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Habanera Florentina
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Habanera Florentina

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About this ebook

 Otoño de 1997.  Carlo, un joven huraño y solitario, se va de vacaciones a Cuba luego de

romper su noviazgo.  Hace poco que los restos del Che Guevara descansan en Santa Clara

mientras todo el  país lucha por sobrevivir a la crisis provocada por el derrumbe de la URRS y el

embargo impuesto por los EEUU.   En su Italia natal todavía no se perciben señales

de la crisis que ese país afrontará  diez años más tarde.

Durante su viaje, Carlo encuentra varios personajes, sin relación alguna

 entre ellos,  pero que le abren las puertas a un mundo de emociones expresadas en modos

 que le resultan totalmente desconocidos:  amor, odio, celos…  Un universo

al que Carlo  no puede sustraerse, hasta que un día conoce a Evelyn.   Será

ella quien, al fin. lo despertará de su aturdimiento emocional.

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateNov 8, 2018
ISBN9781540176639
Habanera Florentina

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    Habanera Florentina - Marco Del Pasqua

    Marco Del Pasqua

    HABANERA  FLORENTINA

    [1]

    Título Original: Sotto le Stelle di Cuba

    Traducción del italiano al español:

    Carmen María Romero Calle

    El anuncio de ajustar los cinturones de seguridad me despertó.  Instantes después, despejado ya del sueño profundo, gracias al somnífero, recordé.  Había salido de Roma la noche anterior y estaba llegando a La Habana. Amanecía.  El altroparlante del avión advertía del aterrizaje inminente insitiendo en abrochar los cinturones y no fumar.  Pulsé el botón para colocar el asiento en posición vertical.  Venía a Cuba para encontrarle un nuevo sentido a mi vida.  Eso quería.  La posibilidad de conseguirlo me entusiasmaba.  Anteayer había dejado la oficina soñando con mis vacaciones.  Los colegas me despidieron con una punta de envidia:quién como tú que te vas al Caribe en pleno noviembre.  Cierto: yo no soporto esas lluvias, esa niebla del otoño que anuncia el invierno.  Soy animal de sangre fría.  Necesito sentir el calor del sol durante todo el año.  Recordé mi rutina diaria deleitándome en la idea de transcurrir dos semanas sin ordenador, ni teléfono, ni celulares.  Además quería olvidarme de Luisa.  Habíamos roto seis meses antes por incompatibilidad de caracteres.  Ahora, finalmente, estaría otra vez solo, conmigo mismo. 

    Aterrizamos y, como manda la costumbre, aplaudimos al piloto por una maniobra perfecta.  El control de los pasaportes se hizo lento y meticuloso.  Los policías, jóvenes y simpáticos, me  preguntaron si era periodista,  respondí que no; un simple turista.  Disfruta tus vacaciones, Carlo me dijo el agente después de haber controlado mi nombre en el pasaporte por segunda vez.  Gracias, y que el trabajo les sea leverespondí en mi español titubeante.  Recogí mi maleta y busqué un taxi.  Se me acercaron al menos media docena de choferes preguntándome si quería un taxi particular mientras yo me llenaba los pulmones con el aire tibio de la mañana tropical.  Respondí que no y subí a un tourist taxi: son coches nuevos, eficientes, y sobre todo tienen taxímetro.  El chofer me condujo al hotel que yo había reservado desde Italia.  Un edificio de los años sesenta, gris y lúgubre.  Al bajar del coche el calor ya era pesado y pegajoso. La diferencia entre este clima y el del otoño florentino empezaba a pesarme.  Un botones cargó mi maleta.  Presenté mis documentos en la recepción del Hotel y me dieron una habitación simple con baño.  Al llegar a la habitación el botones dejó mi maleta y le dí un dólar de propina.  Ël me deseó buena permanencia.  Desde mi ventana se veía el mar, tranquilo, azul, a pleno sol.  Me desnudé, me duché, luego me tendí sobre la cama y encendí el televisor.  Transmitían un programa musical con espectáculo de salsa.  Poco después me quedé dormido.

    Cuando me desperté eran las dos de la tarde pasadas, ocho de la noche según hora italiana.  Sentí hambre.  Me vestí y bajé al bar.  Los camareros fingían no verme y tuve que llamarles un par de veces antes de que me atendieran.  Ordené un bocadillo, agua mineral y café.  Luego de comer pregunté si era posible alquilar un coche. Me indicaron una agencia de alquiler de vehículos dentro del hotel.  Quería visitar la isla así que alquilé un coche nuevo, coreano, bien dotado de accesorios, y partí inmediatamente a pasear por la ciudad.  No estaba acostumbrado a los semáforos sudamericanos, con luces poco brillantes, colocados pasando las intersecciones.  Los semáforos europeos están inmediatamente antes de llegar al cruce. Temía pasarme una luz roja así que iba lentamente, cosa que alguno detrás de mí no debió apreciar porque las bocinas no dejaban de sonar.  En el malecón había mucha gente haciendo autostop, sobre todo muchachas.  Una de ellas llamó a la ventana del coche cuando me detuve a esperar el cambio del semáforo.  Le pregunté dónde iba y me respondió que donde fuera yo.  Le sonreí y cerré otra vez la ventana.  Ella me guiñó un ojo. 

    Enrumbé hacia la ciudad vieja y estacioné el coche.  Entré caminando por las calles del entro con mi máquina de fotos colgada del hombro.  De tanto en tanto se me acercaba alguien ofreciéndome cigarrillos y baratijas.  Llegué a la La Plaza de la Catedral, repleta de turistas que daban vueltas alrededor de las carretillas de venta ambulante.  Hacía calor, la camisa se me pegaba a la piel.  Había demasiada gente; enrumbé hacia la Plaza de Armas y me senté sobre una banca a descansar.  Aquí también habían muchas carretillas de libros usados y revistas viejas, como en la otra plaza, pero aquí había menos gente y menos ruido.

    Se me acercaron dos muchachas.  Una de ellas me soltó una andanada de preguntas, quería saber de dónde vengo, qué hago en Cuba, cuándo llegué, cuánto tiempo pienso quedarme... finalmente me preguntó si me gustaría invitarla a salir esa misma tarde.  Le dije que no y ella, lusgo de insistir, me preguntó si por lo menos le regalaba tres dólares para tomar un taxi.  Busqué en mis bolsillos, le regalé los tres dólares a condición de me dejara en paz.  Luego un muchacho bastante avispado, de unos quince o dieciséis años, me preguntó si necesitaba un guía.  Le dije que ya conocía la ciudad porque venido de vacaciones algunos años antes pero era muy simpatíco así que empezamos a conversar. Me contó que estudiaba para ser guía turística y que también estaba estudiando italiano.  Quizá no era verdad aunque lo hablaba bastante bien.  Le dí unas monedas para que se comprara un bocadillo y tomé unas cuantas fotos de la plaza y de los vendedores ambulantes.  Me detuve en La Bodeguita del Medio para beber un mojito.  El lugar estaba repleto de italianos.  Pagué y salí lo más rápido que pude.  La calle me provocó cierta sensación de vacío: como si faltaban tiendas y vitrinas,  puntos de atracción y distracción tan comunes en las ciudades del llamado mundo capitalista.  Cené en un paladar cerca del hotel, y me acosté temprano.  Al día siguiente saldría de La Habana.  Quería conocer la isla, ver cómo vive la gente fuera de la capital.

    Me levanté a eso de las ocho, bajé a desayunar, pagué y partí a la ventura.  El tráfico era muy intenso; necesité mucho tiempo y paciencia para salir de la ciudad y tomar la autopista a Santa Clara, donde visitaría el mausoleo del Che Guevara.  La autopista tiene cuatro carriles, estaba muy bien mantenida  pero  había muy poco tráfico:  algunos camiones, pocos coches con placa de empresa, y de vez en cuando uno con placa de turismo, como el mío.  Casi no se veían vehículos privados.  Habría podido ir a mayor velocidad pero más bien iba despacio,  observando el paisaje, casi enteramente plano y monótono.  Muchas plantaciones de caña de azúcar que parecían extenderse hasta más allá del horizonte. 

    Llegué a Santa Clara algunas horas después, algo cansado a pesar de haberme detenido un par de veces por el camino.  Entrando en la ciudad, desde lejos distinguía el imponente mausoleo del Che, con su inmensa estatua de bronce, recortada contra un cielo nublado amenazando lluvia. 

    Entré en la Plaza de la Revolución y dejé el coche.  Al acercarme al lugar donde reposan los restos mortales del Che un escalofrío me recorrió la espalda.  El  monumento se erguía ante mí en toda su solemidad.  No terminaba de gustarme: imponente, transmitía una sensación de grandiosidad retórica que desentonaba a gritos con el carácter y la imagen que el Che había dado de sí mismo durante toda su vida.  Pensé que si él hubiera visto este tributo a su memoria, cuando todavía estaba vivo, lo habría detestado.  Subí las gradas lentamente. Sobre una enorme lápida leí el texto de la carta que escribió a Fidel antes de marcharse de Cuba, renunciando a todos sus cargos públicos para volver a la lucha por la libertad de otros pueblos.  Yo había leído esa hermosa carta muchas veces, en Italia, pero ahora la estaba leyendo, por primera vez, en el idioma en que fué escrita y en el lugar donde descansan los restos de su autor. 

    Un policía me indicó el ingreso bajo estricta vigilania de guardianes y telecámaras.  Otro policía  me adviritió que estaba severamente prohibido tomar fotografias dentro del recinto. Unos cuantos escolares cubanos, y algunos turistas franceses visitaban el lugar.  Entré.  A la izquierda, la tumba del Che y los otros guerrilleros caídos en Bolivia.  No quise leer los nombres inscritos en la piedra como temiendo que, al leer cualquiera de ellos, su mito se habría desvanecido.  Para mí era como si el Che estuviese vivo aún, e intentaba capturar, ahí cerca de sus restos, la presencia de su espíritu.  Dejé el lugar contento y emocionado; había estado cerca a él por lo menos una vez en la vida.  No visité el museo.  Conocía bien su historia. Al salir tomé algunas fotos.

    Comenzó a llover. Con las justas llegué al coche para evitar empaparme.  Estudié el mapa de la autopista y decidí seguir hasta Trinidad, famosa por su belleza y además – algo muy importante para mí – por estar a la orilla del mar.  La lluvia arreciaba, la visibilidad se hacía cada vez más difícil.  Maldeci entre dientes pensando en los miles de kilómetros que había recorrido huyendo del otoño, para encontrarme ahora en medio de una tormenta infernal.  Volví a estudiar el mapa asegurándome de haber entendido cuál era la ruta z Trinidad, y entré en la autopista.  Tuve que detenerme muchos kilómetros después porque no había encontrado la salida que buscaba.  Trinidad se había quedado muy atrás; decidí volver sobre lo andado para tomar una próxima salida, desde donde habría seguido una ruta alternativa que, según el mapa, cruzaba las montañas.

    Recorrí un largo tramo por una vía estrecha pero relativamente buena y en terreno plano, que a cierto punto empezó a empinarse en curvas interminables trepando la montaña.  Conducía ahora sobre un camino rural, quebrado y lleno de baches.  La lluvia caía incesante y el camino iba transformándose en un lodazal espeso, una trampa de barro y agua.  Mientras

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