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Devuelveme mi noche rota
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Devuelveme mi noche rota

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Nada despierta nuestros recuerdos tan precisamente como un olor, un sabor, un sonido. Una canción que nos transporta a ese momento en que la música formaba tan parte de nuestra vida como nosotros mismos. Disco a disco, canción a canción, uno de esos frikis que rebusca compulsivamente en los estantes de cedés de oferta de los hipermercados recompone su vida a través de su completa discografía. Desde la infancia hasta la madurez como padre, pasando por la adolescencia, las dudas, las frustraciones, el amor y la búsqueda del propio camino, con la música siempre como protagonista y fondo, estructura y fundamento de nuestra historia.
LanguageEspañol
Release dateApr 15, 2018
ISBN9788494782053
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    Devuelveme mi noche rota - Jose Morand

    autor

    GALAXIE 500, ON FIRE

    Es frecuente en los adolescentes entusiasmarse con facilidad. Cuando uno tiene una determinada edad, parece que cualquier descubrimiento musical, o estético, suponga un logro definitivo.

    Mi hermano y yo conseguimos que nuestros padres nos compraran un tocadiscos. Uno de juguete. El tocadiscos más barato del mercado. Para nuestros padres con el radiocasete y las cintas ya era suficiente. El tocadiscos sonaba fatal. No obstante, lo disfrutamos. Mi madre, en aquel tiempo, estaba remodelando la casa. Decidió utilizar el comedor. Una estancia considerablemente grande en nuestra casa, hasta entonces no aprovechada a causa de la chifladura burguesa de que la casa se guarda impoluta para mostrarla a los invitados. Lo que anteriormente era la salita, donde la familia disfrutaba del aparato televisor, se convirtió en nuestro cuarto, de mi hermano y mío. Para nuestras cosas. Donde poner nuestros pósters y dedicarnos a nuestras bobadas. Fue un acto de generosidad por parte de mi madre, austera para todo. Sin embargo, nuestro cuarto me cogió ya mayor, a punto de ir a la universidad. En mis tiempos de universidad, yo pasaba la semana en Valencia. Volviendo los fines de semana al pueblo, donde escuchaba en nuestro cuarto, con nuestro tocadiscos de juguete, nuestros discos.

    Uno de los primeros discos que recuerdo es On Fire, de Galaxie 500. Lo encontré por casualidad en una tienda de discos, en Alzira. El tipo que estaba al frente de aquella tienda era realmente siniestro. Un tipo mayor, muy serio, calvo, con una cortinilla de cabello cubriendo la calva y un sospechoso bigote. Era el diyéi de una discoteca de Cullera llamada Triple X. Fui a aquella discoteca en unas vacaciones de Pascua, siendo un adolescente de catorce o quince años, borracho perdido. Casi me dio una paliza una pandilla de chicos que no soportaron verme hacer el tonto por la discoteca, borracho y fachendoso. Aquella misma noche conocí a una chica. Recuerdo que era de Algemesí. Acabé con ella en la arena de la playa, venga el magreo. Este disco (On Fire, de Galaxie 500) me recuerda a aquel diyéi, a aquella tienda de discos y a aquella playa. Yo era entonces un adolescente muy serio y estudioso; con novia formal. Cuando me emborrachaba me trasformaba en, como solían decirme, otra persona. Vi el amanecer en aquella playa abrazado a una chica que recuerdo que era rubia. Soy incapaz de recordar su nombre.

    Probablemente, todo esto que cuento sucedió mucho antes de escuchar por primera vez On Fire, de Galaxie 500. Ese disco lo compré cuando ya estaba en la universidad, en segundo o tercero de Bellas Artes. Tenía veinte o veintiún años. Es posible que lo recomendara un tipo llamado Jorge Albi en su programa de radio, La conjura de las danzas. Yo escuchaba ese programa cada tarde. Me entusiasmaba. Los fines de semana, cuando iba al pueblo, a menudo pasaba por la tienda de discos de aquel tipo tan siniestro en busca de alguno de los discos recomendados por Jorge Albi. Encontraba a veces discos como On Fire, y muchos otros, que empezaron a fraguar mi entusiasmo por las canciones pop. Las de Galaxie 500 eran diferentes a todo lo que hasta entonces yo había escuchado. Rock lento, ralentizado, muy delicado. La hermosa fragilidad de aquellas canciones me encandilaba. Me situaba definitivamente fuera de algunos de los estereotipos que yo entonces no soportaba. Odiaba todo aquello que sonara a tópico del rock. He relativizado con el tiempo las excelencias de las canciones de Galaxie 500. A mi novia no le gustaban aquellas canciones. Las soportaba, por mí. Recuerdo que yo odiaba que ella solamente las soportara. Necesitaba que a ella le gustaran. A nadie le gustaban aquellas canciones. Eso me enorgullecía. Las canciones de Galaxie 500 me apartaban de todo y de todos.

    THE BYRDS, (UNTITLED)

    Estoy en un centro comercial, removiendo en los estantes de los cedés de saldo. El vinilo da paso al cedé. Nuestro viejo tocadiscos de juguete empieza a caer en desuso. He acumulado unos sesenta vinilos que ya empiezan a llenarse de polvo. Mis padres se han cambiado de piso, pues mi abuela ha enfermado definitivamente y ha de vivir con nosotros.

    Soy uno de esos frikis que se dedican a rebuscar durante horas en los estantes de los cedés de saldo en los centros comerciales. Estoy en un centro comercial en Alzira. Ahora lo llaman Carrefour, entonces era Pryca. Mi novia trabaja de cajera en ese mismo centro comercial. A ella le gusta verme entrar y saludarla; dice que tengo fama de guapo entre las cajeras. De vez en cuando, se pone unos patines y se dedica a moverse por toda la extensa superficie del centro comercial con notable habilidad. Me erotiza verla. Es bastante guapa y muy joven; seguro que pone cachondos a los tipos que van a comprar con sus mujeres al jodido Pryca. Me dedico a remover en los estantes de los cedés de saldo. Recuerdo haber encontrado en ese sitio todos los discos de The Byrds, muy baratos. Tal vez este disco, (Untitled), fuera el primero. No es mi disco favorito de este grupo, pero tal vez sea mi primer disco de este grupo; recuerdo haberlo escuchado mucho. Luego vinieron The Notorius Byrd Brothers y todos los otros. Los tengo todos. Tal vez me falte alguno. Desde luego, tengo todos los mejores, las obras maestras. Younger Than Yesterday, Turn!, Turn!, Turn!, Fifth Dimension, Sweetheart of the Rodeo… Yo debo tener, en aquel entonces, unos veinticinco años.

    Llego a los Byrds gracias al nuevo rock americano. Si empiezas a interesarte por algo, tarde o temprano has de interesarte por la genealogía de ese algo. Si te interesa la literatura, por ejemplo, pronto te das cuenta de que tal vez Philip Roth no escriba mejor que Miguel de Cervantes. Los Byrds eran mucho mejores que los R.E.M., aunque duraron mucho menos. Estuvieron poco tiempo en activo, como grupo. Eran un puto milagro. Para un tipo como yo, con tendencia a lo reaccionario, es decir, un maldito desconfiado, descubrir a los Byrds fue como, digamos, sentar las bases de lo moralmente bueno. Esas canciones eran el estereotipo perfecto del rock. La luminosidad, la libertad, la improvisación, la soltura, la facilidad, la ligereza. Si un grupo de rock pudiera equipararse en sus ambiciones artísticas a la extraordinaria soltura de la pincelada velazqueña, a la facilidad absoluta del dibujo matissiano, ese grupo sería The Byrds. Pronto se encaramaron a lo más elevado del altar de mis preferencias. Con veinticinco años, en las conversaciones de barra, si se me preguntaba, yo lo decía: Mi grupo favorito son los Byrds.

    Con esa edad ya me he licenciado. Estoy en el paro. He vuelto al pueblo. Tal vez hago el Servicio Social en la Cruz Roja de mi pueblo, Carcaixent. Quiero ser pintor de cuadros, artista. Estoy solo, me siento solo. No tengo trabajo y no tengo perspectiva de tenerlo. Mi padre me busca un empleo ocasional en una cuadrilla de collidors, recolectores de naranjas. Soy un esnob aficionado a escuchar las canciones exquisitas de The Byrds recolectando naranjas y haciendo de recepcionista en la Cruz Roja de Carcaixent. Roger McGuinn, Gene Clark y David Crosby son el paradigma de lo jipi. Quiero ser jipi. Paso de todo. Nunca voy a hacer nada decente, mi novia es una pava que no me entiende. Mis padres unos capullos con los que creo no tener nada que ver. Mi vida es una mierda. Siempre va a ser mi vida una mierda, me da igual. Paso de que mi vida vaya a ser una mierda. Soy un jipi reaccionario. Un jipi desconfiado.

    CAMILO SESTO, SENTIMIENTOS

    Debo de tener siete u ocho años. Me paso una semana en cama, enfermo de paperas. Para que no me aburra, mi madre lleva a mi cuarto su estupendo radiocasete Sanyo, y algunas de sus cintas. Y unos tebeos de Spiderman. Durante toda esa semana, escucho innumerables veces el elepé Sentimientos, de Camilo Sesto. Las canciones de Camilo Sesto calan hondo en mi pueril alma. Siempre se apodera de mi ser. Mi serenidad se vuelve locura, y me llena de amargura. Siempre me voy a enamorar de quien de mí no se enamora… Creo que escucho cientos de veces esa tonadilla, Vivir así es morir de amor.

    He estado investigando en internet. Camilo Sesto tiene una web en la que se pueden escuchar sus canciones. Volver a recordar las populares tonadillas de ese disco me produce una sorprendente excitación. El tipo ahora es un personaje ridículo, pero entonces me parecía admirable, interesante, total. Afortunadamente, ya no me queda nada de aquella admiración; lo que tal vez signifique que ya no queda nada de aquel niño de siete u ocho años.

    Resulta significativo que aquel disco, para mí inaugural, se titule Sentimientos. Tal vez eso mismo es lo que siempre busco en las canciones populares, lo que siempre he buscado en ellas desde que me enganchara a Vivir así es morir de amor y a todas las canciones de Sentimientos de Camilo Sesto. Los discos nos producen una especie de enamoramiento. Caemos en su embrujo. Luego nos parecen ridículos; pero mientras estamos enamorados de ellos creemos que son complejos, adultos, sublimes. Resulta inevitable sentirse decepcionado tarde o temprano. Los discos son objetos absolutamente superficiales, falsedades arrojadas al espacio y al tiempo. Inevitablemente nosotros caemos rendidos, seducidos por sus mentiras ridículas. Dejarse seducir es sucumbir.

    En aquel tiempo yo compartía el cuarto de dormir con mi hermano. Era una estancia muy cursi, decorada por mi madre antes de que naciéramos ninguno de los dos. Cuando mis padres se casan y compran la casa, mi madre decora ese ridículo cuarto para que duerman un par de niñas repipis. Dos camas de estilo rococó, madera pintada de blanco, una mesita de noche y una cómoda a juego, las paredes recubiertas de papel a rayas, con adornos rococós, a juego con los muebles, un silloncito rococó lleno de borlitas. DIOS, toda una semana escuchando a Camilo Sesto sin parar en aquella habitación. De hecho, que mi virilidad esté fuera de toda duda es un auténtico milagro. Con siete años, no te das cuenta. Vives donde siempre has vivido. No te cuestionas nada. Pero cuando conoces a alguien que tiene un estupendo cuarto lleno de pósters de Michael Jackson y le pides a tu madre permiso para tunear el tuyo, y te lo niega, entonces empiezas a ser consciente de que hay algo que no funciona, una diminuta disonancia, un error infinitesimal. Aquel cuarto era un delito, rayano con el maltrato infantil.

    Mi madre es una persona tan obsesiva como yo. Nuestro problema es que ella no entiende mis obsesiones y yo no entiendo las suyas. Creo que ella es una especie de artista de alguna clase, un ser estético. Necesita proyectarse en las cosas. Necesita establecer una especie de diálogo con los objetos de su entorno, dominarlos, expresarse a través de ellos. Los seres humanos que los habitan le importan una mierda. Su casa es ella misma. Funciona en ella una identificación absoluta con su entorno. Ella, sencillamente, no era capaz de entender que para nosotros fuese definitivamente esencial aportar nuestro propio criterio al espacio que habitábamos. Ese ridículo cuarto era obra suya y, por tanto, intocable. Nosotros no éramos un par de princesitas, sin embargo, teníamos que aguantarnos con todo aquello. En nuestras discusiones sobre el tema, ella siempre acababa con el mismo argumento: Es mi casa, si no os gusta, os vais, o bien: Cuando os compréis vosotros una casa, podréis hacer lo que queráis.

    TRICKY, MAXINQUAYE

    Cuando yo estaba cursando los idiotas estudios de doctorado, a mediados de los años noventa, se puso de moda un estilo musical llamado trip-hop. Las etiquetas musicales son para los esnobs como la luz para las polillas, nos atraen desesperadamente. Los artistas del trip-hop vendieron innumerables discos impostando su moderno glamour. El trip-hop era el enésimo refrito de la música negra, mezcla de soul y hip-hop, de drum & bass y downtempo, de electrónica chill out y reggae.

    En aquel tiempo, un verano, mi padre me vino con uno de sus inventos: Te vas a ir a los Estados Unidos, me dijo. Un amigo suyo bancario le había explicado que su banco sacaba unas becas estivales para jóvenes emprendedores. Has de acreditar estar cursando estudios de postgrado, es lo que piden y no otra cosa, me dijo mi pobre padre. Pero, padre, le dije yo, no soy nada emprendedor. No importa, dijo, vas a ir a los Estados Unidos, a aprender.

    El pobre siempre ha estado obsesionado con que mi hermano y yo hagamos lo que él hubiese querido hacer con su vida y sus circunstancias no le permitieron: viajar mucho, saber idiomas, conocer mucha gente, ser, en definitiva, alguien importante. Supongo que es un error bastante común en un padre. Sobre todo en un padre que se ha formado dentro de las limitaciones del franquismo, con todas las taras y las sumisiones que ello suponía. Mi pobre padre nunca se ha enfrentado a nada. Yo imagino que él lo que quería era huir, a su manera. Su sentido grandilocuente de las cosas nunca ha calado en mí. Ni siquiera he acabado el maldito doctorado. Sin embargo, mi hermano, que no fue tan presionado como yo, no solamente le hizo caso, yendo a trabajar a los Estados Unidos, sino que le hizo demasiado caso, de manera que todavía no ha vuelto (el orgullo de mi padre hubiera sido ir, adquirir mundo y volver a Valencia a saborear el éxito).

    Me dieron aquella estúpida beca de emprendedores. Me fui a los Estados Unidos un poco acojonado; a ver qué quería aquella gente que yo emprendiera. El objeto de la beca era hacer un cursillo de un mes en la universidad de Yale, en New Haven. Nos propondrían estrategias para abrirnos paso en el mundillo empresarial siendo jóvenes emprendedores. Aquello estaba lleno de pijos, hijos de empresarios valencianos, la mayor parte de ellos con un nivel de idiomas extranjeros acojonante (muchos estudiaron en colegios de intercambio norteamericanos). Conmigo, becados como yo, viajaron unos veintiocho emprendedores de corta edad, sabedores de que aquello era una pantomima y dispuestos a pasarlo en grande en un campus universitario americano (algunos no era el primer año que accedían a los Summer Programs de Yale mediante esta misma beca). En aquel viaje, pronto el grupo fue liderado por dos hermanos miembros de una importante familia empresarial valenciana, extrovertidos, atractivos, muy ricos y muy pijos, hermanos de la por aquel entonces actual fallera mayor, hijos y nietos de antiguas falleras mayores y herederos de una gran empresa de no sé qué que no les exigía en absoluto ser emprendedores. Yo me automarginé, no haciendo mucho caso de toda aquella euforia triunfalista.

    Afortunadamente, en cualquier agrupación, siempre he sido capaz de empatizar con una o dos personas. De manera que me hice bastante colega de un ingeniero industrial no demasiado emprendedor, de cuyo nombre en estos momentos no me acuerdo, que era un tipo relativamente normal y no estaba, como yo, por la labor de levantarles la colita a los hermanos importantes hijos y hermanos de falleras mayores valencianas. Mi amigo Tipo Normal y yo nos evadimos del grupo al llegar al campus de Yale y nos hicimos colegas de algunos personajes bastante curiosos. Recuerdo un tipo colombiano, un dominicano, un par de cachondos italianos y un japonés calentorro perseguidor de bellezas latinas.

    Con nuestro amigo el dominicano organizamos nuestro primer viaje de fin de semana a la ciudad de Nueva York. El tipo era amante del deporte del béisbol. Quería ir a ver un partido al estadio de los New York Yankees, en el Bronx. Allá que nos fuimos con el dominicano, mi amigo Tipo Normal y yo. Vimos a los Yankees. Nos compramos unas gorras y unos perritos calientes, como gilipollas. Nos dimos una vuelta. En una tienda de discos que encontramos por casualidad compré una copia del disco Maxinquaye, del artista de trip-hop Tricky. No pude escucharlo hasta mi vuelta a Valencia.

    Uno de los hermanos Fallera Mayor iba por el campus con un discman de última generación, en el que escuchaba sin parar a Bob Marley. Mi disco de Tricky, sin embargo, de alguna manera, me hacía sentirme mejor que Fallera Mayor. Recuerdo que nos cruzamos y Fallera Mayor me vio con mi disco (acabábamos de volver de nuestro periplo neoyorquino y nos dirigíamos a nuestras habitaciones). Mi amigo Tipo Normal me dijo que le pidiera a Fallera Mayor el discman para escuchar mi disco. Yo le dije que daba igual. Fallera Mayor me preguntó de qué disco se trataba. Yo se lo enseñé y le dije: Es Tricky, un artista de trip-hop. Y Fallera Mayor dijo que no tenía ni idea e hizo una presunta mueca de ignorancia. Y un reguero de orgullo asomó de seguro en mi discreta sonrisa.

    Ha pasado mucho tiempo. En el momento en el que escribo esto, si me dan a elegir entre Tricky y Bob Marley, me quedo con Marley. El tiempo siempre da la razón a los tontos.

    LA COSTA BRAVA, SE HACEN LOS INTERESANTES

    Empezó siendo un rollito estival. Nos conocimos por casualidad a principios del verano. Empezamos a salir y decidimos hacer juntos un viaje, en agosto.

    Nos fuimos a Lisboa. Atravesamos toda la península. Hicimos noche en Madrid. Pasamos varias jornadas en Portugal. Recuerdo poco y mal los itinerarios. Ella tiene mejor memoria que yo para estas cosas. Yo me acuerdo de ella casi exclusivamente. Tengo un recuerdo muy vívido de las sensaciones que ella me producía en ese viaje. Apenas nos conocíamos. Luego, trascurrido el tiempo, ha confesado que estaba un poco asustada. Siendo unos desconocidos, el riesgo era descubrir que éramos incapaces de convivir.

    Yo fui mucho más inconsciente. Para mí era excitante viajar con una desconocida. Es todo lo que le pido al concepto de aventura: viajar con una desconocida de la que me estoy enamorando. Creo que, en esas condiciones, yo era incapaz de calcular los riesgos.

    Conduje mi propio coche hasta la capital portuguesa. Recuerdo que me preocupaba la música. Formaba parte de mi estrategia. Quería que le gustara. No podía ser demasiado rara, ni demasiado fuerte, ni demasiado convencional. Canciones pop. Hice una selección de diez o quince cedés para escuchar en el coche. No recuerdo bien la lista. Supongo que algo de Teenage Fanclub, La Buena Vida, Le Mans y cosas de ese estilo. Pero, por encima de todos los cedés que llevé, a ella le gustaron dos: A Short Album About Love, del grupo Divine Comedy, y Se hacen los interesantes, de La Costa Brava. El que más escuchamos, sin embargo, por el tono alegre, feliz, e irónico, fue Se hacen los interesantes. De hecho, en esa época, con el acercamiento, era de lo que se trataba: ambos pretendíamos a toda costa hacernos los interesantes.

    En el principio era eso. Seducir es enmascarar, cubrirse, alejarse de uno mismo, del pavor de uno mismo. Esconder las monstruosidades. Poco a poco el monstruo se ha abierto camino; y ahora, varios años casados y con un hijo, ella, mi mujer, Silvina, ya conoce casi todas mis fealdades. Ya la he decepcionado varias veces. Pero, entonces, en aquel incipiente agosto lisboeta, todo estaba a mi favor, el sonido y el aguardiente, el calor y el deseo, la muerte del día y el baile.

    El rédito fue bueno, por supuesto; y su juicio, emitido días después, tal vez en una cena, ya en Valencia, aludía constantemente a la facilidad de estar juntos. Facilidad versus dificultad. Teníamos más de treinta años y algunas relaciones fracasadas a nuestras espaldas. Y el convencimiento de que la soledad es un mal menor frente a la dificultad de emprender relaciones intrincadas. Era natural estar juntos y eso bastaba para seguir. Las dificultades han venido después. De momento, ahí estamos. Pero, entonces, en aquel viaje, el mundo, nuestras vidas, rodaban con una ligereza extraordinaria.

    SMOG, KNOCK KNOCK

    Mi primera vacante como profesor de instituto fue en un pueblo de interior de la provincia de Alicante. El curso anterior estuve todo el tiempo de un pueblo a otro, haciendo sustituciones. En verano fui a las adjudicaciones pensando que iba a ser igual; profesor sustituto, chico para todo. Pero no. Me dieron una vacante a tiempo completo. Petrer. Ve a Petrer, busca el instituto, conoce al director, busca un lugar para dormir.

    Creo que es el peor instituto en el que he estado. Tal vez tenga que ver mi falta de experiencia, pero no guardo un buen recuerdo, vaya. He elaborado algunas teorías. En aquel tiempo, en aquel pueblo proliferaba la economía sumergida. En las casas, la gente se dedicaba a manufacturar piezas para las empresas de calzado, la principal fuente de riqueza de la zona. Hoy, con los chinos, lo deben estar pasando mal. Pero, entonces, el asunto era muy boyante. Todo el mundo a hacer zapatos. Los infantes de Petrer no se preocupaban de estudiar. Una vez, uno de ellos, un macarra de cuidado, me dijo que ganaba más pasta trabajando en casa por las tardes que cualquier profesor de instituto, como yo, aguantando que los alumnos le insultaran. De ese modo, resulta complicado motivar al alumnado. Su esquema era: currar por las tardes, gastar dinero a todo trapo los fines de semana y hacer el cafre en clase, jodiendo al personal. Mi papel era aguantar.

    Yo debía tener unos veintinueve años; han pasado más de diez, por lo tanto. Sin embargo, todavía recuerdo algunos nombres. Miguel Ángel. Un bestia. Un mafias de cuidado. Le gustaban los grafitis. Hale, Miguel Ángel, pinta un grafiti. No tengo colores. Que te dejen. Se levanta a pedir, pero no pide, coge. El chico al que le ha cogido los colores los reclama. Entonces, Miguel se gira y le suelta un sopapo en plena cara. El chaval sangra por las narices, las chiquillas se ponen a gritar. Bienvenido al alegre mundillo de la docencia en institutos de secundaria. Otra vez, un tal Alberto estaba pinchando con algo, en el culo, al de delante. Me acerco y compruebo que había fabricado un arma blanca con un trozo de botella y una cuerda. Cuando se lo pido, alza el brazo, desafiante. Me lo das, no me lo das. Así era.

    Por las tardes, salía a correr por las afueras y estudiaba oposiciones. Con este panorama todavía estudiaba para obtener un empleo fijo de esta mierda. Había encontrado un piso cerca del instituto, para poder ir andando a trabajar. Lo compartía con un tipo de Valladolid, un empleado de un supermercado que entonces se llamaba Continente, hoy Carrefour. Era jefe de algo, el tipo, creo. Apenas lo veía, pues el tipo trabajaba hasta casi las once de la noche en el puto supermercado. Nuestra relación era cordial a la par que superficial. Nos ignorábamos. Le bastaba que le ayudase a pagar el alquiler. Se alimentaba, casi exclusivamente, de dónuts y de pepsicola. Recuerdo que dejaba la pila del baño llena de vello, de ese vello enroscado asqueroso que tienen los tipos muy peludos por todo el cuerpo. No le dije nada. Me costaba limpiar esa mierda cada vez que me acercaba a la pila a lavarme los dientes.

    Recuerdo estar deprimido a tiempo completo. Las canciones de Smog me consolaban. Bill Callahan, su cantante, parece haberse sentido muy desgraciado. Lo ha debido pasar muy mal; pero su disco Knock Knock es otra historia. Es el disco de un tipo que lo ha pasado de pena, pero empieza a salir de la mierda. Reconcentrado, disciplinado, repetitivo, marcial. Se ve luz. Es como si, siguiendo una senda, paso a paso, con estoicismo, con aguante, tarde o temprano llegase el premio. Bill Callahan, en este disco, empieza a saborear su premio. Por eso me consolaba.

    Cada jornada iba a trabajar en busca de mi premio. En su lugar, me encontraba cada mañana a un alumno de tercero en la puerta de mi casa. Era vecino, al parecer. Me había visto entrar y salir, y me esperaba todos los putos días para acompañarme hasta la puerta del instituto. No era mal chico. No recuerdo su nombre, sin embargo. Pero me tocaba bastante las pelotas tener que aguantar las chorradas que el chaval me quisiera contar a las ocho menos cuarto de la mañana. Creo que se lo dije una vez, medio en broma: Tus historias no me interesan, fulanito. Te las cuento igual, me dijo. Si no quieres, no hagas caso.

    MY BLOODY VALENTINE, LOVELESS

    Yo fui un estudiante de Bellas Artes. A veces me autoflagelo pensando en ello. Es un error ser un adolescente presuntuoso. Ser presuntuoso antes de tiempo te empuja a cometer errores que marcan tu vida. Nuestras vidas, sin embargo, de alguna manera, se construyen a base de errores, de inconsciencias, a trompicones.

    Supongo

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