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Sabrás perdonarme (Sabrás perdonarme 1)
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Sabrás perdonarme (Sabrás perdonarme 1)

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About this ebook

SINOPSIS:

Es la medianoche de un miércoles, faltan dos semanas para la Navidad, cuando Ana recibe una llamada de su jefe, el señor Pere i Calabuig, para comunicarle que cuenta con quince días de vacaciones. Después de colgar el teléfono, se dirige al despacho y se acomoda frente al ordenador que, al parecer, Oliver ha olvidado encendido. No sin cierto asombro —puesto que él dice aborrecer ese programa de sucesos paranormales—, le da al «volver a reproducir» de la pantalla. En esta ocasión, el presentador habla de un bosque, de un lugar poblado de leyendas..., de un parque: El Parque de los Monstruos, en Bomarzo. Acaba el programa y, embriagada por la incipiente idea de visitar el lugar, busca vuelos con destino a Roma.
Ya en tierras italianas, desde que reciba un impensable email con remitente desconocido y un mensaje de su pareja en el que le confiesa que está con otra, se verá inmersa en un peligroso juego del que quizá también él forma parte. Lo que iban a ser días de descanso, se tornan un escenario plagado de redes ocultas y nombres en el que deberá estar atenta a cada una de las señales que irrumpan su camino; todo converge en una única y desalmada pista: su vida corre peligro.
La presencia de dos hombres, cuando todo no haya hecho más que empezar, será el ingrediente clave para que Ana, sola en la ciudad, crea enloquecer. Fausto, un caballero misterioso que afirma saber mucho de ella, le revelará un gran secreto. Por su lado, los servicios de inteligencia italianos trabajan en un caso que les acercará a ella.
Leer mentes ajenas y ver el futuro en sueños. Arriesgar la propia vida por permanecer junto a la persona que ha nacido para ti. Una historia de vidas paralelas donde nada es lo que parece.

OPINIONES:

La confirmación de una gran autora

Leí Sabrás perdonarme (...) Atrapa como pocos, y creo que ese libro, aunque inicial, demuestra un saber digno de pocos autores ya consagrados (reseña completa en la ficha de El juego de los videntes).

Javier Castillo, autor de los best sellers El día que se perdió la cordura y El día que se perdió el amor.

Una historia impactante

(...) impecablemente narrada, con un vocabulario sublime, todo lujo de detalles en cuanto a ambientaciones, y en donde los personajes principales son llevados al límite (reseña completa en la ficha).
Felicidades a la autora por esta brillante obra.

Sandra Estévez Calvar, autora indie superventas, con ocho novelas publicadas.

Google Play Libros:

(...) no puedes dejar de leerla hasta saber cómo acaba. La recomiendo 100%. Ana León.

Excelente libro, no podía dejar de leer. Karla Pérez.

Sin duda jamás olvidaré este libro. Sonia Martínez Pastor.

Me encantó. Al principio pensé que solo sería un libro más, pero logro cautivarme. Lo recomiendo. hlav74.

Estupendo!! Se ha vuelto de mis favoritos. Karen VZ.

Precioso, un libro increíble. Me ha gustado mucho. Miriam Pérez Peñalver.

Maravilloso. Excelente libro. Valeska Rocha.

Excelente novela. Sergio Gonzalves.

Muy bueno, léanlo. Julio Gutiérrez.

Perfecto. Roxania Soto.

ACERCA DE LA OBRA DE MÍRIAM M. RAMÍREZ:

Sabrás perdonarme es la primera novela de Míriam M. (1981), un thriller psicológico con tintes de novela negra y realismo mágico, que autopublicó por primera vez en Amazon en 2014. De igual forma, a mediados de 2015 publica El juego de los videntes, continuación de Sabrás perdonarme, si bien por diferencias narrativas, tales como el narrador empleado y el desarrollo de ambos argumentos, finalmente decide enfocarlas como historias de trama independiente y autoconclusivas. Su última novela lleva por título El psiquiatra de sueños lúcidos (secuela de El juego de los videntes) cuya primera publicación data de enero de 2017.

LanguageEspañol
Release dateMar 7, 2019
ISBN9780463487860
Sabrás perdonarme (Sabrás perdonarme 1)
Author

Míriam M. Ramírez

Me inicié en el mundo de la escritura a muy temprana edad, con las poesías y los cuentos, algunos con motivo de certámenes escolares, pero no fue hasta cumplidos los 27 años cuando comencé mi primera novela, Sabrás perdonarme, un thriller psicológico con tintes de novela negra y sobrenatural, que autopubliqué en Amazon en 2014 —entre cinco y seis años después—. De igual forma, a mediados de 2015, publico El juego de los videntes, continuación de Sabrás perdonarme, si bien por diferencias narrativas lo suficientemente significativas, tales como el narrador empleado y el desarrollo de ambos argumentos, al final decidí enfocarlas como historias de trama independiente, siendo, además, autoconclusivas. Mi tercera novela lleva por título El psiquiatra de sueños lúcidos (secuela de El juego de los videntes), autopublicada asimismo en Amazon en enero de 2017. Mi cuarta novela es Supongo que sí la maté, una thriller psicológico con tintes de realismo mágico que he publicado en enero de 2022. También tengo en mi haber una colección de poemas, relatos y microcuentos que he recogido en una antología titulada: Vivir Bukowski y morir Neruda.Todas mis novelas están disponibles en Amazon, Google Play Libros, Rakuten Kobo, iBooks y en todas las librerías asociadas con Smashwords.Otros trabajos literarios en los que he colaborado:Antología Benéfica Historias del dragón con el microcuento Tsunami tras ser seleccionado mediante fallo del jurado (Varios autores. Historias del dragón. Editorial Kelonia, 2012).II Concurso La microbiblioteca, de la biblioteca Esteve Paluzie (Barberà del Vallès, 2013), con el microcuento El sí quiero seleccionado mediante fallo del jurado.Antología de Poesía Hispanoamericana Contemporánea Y lo demás es silencio Vol. III del Grupo Chiado Editorial con el poema Si es que no valoras nada (o yo me cierro en banda) seleccionado mediante fallo del jurado (2019).Els contes dels contacontes II (Los cuentos de los cuentacuentos II), evento cultural patrocinado por el ayuntamiento de Cerdanyola del Vallès (Bcn) de la mano de la asociación cultural La constància: Factoria cultural en cuyo evento y libro participé con el relato De la fantasía empírica y las sospechas sin fundamentar.Inicié estudios de Antropología Social y Cultural en la UAB (Universidad Autónoma de Barcelona), que aplacé en segundo curso por motivos laborales, formándome en Atención Sociosanitaria y en Auxiliar de Enfermería tiempo después, ámbito donde he desempeñado mi actividad laboral durante los últimos diez años (2018). En la actualidad, resido en un pueblo a pocos kilómetros de Barcelona, mi ciudad natal.Recibe un saludo afectuoso.

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    Sabrás perdonarme (Sabrás perdonarme 1) - Míriam M. Ramírez

    PREFACIO

    PLUMA para CAP

    De haber sabido lo que estaba por llegar, tal vez todo habría cambiado mucho antes. Él, el viaje, los sueños. Ahora, cuando pienso en ello, reparo en lo joven que era entonces: caprichosa, inestable, rebelde. Sin embargo, descifré mis pasos con gran certeza, una certeza que siempre sobreviene tras un presentimiento, una intuición, un intrincado proceso de nuestra psique, a la par que espontáneo, cuya razón de ser forma parte del tan misterioso subconsciente.

    ¿Leer mentes ajenas, adelantarse al futuro o recibir señales mediante sueños? Se trataba de un asunto demasiado inverosímil, casi una cuestión de fe. Aun así, aposté.

    «Han sido tantos los acontecimientos sucedidos en este último año que, a veces creo estar dormida y que él no pudo hacer nada para remediar mi muerte.

    Una sola decisión puede marcar nuestra vida; esa decisión existe para todos.»

    EL PRINCIPIO

    Ana cuenta su historia

    PLUMA para CAP

    Sonó el despertador y, aunque de buena gana hubiera permanecido en la cama, siempre he sido lo bastante responsable, de modo que me levanté, me aseé y me vestí con las prisas de siempre. El caso es que para entonces disfrutaba con mi trabajo, pero aun y con todo madrugar continuaba siendo un fastidio. Pocos minutos después cerraba tras de mí el robusto portalón de la Bonanova, una ingente casa –a la par que majestuosa–, propiedad de mis suegros, donde me mudara junto con mi pareja dos meses atrás.

    Aquella mañana me encontraba más agitada que de costumbre. El descanso de la noche había resultado escaso, a suma de un mal sueño debido al cual no cesaba de elucubrar acerca de ciertas dudas que me acechaban desde hacía días. Fue entonces cuando, mientras esperaba el tranvía en dirección a la Librería Calabuig, resolví telefonear a Lucía sin más criterio que confiar en consejos que devuelven mi calma. A los tres tonos, retando a una ciencia en crisis empírica, descolgó el teléfono de su oficina esperando oír mi voz, tal como pude comprobar fracciones de segundo más tarde.

    –Buenos días, hija, no has dormido bien, ¿verdad? –sentenció, sin darme tiempo siquiera a saludar. A todas luces sabía que era yo, y no porque figurase mi nombre en una pantalla digital inexistente, sino porque se establece cierta conexión intuitiva entre una madre y su hija.

    –Mamá, ¿por qué decidiste tenerme? –solté a bocajarro, a lo que permaneció en silencio unos segundos. Tras un pequeño suspiro que se cuidó de disimular, pareció recobrar la voz con mayor vitalidad que antes.

    –Para serte sincera, antes de que tú nacieras me daba pánico la sola idea de ser madre. Pero cuando supe que estaba embarazada, que había un ser que crecía dentro de mí… Es difícil explicarlo con palabras, Ana. Tú y tu hermano llegasteis de rebote, pero ahora sois lo más grande que tengo, ya lo sabes.

    –Ajá. Ya. Vale, mamá, hablamos en otro momento, ¿sí? Te quiero –concluí, al tiempo que escogía asiento en el tranvía.

    Por aquel entonces me costaba en exceso tomar decisiones sin ayuda de nadie y, después de la escueta e infructuosa conversación, lo único que se me ocurrió fue escribir. Quizá surtía efecto, acaso tales páginas lograran sofocar mis miedos y lapidarlos al fin. Tomé asiento junto a la ventana, extraje un bloc del interior de la mochila y, esquivando el vaivén en cada curva, me dispuse a redactar la batalla que se libraba en mi interior.

    *

    Un año y medio después, en noviembre de dos mil ocho, e ignorando que mi vida estaba a un paso de dar un giro de ciento ochenta grados, salía de la librería Calabuig tras cumplir con mi jornada laboral. Eran las dos del mediodía y había quedado a la tres en el Cafè de l’Òpera para verme con Claudia. Así pues, con intención de hacer tiempo, me acerqué hasta la calle Pelayo a fin de otear escaparates de tiendas de moda a las que rara vez entraba.

    En tanto permanecía ensimismada en mis pensamientos, cual si nada de cuanto sucedía a mi alrededor fuese conmigo, me vi reflejada en uno de los escaparates, y lo que vi me resultó aburrido, monótono, un autómata carente de vida que intentaba hacerse hueco entre el gentío que atestaba las calles. Mi larga y oscura melena lisa de siempre, la misma mirada perdida, apocada, con aire melancólico. La misma boca de siempre, pequeña, sin maquillar y sin otro movimiento que el de una desganada y perezosa línea recta. La misma ropa, las mismas bambas, todo era lo mismo de siempre. Y sin más, a sólo veinte minutos de encontrarme con mi amiga, reparé en que tenía un mal día. De súbito, cuanto me rodeaba se hallaba sumido en un insondable túnel negro, una suerte de laberinto que me impedía vislumbrar la salida por grande que ésta fuera. Fue entonces cuando, llevada por un impulso irracional, atravesé la enorme entrada principal, de una tienda de ropa cualquiera, y malgasté lo que no había gastado en meses. «Perdona, Claudia, me he entretenido. Tardo diez minutos», le aclaré, mientras esperaba en la cola de tan anodino momento.

    Cuando llegué a casa, entrada la noche, me dediqué a cortar el total de etiquetas de cada una de las prendas de ropa sin ni siquiera habérmela probado antes, vetando así la única posibilidad al predecible arrepentimiento. Acto seguido, mi pareja, Oliver, que permanecía tendido en la cama mientras presenciaba con asombro mi espectáculo textil, soltó la pregunta y coletilla de rigor: «Ana, ¿qué te pasa? Te noto rara». A lo que yo, una vez más, después de veinte nadas, terminé por contestarle que tenía un mal día, que no sabía qué hacer con mi vida y que a lo mejor deberíamos darnos un tiempo a fin de comprobar si nos echábamos de menos. Un tiempo, por otro lado, que ya nos habíamos dado en otras tantas ocasiones. Tragicomedia tal era recibida por el mismo novio al que hacía tan sólo unas horas había asegurado: «Hoy he amanecido extremadamente positiva e intuyo que haré grandes cosas en la vida». Y que él, el novio que ahora me escuchaba absorto, era el gran amor de mi vida. Claro que después de tres años de relación estaba harto acostumbrado a mis repentinos cambios de humor, aunque dicha particularidad no le ayudase a aceptar el porqué de los mismos.

    La siguiente pregunta era de esperar: «¿Y qué te ha pasado si puede saberse?». A lo que le respondí un sinfín de motivos acerca del sentido de la vida, la metafísica, sobre lo absorbida que me tenían el trabajo y los estudios, sobre el caos que gobierna la humanidad. Pero ni en última instancia se me ocurrió afirmar, ni a él ni a mí misma, que me había dejado llevar por un repentino ataque de consumismo, y puesto que me había deshecho de todas las etiquetas, de todas las prendas de ropa, sin siquiera habérmela probado antes, el lugar para los arrepentimientos se reducía a cero, así, tal cual, sin mayor trascendentalismo. 

    Única autora de semejante teatro irracional, donde las emociones terminan venciendo a la protagonista, sucumbía a las delicias de todas mis inmaduras e insustanciales confusiones. Un autoengaño que extrapolaba a otras facetas de mi vida —por no decir todas—, convirtiendo así el día a día en una categórica confusión sin salida.

    Lucía, mi madre, siempre ha sostenido que necesito crearme problemas insignificantes porque me niego a ver lo que realmente falla en mi vida. Y que tengo que tranquilizarme, que la vida es más sencilla de lo que parece, que soy yo quien se empeña en complicarla. Por aquel entonces creo que tenía razón. No obstante, a mí parecían gustarme tales estados nerviosos. Me consideraba una persona de inestables emociones, cuyo fin no debía ser sino una variable de distintos pormenores a sondear en mi intrincada carrera hacia la maduración tardía (maduración tardía que yo misma me negaba a aceptar); pues de sucederse cualquier nimiedad dentro un inquebrantable orden, un aburrimiento e incredulidad repentinos se apoderaban de mí. Era entonces cuando, a fin de superar dicho aburrimiento, daba rienda suelta a una serie de consecuencias erróneas en las que «hundirme en un pozo de agua para luego intentar salir» podía resultar tanto más beneficioso que, «que no pasara nada, ni bueno ni malo».

    Sin ningún género de dudas, mi peor enemigo en aquella época era yo, yo y mi diálogo interno, mi diálogo interno y yo. Ese diálogo interno, junto con mi alto grado de imaginación, me hacía llevar cualquier situación, por simple que ésta fuera, a un cuadro clínico de análisis en el que, cada una de las cientos de hipótesis que atesoraba en mi enmarañada mente, podía significar la respuesta a un portentoso enigma universal.

    Tenía entonces treinta años de edad, y cursaba el último semestre de Antropología tras haberme diplomado en Magisterio. De llegar mis propósitos a buen puerto, ese mismo año finalizaría mis estudios. Nos habíamos mudado hacía pocos meses a una casa de campo en Caldes de Montbuí, municipio conocido por sus termas romanas, y situado a unos cuarenta kilómetros de Barcelona. La llegada a tan idílico hogar resultó salir a pedir de boca. Nos apasionaba la idea de vivir rodeados de naturaleza, con varios animales a los que ofrecer el calor de una recién estrenada familia. Y lo cierto es que poco a poco el sueño fue tornándose realidad, si bien se dilató mucho menos de lo previsto. De primera opción, adoptamos a un perro macho y, a los pocos días, a una hembra. Al mes, llegaron los dos gatos. Sus nombres, respectivamente: Marte y Lilith, Miky y Burbuja.

    Se habían cumplido cuatro meses de la mudanza, en diciembre de dos mil ocho, cuando mi jefe me sorprendía con dos semanas de vacaciones. Su hija les había regalado un viaje a Praga a gastos pagados a él y a su esposa, y al tratarse de un negocio familiar que funcionaba bien decidieron beneficiarse de tan merecido descanso.

    Fue entonces cuando empezó todo.

    CAPÍTULO I

    Iván. Un programa en el ordenador

    PLUMA para CAP

    Una ciudad, cientos de miles de personas, dos desconocidos. A pocos metros, Ana se despide de Claudia y accede al metro en plaza Urquinaona. Por su lado, Iván se dirige a casa en tanto celebra que la maniobra ha salido según lo previsto. Minutos más tarde, él, en calle Aragón, abre la puerta de su apartamento y entra. Ella, en la Sagrera, espera el autobús destino Caldes de Montbuí con rostro pensativo.

    Sin conocerse, están a pocos días de cruzarse en otra ciudad. Iván, feliz, Ana, caótica, pero en ocasiones el final no es sino el comienzo de nuevas glorias.

    *

    Iván también afirma aquello de «Yo no veo la televisión». Al llegar a casa, tras una dura jornada de trabajo, se tumba en el sofá del comedor y se fuma un cigarro, en tanto rememora cada secuencia de vital importancia ocurrida a lo largo del día. Una vez consumido, en un cenicero que se niega a vaciar hasta que disponga de espacio suficiente, se dirige a su cuarto y se viste con el pijama. Ataviado ya con ropa más cómoda, entra a su despacho. Toma asiento en la silla giratoria color verde manzana con asiento reclinable, y enciende el ordenador para buscar algún artículo de interés que cultive su mente. Pasados escasos minutos, mientras se da impulso de derecha a izquierda a fin de dar con la postura más cómoda, entiende que no está receptivo a nada de cuanto lee, y desiste en su intento de rendir culto a la inteligencia. Acto seguido, regresa a google y busca un pasatiempo de mayor amenidad que le ayude a conciliar el sueño. «Monólogos en castellano online», escribe.

    Su jefe le ha dispuesto un apartamento en el corazón de Barcelona, en el Eixample Dret, al que se mudara hace tres semanas para cerrar el caso del que forma parte. Largos años combinando estudios y trabajo le han restado tiempo para preocuparse por asuntos del corazón, motivo por el que afirma no tener novia. Pero ese capricho del destino, en que en condiciones inverosímiles aparece alguien para retar en pulso al deseo, está a pocos días de llamar a su puerta.

    Tras escasos minutos de búsqueda, se decide por uno con subtítulos en español con el propósito de practicar el idioma. El humorista dice ser un nuevo fichaje.

    «(…) somos lo que comemos, somos lo que pensamos. ¿En qué quedamos? ¿Alguien sería tan amable de decirme quién soy yo? Por si acaso, mucho cuidado con lo que piensan, porque a veces puede serles concedido.

    Recuerdo a mi madre: No sabes más que decir payasadas, Federico. Como no te espabiles te veo haciendo el tonto en la puerta de un circo para poder comer. Aquella frase me llegó tan hondo que le di forma hasta moldearla a mi manera. Y es que nuestra mente es poderosa, amigos, sino piensen en cuántas palabras terminan en mente. ¿Casualidad? Probablemente. Buenas noches.

    Termina el monólogo e Iván se va a dormir. El gran día está cerca, el encuentro inesperado, también.

    *

    Paralelamente, en una casa de campo de Caldes de Montbuí, el sonido del teléfono retumba a lo ancho y largo de las cuatro paredes; a su vez, un cuervo negro se posa en el alféizar exterior de una de las ventanas. Su jefe, el señor Pere i Calabuig, al otro lado del aparato. Debe de tratarse de un asunto poco menos que trascendental para llamarle a esas horas. Disipando cualquier nefasta noticia, segundos más tarde éste le comunica que cuenta con quince días de vacaciones dado que cierran la librería un par de semanas.

    –Así que aprovecha estos días, querida. Ni qué decir tiene que te los mereces de buen grado. Disfruta tanto como puedas y nos vemos a la vuelta, que ya será Navidad.

    –Lo mismo digo, señor Pere. Les deseo un muy feliz viaje.

    Oliver, por su parte, que trabaja como transportista en una empresa de plásticos próxima a Caldes, se encuentra en plena campaña navideña con más pedidos que el resto de meses, motivo por el que le resulta imposible pedir fiesta.

    –Estas vacaciones me cogen de improviso. Creo que aprovecharé para estar en casa con los animales y descansar. 

    –Pues claro, ¡¿qué vas a hacer si no?! –espeta él–. Además, todavía no han terminado las clases. ¿Y los exámenes? –continúa cuestionándole, entretanto se dirige a la cocina a por un vaso de agua.

    –Ayer hicimos los últimos. Únicamente faltan las notas y entregar un trabajo de Historia… –resuelve ella pensativa, pero el titubeo de su voz no hace otra cosa que delatarle. Oliver, que la conoce demasiado, y ya de nuevo en el salón, opta por la directa.

    –No estarás pensando en irte tú sola a ningún sitio, ¿verdad?

    –¡Pero qué dices! ¿Adónde voy a ir? Me quedaré en casa. Mis amigas trabajan, tú trabajas, ¡todos trabajan estos días!

    Tan pronto termina la conversación, Oliver deshace el camino hasta la cama y vuelve a tumbarse, el día amanece temprano para él. En cambio Ana no tiene sueño, y para su suerte él está más cansado que de costumbre, de lo contrario habría reclamado su presencia a fin de satisfacer sus deseos más primarios. Hecho el amor, aun sin ella tener ganas, se habría concluido la velada sin acontecerse lo que ciertamente sucedió luego.

    ***

    Aterriza en Roma con poco equipaje. Entre las lecciones que ha aprendido en sus escasos vuelos, la de llevar únicamente lo necesario. En primer lugar, con el fin de evitar atestar la maleta de ropa que luego nunca utiliza; en segundo, porque detesta facturar el equipaje para que casualmente el suyo sea siempre el último en la cinta transportadora, con el consiguiente tiempo de espera que ello supone.

    Dejando atrás el aeropuerto, se dirige a la estación de metro a fin de arribar al albergue, desprenderse de la mochila y organizar la estancia. Situado a ocho paradas del centro, cuenta con una buena relación calidad-precio. El metro de Roma se compone de dos únicas líneas, la A y la B, que cruzan la metrópolis en forma de aspa, así lo indica el mapa que luce en la entrada del subterráneo. Busca su parada, La Reppública, ha de hacer trasbordo. Ya en el apeadero, mientras espera los dos minutos que descuenta el marcador electrónico, extrae de su mochila la guía de conversación que ha adquirido en el Prat anticipándose así a cualquier tropiezo lingüístico (aunque más bien le sirve de distracción y para ojear algunas fotos, pues la diferencia de idioma no le supone demasiado reto: hablado de manera lenta, el italiano es un idioma que un hispano puede, sino hablar, descifrar con gran acierto). De pronto una sensación de euforia recorre su cuerpo, se halla en Roma, sola, habiéndose enfrentado a los chantajes de su novio, si bien su cabeza continúa en Barcelona.

    Con ayuda del mapa y distintas anotaciones que tomase de internet, aterriza en el albergue sin grandes problemas, apenas dos calles lo separan de la boca del Metro. Resulta acogedor desde afuera. En el jardín delantero se alzan una decena de árboles, varios bancos de madera a un extremo, un aparcamiento para bicicletas y un cuarto indicado con la señal de lavandería; y contiguo a éste, el edificio principal, que está dispuesto en una única planta.

    Una vez dentro, comprueba que es menos espacioso de lo que parecía en las imágenes de la web. Cinco habitaciones, la sala tipo comedor y otra pequeña terraza interior, aun así, le acompaña cierto aire familiar. Una pareja en la sala de ordenadores y otros dos jóvenes que almuerzan en la mesa central son los únicos viajantes que hacen uso de las zonas comunes en ese momento. Hecha la ojeada, aguarda en el mostrador a que el recepcionista cuelgue el teléfono, en tanto que éste no cesa de escrutarla con la mirada, sin mediar palabra con ella. Transcurridos unos minutos, que a Ana se le antojan en exceso largos, le indica cuál es su cuarto con un gesto de cabeza y sin despegarse el aparato de la oreja. «Vaya recibimiento», se dice azorada, a la vez que disimula su asombro con una mueca de sonrisa. Diligente, prende la mochila, que ha dejado apoyada en el mostrador, y entra.

    Ordenadas junto a la pared, siete literas con taquilla enfrente y un aseo compartido conforman su interior. Dos literas, situadas en la esquina y pared opuesta a la puerta de entrada, son la únicas que parecen estar ocupadas: tres jóvenes, de unos veintitantos años de edad, se encuentran sentadas en una de las bajeras conversando de forma animada. Hasta que Ana cruza la puerta. Entonces dirigen apresuradas sus miradas hacia ella y enmudecen de inmediato.

    –Hola. Vengo de Caldes, Barcelona –acierta a decir y, con el comentario, cree advertir un casi inaudible: «Perfecto, se terminó la intimidad».

    –¡Qué casualidad, nosotras de Granollers! –contesta la que parece más amable. En cambio las otras dos mantienen sus miradas en ella, desafiantes, y sin articular palabra–. Qué pequeño es el mundo, ¿verdad? –continúa, a lo que Ana dibuja una abúlica sonrisa.

    –Nos vamos, chicas, se hace tarde –interviene otra poniéndose en pie. Y la orden se sucede con la sumisión de sus dos compañeras, incluyendo la que semeja más amable, quien ahora compone un gesto cabizbajo, y se despide con un adiós insonoro al tiempo que mira a Ana de soslayo.

    Después del recibimiento, se decide por una litera lo suficientemente apartada de la de ellas y, atribulada, toma asiento en la cama de abajo. La descortesía de sus tres compañeras de habitación, la indiferencia del joven de recepción, y la soledad que impera a lo ancho y largo de tan desangeladas paredes, hacen que un sentimiento de culpa la suma en el desconcierto. Oliver no la ha apoyado en su decisión de viajar, y, ahora, lejos de su tierra, la acuciante soledad invita al arrepentimiento. Sin más calor que el de su mochila y un saco de dormir que continúa en el interior, accede al menú de últimas llamadas para decirle cuánto lo echa de menos.

    ***

    Cuando Oliver se va a dormir, se tumba en el sofá del salón, al cabo, Miky busca espacio en su regazo para que lo acaricie. Va a encender el televisor, pero la falta de afición la echa para atrás. Tan solo un programa de sucesos paranormales que pasan los domingos en una cadena local resulta de su completo interés. Llaman su atención esas historias de casas encantadas, personas que mueven objetos con su mente o entes que se presentan para dar mensajes desde el más allá. Pero es miércoles, no domingo, conque se dirige al despacho y se acomoda frente al ordenador que, al parecer, Oliver ha olvidado encendido.

    Para sorpresa suya, permanece inmóvil en la pantalla una imagen de Misterios del Milenio. Tal es el asombro que se dice resuelta a despertar a su chico para preguntarle cómo que ha visto un capítulo de ese programa que asegura aborrecer.

    –Sólo hablan de estupideces que ni siquiera demuestran. Juegan con el sensacionalismo, además de con la afinada retórica del presentador.

    –Bueno, también en ciencia y filosofía se dan una serie de axiomas exentos de demostración y no por eso se ponen en duda constantemente.

    –Yo solo digo que podrías interesarte por temas de actualidad. Ver las noticias, por ejemplo, no estupideces de ese tipo.

    –¿Con qué fin? Manipulan la información a su antojo, sólo hablan de lo que les conviene y cómo les conviene. Bah, paso de ver desgracias. –A sabiendas que dialogar con él no era ejercicio de mayéutica, precisamente, sino de perder fuerzas para nada, daba por zanjada la discusión.

    Dejando de lado el recuerdo de esa discusión entre tantas, dirige el cursor hacia el volver a reproducir de la pantalla con curiosidad casi escéptica.

    «Hoy hablaremos de un bosque, un bosque que algunos aseguran que está encantado. Un bosque en el que un príncipe de la Edad Media ordenó construir un parque para su amada. Un lugar insólito, poblado de figuras gigantescas, entre las cuales, dioses mitológicos y, a destacar, una casa de piedra inclinada que el joven ordenó construir así para que quien accediera a la planta superior pudiese experimentar el estado de aturdimiento que él sentía cuando veía a su amada. Hoy, nos adentramos en El Parque de los Monstruos, en Bomarzo.

    Un parque próximo al corazón romano, reducto de una historia de amor de las de verdad. Un lugar misterioso poblado de leyendas. Ingredientes perfectos para conquistarla. Pensar en visitarlo se antoja una decisión precipitada, amén de alocada, pero, después de todo, cuenta con quince días de vacaciones por delante. «La locura siempre me seduce», se convence. Embriagada por las delicias de tan enigmático lugar, busca vuelos por internet, vuelos baratos a Roma. Casi puede oler la fragancia que envuelve el parque en tanto se imagina visitándolo, en solitario. Tanto es así que se presta como la ocasión perfecta a fin de sortear la tediosa rutina. Pensamientos que acuden a su mente en no pocas ocasiones. Ráfagas de ideas que la conminan a «dejarse llevar». Una señal del universo. De su universo.

    ***

    Sentada en la cama, con la única compañía de unas cuantas literas y paredes que no hablan, y una llamada que da error debido a la ausencia de cobertura, se dispone a darse una ducha, tal vez el baño consiga calmarla.

    Todavía desde afuera, enciende el agua, apoyándose en la mampara, entretanto aguarda a que alcance la temperatura adecuada.

    –Ana, como sigas yendo a la tuya esto no va a funcionar. Ya son muchas las oportunidades que te he dado, mientras que tú no haces nada por enmendar la situación.

    –No empieces con tus chantajes, ¿quieres? Son mis vacaciones y quiero aprovecharlas, no creo que sea para tanto. Así que no sigas.

    Bajo el calor de la ducha, el único existente desde que ha pisado suelo romano, recuerda la conversación con Oliver cuestionándose si es cierto el egoísmo que éste siempre le critica. Haberse ido sin su aprobación, dejándose llevar únicamente por su propio deseo, fracciones de segundo en que toma una decisión sin apenas razonar para luego arrepentirse.

    ***

    Al fin, excitada por la reciente idea y embriagada por cierto halo de misterio que acompaña a la noche, se decide a despertarle. Él, que ya duerme profundamente, murmura en tono in crecento:

    –¿Qué? ¿Cuándo? Ana, tengo que madrugar, estoy muy cansado… ¿Por qué no te acuestas y hablamos mañana?

    Marte y Lilith, que duermen a los pies de la cama, hacen amago de despertarse. Lejos de poner fin a la conversación, Ana le pregunta cómo que ha visto un capítulo de ese programa que tanto dice aborrecer, a lo que él la mira absorto y sin mediar palabra. Pero ella continúa con su disertación, detallándole la historia del parque y las ganas que tiene de conocer Roma. Entretanto, él se limita a observarla sin dar crédito a nada de cuanto oye.

    –¿Cómo? ¿Pero de qué capítulo hablas? En serio, ¿no puedes esperar a mañana?

    Resignado, se incorpora, recostando la espalda en la pared, y enciende la lámpara ubicada en la mesilla de noche. El reloj digital marca la una y treinta y cuatro minutos de la madrugada. Con la luz, ambos perros terminan despertando. Lilith acude a los brazos de su dueña y empieza a lamer sus manos; Marte emite un par de ladridos en ademán furioso porque lo han sacado de su plácido sueño. Oliver lo acerca a él, al tiempo que toma conciencia del escenario que tiene delante.

    –¡Uf! ¡Qué carácter tiene este perro! Al final va a ser cierto lo de que se parecen a sus dueños –sentencia con aspereza, y con mirada de rabia a los dos–. Le haces más caso a él que a...

    –¡¿Ana, puede saberse qué demonios te pasa?! Me despiertas para decirme que quieres ir a no sé dónde, que has visto un programa...

    Mientras, Marte ya juega con el brazo de su dueño.

    –A Roma –se apresura a intervenir ella.

    –Sí, a visitar un parque encantado. ¿Has tomado algo o qué? –espeta él, mientras forcejea con el perro para recuperar la manga del pijama que éste, a modo de juego, se afana en morder.

    –¿Que si he tomado algo? Últimamente no te reconozco, Oliver, ya no eres el mismo. –Y con la sentencia, Oliver aparta a Marte y la mira de hito en hito frunciendo el ceño. Tal discurso gratuito, que interrumpe su descanso, por parte de una novia que le lanza una mirada acusadora, como si fuese él el peor de sus enemigos, definitivamente le coge por sorpresa. Ana permanece en silencio durante unos segundos, y volviendo en sí, aduce–: Lo siento, estabas aquí durmiendo y yo... Olvídalo, no voy a ir a ningún sitio. Ya sabes que a veces no pienso lo que digo. Lo mejor será que durmamos.

    –Son casi las dos de la madrugada –apostilla él, rascándose los ojos y mirando una vez más el reloj digital–. Estoy molido. Así que ya hablaremos de ese capítulo mañana, ¿sí?, porque ni he visto el programa ni he encendido el ordenador en toda la tarde. Buenas noches.

    «¿Cómo?... Debe de estar dormido y no sabe lo que dice. O a lo mejor sí le gusta el programa pero no quiere reconocerlo. ¡Uf, consigue desquiciarme!»

    Acto seguido, Ana da un respingo en la cama. Es Miky, franqueando la puerta, afanado, luego, en rascar la pintura con sus uñas.

    CAPÍTULO II

    La Piazza di Spagna

    PLUMA para CAP

    Termina la ducha y se viste. El mismo modelo de vaqueros negros que usa de ordinario, unas botas provistas de forro polar, dos jerséis y un chaquetón de plumas aislante del frío: en pleno diciembre la temperatura rozará las mínimas.

    Previo a abandonar el albergue, pregunta al chico de recepción, que ya parece estar disponible, si puede indicarle algunos lugares que visitar. Éste asiente sonriendo y, haciendo alarde de un perfecto español, prende un mapa de la ciudad y procede a explicarle con todo detalle.

    –Roma está plagada de lugares míticos que visitar. Las ruinas romanas son lo más común: en el centro das con una a cada paso, de manera que encontrarás bastantes sin necesidad de buscarlas. Algunas paradas de metro, como la Pyramide, llevan el nombre del monumento en cuestión, lo cual te facilitará el dar con ellos; cerca de dicha parada encontrarás el cementerio romano, te aseguro que es un lugar digno de visita; es más, en algunas épocas del año realizan obras de teatro en su interior. Luego, la famosa Bocca della Verità, tan aclamada por los turistas. El impenetrable Vaticano –sonríe– está muy cerca del castillo Sant’Angelo, si te decides a ir, también puedes pasear a la vista del río Tíber que cruza justo al lado. Aquí tienes el anfiteatro –indica, señalándolo en el mapa–, la Fontana di Trevi y, a muy pocos metros, la Piazza di Spagna. Seguro que no te pierdes por el centro, encontrarás muchos lugares cerca unos de otros.

    »Y ya otro día si quieres tomar una copa pregúntame: te diré un par de sitios que merecen la pena. Con un poco de suerte te acompañará el buen tiempo, no hace tanto frío como otros años.

    –Muchísimas gracias. Por cierto, antes no me has hecho ninguna ficha ni...

    –¡Oh, mi scusi! –se disculpa, uniendo ambas manos en posición vertical–. Atendía una llamada muy importante. ¡Vaya recibimiento, ragazza! –«Eso mismo pensé yo», recuerda ella–. Si me lo permites, te la hago ahora mismo.

    –Claro. Ten, mi carné.

    –Hum… Así que de Barcelona. Tengo un amigo que vive allí con su pareja; ella es catalana, cómo tú. La verdad, me pierde vuestra ciudad –repone, esbozando una amplia sonrisa.

    –Sí, muchas personas se enamoran de ella, ¡de la ciudad, quiero decir! –Ahora sonríen los dos–. La mayoría acaba volviendo. A mí, en cambio, las ciudades grandes no me gustan demasiado.

    –¿Por eso has elegido Roma? –apunta irónico, y sin desdibujar la sonrisa.

    –Me refiero para vivir. Me resulta estresante el ritmo vertiginoso que se respira a todas horas.

    –Entiendo. Apuesto que eres de las que prefiere vivir cerca de la naturaleza, alejada del ruido, ¿cierto? En una casa, con varias mascotas. Y con tu chico, ¿puede ser? –cuestiona sin titubeo alguno, a lo que ella, asombrada por la correcta observación y eludiendo la última pregunta, entona un: «Sí, eso creo»–. Bien, ya estoy. Ten, Ana, tu carné. Se cobra a la salida. Si hubiese cualquier cambio en la estancia, comunícamelo con la mayor brevedad posible, ¿de acuerdo? ¡Buen turismo, has elegido una hermosa ciudad! –concluye, con un guiño de ojo.

    La simpatía que el joven muestra ahora le deja un mejor sabor de boca en contraposición a la indiferencia de antes, y contribuye a que recupere parte de su alegría.

    *

    Aunque el día se presta soleado, el frío romano acomete sin tregua, conque opta por colocarse la bufanda encima del jersey de cuello alto junto con la capucha del plumas. El móvil marca las tres del mediodía cuando al fin deja atrás el albergue. Con los nervios del viaje, el desayuno se ha limitado a su necesario café con leche y un zumo de naranja, motivo por el que su estómago empieza a manifestarse. Cerca del Metro, un restaurante de comida rápida ofrece toda suerte de manjares y para todos los gustos: pizzas, pasta fresca, empanadillas caseras, ensaladas y una generosa variedad de postres. Luego de unas cuantas dudas más que razonables ante tanta delicia culinaria, se decide por dos raciones de pizza vegetal y una copa de vino. Su primera comida en soledad y extrañando el calor de su hogar, mas está tan hambrienta que la falta de compañía no resultará impedimento para disfrutar cada suculento bocado.

    Ni bien termina las dos raciones de pizza, se lleva un cigarro a los labios, entretanto saborea el último trago de vino.

    –Perdón, ¿me presta un cenicero? –pregunta a un camarero que recoge la mesa de al lado, con el pitillo ya encendido.

    Ma me temo no va a poder fumar, señorina. Non è consetito fumar all'interno de los establecimientos, scusa.

    –¡Disculpe, no lo sabía! Lo apago enseguida –resuelve, mientras improvisa, abrumada, un cenicero con el cartón en que le han servido la pizza.

    Grazie mille.

    A un paso de ponerse en pie y dejar su vergüenza sepultada en el local, le sorprenden las tres de Granollers cruzando la puerta.

    –¡Hola! –saluda con ímpetu la que parece más amable.

    –Qué casualidad, vosotras por aquí.

    –Nos lo ha recomendado el chico del albergue. Parece ser que sirven comidas a lo largo del día y que está bien de precio.

    –Sí, así es. La única pega es que no se puede fumar. Acabo de encender un cigarro y…

    –En Roma no se puede fumar dentro de ningún local, ¿no lo sabías? Salvo en la calle y en las terrazas acondicionadas para el uso, aunque con este frío... –interviene, orgullosa, la dirigente–. A menos que te sientes muy cerca de una estufa, te congelas. Bah, a mí el tabaco me produce nauseas con sólo olerlo –concluye con aspereza y un mohín de rechazo.

    –Algo había oído, pero desconocía que era en todos los locales –se defiende Ana en un hilo de voz, y mirándola de reojo.

    –Hay que estar bien informado previo a viajar, ¿no te parece?

    Ahora no contesta, sólo se indigna. «Debe de ser el vino y que estás molesta porque no te han invitado a salir con ellas, intenta ser simpática», se obliga.

    –Eli, vamos a pedir. ¿Tú qué quieres? –interviene nuevamente la que parece más amable en un intento de poner paz de por medio. Luego mira a Ana con gesto conciliador como exculpándose por la antipatía de su amiga.

    Ana toma el último trago de vino y, finalmente, se pone en pie para cederles la mesa, a la vez que articula un «toda vuestra». Al mismo tiempo, dedica una fugaz sonrisa a Eli, la dirigente. Ésta le responde con cierto visaje de arrogancia y, abriendo la boca

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