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Solo en la eternidad
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Solo en la eternidad

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About this ebook

Un romance fantástico en el que el amor trata de resistir en medio de una lucha entre el bien y el mal. 
          Darius es el heredero de la casa Sythus, que gobierna la ciudad en la que viven. Pero no es feliz. La única felicidad la encuentra visitando los sueños de una mujer que le atrae y por la que comienza a descubrir lo que son los sentimientos. 
          Kayla es una muchacha en coma desde que fue golpeada tras evitar la violación de una menor. Está sola en el mundo de los sueños hasta que un joven aparece ante ella. Gracias a él, volverá a despertar en el mundo real. 
          Pero, a veces, el amor de dos personas no es suficiente para derribar las barreras que marca la sociedad en la que viven. ¿O tal vez sí?
 
LanguageEspañol
Release dateMay 17, 2016
ISBN9788408155652
Solo en la eternidad
Author

Kayla Leiz

           Kayla Leiz es el pseudónimo de Encarni Arcoya, autora multidisciplinar que escribe tanto cuentos infantiles como novela juvenil new adult y novela romántica adulta. Una de sus grandes pasiones ha sido siempre escribir y ahora, tras estudiar una carrera y trabajar en una actividad dinámica, donde cada día es diferente, saca tiempo para terminar las novelas que le permiten soñar con esos mundos que imagina.              Actualmente tiene autopublicadas varias novelas, pero también publica con Editorial Planeta, en sus sellos Zafiro y Click Ediciones.               Puedes encontrarla en:  www.encarniarcoya.com www.facebook.com/encarni.arcoya www.facebook.com/kayla.leiz www.twitter.com/KaylaLeiz www.twitter.com/Earcoya

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    Solo en la eternidad - Kayla Leiz

    DEDICATORIA

    Para Ricardo, por estar siempre ahí.

    Para mi madre, por que me ayude a seguir luchando por mi sueño.

    Y para mi panda, la panda de Encarni Arcoya-Kayla Leiz, porque sois l@s mejores.

    PRIMERA PARTE

    1

    rosa_azul

    Ni siquiera sabía cómo era el mar. Una difusa mezcla entre arena y agua era lo único que había logrado crear para vivir, una imagen distorsionada donde colocaba los dos elementos que recordaba que estaban presentes en una playa. Ni el sol era completamente visible, diseminado entre nubes grises que amenazaban siempre con una lluvia fría y desoladora.

    Sentada sobre la arena, rodeándose las piernas con los brazos y apoyando la cabeza sobre las rodillas, contemplaba sin vislumbrar el reino donde hacía meses que vivía. El viento que allí soplaba provocaba que su negra melena corta se separara del cuello y se agitara en pequeñas ondas. Se estremecía cada vez que el gélido frío le rozaba la piel, pero aun así no se movía de ese sitio. No tenía ningún lugar adonde ir y ya estaba cansada de buscar algo que sabía que no iba a encontrar.

    Lejos de ella, sin que su presencia fuera detectada, un hombre la observaba. Llevaba haciéndolo desde hacía un mes y aún su interés no había mermado ni un ápice. Sentía algo diferente en ella, algo que lo llamaba a acercarse, a consolarla de la pena que la tenía sumida en ese estado desde no sabía cuánto tiempo.

    Pequeñas gotas de lluvia comenzaron a caer y miró el cielo preguntándose el motivo por el que se estaba castigando de esa manera, en un mundo en el que ella podía crear aquello que quisiera. ¿Acaso en su corazón no había nada más que eso?

    Él la había descubierto tiempo atrás en su largo vagar cuando intentaba evadirse de la realidad tan opresiva que le tocaba vivir cada día. Se dejó llevar por el sonido de su llanto y la observó mientras las lágrimas le surcaban las mejillas. Se la veía tan indefensa y necesitada que le hizo falta echar mano de toda su fuerza de voluntad para no aproximarse y abrazarla… Se suponía que no debía tomar contacto con nadie en ese estado, nadie podía saber que era capaz de hacer algo así, y no podía fiarse.

    Desde ese día siempre la visitaba y se quedaba entre las sombras admirándola. Unas veces triste, otras algo alegre, pero siempre en un mundo de brumas e imágenes poco nítidas que mostraban el escaso mundo que conocía.

    ¿Quién era ella? ¿Qué le había pasado? ¿Cómo podía ayudarla? Eran las preguntas que lo consumían, y cada vez más, se le fue instalando en el corazón la necesidad de ayudarla de algún modo. Tenía que sacarla de allí, como fuera.

    2

    rosa_azul

    Las gotas de lluvia le habían salpicado en la cara como si fueran lágrimas derramadas por la hermosa criatura que se quedaba en el sueño. Los ojos se abrieron con lentitud para dar paso a su realidad, una tanto o más cruel que la de esa muchacha.

    Sacó uno de los brazos y lo alzó a la altura de los ojos. En contraste con la oscuridad reinante que lo envolvía, el brazo, de una palidez extrema, destacaba sobre lo demás.

    —¿Estáis despierto, mi señor? —preguntaron.

    —Sí —respondió él sin apartar los ojos de la mano que ahora, abierta sobre él, se movía en pequeñas ondas.

    —Vuestro padre os espera para servir el desayuno, mi señor. No deberíais hacerle esperar.

    —Lo sé.

    Lentamente, como si le costase, bajó el brazo y se incorporó en la cama. Algunos mechones rubios le cayeron sobre el rostro cincelado como si de mármol se tratara. Apartó las cortinas que mantenían su privacidad en la cama y observó por las ventanas de su habitación que había amanecido y el sol se encontraba ya alto en el horizonte. Un astro radiante, sin nubes, al que le gustaría que ella conociera.

    —Mi señor. Debe darse prisa —le apresuró.

    Él dirigió la mirada hacia la persona que le hablaba y los ojos se clavaron en ella. Hacía años que lo servía, pero nunca era capaz de albergar sentimientos por él. El hombre, de cabello castaño corto y los ojos marrones, agachó la cabeza con rapidez y se encorvó aún más. Tan solo llevaba una ajada túnica de color marrón oscuro que se veía bastante usada e incómoda.

    —No me digas lo que tengo que hacer —le respondió con frialdad.

    —No, mi señor, ruego me disculpe… —imploró temblando por el miedo que sentía.

    El joven se levantó de la cama y se quedó de pie frente al otro. Medía casi dos metros y era delgado, pero tenía músculos que se le marcaban en el torso desnudo. Solo unos pantalones negros lo cubrían. Una trenza que le llegaba hasta el final de la espalda le sujetaba los lisos cabellos rubios. El rostro era duro pero suave a la vez, no mostraba ningún tipo de emoción en él y era tan hermoso que cualquiera que lo mirara caía rendido ante su belleza. Y aun así, se sentía vacío…, solo.

    Apartó la mirada del varón y volvió a concentrarse en la ventana. Caminó hacia ella cogiendo al paso su túnica de color blanca con remates en negro sobre el cuello y los puños de las mangas y se la colocó sobre los hombros. Volvería a ser un día aburrido, un día sin sobresaltos, sin nada que admirar o destacar. El cristal de la ventana le devolvió su reflejo, del cual destacaban unos pálidos ojos plateados que no expresaban ninguna emoción. Suspiró y dejó que la indiferencia volviera a recorrerle todo el cuerpo.

    Cuando se dio la vuelta, llevaba abotonada la túnica hasta el vientre y ceñida a la cintura; se abría sobre las caderas y piernas haciendo que ondeara conforme andaba. El hombre volvió a hacerle otra reverencia más sin levantar la cabeza.

    Se dispuso a salir de la habitación sin más dilación cuando, en la misma puerta, alguien se le echó encima sin pudor.

    —Joder, Darius, pensé que aún estarías en la cama. Venía a hacerte compañía —dijo.

    Él solo lo apartó golpeándole los brazos con la mano para que dejara de tocarlo.

    —Ya iba a reunirme con vosotros.

    —Tardabas demasiado y tu padre me ha mandado a por ti. Sabes que no le gusta esperar, Darius.

    —Lo sé —respondió este saliendo de la habitación y torciendo hacia la izquierda enfilando un pasillo de mármol blanco.

    Las columnas que formaban parte del pasillo estaban tenuemente decoradas con figuras geométricas y diseños abstractos en relieve. También había plantas colgantes y lámparas con intrincados diseños que contrastaban con el blanco al ser negras en algunas partes de la estancia, así como grandes ventanas sin cristales que ofrecían una vista del patio central del edificio, pero ni siquiera el jardín que antaño le había parecido hermoso le provocaba ahora más que una ligera excitación. El suelo, de un color algo más oscuro que el blanco, dibujaba vetas marmóreas que a veces le hacían perder algo de tiempo contemplándolas. Pero no era el caso en esa ocasión.

    Caminaba con paso decidido, sin detenerse ni saludar a los guardias que se encontraba delante. Oía los pasos acelerados de dos personas acercándose a él con rapidez.

    —¡Oye, oye, que no te has puesto las sandalias! —le gritó.

    Darius se detuvo y se observó los pies. No sentía apenas el frío en ellos y ni se había dado cuenta de que no llevaba puesto el calzado.

    —Y encima no te has peinado. Será posible… Luego me dices que yo siempre estoy dormido —le recriminó.

    —Jack, tú siempre estás dormido —respondió Darius.

    —Sí, lo que quieras, pero hoy eres tú. ¿Acaso quieres que tu padre te vea así? ¡Tú! —gritó al que se había quedado unos pasos por detrás de ellos—. ¡Mueve tu sucio trasero hasta aquí y ocúpate de tu amo! Deberían darte unos azotes por permitir que saliera de este modo de su habitación —añadió.

    —Sí, señor, lo lamento, señor —se disculpó rápidamente corriendo hasta ponerse a la altura de Darius y arrodillándose para poder calzarle las sandalias que sostenía entre las manos.

    —No sé cómo puedes seguir teniendo a este sangre roja inútil. Yo ya me hubiera deshecho de él.

    —Sabe lo que ha de hacer.

    —¿Como hoy? —inquirió mordazmente levantando las cejas—. En serio, parece que a los sangre roja los hacen cada vez más estúpidos…

    Darius lo miró sin hacer ningún gesto, algo típico en él. Pero al menos era el único que lo conocía lo suficiente como para saber cuándo dejar una cuestión.

    Jack era la persona más cercana a Darius. Tenía casi treinta años y, desde hacía veinte, se había ocupado de su seguridad; aunque sin querer, ambos se habían convertido en amigos, uno más que otro. Medía cerca de un metro noventa y tenía una constitución más robusta que Darius fruto de los años de entrenamiento. Una pequeña cicatriz en la ceja izquierda y otra más en el lado derecho del mentón eran lo único que le marcaba de alguna forma el rostro; ambas hechas protegiendo a Darius de los ataques a los que se veía sometido de vez en cuando. El cabello, de un color castaño claro sin llegar a ser del todo rubio, le caía sobre los hombros. Lo llevaba suelto, como la mayoría de los que residían allí.

    Una vez calzado, el hombre se dirigió a la espalda de Darius para deshacer la trenza que recogía los mechones de pelo. Sin embargo, al ser menudo, Darius se dio cuenta de que no iba a poder alcanzar a liberar todo el cabello. Posó sin más una de las rodillas en el suelo y apoyó el puño para ayudar al hombre, que se quedó petrificado al ver a su señor agachado.

    —¿¡Qué demonios estás haciendo, insensato!? —le gritó entre asombrado y perplejo.

    —Cállate, Jack —silenció Darius—. Termina de una vez antes de que alguien nos encuentre —añadió sin abrir los ojos dirigiéndose al hombre, que en esos momentos también los tenía cerrados.

    —S-sí, mi señor… —respondió apresurándose a cumplir la orden.

    Una vez cepillado el pelo y dispuesto sobre la espalda, Darius se incorporó y despidió al hombre. Avanzó sin dilación por el pasillo hacia la sala en la que encontraría a su padre.

    —¿¡Te has vuelto loco!? ¿¡Desde cuándo los sangre azul nos arrodillamos!?

    —¿Qué querías que hiciera? Mi esclavo no iba a alcanzar, ni siquiera me llega a la mitad del pecho.

    —Podías haber regresado a tu habitación. ¿Qué hubiera pasado si te encuentran así?

    Darius sabía bien lo que habría pasado si alguien hubiera conocido lo que había hecho y llegaba a oídos de su padre. Pero no era el caso; tanto Jack como él se habrían mantenido alerta en caso de notar alguna presencia.

    —La próxima vez tendré más cuidado.

    —Procura levantarte antes la próxima vez —le advirtió Jack—. Sabes el humor que se le pone a tu padre cuando las cosas no se hacen como él quiere.

    —Lo sé.

    Se detuvieron ante una doble puerta custodiada por dos soldados. Ambos vestían un traje militar con los colores de la casa, el blanco y el negro. En su chaqueta, a la vista de cualquiera, el escudo de la casa era completamente visible: una rosa azul que era atravesada por una espada y de la que brotaban gotas de sangre roja. El orgullo de toda la familia… salvo de él mismo.

    Con un gesto, indicó a los soldados que abrieran la puerta y Darius entró en la sala. Una larga mesa ataviada con un mantel blanco, ocupada por varias personas de su familia y los más allegados de estos, estaba casi llena. Al fondo, presidiéndola, un hombre de unos cincuenta años lo miraba sin esconder el gran enojo que sentía hacia él. Su aura era poderosa y hacía que cualquiera que lo mirara se encogiera, aun siendo más fuerte, joven o alto que él.

    —¿Te has dignado a honrarnos con tu presencia? —le preguntó con una voz grave que retumbó por toda la sala y acalló por completo los ecos de las conversaciones que, hasta ese momento, los otros comensales tenían. Todos dirigieron la mirada hacia Darius y Jack.

    Darius cerró los ojos y ejecutó una reverencia ante todos los que había en la mesa.

    —Lamento mucho la tardanza, padre. No volverá a ocurrir. —Se quedó en esa postura al tiempo que expresó, de forma alta y clara, sin sentimiento de culpa o vergüenza alguna, las palabras que su padre esperaba oír.

    —No toleraré más este comportamiento, Darius. Hemos esperado demasiado tiempo por ti —replicó su padre.

    —Lo sé —respondió este con un deje de pesadez.

    Recorrió la mesa hasta su sitio, a la derecha de su progenitor, y se sentó cuando un sirviente le retiró la silla para ofrecerle asiento. Esa sala apenas tenía mobiliario y solo la mesa y una gran encimera donde se colocaban los platos y bebidas que se servían por los sirvientes eran las protagonistas. Los grandes ventanales en dos de las cuatro paredes proporcionaban la luz que necesitaban en ese momento.

    —Que no vuelva a pasar —murmuró su padre lo bastante bajo como para que solo lo oyera su hijo.

    —Sí, padre.

    El desayuno transcurrió con normalidad tras ese incidente y pronto las conversaciones se retomaron con avidez. Darius se concentró en su plato y comió todo lo que le pusieron; aparte de para esto, apenas abrió la boca más que para contestar a su padre o a alguno de los que le comentaban algo y esperaban por su parte una respuesta.

    Una vez acabado, el cabeza de familia fue el primero en levantarse, y de inmediato le imitó el resto. Se retiró hacia una puerta contigua a la derecha de la sala sin esperar a que los otros lo siguieran: todos sabían que tenían que hacerlo.

    La sala a la que accedieron estaba llena de ordenadores y pantallas que ofrecían vistas diminutas de varias partes de la ciudad. Todas ellas eran celosamente vigiladas para que nada entorpeciera la paz y tranquilidad de la que disfrutaban allí. Solo tres personas se encontraban al mismo tiempo en esa habitación y en esos momentos solo una de ellas estaba delante de los paneles que controlaban la seguridad. Los otros dos estarían ocupándose de algunos problemas que hubieran surgido.

    El padre de Darius avanzó hasta la pantalla central y susurró algo al operario que estaba ante ella en ese momento. En unos segundos la pantalla dejó de ofrecer la vista de la ciudad para centrarse en una de las celdas que había en la parte más profunda del edificio donde se encontraban. Allí, en una esquina y apenas perceptible, había un hombre encogido tratando, seguramente, de mantener en el cuerpo la mayor cantidad de calor que pudiera.

    Se veía bastante magullado y delgado, lo que indicaba que llevaba varios días allí encerrado. Y por las heridas, no había duda de que era un sangre roja.

    —¿Veis a esa basura?

    —¿Ocurre algo con él? —preguntó Jack dando un paso hacia delante para observarlo más de cerca.

    —Esa escoria inmunda intentó hace tres días entrar aquí para asesinarme. Sé que todos los sangre roja están preparando algo, tenemos que detenerlos. Es nuestro deber.

    —¿En qué os basáis, padre?

    La mirada del padre de Darius habría hecho que cualquier otro quisiera morir en ese momento, pero no era el caso de él. No le importaba más que ser objetivo en esos casos.

    —He interrogado a ese gusano hasta exprimirlo y ni una sola vez ha desvelado los planes que tienen. Quiero que uno de vosotros se encargue de hacerle confesar.

    —Me ocuparé inmediatamente —saltó otro hombre que estaba con ellos. Darius lo miró: era su tío. Era lógico pensar que sería él quien quisiera encargarse de hacer confesar de cualquier forma decente o indecente, fuera culpable o inocente.

    —No —negó fijando la mirada en Darius—, mi hijo lo hará.

    Le sostuvo la mirada sin mostrar ningún tipo de emoción externa. Tampoco en su interior sentía nada, vacío como estaba. Asintió con la cabeza.

    —Será como deseéis, padre.

    *   *   *

    Odiaba cuando la sangre le salpicaba en la túnica, pero era algo inevitable si tenía en cuenta que su progenitor iba a estar viéndolo tras la cámara durante todo el tiempo que estuviera en la celda con ese pobre muchacho.

    Al final había conseguido una confesión de él a fin de que no lo torturara más. Habría confesado lo que fuera por que la tortura finalizara, y al menos le había dado una muerte más digna que la que otros le habrían dado.

    Se estremeció al pensar en los ojos del hombre cuando exhaló su último aliento. Era como si se hubiera dado cuenta del pequeño gesto de misericordia que Darius tenía hacia él.

    Su esclavo, el que estaba a sus órdenes desde hacia ya ocho años, se dispuso a quitarle rápidamente la túnica y sacarla de allí para que no perturbara más a su señor.

    Darius se introdujo en la bañera que habían preparado para él y dejó que el calor y el agua le limpiaran el cuerpo de todo rastro de sangre y remordimientos que pudiera tener. Se lavó a conciencia, incluido el cabello, y salió.

    El anciano le ofreció una túnica de suave satén, casi transparente, y la aceptó mientras se sentaba al lado de la ventana.

    Ya era de noche y la cena se había servido con abundancia en la misma sala del desayuno. Su padre no había hecho más que alardear de Darius y la forma en que este había logrado sacar la confesión, pero él no se sentía bien con eso. Su padre no le había dejado retirarse de allí a pesar de las ropas y los rastros de sangre sobre el cuerpo alegando que eran medallas que debía lucir con honor. Lo que hacían no estaba bien, su vida no estaba bien…

    —Mi señor… ¿Deseáis algo más?

    —No. Puedes retirarte —contestó sin dejar de mirar por la ventana al cielo.

    —Mi señor… —Hizo una reverencia y salió de la habitación.

    «El cielo está plagado de estrellas. A veces alguna cae y la leyenda dice que si pides un deseo este se puede cumplir.» Darius ya no creía en eso. Llevaba demasiados años clamando, rogando cambiar su vida, como para confiar su futuro a un astro errante. Y aun así… Aun así, las estrellas lo llamaban cada noche para que las contemplara, para perderse entre sus brillos llamando a los sueños y mezclándose con ellos.

    Traspasó el pasillo de ensueños por el que cada noche vagaba con un rumbo fijo en su mente. Solo ella conseguía de algún modo hacer que el cuerpo se agitara de alguna forma con los sentimientos que pensaba olvidados. Ella era la única que lograba llegar a su frío corazón y templarlo. Con solo contemplarla se sentía vivo y ansiaba con fervor las noches donde podía escapar a su lado y recrearse con ella.

    Llegar fue sencillo. De nuevo en esa playa brumosa que poco se parecía a una de verdad y que contenía lo que el corazón más anhelaba… Esa chica… Estaba dormida sobre la arena, ajena a su observación. Se la veía tranquila, mientras el viento jugaba con su pequeña melena negra sobre el cuerpo.

    Darius avanzó hacia ella sin darse cuenta y se arrodilló a su lado para acariciarle el cabello. La sentía tan suave bajo las manos…

    Los ojos de la chica se abrieron como si reaccionaran a las caricias y clavaron en él las pupilas de un color azul oscuro tan parecido al del cielo que se diría un trozo de él, primero con ternura ante ese gesto; después con sorpresa por su presencia, y finalmente, con temor por estar junto a ella.

    3

    rosa_azul

    La chica se incorporó lo suficiente para arrastrarse con los brazos y las piernas unos metros de Darius. Este, por su parte, fue consciente de lo que, por primera vez, había hecho. Nunca antes se había atrevido a acercarse a ella, pero ese día todo le había superado y solo quería un poco de paz, la paz que ella le daba.

    Cerró los ojos y suspiró con resignación dejando caer el brazo que aún ansiaba rozar la piel de la chica. Se incorporó y se dio la vuelta para desaparecer.

    —¡Espera! —exclamó una voz tan cálida que todo su ser vibró con el sonido de esa simple palabra. Se detuvo al momento sin girarse—. No… No te vayas… Por favor… —le suplicó.

    No quiso volverse por temor a asustar a la chica de nuevo y se quedó allí de pie sin moverse. Oía cómo la chica se levantaba del suelo y se sacudía la arena, cómo se acercaba a él con pasos inseguros, sin aproximarse demasiado, manteniendo las distancias. Se colocó delante de él y alzó la cabeza para mirarle a los ojos.

    —Me asustaste. Nunca he encontrado a nadie aquí —le dijo con una tímida sonrisa en los labios.

    Darius observó esa acción. Era un rostro tan hermoso… Una sonrisa temerosa, pero que dejaba entrever que era lo bastante valiente como para no dejarse amilanar por un desconocido.

    —Lo lamento. No era esa mi intención —comentó Darius sosteniéndole la mirada. Esos ojos lo hipnotizaban, eran iguales que el cielo nocturno y, junto a su cabello negro como la noche, resguardaban un rostro delgado y delicado.

    —¿Cómo has llegado aquí? —preguntó ella con curiosidad.

    —No lo sé —mintió él. Llevaba tiempo ansiando las noches para poder estar con ella aun cuando nunca se permitía acercarse.

    Ella se aproximó un poco más y le acarició la mejilla. Por instinto, actuó de la misma forma que cualquiera que osara tocarlo: golpeó la mano con la palma con una energía que sabía que no necesitaba para que entendiera que no le gustaba que lo tocaran. Sus ojos plateados se oscurecieron un poco por la rabia que sentía al haber hecho eso, al hacérselo a ella, pero no pudo rectificar al ver cómo la sorpresa que expresaban los ojos de ella era reemplazada por el dolor. Le había hecho daño.

    Volvió la cabeza y la bajó para no tener que mirarla.

    —Lo siento. No debí tocarte —se disculpó ella. Darius clavó la mirada rápidamente en ella. ¿Eso era lo que a ella le dolía, el hecho de que a él le había molestado que lo tocara, no que la hubiera golpeado?

    —No me gusta que me toquen —le confirmó él incapaz de apartar los ojos de ella.

    —No lo volveré a hacer —afirmó con la cabeza gacha—. Solo quería saber si eras… real… Nunca he encontrado a nadie aquí.

    —¿Llevas mucho? —preguntó abarcando con el brazo el lugar que los rodeaba. Ella se encogió de hombros.

    —No sabría decirte, he perdido la cuenta.

    La chica se dio la vuelta y contempló el lugar. Estaba igual que siempre. Arena, agua y el sol oculto entre las nubes que apenas iluminaba el lugar y que le daba un aire lúgubre. Todo ello rodeado de bruma donde solo eran nítidas las figuras de ellos dos.

    —¿Por qué es así? Tan… irreal…

    —Nunca he sabido cómo es el mar… —confesó ella agachándose y cogiendo entre las manos un puñado de arena. Nunca lo he visto, así que parece que mi mente ha creado esto a partir de lo que sé de una playa.

    Darius agachó la cabeza para mirar cómo la arena rozaba la mano de ella y caía al suelo. Quería sentir la suavidad de esa mano de nuevo.

    —El mar que se ve es inmenso y parece no tener fin. Es como si la vista no fuera suficiente para abarcarle del todo. Es de un color azul brillante que, unido al blanco, parece como si se hubiera cogido el cielo y se apresara entre esa agua —murmuró él captando la atención de ella. Los dos se miraron mientras él seguía hablando.

    —La arena es templada y dorada, como si fueran pequeños diamantes dorados que se pegan en tu piel para hacerte brillar cuando el sol en el cielo ilumina con sus rayos el lugar y te ofrece su mejor luz para contemplar el mar que hay ante ti.

    Ninguno de los dos se fijó en que, conforme Darius describía la playa y el mar, todo lo que les rodeaba iba cambiando para adecuarse a las palabras. Solo cuando la luz del sol incidió sobre ellos, ambos levantaron la cabeza hacia el cielo y contemplaron atónitos el azul celeste de un día claro bendecido por esa luminosidad.

    Ella cogió un puñado de arena de nuevo y la observó entre las manos. Brillaba como si tuviera vida propia. Conforme los granos se deslizaban de la mano iba viendo cómo lo que quedaba acababa brillando al estar en contacto con ella.

    Se levantó y contempló el mar, una gran extensión de agua que ya no era blanca, sino de varias tonalidades azules y blancas que le hacían querer conocer en su propia carne lo que se sentía al estar rodeada de esa inmensidad azul.

    Después lo miró a él. No sonreía y tampoco parecía que por su mente pasara otro tipo de emoción, pero sabía, o intuía al menos, que había sido él quien, con sus palabras, había dado forma a ese paraíso que ella se había construido para guarecerse. Le ofreció una sonrisa de agradecimiento a cambio.

    —Gracias por enseñármelo.

    Darius no dijo nada. No podía. La sonrisa que ella le ofrecía era el presente más hermoso y puro que le habían brindado en sus veintisiete años de vida y quería atesorar el momento en el fondo del corazón, aunque solo pudiera ser en sus sueños.

    —Ahora sabes cómo es. No tienes que volver a esa ilusión de antes —le dijo manteniendo su seriedad.

    —Gracias —repitió ella sin dejar de sonreír.

    Se fijó en ella. Era bastante más baja que él; la cabeza le llegaba a la altura del pecho. El pelo era liso y negro azabache e iba acorde con sus impresionantes ojos azul oscuro que tanto le llamaban la atención.

    Iba ataviada solo con una túnica blanca ceñida a la cintura por un cinturón ancho del mismo color y el escote era en forma de V pero no demasiado pronunciado. Le llegaba hasta los tobillos; los pies estaban descalzos sobre la arena.

    Él nunca usaba túnicas en los sueños. Siempre le acompañaban unos pantalones y una camisa ancha blanca a medio abotonar. Tenía miedo de encontrarse con alguien que pudiera reconocerlo, por lo que siempre eludía llevar las ropas típicas de su familia.

    Ella se acercó hasta la orilla del agua y dejó que esta le rozara los pies. Soltó una pequeña exclamación al notar el frío, pero pronto se acostumbró a ella y quiso avanzar un poco más. Se dio la vuelta sonriéndole de nuevo e invitándole a unirse, pero Darius no se movió de donde estaba contemplándola.

    Volvió entonces con él de nuevo y se quedó mirándole con curiosidad. La sonrisa no abandonaba los labios.

    —¿Eres un ángel? —le preguntó de pronto ella.

    —No —contestó sin dudar ni exponer ninguna emoción. Darius jamás podría calificarse de ángel, una figura pura e inocente.

    —¿Por qué estás aquí?

    —¿Quieres que me vaya?

    —¡No!

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