labor en la preparación de este libro para la publicación. También quisiera darle las gracias a María del Rosario Barahona Michel por la redacción del prólogo que delinea la estructura del trabajo, tanto por su apoyo inicial al transcribir una gran cantidad de documentos, como al compartir opiniones distintas sobre muchos aspectos de la vida colonial. No quiero dejar de dar las gracias a Bernardo Gantier, S.J., por aclarar algunos aspectos de los ritos religiosos, como a Rodrigo Zogbi, quien me brindó valiosas informaciones sobre temas judiciales. Así mismo, agradecer a Norberto Benjamín Torres.
En los Estados Unidos, me gustaría agradecer a William Beezley y Steven Vincent por el apoyo tan generosamente entregado a este proyecto. También doy gracias a Chad Black y Marcia Stephenson, por darme sugerencias y aliento durante la preparación del manuscrito. Mi reconocimiento también a Robert Robins por sus muy útiles comentarios al borrador del texto, y a mi esposa Susan Halabi por su gentileza y apoyo sin fallas durante todo el proceso de investigación, redacción y publicación.
Al tiempo de expresar a todos ellos mi inmensa gratitud, asumo la total responsabilidad por cualquier error u omisión en este trabajo.
INTRODUCCIÓN
El martes 14 de marzo de 1758 fue uno de los peores días en la vida de Roque Hurtado. Hacía poco se había despedido con mucha ansiedad de su amante Petrona Leaños, de los cinco hijos de ambos y de la vida apacible y bucólica que con ellos había compartido durante muchos años. Las autoridades habían pedido su detención debido a su relación ilícita y adúltera. Tal vez alguien les avisó que su arresto era inminente y decidieron fugar en diferentes direcciones. Petrona y los niños se dirigieron a la casa de una amiga en la ciudad de La Plata. Mientras que Roque, desde aquel martes, ya era un prófugo corriendo cuesta abajo en una quebrada pedregosa. No obstante, sus días como fugitivo duraron poco, porque pronto cayó en manos del corregidor —el jefe político local— y su comitiva. Poco después el corregidor atribuiría el fin de su búsqueda infructuosa de cinco años al hecho de que los divinos ojos [de Dios] no lo pudieron tolerar más y Él lo puso en mis manos
. [1]
En realidad, en lugar de ser fruto de divina inspiración, la captura de Roque se debió a que nueva información hizo imposible para el corregidor seguir ignorando la relación ilícita. Con Roque enmarrocado encima de una mula castaña, el corregidor ordenó al alcalde del pueblo de Mojotoro conducir al prisionero hasta La Plata. Allí, escoltado por seis hombres, un Roque destartalado y vencido fue objeto de la burla del pueblo mientras lo conducían por las calles de la ciudad hasta la cárcel pública. A lo largo del camino del campo a la villa, Roque tuvo más que suficiente tiempo para ponderar los peligros y placeres —ya lejanos— de su amor ilícito. Más allá de preocuparse por su propio destino, sintió angustia por el futuro de Petrona y la familia de los dos. Durante esa semana, a Petrona también la detuvieron y, al igual que Roque, la acusaron de adulterio y fue internada en la cárcel de la ciudad junto con sus tres hijos menores. Poco después, ella y los niños fueron confinados a una celda en el monasterio de Nuestra Señora de los Remedios, en La Plata, donde permanecieron sin apoyo externo durante más de ocho meses.[2]
Petrona y Roque habían sido vecinos en el pueblo de Presto donde habían iniciado una relación amorosa hace más de cinco años, cuando el marido de Petrona —Simón Tadeo Sánchez y Inojosa— estaba de viaje. La pareja huyó a la ciudad de Potosí, donde pasaron más de un mes antes de volver a la provincia de Yamparáez, donde radicaron en la hacienda Canto de Molino, propiedad del amigo de Roque, Francisco de Torres. Durante los siguientes tres años, la pareja llevó una vida tranquila y comenzaron a concebir. A pesar de su aislamiento en la hacienda, el corregidor Manuel Victoriano Pérez de Aragón se enteró de su relación. Impulsado por una denuncia del esposo engañado, en marzo de 1753 Pérez de Aragón envió una comisión a la hacienda, que exigió que Francisco de Torres entregara a Petrona. Mientras la pareja permanecía oculta, su anfitrión insistió que se había mudado a otra parte y que no quería encubrir cualquier pecado
, así mismo les aseguró a los comisionados que denunciaría a los amantes si volviesen.[3]
A pesar de este encuentro cercano con las autoridades, la pareja continuó residiendo en Canto Molino durante dos años más. En 1755, Roque encontró trabajo como cobrador de diezmos para el sacerdote Gabriel de Paniagua y su familia se trasladó a la hacienda del presbítero. Es posible que el cura pensara que la pareja estaba casada, o que no le preocupara tanto su situación matrimonial, aunque resulta irónico que los adúlteros encontraran refugio y trabajo en la propiedad de un presbítero. Hacia junio de 1757 ellos ya habían regresado a Canto Molino, pero la paz que encontraron allá no iba a durar mucho. Un día, empecinado en encontrar a su mujer, el esposo de Petrona apareció inesperadamente en la hacienda, supuestamente para hacer moler una carga de maíz o trigo. Allí se encontró con Roque y lo enfrentó verbalmente. Reportando el incidente al corregidor, el legítimo esposo expresó su temor de que la pareja huyera o, aún más, intentara matarlo. En el escrito que entregó al corregidor incluyó testigos, quienes aseguraron que desde hacía mucho tiempo Roque y Petrona vivían como si fuesen casados
.[4]
Basado en estos testimonios, el corregidor ordenó la captura de la pareja y el embargo de sus bienes. Estando los amantes tras las rejas, el marido de Petrona pidió que Roque fuera enviado a una hacienda a 20 leguas de La Plata. Dicha solicitud fue producto de un arreglo entre los dos hombres, ya que la propiedad perteneció a un amigo de Roque y el marido acordó perdonar a su esposa si la sentencia era ejecutada. Tras haber pasado cinco semanas en la cárcel confesando su culpabilidad y profesando su arrepentimiento, el juzgado lo sentenció a cuatro años de exilio bajo términos casi idénticos a los que pidió el marido. Sin embargo, Simón Tadeo mostró mucho menos compasión para con su esposa, y pidió que fuera enclaustrada a perpetuidad a costo suyo.[5] En parte, el juzgado accedió a su solicitud y sentenció a la mujer a cuatro años de detención en el monasterio de Nuestra Señora de los Remedios de La Plata, que también sirvió como orfelinato para niñas. En diciembre de 1785, después de haber sido confinada en una celda con tres niños, ella pidió su excarcelación al juzgado alegando que su esposo no la sostenía económicamente. Al principio, la corte le concedió la libertad de movimiento dentro de los muros del monasterio. Y luego, le dispensó casa por cárcel para que pudiera trabajar y sostener a sus hijos.[6] Pero ni Petrona ni Roque respetaron las condiciones de su encarcelamiento durante mucho tiempo. En mayo de 1759, el marido se quejó al juzgado de que Roque había aparecido en La Plata y había intentado envenenarlo dos veces. También alegó que Petrona había abusado de los términos de su permiso para dejar el monasterio y que se había reunido con Roque. Después de cuatro meses el procurador aceptó seguir el asunto, pero la familia ya había desaparecido y el caso fue abandonado.[7]
La historia de Petrona y Roque teje en un solo lienzo muchos de los elementos que definían la intimidad de una pareja en la América virreinal, a saber: casamientos mal aconsejados u obligados, esposos ausentes, relaciones ilícitas de larga duración y socialmente aceptadas, procreación de hijos ilegítimos, el papel de las haciendas en ocultar la pareja del escrutinio público, autoridades que encubren dichas relaciones, encarcelación de mujeres en instituciones religiosas, acuerdos negociados con el fin de restaurar el honor perdido, la presión del clero por la reconciliación de la pareja y el temor a que el amante de una esposa infiel asesine a su esposo. La manera en la cual los individuos y las parejas involucradas navegaron estas aguas tormentosas de la intimidad, así como los riesgos que corrieron, revela mucho acerca de ellos como de la sociedad en la cual habitaron. En los Andes, durante la Colonia, tanto la Iglesia católica como la monarquía española trataron de imponer límites estrechamente definidos en la intimidad de la pareja, fundamentados y reforzados por las normas patriarcales, la doctrina católica y, por ende, el poder verdadero. El patriarcado constituyó un tema fundamental en las nociones civiles y eclesiásticas de la moralidad y fueron articulados tanto en normas políticas y sociales como en las relaciones cotidianas de los mercados, plazas, hogares y alcobas de los Andes durante el virreinato. Sin embargo, aunque el patriarcado pretendía abarcar todas las esferas de la vida, no lograba abrazarla en todas sus facetas.[8]
Enfocado en el periodo 1750-1825, este libro emplea casos de estudio para examinar la implementación de las políticas tardías del imperio borbónico referidas al matrimonio y la intimidad, sus impactos en la vida de la gente y cómo fueron resistidas para crear —y romper— lazos íntimos en Charcas virreinal.[9] Dicha región abarcaba el actual Bolivia y regiones de Perú, Chile, Paraguay y Argentina. Las leyes referentes a la intimidad enfatizan los ideales morales, raciales y patriarcales de este periodo, así como la medida en la cual fueron eludidas en el diario vivir. De ello surge la imagen de una sociedad con mucha más flexibilidad moral de la que podría esperarse tomando en cuenta el imperio de la doctrina religiosa y de los edictos reales; una sociedad en la cual abundaban las uniones libres, las mujeres independientes, los hijos ilegítimos y los divorcios de facto. Aunque estas tendencias reflejan en alguna medida las consecuencias de matrimonios obligados, abusivos y abandonados, también resaltan la independencia femenina y su capacidad para escoger cuando se trata de recursos económicos, relaciones y movimiento. Dicha independencia, sin embargo, fue solo una cara de la moneda, pues para lograrla las mujeres a menudo sufrieron en uniones infelices, abuso físico grave, humillación, abandono, reclusión y castigo u ostracismo social.[10]
Los esfuerzos reales destinados a reafirmar el patriarcado en Charcas de la colonia tardía en realidad exacerbaron las tendencias que pretendían revertir. La corona no se limitó a tratar de hacer cumplir las leyes existentes referentes al matrimonio, sino que a partir de la década de 1770 hasta principios de la de 1800 emitió una serie de decretos reales que incrementaron los poderes de los padres de familia y los tutores en cuanto a las opciones matrimoniales de aquellos que estaban bajo su tutela. Dichas políticas generaron muchos juicios por parte de parejas jóvenes que trataron de evadir, desafiar y amortiguar aquellas restricciones. Pero los que acudieron a los tribunales para impedir matrimonios indeseables no solo fueron los padres que conformaban la élite, sino también lo hicieron madres solteras y personas de los estratos más humildes. Entre las consecuencias no deseadas de este incremento del poder paternal en cuanto a la elección de un cónyuge estuvo un aumento en el número de matrimonios clandestinos, fenómeno que resalta el conflicto entre la atracción romántica y una sociedad patriarcal basada en castas. Además, la erosión de la capacidad de escoger en cuanto al matrimonio exacerbó el fenómeno de las uniones abusivas, romances extramatrimoniales, hijos ilegítimos y el abandono del hogar por parte de los esposos, consecuencias que irónicamente las reformas borbónicas buscaban remediar.
Las iniciativas reales destinadas a reforzar el patriarcado y la moralidad incluyeron la aplicación más rigurosa de los edictos que obligaban a los maridos itinerantes a volver con sus esposas. Dichos esfuerzos evidencian el grado de movilidad de la población de Charcas, la fragmentación de las familias y la desavenencia matrimonial que caracterizaron a la sociedad colonial y, al mismo tiempo, revelan un escenario amplio, vital y poco estudiado de independencia femenina. La implementación de dichas leyes referentes a la reunificación de esposos resultó ser tan fragmentaria como muchas de las uniones que buscaron restaurar, un reflejo de la falta de entusiasmo por parte de las autoridades civiles a hacerlas cumplir, y de la poca disposición por parte de los maridos a cumplirlas. Aunque las autoridades a veces emplearon las leyes para poner fin públicamente a las relaciones ilícitas, a menudo su aplicación se debía más a posibles oportunidades de lograr beneficios políticos o económicos o a rivalidades personales, que a un esfuerzo moralizador. Cuando llegaron las órdenes de volver a casa voluntariamente dentro de un plazo fijo o enfrentar un viaje ignominioso como preso, los mercaderes viajantes se vieron obligados a vender sus existencias o tratar de cobrar deudas con descuentos; a veces las uniones informales que habían formado se pusieron en peligro y las personas que se encontraban involucradas en el proceso interminable del divorcio eclesiástico tuvieron que enfrentar la idea desagradable de reunirse con sus cónyuges. Muchos maridos no habían visto a sus esposas en años y los pocos reclamos por parte de las esposas encontrados en los archivos judiciales sugieren que muchas mujeres prefirieron la independencia relativa que les brindaba la separación.
Entre las consecuencias lamentables de las políticas reales y eclesiásticas ideadas para sostener al matrimonio como una institución indisoluble y vitalicia, se encuentra el nivel alto de abusos domésticos y los desafíos, a menudo invencibles, que enfrentaron las mujeres sobre todo para conseguir un divorcio eclesiástico o la anulación de un matrimonio. En la sociedad colonial, la violencia contra la mujer, la esposa o de género no solamente se toleraba sino que se consideraba legal, y como consecuencia encontramos un bajo nivel de constancias de tal abuso en la documentación de la época. No obstante, su prevalencia cotidiana es aterradora, con incidentes de mujeres colgadas y azotadas, mutiladas y aún asesinadas por sus esposos. Una de dichas víctimas, María Estrada, lo relató en los siguientes términos, una cosa son los eventos en sí, la otra la relación de ellos
.[11] Los curas, como política general, trataron de motivar a las parejas a reconciliarse, pero a menudo esto exacerbaba el ciclo de abusos. El fracaso de una tentativa de reconciliación fue, en la práctica, el requisito para la aceptación de una petición de divorcio y su inserción en la agenda del tribunal eclesiástico. Como resultado, muchas mujeres abusadas fueron obligadas por las circunstancias a volver a vivir con un esposo violento, cuya ira contra ellas aumentó a raíz de la pérdida de honor provocada por el abandono del hogar de la esposa. Aun cuando la petición de divorcio fuera aceptada, el trámite resultaba costoso, avanzaba muy lentamente y a menudo implicó la reclusión temporal de la mujer en un monasterio; además, por lo general, no resultó en un fallo definitivo. Dichas peticiones no solamente describen el lado lúgubre de la vida doméstica, sino también revelan las circunstancias mediante las cuales muchas mujeres fueron obligadas a casarse con un hombre a quien escasamente conocían o cuya cara, inclusive, les era desconocida.
Al examinar el cumplimiento de las leyes que gobernaban la intimidad de las parejas y la resistencia a ellas, así como las peleas jurisdiccionales en cuanto a su cumplimiento, el presente trabajo vincula las políticas reales y eclesiásticas con relación al matrimonio directamente con los individuos cuyas vidas fueron impactadas por ellas, y cuyas narrativas personales nos sirven como una ventana hacia el quehacer diario de la sociedad colonial. Los relatos de estas personas constituyen historias de pasión, de la resistencia a las normas convencionales, del amor prohibido, de hijos secuestrados, casamientos clandestinos, discordia familiar, peleas callejeras, terribles abusos físicos y divorcios informales. Las vidas de estas personas se desplegaron en un contexto social más amplio, donde los esclavos y sirvientes a menudo constituyeron los mejores testigos de lo que ocurría tras puertas cerradas, hecho que daba a su testimonio un cariz muy revelador que a veces provocaba una resistencia férrea a sus declaraciones. Los vecinos no solo escucharon relatos de desavenencias matrimoniales, sino que a menudo fueron testigos de las mismas y, a veces, intervenían para poner fin a ellas. Los que buscaron una resolución judicial de sus difíciles circunstancias no fueron solamente los de la élite, sino también la gente común, de diversas etnias y oficios, incluyendo a sastres, chicheros, cantineros, campesinos y aun esclavos afrodescendientes. Sus historias abarcan la Generación de 1780
, en el sentido de que varios de los protagonistas de ellas participaron en, o fueron víctimas de, la Gran Rebelión Indígena de 1780-1782
. Algunos de ellos, tales como fray Matías de la Borda, fueron capturados por los rebeldes indígenas, en tanto que otros, como el presbítero Dionisio Cortés y el corregidor Juan Antonio de Silva y Acuña, fueron asesinados por ellos. Muchos más, tales como Catalina de Miranda, sufrieron la destrucción de sus haciendas como consecuencia de la rebelión.[12]
El concepto del honor fue inexorablemente entrelazado con los de moralidad y patriarcado. Como criterio social infaltable, el honor señalaba el estatus de uno en su comunidad y al mismo tiempo lo que uno esperaba de su colectividad. Así mismo, reflejaba su legitimidad de nacimiento, sus orígenes étnicos, ocupación, integridad personal y comportamiento público.[13] El concepto de honor trascendió al individuo y abrazaba a la familia, ampliando su importancia a todos los niveles de la sociedad. Más allá de la virtud, implicaba ser fiel a su palabra, el concepto de honor dependía también del género. Para el varón se tornaba alrededor del ejercicio del poder, tanto dentro de la familia como en la sociedad, y también se expresaba mediante el poderío sexual. Para las mujeres, el ser honorable dependía de su obediencia al poder patriarcal, de la modestia, la lealtad, la virginidad prematrimonial, la fidelidad durante el matrimonio y la castidad en la viudez. A la mujer honorable y virtuosa se le exigía que fuera recogida
o retraída en su propia casa y que fuera obediente a la autoridad masculina, tanto en el ámbito individual como social. Además, se le exigía que dedicara su tiempo a su familia y a las actividades espirituales, y que no dejara su hogar sin ser acompañada por un varón de la familia o un sirviente. La virginidad fue considerada un bien asociado inexorablemente con el honor individual y familiar, así como a la conservación del patrimonio de la familia. Aunque en abstracto el sexo prematrimonial era condenado como deshonroso, fue una práctica común; cualquier posible pérdida de este honor era atenuada si la pareja estaba formalmente comprometida a casarse. Incluso los hijos ilegítimos podían ser legitimados mediante el casamiento y de esa manera recuperar la honorabilidad. Como alternativa, el varón podría ser obligado a pagar una deuda de virginidad
, consistente en el abono de una dote u otra compensación, y de esa manera restaurar el honor de la mujer.[14]
En la vida cotidiana, el honor y estatus social de un individuo se transmitían mediante títulos nobiliarios o profesionales, la vestimenta, el lugar de preferencia en el cual uno fuera ubicado en actos públicos, las formas con las cuales se hablaba o se refería a otra persona y el derecho legal de portar armas. Tanto para los hombres como para las mujeres, los conceptos de pureza racial
y honor estaban íntimamente ligados, aun cuando el grado de heterogeneidad étnica de la sociedad charqueña hacía que este fuera un concepto fluido, dependiente de la posición y de otros indicadores de honorabilidad.[15] Sin embargo, dentro de este contexto, la persona que tenía ascendencia africana o indígena fue considerada indigna, como lo era el trabajar directamente en el comercio o en actividades manuales, tipo la artesanía o la agricultura. Aunque era posible perder el honor, también era posible restituirlo mediante los duelos con armas, los juicios, las compensaciones financieras, el casamiento entre amantes y las gracias al sacar
; un mecanismo burocrático mediante el cual uno podía cambiar su estatus mediante el pago de una tasa según su raza u origen humilde.[16]
Para cualquier persona, ser acusada de crímenes, infidelidad marital o desviación de la ortodoxia religiosa dañaría su honor individual y el de su familia. Lo propio ocurriría si una mujer se volvía a casar en menos de un año después de enviudar. Entre las clases más humildes —quienes por lo general carecían de pureza racial
, rango político o riqueza, o los tres en combinación— la integridad de la persona y la virtud formaban la médula de la honorabilidad. En tanto corrían los años del siglo XVIII, la idea del honor se centró más en una cuestión de riqueza y honestidad, en lugar de raza y orígenes nobles. Fue precisamente esta tendencia, y la movilidad social que implicaba, la que provocó una serie de edictos reales a partir de 1770 que fortalecieron la autoridad de los padres en cuanto a la selección de un cónyuge. Mediante estas leyes la corona trató de evitar que se erosione el honor familiar con enlaces entre personas socialmente desiguales y con posible mestizaje racial.[17]
La puerta giratoria del recogimiento
El marido de Petrona Leaño, Simón, quería castigar a su esposa, al amante de ella y, al mismo tiempo, restaurar su honor. Su solicitud al juzgado para que Petrona fuera sentenciada a un confinamiento perpetuo era la médula de su estrategia, tal como lo fue también su insistencia en que Roque fuera extrañado de la ciudad de La Plata. Muchas de las mujeres retratadas en este volumen, tal como Petrona, fueron confinadas a una institución religiosa o a una casa particular mientras enfrentaban cargos de comportamiento inmoral, como parte de los trámites de divorcio o conflictos sobre la selección de un cónyuge, o como consecuencia de haber sido víctima del abuso marital o de género.[18] Cuando la reclusión de la mujer se hacía en un monasterio se conocía como recogimiento
, en tanto que depósito
fue el término empleado cuando una mujer era puesta al cuidado de un vecino respetado o de un miembro de su familia. En ambos casos, el objetivo era alejar a la mujer de la sociedad durante un lapso que podría ser de semanas o años.[19] La reclusión podía ser voluntaria o involuntaria, por órdenes de la autoridad civil, quien la solicitaba formalmente al arzobispo. El uso del recogimiento para fines de protección o de castigo nos da un excelente cristal mediante el cual se puede analizar tanto el ejercicio del control social como las medidas protectoras de mujeres empleadas en la sociedad virreinal.
Aunque las mujeres podían ser confinadas a recogimiento en un monasterio, con más frecuencia fueron colocadas en orfelinatos sacros o beaterios, casas de claustro para huérfanas y mujeres piadosas. A raíz del Concilio de Trento (1545-1563) y por lo tanto durante la mayoría del periodo colonial, las comunidades religiosas que funcionaron exclusivamente como monasterios de clausura no sirvieron, por lo general, para recoger a las mujeres acusadas de conducta inmoral, aun cuando las mujeres involucradas en los trámites de un divorcio eclesiástico sí fueron enviadas a recogimiento. Dichos confinamientos a menudo fueron impuestos por solicitud del esposo, quien consideraba que la vida del claustro resultaría en un mayor aislamiento de sus cónyuges de sus familias, además de aumentar su sufrimiento y, por lo tanto, las presiones para que desistiera del divorcio y volviera al hogar.[20] En tanto que algunos recogimientos funcionaron principalmente como cárceles para mujeres, financiados por la corona y administrados por órdenes religiosas, otros, tales como beaterios y orfelinatos, cumplieron un papel más sociorreligioso y albergaron a poblaciones más diversas en cuanto a edad y etnicidad. Por ejemplo, cuando Petrona fue confinada al monasterio de Nuestra Señora de los Remedios encontró —además de las monjas que administraban el claustro— una población diversa que incluía niñas huérfanas preparándose para el noviciado o para casarse, mujeres abusadas con sus hijos que tramitaban el divorcio y otras acusadas, como lo fue ella, de infidelidad o concubinato. El hecho de que muchas mujeres experimentaran el recogimiento religioso en una forma u otra está recalcado por la realidad de que en el año 1700, más del 20% de la población femenina de Lima vivía en algún tipo de institución religiosa, incluyendo un recogimiento creado específicamente para mujeres en trámites de divorcio.[21]
Al estar confinadas en una institución religiosa, las mujeres requerían apoyo económico, junto con un lecho y ropa de cama, para evitar el hambre, las severas incomodidades y la obligación de realizar tareas que las denigraban.[22] Algunas mujeres fueron sostenidas por sus esposos a regañadientes y por sentencia judicial, en tanto que otras recibieron ayuda de sus familiares, vendieron sus joyas u otras pertenencias, sobrevivieron haciendo artesanía o tareas de limpieza. En todo caso, a la mujer se la obligaba a autosostenerse y muchas de ellas, en especial las de la élite, padecieron de penurias que nunca habían experimentado antes.
Tratar de obligar a un hombre a apoyar económicamente a su esposa en reclusión fue muy desafiante, como Petrona rápidamente aprendió, pero al final ella pudo utilizar ese hecho para su ventaja. Tal como otros hombres que enfrentaban un juicio de divorcio, Simón Barrios alegó que, dados los hechos de que su esposa, Manuela Guzmán, había iniciado el trámite, y que no trajo dote alguna al enlace, no tenía obligación de sostenerla.[23] Otros hombres desafiaron órdenes judiciales, como Alejo Ballesteros, a quien se le había instruido a pagar la buena suma de 12 pesos semanales a su esposa, Tomasa Erazu. Ella había decidido pedir el divorcio cuando a Alejo lo encontraron oculto debajo de la cama de su amante, una viuda, durante una ronda nocturna policial en La Plata. En vista de la negativa de Alejo a sostener a su esposa económicamente, el vicario general permitió a Tomasa salir del recogimiento dos veces a la semana a ganar su sustento.[24]
En virtud del requerimiento legal de un marido de sostener económicamente a su esposa durante su reclusión, el esposo gozaba de bastante poder en cuanto al lugar en el cual ella estaría confinada y las personas con quienes podría hacer contacto. Más allá del confinamiento, las dificultades económicas y la incomodidad física que padecían, las mujeres secuestradas estaban sujetas a las presiones de monjas y sacerdotes, quienes —en casos de abuso y divorcio— continuamente las exhortaban a reconciliarse con sus cónyuges. De tal manera que muchas enfrentaron dos opciones dolorosas, la miseria sin fin en el recogimiento o volver a un marido a menudo abusivo y vengativo. Por lo general resultó mucho más fácil ser confinada en un recogimiento que salir de él, pues una vez internadas las mujeres se convirtieron en una fuente de trabajo gratuito o de ingresos para la institución, como suplemento a los provenientes de hipotecas y otras inversiones.[25] En contraste, la mujer puesta en depósito podía vivir una variedad de experiencias, que iban de una vida recluida con los padres de ella o algún otro pariente, hasta ser confinada en una sola habitación en la casa de un desconocido.[26]
Dadas las penurias y la naturaleza a menudo indefinida de la reclusión, muchas mujeres se resistieron a ser confinadas. Como muchas otras de sus contemporáneas, Hilaria Díaz recurrió a su quebrantada salud para intentar salir del recogimiento. Ella solicitó el divorcio en 1764, alegando que su marido fue abusivo y que su padre la había obligado a casarse con él. Después de pasar nueve meses en el monasterio de la Purísima Concepción en La Paz, buscaba su liberación diciendo que había perdido mucho peso y que tenía problemas respiratorios como consecuencia "del frío extremo e incomodidad