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La Fuente
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La Fuente

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About this ebook

No supo esperar a que llegara el otro da y se fue al taller desierto, donde trabaj ah hasta el amanecer del da siguiente. El velador lo vio respetuosamente desde lejos y no se atrevi a interrumpirlo.Cuando lleg la hora de la clase, el cuadro estaba terminado y era de una poderosa belleza llena de misterio. Los alumnos se acercaron a verlo y por el saln se esparci un murmullo de admiracin.

Francisco aprovech su cuadro para explicar el tema de las veladuras.El tiempo, esa dimensin relativa, slo nos muestra una de sus facetas. Siempre es hoy, y hoy era ya la inauguracin de la exposicin de la serie de cuadros del maestro.

LanguageEspañol
PublisherPalibrio
Release dateAug 15, 2012
ISBN9781463337247
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    La Fuente - Ríos Alcocer

    La

    Fuente

    RÍOS ALCOCER

    Copyright © 2012 por Ríos Alcocer.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2012914638

    ISBN: Tapa Dura 978-1-4633-3726-1

    Tapa Blanda 978-1-4633-3725-4

    Libro Electrónico 978-1-4633-3724-7

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Para pedidos de copias adicionales de este libro, por favor contacte con:

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Llamadas gratuitas desde EE. UU. 877.407.5847

    Llamadas gratuitas desde México 01.800.288.2243

    Llamadas gratuitas desde España 900.866.949

    Llamadas internacionales +1.812.671.9757

    Fax: 01.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    426080

    INDICE

    CUENTOS CORTOS

    La torre de Chalcamá

    Tirano

    Los últimos Osorio

    La computadora

    La donación

    Las tunas

    Lo inesperado

    El radio

    Un lugar llamado: Lluvia de ceniza

    El maestro

    Los dos Eduardos

    Un retrato

    Aguardando

    Nicolás

    En la barranca

    Las cruces del camino

    La petición de mano

    La presencia

    El legado

    Por computadora

    Sogliani y Rossi

    La madre

    El Paredón

    El último piso

    En la parada

    El Nahual

    La compra

    Una ilusión

    La paliza

    Una cuenta pendiente

    En el cementerio de Quiahuistlan

    La víctima

    La camioneta negra

    El cargamento

    Una vida diferente

    Un desayuno

    La tía Margarita

    La montaña

    El barco

    A primera vista

    8086

    Flavio

    El trasplante

    Déjà vu

    Una Cuestión de lógica

    La confesión.

    Eulalia estaba en misa. La iglesia, espesa de incienso y de cánticos la sumergía en un grato sopor muy parecido a la felicidad. De pronto, una mujer le tocó el hombro.

    -¿Podría detener a mi niño mientras me confieso?

    Preguntó con timidez.

    -Sí, claro, respondió la muchacha y recibió en sus brazos aquel pequeño paquete tibio. La diminuta boca se curvaba buscando alimento. Los ojos del recién nacido permanecían cerrados.

    En aquel momento comenzó la comunión y toda una multitud se desplazó de sus asientos a formar cuatro larguísimas filas de comulgantes. vio que la mujer aún estaba de rodillas en el confesionario y no se atrevió a ir al frente de la iglesia a comulgar. En aquel ir y venir, perdió de vista a la madre del niño. Cuando la multitud se disipó y todo mundo volvió a su lugar, la mujer había desaparecido.

    La buscó en vano. Por fin tuvo que irse a casa con la criatura en brazos. Por el camino de regreso, como el niño comenzara a llorar, la joven entró a una farmacia donde compró leche en polvo, biberones y pañales, no le alcanzó para más.

    Vivía a un par de calles de ahí, no obstante se le hizo largo el trayecto, acicateada por aquel llanto exigente. Entró por la puerta pequeña del jardín y se fue directamente a las habitaciones de su madre.

    Ésta desenvolvió a la criatura mientras escuchaba el relato de su hija. Al poner al descubierto el cuerpo del recién nacido, se vio que no estaba vestido, sólo la manta lo cubría.

    El cordón umbilical, largo, mal cortado sangraba aún. Hábilmente, Clarisa desinfectó, sujetó el cordón, lo cortó a la distancia debida. Con un trapo limpio fajó al pequeño, quien no paró de llorar hasta que le prepararon un biberón que succionó desesperadamente. Lo asearon y pusieron a dormir sobre la cama de la madre, rodeado por cuatro almohadones. Ya que terminaron se miraron a los ojos, no como madre e hija sino como cómplices.

    El llanto del niño atrajo a Anselmo, el abuelo, patriarca discreto, un erudito dedicado a sus clases, a sus libros y a su familia.

    -¿Qué pasa? Preguntó desde la puerta.

    -Tenemos un niño, mira papá, dijo Clarisa.

    El viejo maestro se inclinó a ver al niño:

    -Mm., veo un paquetito de problemas, muy lindo, no podemos negarlo. Deberíamos entregarlo a las autoridades correspondientes.

    -¿Y qué sería de él? Dijo Clarisa poniendo su mano sobre el cuerpo del pequeño con un gesto de resguardo.

    -Crecería en un orfelinato, murmuró Eulalia.

    -De donde posiblemente lo adoptarían, razonó el anciano.

    -¿Y si no? Protestó la joven, luego añadió, lo quiero, yo podría darle una buena vida.

    -Tú estás por casarte, tienes que hablarlo con Eduardo, además hay aspectos legales que debemos tomar en cuenta… las palabras del abuelo parecieron unas cuantas gotas de agua sobre una hoguera, se perdieron como un poco de vapor en el aire.

    Llegó el domingo, para entonces Clarisa y su hija habían despejado una habitación junto a la recámara de Eulalia, la pintaron de un azul tenue. Compraron cuna, tina, ropa, en fin, cuanto era necesario y aún más.

    Aquella tarde llegó Eduardo a ver a su prometida, le llevaba, como siempre, flores y esta vez una caja de dulces. Eulalia lo hizo pasar de inmediato al cuarto donde dormía el niño.

    -Ven a ver, le dijo tomándolo de la mano.

    El hombre, extrañado preguntó:

    -¿Qué es todo esto?

    La joven le relató cuanto había pasado. Él dio algunos pasos hacia atrás, salió de la habitación, caminó a lo largo, seguido por ella y sólo se detuvo en el jardín, junto a la fuente de piedra. Se dio la vuelta e inquirió:

    -¿Tu mamá va a adoptarlo? Lo veo ya muy instalado.

    -No, musitó Eulalia, yo lo quiero para mí. ¿Lo aceptarías tú? Sería nuestro primer hijo…

    -¿Nuestro? Yo quiero hijos míos. Sabe Dios éste de donde viene. Éste no es mío.

    Ella cerró los ojos, recordó la larga plática con el abuelo, quien la había vaticinado esta reacción.

    -Razona, Eulalia, este niño no es tuyo, quien sabe que taras traiga, quizás hasta sea hijo de algún criminal o de un enfermo y tú quieres echarte ese fardo a cuestas… Yo no te permito esa locura, piensa bien y cuando hayas recapacitado me hablas. No quiero saber nada de este asunto.

    El hombre, ya de salida, vio en el pasillo a Anselmo.

    -Maestro, le dijo, ¿puedo hablar con usted?

    -Claro, hijo, pasa.

    El anciano hizo entrar a su alumno a la biblioteca, el lugar en el que, aparte de las ya pocas horas en la universidad, pasaba lo más de su tiempo.

    -Maestro, usted no puede permitir este desatino.

    Anselmo sonrió mientras miraba aquel joven rostro trastornado por una mezcla de sentimientos inesperados.

    -Vengo a ver a la mujer con la que pienso casarme y la encuentro con un crío desconocido al que ella ya ve como hijo propio, hasta me tiene asignado el papel de padre…

    -Bueno, no tienes que aceptar si no quieres.

    -¡Naturalmente que no!

    -Pero usted, maestro puede hablar con ella, usted tiene autoridad, hay casas para esas criaturas…

    -Hijo, he vivido demasiado tiempo entre mujeres, sé que toman decisiones de un modo misterioso y que nada se puede hacer al respecto.

    -Dígale entonces que ese niño o yo.

    -No Eduardo, eso tienes que planteárselo tú, ese es un asunto de dos.

    -Que ella ha vuelto de tres.

    Anselmo miró los ojos turbados del prometido de su nieta y pensó en como la vida más clara y sencilla puede volverse un vórtice obscuro… para algunos.

    Acompañó a su alumno y lo vio abrir el pesado portón e irse.

    Él se quedó un momento en el jardín. Aquel enorme cuadrado era para Anselmo, el corazón de la casa, aún más que la biblioteca, heredada del abuelo. En el jardín había plantado una rosaleda multicolor, pero un rosal en especial, era su orgullo. Con paciencia había logrado injertar en el tronco meridiano, ramas de diversos rosales, así que de la misma planta surgían rosas blancas, roja, rosadas, de un tono violeta, casi azul y las delicadas, semi- silvestres color chabacano.

    Cuando el viento frío de la tarde le hizo estremecer, retornó a la biblioteca. Ahí estaban, su hija, su nieta, -cómo se parecían, ambas altas, de cabello rojizo y ojos color de miel-. Al verlas sentía siempre un estremecimiento en el corazón, una presencia solar.

    -Abue, tenías razón, Eduardo se fue furioso.

    -Si realmente te quiere, volverá, pero tú sabes que tiene derecho a escoger como vivir. No le puedes imponer un hijo ni pensado, menos amado, de la misma manera que yo no debo obligarte a vivir a mi modo.

    -¿Qué vamos a hacer?

    -¿Están ambas decididas a quedarse con esa criatura?

    Nieta e hija asintieron.

    -Bueno, entonces necesitamos registrarlo. Tengo un conocido en el Registro Civil, ¡ah! Y requerimos de dos testigos, una puede ser Ángela, otra, Bertha.

    Llamaron a Ángela a la biblioteca, ella aceptó de inmediato y no sólo por ser la doméstica, sino por lo que le debía a la niña Clarisa.

    Luego de quedar de acuerdo, se retiró a su cuarto al fondo de la casa. Ahí la servidumbre tenía sus propias habitaciones aparte de la casa principal, separada por la huerta y un patio. En tiempos de don Tomás, padre de Anselmo, hubo una reja que se cerraba de noche y ningún criado salía o entraba después de las diez de la noche. Anselmo dejó libre la entrada.

    Ángela se quedó un momento a solas con sus recuerdos mientras sacaba su mejor vestido para ir a registrar al nuevo niño. Se acordaba bien cuando la tenían dos hombres sujeta por los brazos, mientras otro vaciaba su bolsa sobre el mostrador de la tienda.

    -Mira todo lo que se llevaba: latas de atún, leche, pan, hasta aceite, la muy…

    -Ahorita vas a ver como te va con la policía, ladrona de…

    En eso se escuchó una voz fuerte, segura, de mujer.

    -¡Lupe! ¿Qué haces ahí, mujer? La mercancía tenías que mostrarla en la caja.

    La alta y pelirroja mujer se abrió paso entre los curiosos que rodeaban a Ángela y a sus captores.

    -¿Qué pasa aquí? Preguntó con impaciencia-¡Ah!... señores, perdonen, ésta es Lupe, mi criada, acabamos de traerla de Oaxaca, en la sierra, todavía no sabe como se deben hacer las cosas.

    -A ver, trae la mercancía aquí a la caja, que la señorita haga la cuenta para que yo pague.

    Conforme Ángela, muda de sorpresa y alivio ponía los víveres frente a la cajera, los guardias de la tienda depusieron su agresividad y al ver que la elegante mujer pagaba por todo, se alejaron hacia su puesto de vigilancia.

    Una vez la mercancía puesta en una bolsa con el logotipo de la tienda, ambas mujeres abandonaron el lugar. Ya en la calle Ángela dijo:

    -Gracias señora, creí que iban a pegarme ¿Cómo supo que soy de Oaxaca?

    La mujer soltó la risa: -Fue lo primero que se me vino a la cabeza. Después continuó:

    -¿Tienes a donde ir? ¿familia?

    -Un hijo, chiquito de dos años, está encargado con una conocida, pero nada más por hoy…

    Ángela le contó a Clarisa que, siguiendo al marido había venido con todo e hijo a la ciudad, sólo para encontrarse una mañana, abandonada y sin dinero.

    Luego de este encuentro providencial, Ángela había entrado a trabajar con la familia Tavira y Hermida. Ahora ya su hijo iba a la escuela primaria, jugaba en el patio y en la huerta con los otros hijos de la servidumbre y crecía sano y feliz. Ella haría no importaba que por la niña Clarisa.

    Bertha era otro cantar. Casó con el hijo mayor de Anselmo, Dantón, hombre guapo pero violento y de temperamento desigual… tan diferente del padre.

    Al saberla embarazada, la familia de Bertha la había hecho casar con Dantón, pese a ser ellos, los Núñez Arce, de mucho mejor posición social que los Tavira, venidos a menos. Bertha había tenido que decir adiós a una prometedora carrera de soprano, a sus vacaciones en Italia, a sus maestros en el conservatorio y a toda una sociedad mucho más divertida que este grupo de profesores de universidad que se reunían los miércoles a leer poesía…¡en griego! A jugar ajedrez, sin música, sin tener siquiera un buen salón para recibir.

    Bertha languidecía, se marchitaba ahí. Accedió a dar falso testimonio por Anselmo, quien jamás le lanzó ni una mirada acusadora como las que la envolvieron en su propia casa.

    Llegado el día fueron al centro de la ciudad a las oficinas del Registro Civil y quedó asentado en un largo documento que la señora Eulalia Tavira Flores de López presentaba vivo al niño Luis López Tavira, hijo de Luis López Martínez, agente viajero… etcétera.

    Cumplida aquella formalidad que le daba al niño un lugar en la sociedad, salieron a celebrar. Contra la costumbre se fueron a un restaurante y comieron alegremente. Hasta Bertha se animó y la conversación giró en torno a recuerdos de infancia.

    Anselmo relató cuando don Tomás lo envió de castigo a trabajar a la casa de su antigua nana quien criaba cerdos. De niño, Anselmo había sido rebelde, aventurero. A los doce años escapó de casa y unos peones de su padre lo regresaron, medio muerto de hambre de lo alto de la sierra.

    -¿Qué fuiste a hacer allá? Preguntó furioso Tomás.

    -Quería ver del otro lado de las montañas.

    Tomás llevó a casa de Mercedes, la nana a Anselmo.

    -Si no quieres vivir como señor de tus tierras, como ranchero, como mi hijo, aquí te quedarás como criador de puercos, a ver si para eso si sirves.

    La nana Mercedes recibió a su niño con el cariño de siempre.

    -¡Cómo lo odio! Murmuró refiriéndose a su padre.

    -No digas eso, él es tu padre, quien te dio el ser, tú no lo odias, sólo estás molesto porque ni te entiende ni lo entiendes.

    -Es que no le gusta nada de lo que yo hago.

    -Eres un loco, todo lo haces con el corazón, no con la cabeza, tienes que pensar antes de echarte por los caminos de la sierra, sin agua, sin comida.

    Hablando, hablando se calmaron los ánimos y la ausencia del colérico padre apaciguó al niño. Los días en compañía de la nana eran buenos y cálidos. Se levantaban al alba, se lavaban en el río, cortaban fruta. Mercedes cocinaba, el jovencito ayudaba por gusto, por diversión.

    Anselmo suspiró evocando la figura de su nana.

    -Era buena como el atole que me hacía, me quería sin condición alguna. A veces, simplemente se sentaba junto a mí, a sentir mi sombra como ella decía.

    Recuerdo que me regaló un lechón para que yo lo criara. Lo nombré Carlitos, le daba suero de leche, maíz quebrado. Me seguía como lo haría un perro.

    Cuando comenzaba a ser feliz, mi padre, extrañado de que yo no hubiera ido a la casa grande a pedirle perdón, a rogarle que me dejara volver a su lado, vino a verme. Me encontró por el sendero del río, cantando a voz en cuello, seguido por Carlitos. Nos miramos a los ojos y él vio el miedo que me inspiraba. Mi padre y mi hijo Dantón se parecen mucho, tienen algo de amargo dentro del alma que no los deja ser felices, que no les permite la tranquilidad, tampoco a los que viven a su sombra, como las ceibas negras que pudren el terreno que abarcan. Bertha suspiró, pero nadie volteó a verla.

    Anselmo continuó su relato. Tomás me amaba, a su manera ruda e impositiva y ese día en que por primera vez me vio feliz, enfiló a la casa de mi nana, tuvo con ella una larga conversación. Yo temblaba esperando que me volviera a llevar con él. Cuando salió y se acercó a mí, me encogí esperando el golpe. En cambio me despeinó con un gesto torpe de su mano grande y venosa.

    -Hijo, necesitas escuela. ¿Cómo vas ha hacerte cargo de la hacienda cuando yo muera?

    Se marchó sin esperar respuesta, sin llevarme con él. Desde ese día, el padre Lino me fue a dar clase a casa de mi nana, luego, casi sin sentirlo se organizó ahí una escuela primaria para una veintena de niños, con la inquietante innovación de que por primera vez en aquella región, la mitad… eran niñas…

    Ahí dejó Anselmo su relato, cada uno de los comensales narraron algo de sus vidas. Aquel fue un buen día en el que Luis se vio inmerso en las respiraciones, las palabras de la familia Tavira, al quedar inscrito bajo su nombre.

    -.-

    La desaparición.

    El joven Rafael no vino a dormir, dijo uno de los criados a la hora de servir el desayuno. Todos levantaron la vista con sorpresa. Rafael, primo de Eulalia, era serio, tranquilo, había terminado recientemente la carrera de ingeniero químico, jamás había faltado a casa. Excepto cuando Anselmo lo mandó a un viaje de dos meses a Japón como premio a toda una carrera hecha esforzada, cumplidamente.

    Aquella casona albergaba a varios sobrevivientes de naufragios familiares, así como Clarisa y su hija Eulalia retornaron a la casa paterna luego de la muerte de Francisco, el esposo de Clarisa. Rafael llegó casi siendo un niño cuando Antonia, su madre y sobrina de Anselmo lo encargó ahí por unos días y nunca volvió por él.

    Rafael creció bajo una apacible atmósfera estudiosa, sin más castigos que las pláticas con Anselmo, quien, simplemente decía a sus nietos como antes a sus hijos:

    -Uno escoge la manera en que va a vivir y la vida se encargará de responder a lo que uno ha escogido.

    Clarisa fue arriba, a la habitación siempre ordenada de Rafael, nada faltaba. Aquello le preocupó mucho.

    -Algo malo le pasó a ese muchacho, bajó Clarisa a decirle a Anselmo, llamemos a la policía.

    -No, intervino Eulalia.

    Anselmo y Clarisa miraron sorprendidos a Eulalia, quien añadió:

    -Perdonen, pero le prometí no decir nada, sólo que no quiero que se preocupen. Rafael y yo siempre nos comprendimos y nos llevamos bien. El día en que regresó de de su viaje a Japón, vino a verme. Me explicó que se iría a un monasterio Zen budista.

    -¿Por qué no nos dijo? preguntó Clarisa:-En esta casa siempre se le quiso, somos su familia.

    -Él nunca lo vio así.

    Anselmo respiró profundamente:

    -Creí que se sentía a gusto entre nosotros, inclusive, que era feliz.

    -No, continuó Eulalia, pensaba que, abandonado por su madre, era apenas tolerado, a veces, incluso por mí…

    -No hay lugar más misterioso que el corazón de los demás… añadió el abuelo.

    No, Rafael no había dejado dirección, ni una nota de despedida, ni una palabra, excepto para Eulalia, quien ahora lloraba silenciosamente sumida en uno de los sillones de cuero de la biblioteca.

    Veía en su interior el rostro de Rafael, por primera vez iluminado, sonriente.

    -Imagina, Eulalia, llegué a Nara, la ciudad sagrada y todo se me hizo familiar, entrañable. Luego de visitar un monasterio Zen, me quedé ahí de retiro una semana, al final, reconocí que no quería irme, pero el maestro me indicó que debía retornar aquí, hablar con alguien, quien yo escogiera, tenía que despedirme. Estoy seguro, Eulalia, que aquí he vivido siempre en el destierro, siempre triste, allá me sentí en paz, en familia, aceptado, semejante… ya sabes con cuanta facilidad aprendí el idioma. Mientras tú escogiste el inglés, yo quise ir al instituto de lengua japonesa. Tú pediste un viaje a los Estados Unidos, yo al Japón. Aquí ni mi madre me quiso…

    -Aquí te queremos todos.

    -No, Eu, no, yo no lo siento así. Toma, te dejo un regalo. Diciendo esto le tendió a su prima una bolsa de seda dentro de la cual había un estuche de pintura suiboku con todo y un block de papel de arroz especial para tinta china.

    -Despídete del abuelo.

    -No puedo, perdóname.

    Cerró los ojos, abrazó brevemente a Eulalia y salió, como Antonia, su madre, para no regresar.

    Sin que el mismo Rafael supiera, retornaba a la tierra de sus antepasados. Su padre era de origen japonés, era lo único que se sabía de él. Antonia jamás quiso revelar nada más en torno al padre de Rafael. Cuando en la casa de la joven se descubrió que estaba embarazada, hubo una reunión familiar, Pablo y María Teresa, los padres de Antonia, Raúl y Armando, sus hermanos, la llamaron al comedor. María Teresa anunció:

    -Hija, tienes que hacer

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