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El oasis
Por Mary McCarthy y Vivian Gornick
Acciones del libro
Comenzar a leer- Editorial:
- Editorial Impedimenta SL
- Publicado:
- May 6, 2019
- ISBN:
- 9788417553241
- Formato:
- Libro
Descripción
Así, alternarán "periodos líricos" de paz pastoral con la concepción de ideas alocadas, como crear unos "Estados Unidos de Europa en el exilio", hasta desembocar en un desenlace previsiblemente desastroso.
Más controvertida y ácida que nunca, McCarthy se inspira sin disimulo alguno en sus amantes, amigos y conocidos, grandes personalidades de la cultura estadounidense, para plasmar un irónico y polémico retrato de la esfera intelectual de su época. Una sátira descarnada y certera sobre los sueños y las decepciones de toda una generación.
Acciones del libro
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El oasis
Por Mary McCarthy y Vivian Gornick
Descripción
Así, alternarán "periodos líricos" de paz pastoral con la concepción de ideas alocadas, como crear unos "Estados Unidos de Europa en el exilio", hasta desembocar en un desenlace previsiblemente desastroso.
Más controvertida y ácida que nunca, McCarthy se inspira sin disimulo alguno en sus amantes, amigos y conocidos, grandes personalidades de la cultura estadounidense, para plasmar un irónico y polémico retrato de la esfera intelectual de su época. Una sátira descarnada y certera sobre los sueños y las decepciones de toda una generación.
- Editorial:
- Editorial Impedimenta SL
- Publicado:
- May 6, 2019
- ISBN:
- 9788417553241
- Formato:
- Libro
Acerca del autor
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El oasis - Mary McCarthy
El oasis
Mary McCarthy
Traducción del inglés a cargo de
Raquel Vicedo
Introducción de
Vivian Gornick
Por primera vez en español, y prologada por Vivian Gornick, la controvertida y deliciosa «novela utópica» de Mary McCarthy. Una brillante sátira sobre la vanidad humana..
«Una auténtica delicia. El oasis
es una pequeña obra maestra.»
Hannah Arendt
«Leíamos a Mary McCarthy por lo mismo que otras leían la Biblia: para entender mejor quiénes éramos y cómo íbamos a vivir.»
Vivian Gornick
Introducción
por Vivian Gornick
Cuando mis amigas y yo teníamos veintitantos años, en la década de los cincuenta, leíamos a dos escritoras —Colette y Mary McCarthy—, por lo mismo que otras leían la Biblia: para entender mejor quiénes éramos y cómo íbamos a vivir, considerando las limitaciones que nos imponía nuestra condición. Sus novelas y relatos, en conjunto, constituían nuestro Libro de la Sabiduría.
Nuestra condición, claro está, aludía a que éramos mujeres jóvenes, y el Matrimonio y la Maternidad constituían el territorio en el que se esperaba que librásemos nuestra batalla con la Vida. Como teníamos ambiciones intelectuales, estudiábamos Lengua Inglesa y nuestra relación con la literatura era tremendamente personal; buscábamos en la narrativa cómo sortear las convenciones que se esperaba que siguiéramos durante toda la vida. Se trataba de un tema peliagudo, pues la propia literatura estaba dividida al respecto. Si leíamos a Henry James o a George Eliot y nos imaginábamos que éramos Isabel Archer o Dorothea Brooke, significaba que, aunque una joven inteligente podía rebelarse, su inevitable destino consistía en ser víctima de una vulgar tragedia a manos de un hombre que acabaría por resultar indigno (si leíamos a Thomas Hardy, la tragedia no era tan vulgar). Solo Colette y McCarthy —que nunca formaron parte del programa de ninguna asignatura de literatura de las que hice— incorporaron dos giros gloriosamente escandalosos en esas historias que habíamos crecido pensando que narraban nuestro destino.
Ninguna de estas escritoras trataba el tema del matrimonio o la maternidad en absoluto. Para Colette, el Amor con A mayúscula, tal y como ella se refería a la obsesión erótica, constituía la experiencia definitiva para una mujer. Sentir la Pasión era lo fundamental, incluso —o, tal vez, sobre todo— si eso significaba la pérdida de la respetabilidad burguesa; y si, al final, cuando la belleza y la juventud habían desaparecido, una era humillada por ser incapaz de despertar el deseo del otro, que así fuera. Una había vivido. En este sentido, a nuestros ojos, ningún otro autor o autora con vida comprendía como Colette lo que estaba en juego. Su obra sondaba la mente a una profundidad hasta entonces desconocida. Solo ella podía hacer arte elevado a partir del dilema de una mujer que estaba «atrapada», llevar el Amor hasta las mismas alturas metafóricas que otro novelista podía alcanzar mediante la contemplación de Dios o la Guerra.
Pero Mary McCarthy le hablaba a otro tipo de romance que cobijábamos en nuestro interior, uno que nos llegaba más adentro: el de vernos a nosotras mismas como Nuevas Mujeres, jóvenes trabajadoras independientes que salían al mundo a buscar el tipo de aventura que podría hacernos más fuertes, no más pequeñas, porque nos proporcionaría las armas de la experiencia. En este escenario, el amor sexual era completamente instrumental, y eso también resultaba emocionante, pues alumbraba una realidad que muchas de nosotras estábamos, sin ser conscientes de ello, empezando a habitar: la de los contratiempos inesperados que surgían en el camino a la experiencia. En vez de concentrarse, como hizo Colette, en las permutaciones del éxtasis de alto nivel, McCarthy se concentró en el coste que implicaba liberarse sexualmente: la asombrosa combinación de curiosidad, emoción y consternación inherente al hecho de quitarte la ropa y tumbarte con un extraño que, antes de hacer el amor, era muy tentador y, después, se convertía en el catalizador de eso que te dejaba un mal sabor de boca.
Lo que más valorábamos en McCarthy era la honestidad sin límites con la que exponía la situación. En The Company She Keeps (su primera novela, publicada en 1942), nos regalaba una protagonista femenina en quien podíamos vernos reflejadas tal y como éramos, justo allí y entonces. Quién de nosotras, en la década de los cincuenta, no se identificó con la descarada Meg Sargent, una joven que no tiene pelos en la lengua cuando conoce al Hombre de la Camisa de Brooks Brothers en un tren que viaja en dirección oeste y que después, a la mañana siguiente, se arrastra por el suelo del coche cama, tratando desesperadamente de encontrar su otra media antes de que él se despierte y la obligue a enfrentarse a las humillantes complicaciones que supone el sexo sin compromiso. La escena resultaba tan real que las lectoras como mis amigas y como yo no podíamos evitar sentirnos redimidas tanto por su extraordinaria verosimilitud como por la sobrecogedora brillantez de la afilada prosa, teñida no de drama o realismo social, sino de una ironía deslumbrante.
En la escritura de McCarthy, era la ironía lo que destacaba sobre todo lo demás; su prosa estaba cargada de un sarcasmo del que nadie —ni siquiera la protagonista— quedaba a salvo. Especialmente, los hombres. ¡Cómo ridiculizaba McCarthy a sus hombres! No eran unos granujas, solo eran ridículos. El hecho de verlos retratados así, bañados en desprecio, hacía que nos sintiéramos ensalzadas. Todavía pasarían veinte años antes de que las jóvenes que leíamos en la década de los cincuenta entendiéramos por qué aquellas primeras historias de McCarthy nos habían calado tan adentro. Su mirada fría e implacable sobre las relaciones románticas entre hombres y mujeres pronto sería la nuestra, pues una tras otra habíamos terminado nuestros estudios en la universidad y habíamos entrado en un mundo igual de machista que el suyo, y muchas de nosotras solo ahora —en la década de los setenta— éramos capaces de ver que la necesidad implacable de McCarthy de ridiculizar a sus personajes era un mecanismo de defensa comparable al abandono de Clarissa Dalloway del lecho conyugal.
Mary McCarthy nació en 1912 en Seattle, y era la mayor de una familia de cuatro hijos. Cuando tenía seis años, sus padres murieron con unos pocos días de diferencia, debido a la epidemia de gripe de 1918 que acabó con la vida de casi cincuenta millones de personas en todo el mundo. Los niños fueron adoptados por sus abuelos paternos y durante algunos años vivieron en el Medio Oeste en condiciones que más tarde Mary describiría, en Memorias de una joven católica, como dickensianas: atroces para la mente, el cuerpo y el espíritu.
Cuando alcanzó la adolescencia, Mary fue rescatada por sus abuelos maternos y volvió a Seattle y, a partir de entonces, vivió en un ambiente de opulencia y bondad que, no obstante, apenas pudo mitigar la falta de amor de aquellos crueles años en el Medio Oeste. Para cuando ingresó en Vassar, ya era la persona completamente formada que sería durante el resto de su vida: hermosa y brillante, dotada de una mirada desprovista de sensiblería, de una mente increíblemente despierta y de una lengua temida por todos los que habían sido objeto de su portentoso sarcasmo, un sarcasmo que para algunos siempre sería maliciosamente divertido y para otros, simplemente malicioso. Se casó en cuanto terminó la carrera en 1933, vino a vivir a Nueva York, se divorció muy pronto, alquiló un diminuto apartamento en Greenwich Village y empezó a vivir su vida.
McCarthy y su marido (un hombre del teatro) habían trabado amistad con James T. Farrell, por aquel entonces un célebre novelista de izquierdas, y, tras su divorcio en 1936, ella a menudo pasaba los domingos en las reuniones que se organizaban en casa de Farrell. Allí conoció a muchas personas interesantes, entró en contacto con gente del mundillo editorial y enseguida empezó a reseñar libros. En menos de un año, su presencia elegante, atractiva y terriblemente despierta era reclamada en todas las fiestas literarias de izquierdas, donde, como nos cuenta su biógrafa Carol Brightman, le presentaban a «anfitriones progresistas y anfitrionas modernas», en actos donde las voces se elevaban «en animada controversia a raíz de la última obra de teatro, la última huelga, los últimos juicios de Moscú o la última exposición abstracta en el Museo de Arte Moderno».
Fue en el curso de estas fiestas donde conoció a los hombres (Philip Rahv y William Phillips, principalmente) que, en 1937, decidieron rescatar la desaparecida revista Partisan Review, que en otro tiempo había sido el brazo literario del Partido Comunista. Estos hombres eran marxistas antiestalinistas enamorados del modernismo y estaban empeñados en desafiar la concepción primitiva que el Partido Comunista tenía de la literatura como herramienta para crear polémica; amaban a Trotsky porque había dicho que como mejor podía ayudar el arte a la revolución era siendo fiel a sí mismo más que a la corrección política, y con esto se refería al realismo social que dominaba la narrativa de los años treinta.
Como habían oído a McCarthy denunciar el estalinismo en alguna que otra fiesta, la invitaron a unirse al equipo de la Partisan Review como crítica teatral. Por suerte, dio enseguida con su feroz y fresca voz narrativa, y su carrera de escritora que no se anda con rodeos despegó. De Maxwell Anderson, un popular dramaturgo de izquierdas de la época, no dudó en decir: «Ha vuelto a inspirarse en un tema elevado y la mediocridad de su talento ha vuelto a reducir ese tema a algo banal». Y, cuando todos recibieron el Llega el hombre de hielo de Eugene O’Neill como una creación extraordinaria, ella reprendió al autor por su sentimentalismo al valerse de un puñado de borrachos que (con el único fin de transmitir el mensaje del dramaturgo) se volvían más elocuentes conforme avanzaba la obra, cuando todos sabían que el alcohol desdibujaba la personalidad, no la definía.
«Desde el principio —nos dice Carol Brightman—, la Partisan Review se vio envuelta en el tipo de controversia que le aceleraba el pulso a Mary McCarthy.» Adoraba a la gente de la revista, no por quiénes eran, sino porque, según dijo ella misma, formaban «una élite autoproclamada a la que no había que valorar por su cercanía al dinero o a las instituciones, incluidas las comunistas, sino por su papel como precursores del cambio cultural». En esencia, esto significaba debate infinito, teorización infinita, análisis infinito. La misma McCarthy, en realidad, nunca se posicionó en ninguno de los temas que debatían. Nunca fue una marxista rigurosa, ni tampoco una modernista, aunque sí representó rigurosamente su papel de niña provocadora que desde el fondo de la sala grita que el emperador está desnudo, la que siempre señalaba lo incoherente y espurio de cualquier polémica creada por todos aquellos intelectuales, principalmente judíos, que se tomaban a sí mismos demasiado en serio.
A uno de ellos, sin embargo, sí lo adoró por ser quien era: Philip Rahv. Figura central de este pequeño e influyente hervidero de superioridad intelectual, Rahv tenía una opinión radicalmente inflexible de lo que constituía lo real, tanto en literatura como en política. La pasión que irradiaban sus opiniones era lo que lo colocaba en la posición del más temido, y en consecuencia el más respetado, por todos —tanto editores como escritores— los que lo conocían personalmente. Tal y como dijo Elizabeth Hardwick de él en su funeral, el rasgo más prominente de su carácter era «su desprecio por […] la tendencia a exagerar los éxitos culturales fugaces y de ámbito local. Reducir las manifestaciones de ínfimo gusto y los pequeños éxitos que pasan por obras maestras […] era una cruzada de la que algunas almas menos rectas probablemente se habrían cansado. Pero él no se avergonzaba de su enorme negativismo
y nunca dejó de criticar con severidad […] a los que se plegaban indignamente», no para reafirmar su autoridad, sino en aras «del honor y la integridad de la historia».
Como todos los demás en la Partisan Review, Mary se sentía profundamente intimidada por la confianza que Rahv tenía en su propio intelecto; así que la única forma de equilibrar la balanza era acostarse con él. Inesperadamente, los dos se enamoraron y vivieron juntos en pareja para consternación de muchos de sus mojigatos camaradas, que, en realidad, tenían
Reseñas
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Lo que la gente piensa acerca de El oasis
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