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El profeta pragmático
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El profeta pragmático

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José Antonio Aguirre fue el político vasco más popular, respetado e influyente del siglo XX, y, a la vez, uno de los grandes estadistas de la democracia española. "Ese nombre, ese prestigio y esa autoridad no nos pertenecen ya por entero a los vascos", constató su correligionario y amigo Manuel Irujo. Sin embargo, la figura del primer lehendakari de los vascos ha sido marginada por los historiadores, hasta el punto de que, hoy por hoy, no existe una biografía escrita con rigor sobre su actividad política.

Este libro pretende llenar en parte este vacío. Se trata de una biografía crítica que aborda la etapa menos conocida –y también la más polémica– de la vida política de Aguirre: la del exilio. Los resultados arrojan luz sobre temas hasta ahora poco o nada conocidos, y contribuyen así a un conocimiento fiel y no mitificado de la persona de Aguirre. A lo largo de estas páginas, en las que no faltan las sorpresas, el lector recibirá una bien fundada información acerca de diversos aspectos de la actividad y pensamiento políticos del dirigente nacionalista en sus años de exilio: su fase radical y hegemonista; su relación con el nacionalsocialismo alemán; sus intentos de transacción con los monárquicos; su buena relación y cooperación con su máximo contrincante político, el socialista vasco Indalecio Prieto; su centralidad en la política española del exilio; sus conflictos con el exilio catalanista y galleguista; sus relaciones de preferencia con el Departamento de Estado estadounidense; o su replanteamiento del concepto de soberanía en el marco de la naciente Europa unida.

Hoy más que nunca conviene fijarse en políticos como José Antonio Aguirre. Para sus seguidores, protagonizó el papel del profeta que conocía el camino hacia la justicia y la libertad. No obstante, su flexibilidad y su olfato para el arte de lo posible en cada momento lo protegieron de la tentación del fundamentalismo, fruto de la sacralización de los principios. Nunca fue profeta a secas, nunca se dejó guiar en exclusiva por la ética de la convicción. Pero su biografía tampoco coincide con el prototipo de un político pragmático y realista que, inspirado por una fría ética de la responsabilidad, se olvida de sus principios, pacta con cualquiera y pierde el rumbo de su política en el mare mágnum de la gestión diaria y de su lucha por el poder. Aguirre, el profeta pragmático, vivió la tensión y las contradicciones, entre ambos polos, y de esta tensión nacieron sus grandes aciertos, pero también sus errores.
LanguageEspañol
PublisherAlberdania
Release dateJan 1, 2006
ISBN9788498681222
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    El profeta pragmático - Ludger Mees

    El profeta pragmático

    EL PROFETA PRAGMÁTICO

    AGUIRRE, EL PRIMER LEHENDAKARI

    (1939-1960)

    La fotografía de la portada y las del interior del libro proceden del Archivo del Nacionalismo. Sabino Arana Fundazioa, quien ha autorizado su reproducción en el presente libro.

    © 2006, Ludger Mees

    © De la presente edición: 2009, ALBERDANIA, S.L.

    Istillada, 2, behea C. 20304 Irun

    Tf.: 943 63 28 14 Fax: 943 63 80 55

    alberdania@alberdania.net

    © Diseño de la colección: Antton Olariaga

    Digitalizado por Comunicación Interactiva Adimedia, S.L.

    www.adimedia.net

    ISBN edición impresa: 84-96643-03-4

    ISBN edición digital: 978-84-9868-122-2

    ISBN edición digital Mobipocket: 978-84-9868-121-5

    Depósito Legal: S.S. 978/06

    I

    Introducción

    La casa saqueada

    Junio de 1937. Bilbao está a punto de caer. Ya no hay escapatoria ante el avance de las tropas franquistas. La población abandona la ciudad, donde rebota todavía el eco de los morteros y las metralletas. Cuando la capital vizcaína se estaba preparando para su destino inevitable, la Brigada Mixta de las Flechas Negras, bajo el mando del general italiano Sandro Piazzoni, ya había hecho su trabajo al ocupar las zonas del litoral en la desembocadura del Nervión que históricamente habían servido como lugares de descanso y veraneo de la burguesía vizcaína. El 15 de junio también Getxo y Algorta tuvieron que rendirse. Como en todas las guerras contemporáneas, también en ésta fueron los periodistas los primeros en seguir los pasos de los soldados con el fin de visitar la tierra conquistada y ensalzar las proezas heroicas de las tropas para sus lectores en la retaguardia. Uno de los primeros en llegar fue Francisco de Cossío, director del periódico vallisoletano El Norte de Castilla. Cossío, un franquista culto y literato, no quiso perderse la oportunidad de entrar en la Algorta vencida. Tuvo una razón muy poderosa para elegir esta ciudad que, en un principio, no tenía nada que no pudiera haber visto en cualquier otra ciudad del mismo tamaño y características parecidas, con una pequeña excepción: en Algorta, en la Plaza de San Ignacio, y más concretamente en la calle Miramar número 2, se encontraba la casa de los Aguirre. Era la residencia de José Antonio Aguirre, el primer lehendakari vasco, quien estaba a punto de abandonar Bilbao cuando Cossío entró en la casa de su familia a pocos kilómetros de la capital:

    Seguimos hasta Guecho. Queremos ver la casa de verano de Aguirre. En la casona de Arriluce de Ibarra flamea la bandera española, una enorme bandera, junto a otra más pequeña, y descendiendo por el muro de la iglesia llegamos a una plazoleta sobre la ría. He aquí la ría de Bilbao. Podemos mojar los dedos en sus aguas. En esta plazoleta bien sombreada, por la que penetra el azul a través de las hojas, está la casa de Aguirre. Está marcada con el número 2, y es un hotelito de tres pisos, con dos torres cuadradas, al que se asciende por una pequeña escalinata. En la casa han entrado los soldados de los primeros momentos, y se nota algún desorden. Hoy guarda la casa y sus objetos la Guardia civil. Recorremos las estancias, pequeñas, pero amuebladas con lujo. Muebles de nogal tallado, gruesas alfombras, libros, cuadros de familia... En el comedor aparecen los vasos y los platos en desorden, y sobre todas las cosas la intimidad familiar, muy próxima, de Aguirre. Cuadros religiosos en las paredes. En un cuarto de muchacha, devocionarios con las iniciales de E. A. Encarna Aguirre [hermana de José Antonio, L. M.], y cartas de sus amigas de Biarritz... En el fondo, como un sueño de poder y de mando, que flota por las estancias, queriendo perturbar todos los rincones burgueses. Aquí, sobre esta mesa de despacho, presumimos todos los sueños y elucubraciones de escisión e independencia. ¡Cuántas vueltas a la cabeza para llegar a esto, a una casa desolada, en desorden, los armarios abiertos y los retratos de familia por el suelo! La casa entera adquiere una personalidad separatista, y así la vemos, prisionera de las fuerzas nacionales, perdidas todas sus esperanzas, y al verse hoy guardada por la Guardia civil, avergonzada de su traición. [1]

    A la sazón, el lehendakari tenía tan sólo 33 años, pero para todos aquellos que interpretaban el levantamiento franquista –tal y como lo hizo Cossío– como una guerra nuestra por la integridad de España, este joven político vasco ya se había convertido en la máxima encarnación del peligro separatista. Según esta perspectiva, Aguirre, en su cobarde conspiración con los rojos, no buscaba otra cosa que la destrucción del alma nacional española. Pese a su juventud, ya no era un político cualquiera, ni un presidente cualquiera. Era un símbolo y, por ello, la visita a su casa también adquiría un claro significado simbólico, más allá del morbo que producía la penetración en espacios de intimidad familiar. Todavía las tropas nacionales no habían podido llegar a José Antonio Aguirre, pero el desolado estado de su residencia familiar –saqueada y luego guardada por la Guardia Civil– parecía anticipar el irremediable destino que esperaba a todos aquellos que, como Aguirre, se encontraban en el otro frente de esta guerra de salvación. En el tejado de la villa del marqués e industrial Ibarra lucía la bandera española y pronto luciría también en la casa de Aguirre. Con ella desaparecerían, de una vez por todas, todos estos sueños y elucubraciones de escisión e independencia. España estaría a salvo.

    La casa fue conquistada, pero su inquilino logró ponerse a salvo. Desde el exilio, Aguirre continuó durante 21 años más con sus sueños y elucubraciones. Estos 21 años de vida política de una persona que a los 33 se había convertido en un símbolo son el tema de este libro, un libro que es el fruto de una investigación de varios años. [2]

    Cinco razones para una investigación

    Ninguna investigación nace del vacío. Al contrario, los problemas planteados en proyectos de investigación nuevos suelen ser frutos de investigaciones precedentes que han descubierto interrogantes y/o han permitido formular con mayor precisión determinadas hipótesis de trabajo. Éste también es el caso del proyecto que se encuentra en el origen de este libro. Sus raíces se remontan a una larga investigación previa sobre la historia del Partido Nacionalista Vasco (PNV) entre 1895 y 2005, cuyos frutos más destacados fueron los tres volúmenes de El péndulo patriótico publicados por Crítica en Barcelona. [3] Cuando en aquella ocasión me correspondió ocuparme del periodo de la posguerra hasta la muerte de Aguirre, era evidente que para analizar y contextualizar la situación del PNV durante este periodo era necesario compararla con la de otros sectores de la oposición antifranquista. Como era lógico, la primera referencia era el Gobierno Republicano o lo que había quedado de él tras la derrota definitiva. Pero otra referencia todavía más ad hoc era la del nacionalismo catalán y sus organizaciones en el exilio, puesto que –comenzando por el pacto de la Triple Alianza, en 1923, hasta el proyecto de Galeuzca durante la República y otras iniciativas parecidas en el exilio– el nacionalismo vasco del PNV siempre había buscado el apoyo estratégico de los otros nacionalismos periféricos, particularmente, el del más fuerte, el catalán, para su política reivindicativa, una política que así pretendía conseguir una acumulación de fuerzas frente al Estado central y su gobierno. [4] Una de las conclusiones más importantes y, a primera vista, también sorprendentes que pude obtener de la mencionada investigación consistía en la tesis de que entre 1939 y 1960 el Gobierno Vasco fue la organización multipartidista más sólida y dinámica de todo el exilio republicano. Aun contando con las diferentes crisis internas del Gobierno Vasco y con su decadencia paulatina a partir de comienzos de la década de los cincuenta, creo que no es exagerado afirmar que ni el Gobierno Republicano ni el catalán llegaron a alcanzar nunca ni la cohesión ni la vitalidad políticas de su homólogo vasco. Recordemos que el Gobierno Republicano apenas había tenido dos años de actividad esperanzadora puesto que, ya en 1947, cuando Prieto le retiró definitivamente su confianza, entró en un largo periodo de inactividad y agonía, de las que no se recuperaría. También el exilio catalán se encontraba condicionado por una lucha parecida entre sus diferentes fracciones. De hecho, ya en 1939 la Generalitat había quedado disuelta al negarse los consejeros de la Esquerra a colaborar con los comunistas del PSUC. La captura y ejecución posterior del presidente Companys supuso otro duro golpe, lo que, con palabras de Díaz Esculies, condujo a que entre 1940 i 1944 la majoria de l’emigració considerava inexistent la República de 1931. [5] Cuando Josep Irla reconstituyó la Generalitat en 1945, este nuevo intento de agrupar la oposición antifranquista en Cataluña no tuvo mayor suerte que el Gobierno Republicano, puesto que la Generalitat quedó disuelta nuevamente en 1948. Josep Tarradellas, el nuevo hombre fuerte, que en 1954 sucedió oficialmente a Irla en la presidencia, se negó abiertamente a formar un gobierno, entre otras razones, por el temor a quedar desprestigiado y contínuament en crisi per les lluites partidistes pròpies de l’exili. [6]

    El análisis y la explicación de este contraste entre los exilios vasco, republicano-español y catalán no se encontraban entre los fines de nuestra investigación, cuyo objeto de estudio había sido el Partido Nacionalista Vasco. Evidentemente, tal y como expusimos en el segundo volumen de El péndulo patriótico, unas de las causas que tener en cuenta para comprender la cohesión y la fortaleza del Gobierno Vasco eran la vitalidad y la unidad internas del partido mayoritario del Gobierno, el PNV. Sin embargo, había otro factor cuya importancia se acrecentaba en mi opinión conforme iba leyendo y reflexionando sobre este tema. Me refiero a la existencia en el campo vasco de un líder carismático, dinámico y, lo que es más importante, respetado por todas las fracciones del exilio y de la resistencia en el interior. Ni en el republicanismo español, ni en el antifranquismo catalán existía una personalidad política con un carisma, unas dotes de liderazgo y una capacidad de integración similares a los que tenía José Antonio Aguirre, el primer lehendakari vasco. Si añadimos que esta imagen de Aguirre sobrepasaba ampliamente al ámbito vasco y que el lehendakari desempeñó un papel central no sólo en la recuperación de las instituciones republicanas en 1945, sino que también intervino en y facilitó –tal como veremos– el restablecimiento de la Generalitat en ese mismo año, entonces queda evidente la primera razón de peso para iniciar una investigación sobre el exilio vasco entre 1939 y 1960 en la que se preste mayor atención al Gobierno Vasco y, sobre todo, a la actividad de su presidente.

    La segunda razón de peso para esta investigación que presento aquí está relacionada precisamente con esa imagen pública de Aguirre. De hecho –y soy consciente del riesgo que supone esta afirmación todavía no corroborada por estudios científicos–, me da la impresión de que no existe otro político en la memoria colectiva de los vascos que tenga una imagen mejor de la que acompaña el recuerdo de José Antonio Aguirre, y esto es así también en sectores más allá de los nacionalistas. Esa imagen se ha ido fraguando a lo largo de los años: es la imagen de un hombre singular, extraordinario, dedicado a servir a su gente por encima de intereses personales; un hombre dialogante, bondadoso, fiel a sus principios; un luchador, cuya valentía se agiganta ante el peligro; un optimista y vencedor nato que no conoce la palabra resignación; un hombre público, elegante –nunca sale sin traje y corbata–, un gran mitinero que, pese a su estatura más bien pequeña, explota ante sus audiencias su notable atractivo físico –incluso erótico, seguramente–. Pero, en la memoria colectiva, Aguirre es todavía mucho más que todo esto; no sólo es un hombre extraordinario, sino un superhombre, en sentido nietzscheano, un auténtico héroe y, como todos los héroes, también Aguirre cuenta en su ciclo vital con dosis suficientes de fatalidad imprevista, lucha abnegada y drama apasionante como para alcanzar la posición de héroe en el imaginario popular vasco: afortunadamente, no tuvo que sufrir el mismo desenlace fatal como su homólogo catalán Lluís Companys, pero su Odisea clandestina por las tierras de la Alemania nazi y su feliz huida a América Latina contribuyeron no poco a que, ya durante su vida, Aguirre comenzara a los ojos de muchos de sus compatriotas su transformación en un mito viviente. El tremendo impacto de su fallecimiento repentino en 1960 [7] aceleró aún más esta transformación. En una perspectiva prosopográfica, podemos observar que entre los líderes históricos del PNV no se encuentra ningún otro cuya imagen se parezca a la de Aguirre. Sabino Arana tuvo carisma y fue venerado como un personaje casi religioso, pero sólo por parte de sus incondicionales; Juan Ajuriaguerra también fue un dirigente venerado, pero no alcanzó la proyección pública de Aguirre; Irujo era un líder demasiado heterodoxo; y Leizaola nunca logró deshacerse de su imagen de incansable burócrata gris y fiel al partido. Por lo tanto, Aguirre –celebrado posteriormente en publicaciones con títulos significativos como Una vida al servicio de su pueblo– [8] se ha convertido en un verdadero lugar de la memoria, tal y como lo han definido historiadores como Pierre Nora o, para la historia alemana, Hagen Schulze y Etienne François. Su persona es ya uno de aquellos puntos de cristalización de la memoria e identidad colectivas que perduran de generación en generación, insertados en los hábitos sociales, culturales y políticos, y que se transforman en la medida en que cambia la forma de su percepción, apropiación, aplicación y trasmisión. [9]

    La naturaleza de todos los lugares de la memoria, también de Aguirre, radica en la fusión entre realidad y mito. Sólo la investigación histórica desapasionada puede contribuir a la desmitificación y, por consiguiente, al mejor conocimiento de estos fenómenos o, en este caso, de los personajes mitificados. Esta labor sigue por hacer en el caso de Aguirre. Fue Juan Carlos Jiménez de Aberásturi quien hace no mucho, en su magnífico estudio sobre la política vasca durante los años de la II Guerra Mundial, se dio cuenta de que la imagen pública y mitificada de Aguirre no siempre correspondía a su actuación real. Jiménez de Aberásturi concluyó subrayando la necesidad de revisar la biografía de Aguirre para corregir lo que en su opinión sería una visión excesivamente uniforme y lineal de la historia política del lehendakari. [10] Este libro pretende dar un primer paso hacia el objetivo indicado por Jiménez de Aberásturi.

    Esta labor investigadora parece necesaria no sólo por su mencionada función desmitificadora, sino también por la existencia de una enorme laguna historiográfica. De hecho, casi todo lo que se conoce de Aguirre está relacionado con su actividad durante la II República y la Guerra Civil. Aguirre es uno de los protagonistas en casi todas las publicaciones de la abundante bibliografía que trata la vida política vasca, y especialmente la nacionalista, [11] durante aquella época. Respecto a los años posteriores del exilio hasta la muerte de Aguirre, sin embargo, nuestro desconocimiento es mucho mayor, pese a que las ya mencionadas publicaciones de Jiménez de Aberásturi y el segundo volumen de El péndulo patriótico adelanten alguna información. Con todo, no deja de ser sorprendente que todavía hoy en día un personaje de la relevancia política de Aguirre no cuente con una biografía escrita con rigor científico. El breve y bien escrito ensayo de Garitaonaindia aporta algunos datos, pero lógicamente no puede llenar esta laguna. [12] Los cuatro volúmenes publicados sobre Aguirre, de Elías Amézaga, aparte de centrarse también en la II República, contienen fundamentalmente una colección de documentos y un relato biográfico del género de la literatura histórica. [13] La publicación más reciente sobre Aguirre, un libro editado por el Ayuntamiento de Bilbao, es informativa, aporta testimonios interesantes y destaca sobre todo por la inclusión de un importante material gráfico con fotografías, algunas poco conocidas, de alta calidad. Sin embargo, no se trata de un análisis histórico, escrito con rigor científico y desde una postura crítica, sino de un libro homenaje que, como es lógico en este tipo de publicaciones, se encuentra más cerca de la hagiografía que de la historiografía. [14] Queda patente, pues, que más que de una laguna, habrá que hablar de un auténtico desierto historiográfico que se abre ante la temática que aborda este libro.

    Al analizar la biografía política de José Antonio Aguirre entre 1939 y 1960, no sólo pretendo contribuir a un mejor conocimiento de la historia vasca en el mencionado periodo. Conviene recordar lo que ya se ha indicado más arriba: Aguirre fue un personaje cuya actividad y significado trascendieron ampliamente el ámbito vasco. Aguirre fue probablemente, junto con el navarro Manuel Irujo, el político de toda la historia del PNV que ha tenido mayor influencia tanto en la política española como internacional. Su protagonismo en la restauración de las instituciones republicanas en 1945 ya se ha señalado antes. Cabría añadir la oferta de presidir el gobierno republicano, oferta realizado por el Presidente de la República, Diego Martínez Barrio, y rechazada por el lehendakari vasco. En este sentido, creo que puede aplicarse a esta investigación que presento aquí la doble afirmación realizada por Javier Tusell acerca del partido de Aguirre, el PNV: Aguirre sería, por tanto, uno de los máximos representantes del nacionalismo vasco que no ha estado nunca por completo integrado en el conjunto de la política de eso que llamamos España. Pero, al mismo tiempo, es evidente que el primer lehendakari, con sus aciertos y errores, forma parte del acervo de la oposición democrática al franquismo y, por tanto, de la propia historia de la democracia española. [15] En consecuencia, esta investigación se aborda con la esperanza de contribuir también al progreso historiográfico en la historia del antifranquismo español, sobre todo en su vertiente del exilio.

    Finalmente, debo mencionar otra razón fundamental que ha influido en mi decisión de abordar esta investigación. Hoy en día están felizmente superados los planteamientos objetivistas del primer historicismo rankeano, que se había mostrado convencido de la posibilidad que supuestamente tenemos los historiadores de olvidarnos de nuestras circunstancias, convicciones y valores para sumergirnos en el proceso de investigación y reconstruir y contar la historia tal y como realmente ocurrió, todo ello de forma desapasionada y objetiva. No es necesario compartir las tesis posmodernistas y su consideración del trabajo historiográfico como un acto de creación literaria, absolutamente subjetivo, para admitir que el postulado de la objetividad total no es más que una utopía inalcanzable, una utopía que, sin embargo –eso sí–, debería marcar el horizonte de cualquier trabajo historiográfico. La objetividad sería así a la vez una utopía inalcanzable y una meta a la que el historiador puede ir acercándose si respeta dos condiciones básicas: por una parte, debe realizar su trabajo desde el escrupuloso respeto a las normas y métodos que convierten la historia en una ciencia. Y aquí sí conviene recordar a Ranke y sus discípulos como precursores de la crítica textual a través de la meticulosa investigación de las fuentes. Contrariamente a los exegetas del linguistic turn, en el trabajo creativo del historiador no todo vale, no todo es creación, invención y discurso literario. Reinhard Koselleck ha hablado del veto de las fuentes como una de las características de cualquier trabajo historiográfico serio, un veto que pone límites al campo creativo e interpretativo del historiador. [16]

    La otra condición básica de una investigación historiográfica que no ha abandonado la idea de aproximarse a una mínima objetividad consiste precisamente en la necesidad del historiador de ser consciente de sus limitaciones en este ámbito y, en consecuencia, de reflexionar sobre los factores extraacadémicos que pueden interferir en su investigación, para explicitarlos en lugar de negarlos. En este sentido, no cabe duda de que en el caso de una investigación sobre un fenómeno no sólo histórico, sino también vivo y polémico, como el nacionalismo vasco, cuenta con obstáculos enormes en su búsqueda de la objetividad. Durante los últimos años, el terrorismo, el crispado clima político y la confrontación de bloques han configurado una realidad a la que el historiador no puede sustraerse. Pero es precisamente ante este tipo de contextos adversos donde se presenta con mayor claridad la posible vertiente emancipadora de la labor historiográfica, que debe facilitar lo que vox populi se acostumbra a llamar aprender de la historia, y lo que historiadores como Jürgen Kocka, en auténtica tradición kantiana, han llamado la función ilustradora de la ciencia histórica. [17] Gracias a su perspectiva en profundidad, el historiador debe ser capaz de analizar y presentar el proceso histórico como una realidad contingente y no predeterminada, sino moldeada en cada momento por los individuos y colectivos humanos. Su labor debería contribuir a evidenciar que, a lo largo de la historia, nuestros antepasados no sólo han generado crisis y catástrofes de diferentes tipos, sino que también han sido capaces de encontrar soluciones, mejoras y avances en los más variados ámbitos de nuestra vida. Desde este punto de vista, la figura del primer lehendakari me ha parecido atractiva para una investigación porque, al menos a primera vista, se me presentaba como un ejemplo de que en el País Vasco, pese al conflicto político, la incomunicación y la confrontación no siempre han sido las características predominantes; que la transversalidad y hasta cierta complicidad entre nacionalistas y no-nacionalistas han sido posibles y, por ende, deberían ser posibles; que serias discrepancias políticas en torno al autogobierno y mayores o menores cotas de soberanía no consiguieron dar al traste con relaciones personales de amistad, incluso entre los máximos adversarios políticos, como lo fueron, por ejemplo, José Antonio Aguirre e Indalecio Prieto. Se trataría, por tanto, de ver la actualidad vasca en el espejo de su historia para mostrar que existen otros modelos de hacer política y, así, quebrar cualquier actitud de sumisión fatalista ante una realidad que suele percibirse erróneamente a menudo como un fenómeno perenne, inmutable e inevitable.

    José Antonio Aguirre: biografía y carisma

    La labor de cualquier político se encuentra sometida permanentemente a la tensión dialéctica entre el potencial creativo del individuo y de los colectivos humanos, por una parte, y al condicionamiento de las limitaciones estructurales del contexto, por otra parte. Cualquier biografía que pretenda ser algo más que un mero relato anecdótico irrelevante debe construir su narrativa sobre esta dialéctica. Como veremos, a lo largo de su vida en el exilio Aguirre tuvo que reaccionar ante diversos escenarios estructurales y diseñar estrategias para interferir en ellos. Quizá el más importante de estos escenarios estructurales fue un fenómeno que comenzó a cristalizar a finales de la Guerra Mundial hasta que, con el tiempo, se convirtió en una realidad aplastante y omnipresente en la vida de los coetáneos: la Guerra Fría. Pero también hubo otros escenarios importantes de contextos encontrados ante los que Aguirre tuvo que actuar, como, por ejemplo: el desarrollo de la Guerra Mundial; las instituciones y organizaciones del republicanismo español; la política y la ideología de su propio partido; la situación de sus hipotéticos aliados: los nacionalismos gallego y, sobre todo, catalán; la restauración monárquica como supuesta solución antifranquista; la construcción de la Europa unida. La investigación se interesará por la percepción subjetiva de estas magnitudes históricas por parte del biografiado, así como por su reacción y actuación ante ellas. Para la realización de esta tarea, se parte de la idea de que la historicidad de Aguirre se basa en su condición de dirigente e ideólogo del amplio movimiento social que es el nacionalismo vasco, cuyo funcionamiento –como el de todos los movimientos de protesta– depende de variables como los recursos que tiene a su disposición, las estrategias empleadas, los contextos culturales, así como de la biografía de sus líderes. [18] Pero Aguirre fue historia también porque el impacto de su actividad trascendió con creces el ámbito más cercano de su grupo de referencia secundaria, el nacionalismo vasco. También en este sentido Aguirre fue un hombre de poder. Aquí quizá convenga recordar las reflexiones de Kershaw, quien sostenía que la clave para comprender el poder de una personalidad radica en la percepción de esta personalidad por parte de las personas de su contorno. [19] La sociología histórica nos ofrece un concepto que permite expresar y analizar adecuadamente esta particular relación de poder entre Aguirre y muchos de sus coetáneos, a saber, el concepto de poder carismático desarrollado por Max Weber en su clásico Economía y sociedad. Según Weber, el poder carismático se expresa a través de una devoción creyente y personal, generada como consecuencia de una situación de entusiasmo, penuria o/y esperanza. El poder carismático se concibe como un fenómeno extraordinario, extracotidiano, cuyo titular debe hacer frente a dos importantes retos que amenazan la base de su poder: el riesgo de no cumplir las esperanzas depositadas en su persona, así como la tendencia a perpetuar e institucionalizar su poder, con lo cual se trasformaría y perdería su eficacia, al menos parcialmente, al mezclarse con otros tipos de poder. [20]

    El exiliado José Antonio Aguirre encaja perfectamente en esta dialéctica. Su poder carismático, completado por un atractivo físico y un extraordinario don oratorio, se fraguó ya durante la República y la Guerra Civil, cuando su imagen fue la de artífice principal del tan deseado Estatuto de Autonomía, primero, y su incansable y valiente defensor ante la ofensiva fascista, después. Pero quizá fueron su misteriosa desaparición y su posterior resurrección tras su largo viaje por la boca del lobo (nazi) las que le aportaron la dosis de extracotidianidad necesaria para consolidar su poder carismático: el poder de un profeta cuya misión consistía en revelar a sus seguidores el camino que conducía a la recuperación de la democracia y de la libertad de la nación vasca. Durante la última década de su vida, empero, también Aguirre tuvo que sufrir una notable merma de su carisma debido a su incapacidad de cumplir las esperanzas no sólo depositadas en él, sino también alimentadas una y otra vez por él mismo, así como debido a la institucionalización y burocratización de su poder. Con todo, el efecto choque de su prematura e inesperada muerte en 1960 frenó este proceso y perpetuó su carisma de incansable y siempre optimista luchador por la democracia y la libertad. Así, Aguirre se convirtió en un auténtico lugar de memoria para las generaciones siguientes.

    Archivos y fuentes

    Una nueva investigación no se justifica únicamente por la existencia de una laguna historiográfica, que efectivamente existe en el tema que se trata aquí, tal y como he explicado antes. Sólo la disposición de nuevos fondos documentales, que permitirían llenar este vacío o al menos emprender los primeros pasos en esta dirección, autorizaría al historiador a diseñar un nuevo proyecto de investigación. A mi juicio, esta segunda condición también se cumple con creces en esta investigación sobre el primer lehendakari vasco.

    Sin embargo, esta situación favorable de una cierta abundancia de fuentes inéditas es relativamente novedosa. La tremenda escasez de estudios historiográficos serios sobre el tema indicado se debe también, sin lugar a dudas, al hecho de que los principales fondos documentales, depositados ahora en el Archivo del Nacionalismo (Artea, Vizcaya), están disponibles para el público interesado desde hace tan sólo unos años (finales de los 90). Debido a la precaria y un tanto caótica conservación de la documentación durante el largo exilio, y como consecuencia de la posición hegemónica del PNV dentro del Gobierno Vasco, el archivo actual alberga fondos provenientes tanto del propio partido como del Gobierno Vasco en el exilio. Entre ellos destacan numerosos y voluminosos expedientes con correspondencia de organismos y personajes del partido y del gobierno, y las más diversas actas de reuniones, informes, discursos o manifiestos. Cabe señalar también la importancia del fondo Gobierno de Euzkadi, que abarca, con muy pocas lagunas, todas las actividades de la Presidencia del Gobierno Vasco en el exilio, y dentro del que destacan las numerosísimas cartas recibidas por Aguirre y las copias de las cartas escritas por él, todas ellas inéditas, lo que también ocurre con la mayoría de las actas de reuniones del Gobierno entre 1945 y 1960.

    Para completar esta amplísima y, por su volumen, sólo parcialmente aprovechable base documental con otros fondos, he recurrido a otros establecimientos archivísticos cuya documentación me parecía a priori valiosa, sobre todo a la hora de analizar el contexto histórico en el que actuaba Aguirre, y que se concretaba especialmente en las relaciones que mantenía con personas políticamente y/o humanamente cercanas a él. Una de estas personas, que después de superar un periodo de desconfianza y tensión se convirtió en la mano derecha del primer lehendakari, fue el líder nacionalista navarro Manuel de Irujo, cuyo fondo particular figura entre estos centros complementarios en los que he trabajado. Debido a que la acumulación de fuerzas entre los nacionalismos periféricos, y especialmente entre los dos más desarrollados: vascos y catalanes, es una de las ideas clave del pensamiento político de José Antonio Aguirre, el esfuerzo de buscar documentación en los archivos catalanes adquiría cierta lógica. La búsqueda resultó fructífera en el Archivo de la Fundació Carles Pi i Sunyer (Barcelona), así como en el Arxiu Montserrat Tarradellas (Monasterio de Poblet), donde pude, por vez primera, acceder a y evaluar la documentación relacionada con Aguirre y los nacionalistas vascos conservada por Josep Tarradellas, el President de la Generalitat.

    Entre los archivos visitados para encontrar documentación sobre la actividad de Aguirre, su gobierno y su partido durante los años de la II Guerra Mundial se encuentran el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores (Bundesarchiv-Politisches Archiv, Berlín) y el Archivo Militar (Bundesarchiv-Militärarchiv, Freiburg) de Alemania. Evidentemente, dado el volumen inmenso de los fondos en ambos archivos y la limitación de mis recursos económicos y de tiempo, tan sólo pude hacer algunas calas en la documentación de la Embajada Alemana en París y en Madrid, y en el Consulado en Bilbao, así como en los diversos organismos policiales o parapoliciales que actuaban en la Francia ocupada y la España franquista. Completé esta parte del trabajo en el Centre Historique des Archives Nationales en París, donde se encuentra depositada una parte de los fondos de las fuerzas de ocupación alemanas que no se ha devuelto al archivo de Freiburg. Aunque ni en el gran fichero personal del Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores, ni en los diferentes legajos consultados en los tres archivos haya podido encontrar documentación alguna sobre la Odisea de Aguirre por tierras alemanas después de la invasión de Bélgica, sí di con diversa documentación de interés relacionada con los contactos entre vascos y la Alemania nazi, avalados –como se verá– por el propio lehendakari.

    Poco fructuosas resultaron, en cambio, las consultas realizadas en el Centro de Patrimonio Documental del Gobierno Vasco-Irargi (Bergara), así como en el fondo particular de Manuel Giménez Fernández, ex ministro de Agricultura de la CEDA (Hemeroteca Municipal de Sevilla), donde no existía más correspondencia con Aguirre que la ya publicada y la correspondencia con Manuel Irujo es posterior a 1960. Pese a reiteradas peticiones, por razones que desconozco, no se me concedió el permiso de analizar los documentos del fondo particular de Indalecio Prieto, depositados en Madrid y a la espera de ser trasladados a Alcalá de Henares.

    Sí pude acceder, en cambio, y gracias a la autorización de la familia, a las fuentes depositadas en el fondo particular del ex Presidente de la República, Diego Martínez Barrio (Archivo Histórico Nacional, Madrid). Martínez Barrio fue uno de los republicanos españoles con los que mejor se llevaba Aguirre, sobre todo durante los primeros años del reconstruido Gobierno Republicano en el exilio.

    Finalmente, no quisiera cerrar este capítulo de presentación sin unas palabras de agradecimiento. Aunque durante los periodos de investigación un historiador se parezca mucho a un lobo solitario, vagabundeando durante meses, a veces años, no por el monte, sino por archivos y bibliotecas sin hablar con nadie, para después encerrarse bajo llave en algún cuarto con ordenador, separado de la civilización, también es cierto que ninguna investigación y ningún libro llegarían a buen puerto sin recibir valiosa ayuda externa. Yo tuve la suerte de recibir esta ayuda por parte de los responsables del Archivo del Nacionalismo durante mis largas estancias en el mismo. Mis compañeros y amigos José Luis de la Granja, Santi de Pablo y Xosé- Manoel Núñez Seixas me ayudaron leyendo y criticando los primeros borradores de algunos de los capítulos de este libro, o facilitándome documentación de interés para mi investigación. Los miembros de mi tribunal de cátedra, a quienes presenté los primeros frutos de la investigación, me ayudaron con sus críticas y sugerencias. Pero la principal ayuda la recibí, sin duda, de mi familia: los muchos domingos que mi hijo Oier me sacó de mi cuarto para llevarme al bar para ver (y sufrir) juntos los partidos de la Real Sociedad me ayudaron a mantener mi equilibrio mental y recordar que hay vida más allá de Aguirre (quien, como ex jugador del Athletic de Bilbao sabrá perdonarme mi afición por el club donostiarra). Jan, mi otro hijo, solía emplear otro truco para separarme de los papeles, al despertar mis instintos gastronómicos y llevarme a nuestra Sociedad Gastronómica para cocinar juntos (aunque, en ocasiones, no pude evitar recordar que también Aguirre era amante de la buena mesa). Todas ellas han sido ayudas fundamentales, aunque más bien aisladas. Begoña, en cambio, me prestó ayuda permanente, aguantándome y organizando la casa mientras yo estaba missing. Este libro también es suyo.

    II

    Tras el éxodo:

    reorganización y ofensiva política

    A falta de exactamente un mes para cumplir los 35 años, José Antonio Aguirre se vio obligado a emprender el camino hacia el que era su segundo exilio en su corta vida. Tras la caída del Frente del Norte, la ocupación de Bilbao y el desastre de Santoña, el Gobierno Vasco se trasladó a Barcelona, donde ya se encontraban decenas de miles de refugiados vascos, muchos de ellos expulsados de Francia, su primer destino. Aguirre y sus consejeros pudieron actuar desde la capital catalana durante unos quince meses, hasta el invierno de 1939, cuando la situación militar en Cataluña llegó a ser desesperante. Girona había caído y por el paso fronterizo de Le Perthus no cesaba la oleada de refugiados que buscaban poner a salvo sus vidas en tierras francesas. Aguirre se mostró reticente a aceptar la nueva realidad y a convertirse en un refugiado más. Fueron necesarios telegramas urgentes enviados desde el otro lado de la frontera para lograr convencerle de que su vida corría un grave peligro. Doroteo Ziaurritz, el presidente del Partido Nacionalista Vasco, le envió una nota comunicándole su disposición de cruzar personalmente la frontera, agarrarle entre sus brazos y acarrearle al exilio si hiciera falta. [1] Finalmente, y a la vista de que las demás autoridades republicanas que se encontraban en la zona también habían decidido cruzar la frontera, Aguirre hizo caso a sus compañeros. El 5 de febrero, y en compañía de sus correligionarios Manuel Irujo, ex ministro de la República, y Julio Jáuregui, Secretario General de la Presidencia de su gobierno, se juntó en La Vajol con el Presidente catalán Lluís Companys y su séquito para subir al cercano collado de Lli y cruzar desde ahí la frontera. Aguirre y Companys dieron este paso trascendental juntos, pero no sólo porque las autoridades republicanas (Azaña, Martínez Barrio, Negrín) no les habían esperado, a pesar de que se había acordado la salida conjunta del territorio español. Aguirre y Companys fueron juntos sobre todo por un profundo sentimiento de lealtad y solidaridad que Aguirre sentía por el President:

    Unos meses más tarde [...] salía el Presidente de Cataluña por el monte, camino del exilio. A su lado marchaba yo. Le había prometido que en las últimas horas de su patria me tendría a su lado, y cumplí mi palabra. [2]

    Este gesto del lehendakari, empero, no fue sólo fruto de su amistad personal con Companys. Fue más bien un acto simbólico de hondo calado político. Tal y como veremos a lo largo de las páginas siguientes, la idea de la alianza vasco-catalana fue una de las ideas clave, incluso imprescindibles, en el pensamiento político del líder vasco. No pasaría mucho tiempo después de haber cruzado la frontera hasta que Aguirre retomase esta idea para dedicarse con verdadera obsesión a la estrategia de su realización.

    Antes de prestar atención a este tema, sin embargo, conviene analizar brevemente el escenario militar, político y social con que Aguirre se encuentra al comienzo de su segundo –y definitivo– exilio en Francia, en el cual debe actuar el dirigente vasco. En febrero de 1939, y tras la caída de Cataluña, no queda ninguna esperanza con una mínima base realista de un posible vuelco de la trayectoria militar. Ya no hay duda de que Franco va a ganar la guerra y al fin de ésta, el 1 de abril, se certifica oficialmente. Con ello, un nuevo régimen dictatorial sustituye a la República, cuyas instituciones pasan al exilio, donde la dimisión del presidente Azaña (febrero de 1939), los duros enfrentamientos políticos entre las diferentes fracciones republicanas, así como las incompatibilidades personales de sus líderes, proporcionan otro golpe letal a una democracia que se encontraba herida de muerte por la derrota militar. No es muy diferente la situación del Gobierno Catalán que, a partir de 1939, quedó prácticamente disuelto al negarse los consejeros de la Esquerra Republicana a cooperar con los comunistas del PSUC.

    Frente a este panorama de derrumbamiento y de lucha fraticida, y también pese a que los socialistas vascos se vieron directamente afectados por las luchas internas del socialismo español, en el seno del Gobierno Vasco todavía no se había producido una ruptura similar, y esto fue así fundamentalmente por tres razones. En primer lugar, el PNV tuvo una posición tan hegemónica en el Gobierno Vasco como ningún otro partido pudo conseguir ni en Cataluña ni en el gobierno central. Esta hegemonía funcionaba lógicamente como una barrera disuasoria ante cualquier intento de escisión o disidencia, puesto que el hipotético disidente no podía especular con la posibilidad de constituirse en una alternativa política al PNV; en cambio, corría con el riesgo de perder todo su –eso sí, limitado– poder en caso de romper con el partido hegemónico. En segundo lugar, cabe destacar que, por la histórica debilidad del republicanismo en Euskadi, las múltiples escisiones y divisiones entre los republicanos españoles no tuvieron tanta trascendencia en el sistema político vasco. Finalmente, y en tercer lugar, debe señalarse la inquebrantada autoridad de Aguirre entre la gran mayoría de los políticos vascos. Aguirre era joven y llevaba muy poco tiempo –desde octubre de 1936– en su cargo. Pese a los roces con el gobierno central debido a la diferencia de opiniones en torno a la estrategia militar durante la defensa de Euskadi, nadie llegó a cuestionar seriamente ni su entereza moral, ni su compromiso decidido con la República, ni su voluntad absoluta de luchar con todas las consecuencias contra el fascismo. Además, puesto que había quedado al margen de las polémicas negociaciones que condujeron al Pacto de Santoña, Aguirre quedó salpicado, pero no quemado por este acontecimiento. En consecuencia, cuando pasó la frontera, en febrero de 1939, lo hizo con su carisma intacto y como presidente de un gobierno todavía unido. Pronto, sin embargo, el deseo de obtener réditos políticos de esta situación relativamente privilegiada provocó una grave crisis política que iba a poner en tela de juicio la continuidad de un fenómeno que Aguirre defendió a lo largo de su vida política con verdadera pasión: la unidad y la solidaridad de los vascos demócratas en general, y del Gobierno Vasco como suprema emanación de esta entente antifascista en particular.

    Derrota militar, descalabro republicano y unidad vasca: a estos tres factores hay que añadir otros dos de no menor importancia que condicionaron el contexto donde el lehendakari vasco inició su segundo exilio. El primero de ellos, de índole geopolítica, era el clima prebélico que se estaba extendiendo con fuerza en los diferentes rincones de Europa, una vez que se había impuesto la certeza de que la Cumbre de Múnich no había podido aplacar las ansias expansionistas de Hitler. Era previsible que una confrontación militar entre la Alemania nazi y las democracias occidentales, así como el desenlace final de este conflicto, iban a tener graves consecuencias tanto para el futuro del régimen franquista como para las perspectivas políticas de los vascos. Si estallaba la guerra, se presentaría nuevamente, sólo tres años después del comienzo de la Guerra Civil, la opción entre democracia y fascismo. Pero, para un nacionalista vasco como Aguirre, la decisión que se adoptara dependía lógicamente no sólo de convicciones éticas, sino también de un cálculo racional del beneficio político que supuestamente generaría esta decisión para el objetivo final de la libertad vasca.

    De urgencia más directa e inmediata que la guerra fue el problema de los miles de refugiados vascos acogidos en Francia, que habían llegado en una situación de absoluta penuria y necesitaban ayudas de todo tipo para sobrevivir en su nuevo destino. Si el Gobierno Vasco lograba continuar con eficacia la labor de acogida y asistencia a los refugiados, iniciada bastante antes de la llegada de Aguirre, este éxito revertiría en un notable beneficio político para la máxima institución de los vascos, presidida por el lehendakari. Ahora bien, la ineludible precondición de todo ello era la disposición de los recursos económicos necesarios para acometer la mencionada tarea, y estos fondos se encontraban en las arcas del gobierno republicano, mejor dicho, de lo que quedaba de él. ¿Era políticamente conveniente depender en lo económico de las instituciones españolas? ¿Cómo encajaba esta dependencia con el ideal nacionalista de autogobierno y autosuficiencia? ¿No significaba un pacto con los supervivientes de un sistema caducado como la República una peligrosa autolimitación de las aspiraciones nacionales en un escenario geopolítico donde se vislumbraban tiempos de cambio y grandes transformaciones? Éstas eran las preguntas a las que el presidente vasco debía encontrar respuestas más o menos inmediatas tras su traslado a París, en cuya Avenue Marceau quedó ubicada la sede del Gobierno Vasco tras su desalojo de Barcelona. Era evidente que, como miembro del Partido Nacionalista, aunque desligado de su disciplina desde que había jurado su cargo, no podía buscar las respuestas y actuar de forma solitaria. Debía contar con el respaldo de su partido, si bien su cargo como presidente de todos los vascos, no sólo de los nacionalistas, así como su carisma y fuerte personalidad le permitían –al menos teóricamente– disfrutar de un cierto margen de maniobra frente a las autoridades del PNV. No iba a transcurrir mucho tiempo desde su llegada a Francia hasta que tuviera que posicionarse y definirse ante la nueva situación con la que se había encontrado.

    Euzkadi contra España

    En abril de 1939, el Euzkadi Buru Batzar (EBB) llamó a un gran cónclave a sus cargos públicos residentes en Francia, con el fin de definir y consensuar la política nacionalista para el futuro. Las reuniones celebradas en la pequeña localidad de Meudon, cerca de París, estaban condicionadas por unas decisiones adoptadas por el órgano máximo del PNV al comienzo del mes, enviadas posteriormente a los consejeros peneuvistas del Gobierno. Fueron tres las decisiones fundamentales tomadas por el EBB y sometidas al debate de sus cargos públicos. En primer lugar, se acordó la ruptura completa de la alianza con la República mediante la afirmación de que el Partido Nacionalista Vasco no tiene ningún compromiso ni con el Gobierno de la República, ni con los Partidos, ni con las organizaciones sindicales que la apoyaban, llamados del Frente Popular español. Al mismo tiempo, el partido declaraba su libertad para intentar influir en la vida política de Euskadi a través de los elementos vasquistas del Partido Carlista, así como a través de otras personas de espíritu vasco y de buena voluntad. En segundo lugar, el EBB reafirmó su deseo de mantener el Gobierno Vasco, al que el partido debía orientar a través de sus consejeros, y proponía una reorganización de su estructura con el fin de conseguir una reducción en lo posible de la organización burocrática, al igual que un drástico ahorro en los gastos del gobierno, para evitar así un recorte en la asistencia a los refugiados. Esta crítica iba dirigida particularmente al Departamento de Asistencia Social, cuya disolución se discutió. No fue casual que esta propuesta afectara a un Departamento gestionado por los socialistas vascos. Los socialistas fueron también los más afectados por la tercera y última decisión tomada por el EBB en su reunión del 2 de abril, en la que se acordó pedir a los demás partidos vascos como condición para que siguieran colaborando en el Gobierno Vasco el que todos ellos firmen una declaración de principios proclamando su filiación nacional vasca, y su independencia de orientación respecto a los organismos españoles. [3]

    En otro lugar hemos podido analizar detenidamente, desde el punto de vista del partido, el desarrollo de las reuniones de Meudon, su contexto y sus consecuencias. [4] Aquí nos interesa cambiar de perspectiva analítica y preguntarnos por el papel desempeñado por José Antonio Aguirre para así poder evaluar el reparto de poder dentro del clásico modelo bicefálico del PNV, consistente en la separación entre la dirección del partido y los altos cargos públicos del mismo, en este caso, del máximo cargo, de lehendakari. Queremos saber, en definitiva, si el Aguirre del primer exilio francés fue un disciplinado alderdikide (en euskera, miembro del partido), sumiso al EBB y plenamente identificado con la ortodoxia, o si, en cambio, intentaba hacer valer su carisma y defender ideas y proyectos propios, no siempre en sintonía con la doctrina oficial. En esta ocasión, Aguirre contaba con un elemento adicional, ya que este debate se desarrolló bajo el signo de una bicefalia desequilibrada debido a que Juan Ajuriaguerra, el otro líder carismático del PNV y a la sazón presidente del EBB del interior y, por su prestigio e indiscutible autoridad, una especie de contrapeso de Aguirre, se encontraba todavía en la cárcel. No podía, por tanto, estar presente físicamente en las reuniones de su partido con los cargos públicos aunque, gracias a la red de enlaces clandestinos del partido, nunca había tenido que interrumpir del todo la comunicación con sus compañeros del exilio.

    El primero de los puntos de importancia tratados en la primera sesión del 15 de abril fue el análisis de la situación creada después de la derrota de la República y las conclusiones que obtener de ella. Existe un amplio consenso en considerar que se ha entrado en un periodo histórico completamente nuevo, puesto que, tal y como lo formulaba el consejero y Vicepresidente del Gobierno, Leizaola, la Constitución republicana, y el Gobierno de la República son hechos que ya han desaparecido del mapa. [5] No hay voces discordantes y Aguirre, lejos de matizar desde su responsabilidad institucional la postura del partido, lleva la voz cantante y se revela como el principal ideólogo en esta cuestión. Por ello, no resulta aventurado pensar que las decisiones adaptadas el 2 de abril por el EBB, tras consultar a las diversas instancias y miembros del partido, no sólo no incomodaban para nada al lehendakari, sino que probablemente él fue uno de sus máximos inspiradores. Destacan dos ideas claves en el pensamiento de Aguirre. En primer lugar, no deja lugar a dudas de su concepción patrimonialista del Gobierno Vasco. Además de no reconocer el carácter institucional y en cierta medida suprapartidista del Gobierno Vasco, llega a afirmar que el Gobierno y el Partido [...] son dos cosas inseparables. En segundo lugar, Aguirre no piensa desaprovechar la nueva relación de fuerzas en la que se encuentra el nacionalismo tras el descalabro de la República y la profunda crisis de sus partidos, incluido el socialista. Según su análisis, la alianza de 1936 se constituyó en un contexto completamente diferente, donde no había opción para una actuación alternativa si se quería defender unos principios (la democracia) y apuntalar un éxito político (el Estatuto de Autonomía). Este pacto se basó en un programa de gobierno en el que lo nacional aparecía veladamente dicho, era un programa con una coletilla. [6] Ahora, tres años después, esa coletilla se había convertido en principio: Hoy lo nacional debe ser lo principal. No debe haber Partido vasco que no tenga un sentido nacional. Como Presidente del Gobierno, Aguirre insistía en que era preciso sustituir el programa de 1936 por otro arreglo y reputaba indispensable la declaración de filiación nacional vasca exigible a todos los partidos del Gobierno para que éstos continuaran en su puesto: Yo para seguir en esta situación y para actuar, necesito una declaración de este tipo.

    Pero recordemos que esta declaración exigía una afirmación de la filiación nacional del respectivo partido político a la vez que una renuncia explícita a la intromisión de cualquier organismo español en su orientación política. ¿Por qué era tan importante esta segunda exigencia? Aguirre contestó con un relato de una entrevista con Paulino Gómez Beltrán, el presidente del Comité Central Socialista de Euzkadi (CCSE), a quien planteó la siguiente hipótesis:

    ([...] supongamos la guerra; supongamos que tenemos la posibilidad, no sólo de llegar a la Autonomía, sino a la Independencia, los españoles de un sitio y del otro y

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