Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

La Redención
La Redención
La Redención
Ebook442 pages4 hours

La Redención

Rating: 5 out of 5 stars

5/5

()

Read preview

About this ebook

La Redención de MaryLu Tyndall

Una dama en la búsqueda de su padre. Un pirata a la caza de un asesino. Sólo un milagro puede salvarlos a ambos.

La Redención es una aventura pirata llena de batallas, persecuciones, arrestos y traiciones. Tyndall entrelaza, perfectamente, la realidad con la ficción para crear una historia fascinante que cualquier amante del romance pirata disfrutará. Charlisse emprende un viaje en busca de un padre que nunca conoció, solo para naufragar en una isla. Ella anhela el amor de un padre para llenar el vacío de su alma por una infancia abusiva, pero se resigna a una muerte solitaria de inanición. Su salvación viene en forma de una banda de piratas al mando de su feroz y enigmático líder, el Capitán Merrick. Lo último que Merrick esperaba encontrar en medio del Caribe era una hermosa doncella. Ahora tiene la tarea de protegerla no solo de su tripulación, sino también de sí mismo. Recién convertido al cristianismo, Merrick es perseguido por un pasado sórdido, mientras lucha por convertirse en un mejor hombre y acepta una misión de Dios para cazar a los piratas más viciosos del Caribe. Charlisse no puede entender al capitán Merrick. ¿Un pirata que ora y bebe ron? Rompiendo su promesa de nunca confiar en ningún hombre, se encuentra enamorándose del pirata / cristiano, quien más de una vez arriesga su vida para salvarla. Merrick no sabe que aceptar ayudarla a buscar a su padre, lo llevará a una persecución de uno de los asesinos piratas más cruel del Caribe: Edward El Terrible.

Las fuerzas del mal están actuando contra Charlisse y Merrick: los enemigos, las batallas, el encarcelamiento, los celos y la traición, todos amenazan con destruir no solo su nuevo romance, sino también sus vidas. Tomará un milagro, o varios, para que cualquiera de ellos sobreviva.

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateFeb 21, 2019
ISBN9781547571246
La Redención

Related to La Redención

Related ebooks

Religious Fiction For You

View More

Related articles

Reviews for La Redención

Rating: 5 out of 5 stars
5/5

1 rating0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    La Redención - MaryLu Tyndall

    MaryLu

    Tyndall

    Traducido por Iván N. Faúndez Herrera

    Copyright © 2014 by MaryLu Tyndall.

    Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción parcial o total, distribución o transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, incluyendo fotocopias, grabaciones u otros métodos mecánicos o electrónicos, sin permiso previo por escrito del editor; excepto en el caso de breves citas que sean parte de una crítica y algunos otros usos permitidos por la ley del derecho de autor. Para hacer solicitudes de autorización, escriba al editor. Dirija su correspondencia a Atención: Coordinador de solicitudes a la dirección abajo escrita.

    Publicado por Ransom Press

    San Jose, CA 95123

    Todas las citas bíblicas han sido tomadas de la versión Reina Valera, revisión de 1960

    Nota del editor: Esta es una obra de ficción. Nombres, personajes, lugares, e incidentes son el producto de la imaginación de la autora. Nombres públicos y locales son usados, a veces, con el propósito de crear una atmósfera. Cualquier similitud con personas reales, vivas o muertas, o con negocios, compañías, hechos, instituciones o locales es mera coincidencia.

    Diseño del libro ©2013 BookDesignTemplates.com

    Diseño de la tapa: Lynnette Bonner

    La Redención / MaryLu Tyndall.

    ISBN 978-0-9910921-5-4

    Traducido por Iván N. Faúndez Herrera

    Ransom Press

    San Jose, CA

    Agradecimientos

    Ante todo, alabanzas sean dadas a Dios, mi Padre, quien, hace tanto tiempo, me dio la idea de escribir una historia sobre un pirata cristiano. Pensaba que me estaba imaginando cosas; pero he aprendido que si algo parece loco, probablemente, es de Dios. Gracias a Becky Germany y a la Editorial Barbour Publishing por arriesgarse con esta nueva autora y publicar mi serie el Legado de los Piratas del Rey. Gracias a Susan Lohrer y a Traci Depree, las primeras editoras de este libro, y muchas gracias a Lora, la editora final de esta copia. Lora, ¡Eres fabulosa! (EditsByLora.com).

    Gracias a los jueces del prestigioso premio Christy Award por nominar este libro. ¡Qué honor! También ganó el premio Inspirational Readers Choice Award! Quiero hacer una mención especial para Dineen Miller, quien diseñó la hermosa tapa.

    Por último, pero no menos importante, gracias a mis lectores por leer mis libros y escapar conmigo a tierras distantes, en  tiempos lejanos y en donde descubrimos que Dios no solo es un Dios de aventuras, esperanza, gozo y paz; sino también, un Dios de romance.

    ...Y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención...

    Hebreos 9:12 RVR1960

    1 El naufragio: 1665-El Caribe

    Charlisse se incorporó abruptamente, su corazón latía fuertemente. El diminuto camarote del barco se sacudía como un semental salvaje. Se aferró al pilar de la cama para evitar ser lanzada al suelo. Los libros se caían de los estantes. Una silla de madera se desplazó por la habitación y chocó contra la otra pared. El barco se estremecía, Ella levantó el colchón y luego se tiró sobre la parte dura de la cama. Golpeándose el codo con el catre de la cama. Le dolía horrorosamente el brazo ¿Qué estaba pasando?

    Charlisse trataba de recordar en donde estaba. El barco mercante. Ella había negociado el pasaje desde Londres al Caribe para buscar a su padre—un hombre que nunca había conocido—y la única familia que ella había dejado en el mundo. Después de haber pasado la tarde en la cubierta, disfrutando de la fresca brisa del océano, había bajado a su camarote para tomar una siesta. En solo pocas horas, el gentil mar que nos mecía, se había transformado en un demonio embravecido.

    Desde afuera de la cabina, escuchó un sonido ensordecedor — como una serpiente marina gigante— seguida de embates contra su ventana. Ella miró hacia la portilla redonda. Fieros tentáculos de agua arañaban para lograr entrar.

    Su cuerpo se zambulló en el aire, chocando contra la dura cubierta. El dolor comenzó por su espalda, atravesando su cabeza como la estocada de una espada. La puerta de la cabina se hinchó y crujió, rechinando y gimiendo como una barriga rellena. Una inundación de agua de mar irrumpió a través de los tablones de roble y la arrastró hasta la parte posterior de la cabina. Se azotó la cabeza contra el mamparo. Tragó saliva para respirar y metió sus brazos a las turbulentas aguas en busca de algo sólido a que aferrarse.

    El barco embistió en la otra dirección, y el agua salió a borbotones hacia la puerta, llevándose a Charlisse con ella. Se aferró al marco de la puerta. Sus músculos se esforzaban por encontrar donde agarrarse en la madera resbaladiza, pero la fuerza del torrente la arrojó al pasillo.

    Gritos ahogados venían desde arriba. Mientras luchaba por subir la escalerilla, se preparó para resistir el vendaval de agua. Finalmente, logró sacar la cabeza por la cubierta. Una tormenta turbulenta arremetió contra ella, ahogándola y aplastándola contra la barandilla de la escalera. El agua salada le hacía arder los ojos. Un diluvio de lluvia embistió tan copiosamente la nave que convirtió todo en formas surrealistas y retorcidas. La cubierta se inclinó hacia la izquierda, arrojando una cascada de agua sobre su costado. Aparejos y velas rotos, todavía unidos al mástil, se balanceaban hacia adelante y hacia atrás con la embestida, amenazando con arrojar por la borda a cualquiera que se cruzara en su camino. Enojadas nubes negras gruñeron y le arrojaron rayos al barco.

    Vio al capitán agarrado a la barandilla del alcázar. Quería alcanzarlo, escucharlo decir que sobrevivirían a la tormenta, pero el terror a la tormenta se apoderó de todos sus músculos y los congeló ahí mismo.

    Otra ráfaga de viento y lluvia la abofeteó, hiriéndole la cara y la metió en el agua de mar que llegaba hasta la escalerilla. Empapada, trepó de nuevo y luchó por mantenerse en pie en la cubierta resbaladiza y decidió desafiar la tormenta antes que ahogarse en su camarote. Una ola creciente arremetió contra ella y la empujó contra el palo mayor. Ella se aferró a él, cuando el barco escoró a estribor.

    Afilados guijarros de lluvia golpeaban su piel desde todas direcciones, arrastrados por ráfagas de viento que la empujaban de un lado a otro en una frenética competencia por sacarla.

    Ella distinguió la borrosa anatomía de los hombres que estaban en los aparejos superiores, batallando con las velas. Cada sacudida del barco los botaba como muñecos de papel. Los relámpagos resquebrajaban el tormentoso cielo, iluminándolos por un breve segundo y dejando la desastrosa escena impresa en la mente de Charlisse.

    El océano negro se enfurecía a su alrededor, lamiendo sus labios en sus picos espumosos. Truenos estallaron en el cielo, sacudiendo el barco de proa a popa. Cada hueso del cuerpo de Charlisse se estremeció con la enorme sacudida.

    El barco se desvió hacia la derecha, montándose sobre el mar en una ola gigante. Sus pies dejaron la cubierta. Agarrando el mástil, cerró los ojos y se aferró a él con todas sus fuerzas. Sus dedos se deslizaron sobre el pilar crujiente. Los gritos se hicieron eco a través de la fuerte lluvia, unidos a la reprimida voz del capitán Hathaway. El barco se enderezó, flotando en el aire por sobre la tempestad, antes de que aterrizara con un seco golpe al otro lado de la ola. Sus pies golpearon la cubierta. La piel de sus manos y brazos le ardía, herida por las astillas del mástil.

    Ella jadeó y abrió los ojos y vio al Capitán Hathaway a su lado. El miedo esculpió las características de su cara vieja y curtida por el clima.

    Baje, señorita Bristol, gritó, ¡No´eh seguro!

    Apenas hubo hablado, el barco se hundió hacia la izquierda. El capitán desapareció en una ráfaga de agua que se precipitó sobre la cubierta. El vendaval golpeó a Charlisse con la fuerza de un disparo de cañón y ahogó su grito, llenando su boca con el salado sabor del agua de mar.

    Ella buscaba al capitán y se sintió aliviada cuando lo vio colgando de la barandilla lateral, dándoles órdenes a grito a los pocos tripulantes que aún luchaban por salvar la nave. Uno de los marineros trepó por los flechastes, siguiendo las órdenes de su capitán. Una pared de agua lo golpeó, arrojando su cuerpo al agitado mar.

    Charlisse cerró los ojos. Todos vamos a morir.

    El rugido de la tormenta se atenuó. El tambaleante barco se sumió en un agitado vaivén. Charlisse abrió sus ojos y vio que las olas ya no estallaban sobre la cubierta. Se sacó el pelo mojado y enmarañado de la cara y echó un vistazo al barco. Ella escuchó a alguien vomitando. El capitán Hathaway vociferaba órdenes que enviaban a los marinos restantes en todas direcciones. ¿Se acabó la tormenta? ¿Sobrevivimos? Sus ojos se encontraron con los del capitán. Ella le sonrió, esperando confirmación, pero él desvió la mirada, su rostro se volvió de un blanco fantasmal.

    Siguiendo su mirada, Charlisse vio una pared de agua negra que se elevaba por sobre el barco. Sacó el mar de debajo de ellos y se elevó como las alas de un dragón, salivando espuma blanca en su lengua mientras se enroscaba sobre la pequeña nave, listo para atacar. El terror se le quedó en la garganta, ahogándola. Temblorosa, agarró el mástil tan fuerte como pudo.

    La tripulación quedó helada, mirando al monstruo. Algunos se persignaron. El capitán gritó, ¡Afírmense!

    Entonces atacó.

    La monstruosa cantidad de agua tiró a Charlisse por la borda y la hundió de cabeza en el embravecido mar. Desorientada, se revolcaba en el agua agitada y fría. La sal le escocía los ojos. La oscuridad la envolvió. Debajo de la superficie del mar, los sonidos ensordecedores de la tormenta se convirtieron en un ritmo tenue de burbujas arremolinadas.

    Una inquietante paz la envolvió. Atraída por su engaño, dejó de luchar, preguntándose si no sería mejor desvanecerse en este sereno mundo submarino. Pero luego recordó que ella debía encontrar a su padre, para saber si él la amaba, si la necesitaba. ¿Cómo podría morir sin saber que al menos una persona en el mundo se preocupaba por ella? Una fuerte voz en su interior le dijo que siguiera, que no se rindiera aún. Dios, ayuda me, oró ella.

    Su cabeza apareció sobre el agua. Al instante, la asaltó el caos. Sus pulmones se movían en busca de aire entre las olas que se estrellaban sobre su cabeza. La ondulante tempestad la arrojaba hacia arriba y hacia abajo, provocándole náuseas. Le dolían los músculos. El agua de mar se le metía en los pulmones y en el estómago. Mientras la energía salía de su cuerpo, el terror la consumía. Se iba a hundir hasta el fondo del frío mar y se iba a morir sola y sin haber sido amada. Nadie sabría lo que le había sucedido. A nadie le importaría.

    Algo la golpeó por atrás. Se volvió y encontró una plancha grande de madera. Con las últimas fuerzas que le quedaban, se subió a ella y se desplomó, tosiendo y escupiendo agua de mar.

    Algunos relámpagos destellaban y ella vislumbró el barco a varios metros de distancia. Se había dado vuelta sobre un costado y con sus mástiles y velas se hundía rápidamente en el embravecido mar. Varias cabezas se balanceaban en el agua. Los aterrorizados gemidos de la tripulación le hacían correr un frío helado por la espina dorsal.

    Ella remaba hacia ellos porque no quería morir sola. Pero a cada centímetro de progreso, la tormenta la arrojaba mucho más lejos.

    Ella remaba hacia ellos porque no quería morir sola. Pero a cada centímetro de progreso, la tormenta la arrojaba mucho más lejos.

    Pasó los brazos por una barra de hierro que estaba sujeta a la madera, se aferró fuertemente a ella y se mantuvo con todas sus fuerzas. Otra gran ola la golpeó, arrastrándola sobre su inmenso oleaje. Desde su cresta, Charlisse vio cómo el último remanente de las velas del barco se hundía bajo las oscuras aguas.

    2 El corsario

    El capitán Edmund Merrick apretó el catalejo contra su ojo y lo sostuvo a pesar del balanceo del barco. Un buque mercante español se divisaba en el horizonte. Navegando hacia el este desde el puerto de Maracaibo en su camino a casa a España, el barco llevaba, sin duda, una carga preciosa. Desgraciadamente, nunca lo lograría. Había esperado encontrar otro barco hoy, uno que había estado rastreando durante meses, pero esta conquista Española seguramente traería suficiente tesoro no solo para satisfacer el codicioso apetito de su tripulación, sino también para complacer al gobernador de Jamaica. Merrick había sido comisionado por el señor Thomas Moodyford en nombre del rey Carlos II para hacer uso de las armas y tomar y aprehender en los mares, o en cualquier río, o en cualquier puerto o arroyo, los barcos y los bienes del Rey de España, o de cualquiera de sus súbditos.

    Merrick sonrió. En un minuto, pasó de ser un pirata despiadado a ser un soldado al servicio de Su Majestad. Cerró el catalejo y le gritó algunas órdenes a su tripulación. Con las velas adicionales levantadas y un ligero viraje hacia el puerto, la Redención superaría al barco comercial que era más lento. Su tripulación amarró sus pistolas y alfanjes a los cinturones de cuero, luego se los pusieron en los hombros y alrededor de las cinturas preparándose para la batalla.

    Están mostrando una señal de colores, Capitán, gritó el primer oficial.

    Suban la bandera española, ordenó Merrick, pero mantengan mi enseña al alcance de la mano.

    Sí, sí, capitán.

    Preparen sus armas para la batalla, caballeros. Merrick saltó por la escalera del alcázar. Limpien y carguen los cañones, le ordenó al jefe de artilleros. Pero no disparen hasta que dé la orden.

    Merrick observaba a sus estridentes hombres, mientras se preparaban para la batalla; se les hacía agua la boca por el tesoro que pronto sería suyo. Nunca había visto un montón de bribones tan antiestéticos. Vestidos con ropas andrajosas e incomparables, que habían tomado prestadas de conquistas anteriores, se pavoneaban por la cubierta gritándole obscenidades a su enemigo. El hedor de sus cuerpos sucios y su mal aliento flotaban sobre Merrick mientras él estaba de pie frente a ellos. A pesar de su apariencia desordenada, él sabía que si no imponía respeto en todo momento, algún día encontraría un cuchillo en su espalda.

    No maten a nadie a menos que tengan que hacerlo, les ordenó. Pero, si lo tienen que hacer, háganlo rápido y sin dolor. Es el tesoro lo que buscamos.

    Asignó a diez hombres para que permanecieran sobre la cubierta disfrazados de pescadores comunes, y envió al resto a bajar por la escotilla principal fuera de la vista. Merrick colocó un sombrero grande y flexible sobre su badana azul y escondió sus pistolas y el alfanje debajo un largo abrigo de pesca negro. Esperaba que su trampa funcionara. Si fuera necesario, podría perseguir y alcanzar al buque mercante, pero preferiría una conquista rápida y fácil.

    Merrick apuntó su catalejo a su presa una vez más, cuando se podía ver con mucha más claridad. Su tripulación se paseaba por la cubierta, realizando sus tareas, todavía sin darse cuenta de la amenaza que se cernía sobre ella. Unos minutos más y estaría al alcance de los cañones de la Redención.

    A su lado estaba Kent, su primer oficial, y Sloane, su contramaestre y viejo amigo. Kent era el único pirata, aparte de Merrick, que había sido bendecido con una educación formal y que sabía cómo hablar y vestirse en una sociedad educada. Merrick asumió que el muchacho, que no podía tener más de diecinueve o veinte años, había nacido para la nobleza, pero Kent prefería guardarse los detalles de su pasado, un sentimiento que Merrick entendía y respetaba. A decir verdad, el niño le recordaba a Merrick como era él casi 10 años atrás. Experto en náutica y capaz de imponer respeto a la tripulación, Kent se había ganado su puesto como primer oficial.

    El joven miraba al buque mercante, sus ojos no reflejaban ningún miedo, solo un deseo insaciable de sangre y tesoro que le daba a Merrick que pensar. Le pasó el catalejo a Kent, permitiéndole observar a su enemigo a corta distancia. El chico estaba de pie cerca a la altura de Merrick, un muchacho vigoroso con cabello castaño rizado y apenas unos pelos en su barbilla. Sus ojos se crisparon de emoción mientras miraba a su víctima. Devolviéndole el catalejo a Merrick, se quedó esperando sus órdenes.

    Que el jefe de artilleros tenga lista la tripulación encargada del armamento, ordenó Merrick, y el primer oficial giró sobre sus talones y se precipitó por la vía auxiliar.

    Merrick inclinó la cabeza y ofreció una oración rápida por el éxito de su misión y una pérdida mínima de vidas.

    Espero que lo haiga escucha´o, le dijo Sloane.

    Siempre lo hace, mi amigo. Merrick sonrió. Pero es su voluntad lo que se hará al final.

    Asintiendo con la cabeza al contramaestre, volvió su mirada al buque español, que ahora estaba a menos de ciento ochenta metros de distancia. La Redención descendió sobre ella, abriendo con seguridad el calmado mar.

    Merrick le pegaba con la mano a la barandilla y se pavoneaba por la cubierta.

    Le ordenó a los artilleros que dispararan un tiro de advertencia sobre la proa del barco mercante, dándoles a los españoles la oportunidad de rendirse sin derramamiento de sangre. El jefe de artilleros le ordenó a su gente que disparara; el disparo salió con un estruendo ensordecedor, que sacudió la nave hasta su quilla, levantando una nube de humo gris. Como estaba previsto, cayó al agua, en el costado a estribor del buque mercante, y provocó un pánico frenético en la tripulación del barco español. Bajaron la bandera roja y blanca de España desde el palo mayor de la Redención, e izaron la bandera del capitán Edmund Merrick.

    El resto de la tripulación de la Redención salió de debajo de las escotillas, gruñendo y gritando como una manada de lobos hambrientos que salían de una jaula. Los piratas que estaban en la cubierta se sacaron los atuendos de pesca y alistaron sus armas.

    ¿Se detendría la nave, rindiéndose? ¿O huiría? Merrick miraba la nave mercante a través de su catalejo a medida que la distancia entre ellos disminuía. Su respuesta pronto llegó en forma de velas izadas, incluyendo el juanete y el foque externo, que atraparon el viento en una ondulante exhibición de lonas nevadas. Merrick maldijo al capitán, en voz baja. ¿Por qué, si no tenía ni armas ni hombres suficientes y era más pesado, elegiría un curso de acción que solo podría terminar en un desastre?

    Se volvió y dio órdenes para que sus propias velas fueran izadas con cada centímetro de lona que tenían. Al atrapar el viento, la Redención, en rápida persecución, cortaba las aguas del Caribe como una rebanada blanca.

    El tiempo parecía pasar en cámara lenta, intensificando los sentidos de Merrick. Cada sonido se sentía aumentado: El chapoteo del mar en contra del casco, el suave chasquido del viento en las velas, los gritos de excitación de los hombres que se preparaban en cubierta, e incluso su propia respiración.

    Pronto las naves aceleraron una al lado de la otra, a menos de noventa metros entre ellas. El capitán Merrick disparó una bala hacia su enemigo que explotó en la sección media con un rugido ensordecedor, enviando sus vergas y velas a la cubierta. Incapacitado, el barco español, desamparado, se sentó en el agua, esperando su destino.

    Merrick ordenó a Kent que aferrara las velas mayor y gavia y preparara los ganchos de agarre para prepararse a abordar. La emoción del combate inminente le provocaba un escalofrío, una mezcla de excitación y tensión. Con el cálido viento que soplaba su largo cabello, sus pistolas atadas al cinturón de su hombro y su alfanje en la mano, se sentía el guerrero feroz que solía ser. Ya no era un pirata proscrito, ahora era un corsario, comisionado por Inglaterra; pero también tenía otro acuerdo, desconocido para la mayoría, con el gobernador de Jamaica, para capturar y llevar ante la justicia a los piratas más perversos que aterrorizaban el Caribe. Este arreglo aplacaba tanto la nueva fe en Dios de Merrick como su anhelo de libertad y aventura. El barco que había estado buscando últimamente pertenecía al primer villano de la lista, su ex capitán, un hombre cuyas crueldades le había costado la vida a cientos de personas inocentes.

    Cuando el barco pirata se aproximaba, los desesperados marinos españoles dispararon una descarga de mosquete. Corriendo hacia su posición, los piratas respondieron el fuego. Kent se acercó a Merrick. Capitán, ¿debo ordenar que se disparen las armas giratorias para barrer su cubierta y ponerlos en su lugar? Su rostro se endureció en una mezcla de ira y sed de sangre que preocupaba a Merrick.

    El capitán negó con la cabeza. Eso no será necesario, primer oficial Kent. El barco es claramente nuestro. No hay necesidad de derramar sangre. Miró a su primer oficial con curiosidad. Asegúrese de que los hombres estén listos con los rezones. A mi orden, dispararemos los mosquetes para mantenerlos a raya hasta que podamos juntar los barcos".

    Kent asintió con la cabeza, pero sus ojos ardían con un refrenado desafío antes de marcharse para cumplir las órdenes de su capitán.

    Cuando la Redención cayó sobre su presa, los rostros de los españoles se retorcían de terror. Los piratas gruñían y les gritaban obscenidades. Sin embargo, los marineros se mantuvieron firmes, apoyados por su valiente capitán que estaba parado en la cubierta de proa, rebuznando órdenes para que agarraran las armas y tomaran sus posiciones para el inevitable abordaje.

    ¡FUEGO!, Gritó Merrick. El aire explotó con el chasquido de los mosquetes y las pistolas y los atronadores gritos de los piratas, cuando La Redención llegó por la popa al costado estribor del buque mercante. El humo oscureció la vista de Merrick y le llenó la nariz con el acre escozor de la pólvora.

    Seis de su tripulación se balanceaban en los ganchos por encima de sus cabezas antes de soltarlos al unísono. Volaron por el aire y aterrizaron con un ruido metálico, golpeando la cubierta del barco español. Los piratas tiraron de las cuerdas. En segundos, los barcos se estrellaron, produciendo una sacudida atronadora. Siguiendo la orden de Merrick, sus hombres desenvainaron sus espadas y treparon por las jarcias de la nave capturada como una avalancha de ratas. Gritos frenéticos estallaron, junto con el choque de machetes, el estallido de los disparos de mosquetes y los gritos agonizantes de los heridos. Sin embargo, los piratas continuaron su implacable ataque. Aunque sus propias habilidades se habían agudizado bajo el entrenamiento de la Armada del Rey, en donde el honor y el decoro eran altamente apreciados, Merrick había aprendido a aceptar su cruel forma de batalla.

    Los españoles lucharon con más tenacidad de lo que Merrick esperaba de mercaderes comunes, pero claramente no podían competir con un ataque tan poco ortodoxo.

    Un fuerte grito detrás de él atrajo su atención. Kent forzó a un marinero español a arrodillarse en la punta de la espada. El pobre hombre pedía piedad, pero el primer oficial levantó su espada para matarlo de todos modos.

    Merrick se abalanzó sobre él para detener su mano. No matamos inútilmente, gritó, agarrando la mano de Kent.

    ¿Pero matamos a los inútiles? La dura mirada de desprecio de Kent hizo que a Merrick le recorriera un escalofrío por la espalda. Merrick le soltó la mano, sacudiéndola enojado y se interpuso entre el marinero y Kent. Nadie es inútil.

    El primer oficial frunció el ceño, luego se encogió de hombros y se alejó.

    Finalmente, el capitán español llamó a sus hombres a rendirse, y la lucha cesó. Merrick envainó su espada y tragó saliva para recuperar el aliento. La sangre goteaba de una herida en su brazo.

    Shanks, Royce, quédense conmigo, ordenó a sus hombres. Jackson, trae a Brighton y cuida a los heridos. La mayoría de los piratas ya habían bajado a cubierta para buscar la carga. El resto de ustedes, busquen en la nave y asegúrense de que no haya marinos escondidos. Tres de los hombres agarraron sus pistolas y se dirigieron hacia la bodega.

    No los maten, les gritó Merrick. Tráiganmelos vivos. Con gruñidos de decepción, los hombres desaparecieron.

    Merrick pasó por donde estaban los marinos españoles, que habían abandonado sus armas y se habían reunido en un pequeño grupo tembloroso en la cubierta. Hizo un gesto a su capitán para que avanzara y le habló en castellano fluido, informándole que su tripulación no sufriría ningún daño. El hombre se inclinó, una ola de alivio suavizó el miedo que le cubría la cara y le agradeció a Merrick esa garantía.

    Maestros en el arte del pillaje, los piratas recorrieron el barco en busca de tesoros de una manera mucho más ordenada que en su lucha. Los marinos mercantes no podían hacer otra cosa que mirar cómo los ladrones sacaban su preciosa carga de la bodega y la llevaban a la cubierta. Merrick pronto se dio cuenta de por qué su capitán se había atrevido a intentar una pelea tan desesperada. La fortuna almacenada en la bodega superaba con creces sus expectativas: Doblones españoles, pedazos de ocho, especias, plata y perlas.

    Sin embargo, a Merrick no le importaba el tesoro, no desde que se había dado cuenta de que había más en la vida que la riqueza. Dirigió su atención a los heridos y se aseguró de que fueran atendidos lo más rápido posible mientras buscaba a cualquiera de sus propios hombres que necesitara ayuda, caminando con cuidado para evitar la resbaladiza sangre que salpicaba la cubierta.

    Una figura solemne yacía cerca del timón, un estanque rojo oscuro manchaba la cubierta debajo de ella. El corazón de Merrick se le apretaba mientras giraba lentamente el cuerpo. Era Reeves, su ordenanza, con un disparo de pistola en la cabeza. El chico solo tenía quince años. Merrick inclinó su cabeza y se frotó los ojos. Con convulsiones estomacales, hizo una oración por la familia del niño.

    3 Perdida y sola

    Las furiosas olas del Caribe se habían transformado en un balanceo rítmico que hizo que Charlisse cayera en un sueño muy necesario. Sus nudillos, blancos por el intenso apretón que había mantenido durante horas, se agarrotaron cuando dejó de agarrar la voluminosa losa de madera. Con náuseas, frío y mojada, ni siquiera el cálido resplandor del sol naciente sobre sus párpados podía disipar la tristeza de su corazón. Tenía miedo de abrir los ojos, temerosa de descubrir que estaba sola en medio de un vasto océano. Así que se quedó quieta, asimilando los sonidos y olores que le decían que lo que temía era verdad.

    De alguna manera, ella había sobrevivido la noche. ¿Fue la buena fortuna o la maldición de un Dios iracundo? Su conciencia determinó que debía ser lo último, ya que hubiera sido mejor ahogarse que morir lentamente de sed y exposición. Aferrándose, todavía, a la barra de hierro, demasiado débil para moverse, escuchó los sonidos a su alrededor: el chapoteo de las olas, el crujido de la madera debajo de ella, el lejano canto de los pájaros. Suspiró, cediendo ante el agotamiento y el dolor que contenía su cuerpo, y silenciosamente deseó que la muerte viniera.

    ¿Qué? ¿Pájaros trinando?

    Levantó la cabeza, ignorando el dolor que tenía en la espalda, y miró su entorno. Un montículo verde apareció en la distancia. Tierra. Como un oasis en el desierto que la llamaba haciéndole señas. La esperanza renovó sus fuerzas y comenzó a remar hacia ella, usando ambas manos y pies para mover la losa de madera centímetro a centímetro a través de la extensión azul. Después de horas de lucha, ayudada por la marejada y las olas, finalmente se arrastró hasta la orilla y se desplomó sobre la arena.

    Después de un tiempo, se despertó, desorientada, y luchó por sentarse. Olas apacibles, azules y cristalinas acariciaban la costa y delineaban formas irregulares en espuma blanca sobre la arena reluciente. Las nubes oscuras se retiraban en el horizonte, el único remanente de la tormenta que había alterado violentamente el curso de su vida. Habían hecho su daño y parecían reírse de ella cuando se iban.

    Se sentó durante un buen rato, entumecida. Cuando el sol se elevó más alto en el cielo, el calor de sus fuertes rayos la sacudió de su estado de shock. Trató de levantarse, pero una seguidilla de mareos la obligó a arrodillarse. Un intento más, y, finalmente, se paró en sus tambaleantes piernas.

    Los restos del barco —un mástil roto, restos de una vela rota, un balde —esparcidos en la orilla en ambas direcciones. Detrás de ella, la arena terminaba, abruptamente, en una masa de un verde enmarañado, en donde una orquesta de pájaros tropicales hacía una presentación. Cada soplo de la brisa acarreaba el dulce aroma de las flores en flor, junto con el aroma terroso de la húmeda vegetación.

    Quizás no estaba sola. Tal vez otros sobrevivientes del barco mercante habían terminado en esta isla. Se dirigió a la costa, saludando a gritos, a medida que avanzaba, creyendo en esperanza contra esperanza de que, al menos, el capitán Hathaway hubiera sobrevivido. Él había sido tan atento y amable con ella desde que había subido a bordo, en Londres, a su buque mercante, La Llamada.

    Me recuerda a mi dulce hija en casa, le comentó mientras cenaban juntos una noche. Y no permitiré a ninguno de los tripulantes que la trate de forma diferente como si no lo fuera. Mantuvo su palabra. Todos los marinos se habían comportado como caballeros en su presencia, y a juzgar por su apariencia, no había sido una tarea fácil. Nunca había conocido a un hombre como el capitán Hathaway, un hombre que no había querido algo más de ella que su amistad.

    A medida que avanzaba la tarde, la sal en su vestido se secó como un grano grueso que irritaba su piel, convirtiendo cada movimiento en una prueba agonizante. La arena se convirtió en un montón de gránulos candentes, lo que la mantenía al borde del agua para evitar quemarse los pies. Desacostumbrada a la humedad caliente de los trópicos, Charlisse se detenía repetidamente para recuperar el aliento y secar el sudor de su frente con un trozo de su vestido. Sin embargo, avanzó lentamente por la interminable arena y las olas que rompían durante horas, tropezando con madera flotante y conchas marinas, solo para encontrarse, después de una tarde larga y tortuosa, en la misma playa a la que había llegado por primera vez. Dejándose caer en la arena, estalló en llanto cuando las sombras lentamente se apoderaban de la pequeña isla.

    Una luna menguante diseminaba diamantes brillantes sobre el negro mar, que iluminaban grupos pequeños de cangrejos que se deslizaban de un lado a otro sobre la arena. Se acercaban a Charlisse, pero al menor movimiento de su pie o de su mano, se escabullían. Tumbada en la arena, contemplaba el distante globo resplandeciente, esperando que el rítmico sonido de las olas la adormeciera, pero el sueño la eludía. Charlisse no podía decir si eran los insectos, la arena o la sed lo que la mantenía despierta. Tal vez los tres, más el miedo a que pronto estaría muerta.

    Ella no temía a la muerte en sí misma, solo el viaje tortuoso que tendría que soportar antes de que su paz se apoderara de ella. A pesar de eso, aún estaría mejor que si se hubiera quedado en las comodidades de Londres en la casa de su tío. ¿Qué diría si supiera que prefería morir de hambre en una isla desierta a vivir con él? Una pequeña sonrisa curvó sus labios mientras imaginaba su expresión cuando se diera cuenta de que ya no la tenía bajo su control.

    Los pensamientos de Charlisse se fueron a recuerdos más felices de su juventud cuando su madre todavía estaba viva: las horas que había pasado sentada en el regazo de su madre frente a un fuego ardiente, escuchando historia tras historia sobre su padre. Su madre había hablado con cariño de su carácter, su fidelidad y amor; incluso, sus hazañas en el mar, que le había transmitido durante su noviazgo.

    Charlisse nunca olvidaría el brillo en los ojos de su madre cuando hablaba de él, la risa y las lágrimas de alegría que habían corrido por su rostro.

    En esos momentos tan queridos, Charlisse descubrió que su padre era un marino mercante, un capitán, un hombre de buena crianza y educación. No podía estar con ellos, porque estaba trabajando para comprar una propiedad en las

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1