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Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown
Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown
Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown
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Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown

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About this ebook

Una noche cualquiera en la ciudad de Hellstown, Sam Robinson, su hermana Chloe y sus amigos se toparán con lo que nunca hubieran podido imaginar. Al jugar con un objeto mágico, y guiados por una vidente gitana, viajarán sin proponérselo a una dimensión paralela y oculta, un reverso del lugar en el que viven tranquilamente: el Otro Lado. Pero ése es sólo el comienzo de la prodigiosa aventura que vivirán en ese extraño y oscuro mundo. Allí conocerán a todo tipo de personajes pintorescos, unos amables y otros temibles, que, como al lector, les dejarán un recuerdo imborrable.

Prepárate para disfrutar de la primera aventura de Sam Robinson y sus amigos, 'Noche de Terror en Hellstown'. Un cuento para niños (y para no tan niños) donde ni todo, ni todos, son lo que parecen ser.

Únete a Sam Robinson... en el Otro Lado.

LanguageEspañol
Release dateJul 10, 2018
ISBN9780463768679
Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown
Author

D. D. Puche

D. D. Puche son dos autores, en realidad: los hermanos David y Daniel Puche. David es doctor en Filosofía por la UCM y profesor de dicha materia en la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Mérida (EASDM), profesión que combina con la literatura. Daniel es licenciado en Filosofía y Teoría de la Literatura por la misma universidad, y se dedica en exclusiva a tareas literarias y editoriales.Juntos han publicado varias novelas, entre las que destacan 'Balada de los caídos', 'Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown' y 'Rhett Murdock. Detective privado'. También colecciones de relatos de terror, fantasía y ciencia-ficción como 'Galaxia errante' o 'El Evangelio digital'; y ensayos como 'Cristianismo sin Dios' o 'Vivir en el desarraigo'. Su obra está empapada de referencias filosóficas, pero pasadas por el tamiz de la ficción. Una mezcla perfecta de reflexión y amenidad narrativa.

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    Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown - D. D. Puche

    Prólogo. Aclaración para mis jóvenes lectores

    Hola a todos. Me llamo Samuel, Samuel Adam Robinson, pero en casa siempre me han llamado Sammy, o sencillamente Sam (incluso hoy día mi mujer me llama Sammy cuando va a darme alguna mala noticia). Si ahora vengo a importunaros, aquí entre estas páginas, es porque creo que tengo alguna que otra buena historia que contaros. De hecho, tengo un buen puñado de magníficas historias; y no es que quiera presumir, ni dármelas de interesante, es que, de verdad, de verdad, son muy buenas.

    Si me animo ahora a contaros ésta es porque dio inicio a una etapa maravillosa de mi vida, allá por mis diez o doce años. Por eso, y porque mis hijos tienen actualmente esa edad, concretamente trece y nueve; y me parece que dejarles por escrito mis aventuras infantiles puede interesarles, si no ahora, sí dentro de un tiempo, para que cuando lleguen a la madurez, como yo, sepan valorar con alegría y quizá algo de nostalgia esa fase de la vida que da pie a tantas cosas. Espero que a vosotros os interese mucho más que a ellos, que me consideran un carroza, un anticuado (sobre todo cuando me pongo a escuchar mis viejos discos de vinilo y ellos me dicen que todo en digital es mejor. ¡No saben lo que se pierden!).

    ¿Qué deciros de lo que os vais a encontrar en las siguientes páginas? Lo primero que debería explicaros es que los hechos se produjeron en el lugar donde yo vivía, en un barrio a las afueras de una gran ciudad de la costa este de Estados Unidos, llamada Hellstown. Pero no os preocupéis por ese nombre: quien se lo puso debía de ser algo dramático… En realidad, yo vivía en el típico barrio de clase media, formado por casas con su jardincito, su valla blanca, su garaje, sus árboles… con niños siempre jugando en las aceras o la calzada, los chicos subiendo por el tejado hasta la habitación de sus amigos o su novia, y sus largas horas de tiempo libre, sobre todo en verano, debido a las jornadas de nuestros padres.

    Otra cosa que deberíais saber es que lo que voy a narraros sucedió cuando yo tenía una edad, digamos que… algo impresionable (como espero que os impresione a vosotros), y puede que alguno de los hechos que os cuento no fueran del todo como os los cuento. Pero si no puedo aseguraros que mi edad de entonces y mi memoria actual os narren todo tal y como fue, lo que sí puedo prometeros es que todo cuanto os cuento es esencialmente verdad.

    ¿Y qué más decir? No quiero aburriros con largas introducciones, así que lo único que quiero añadir es que todo esto sucedió allá por los años ochenta del siglo XX, y como todo el mundo sabe los ochenta fueron la década más prodigiosa de la historia de la humanidad. ¿Qué no podía ocurrir?

    1. Una reunión nocturna

    Todo comenzó una estupenda y soleada mañana de primavera. Recuerdo que era soleada porque yo iba con los pantalones cortos de jugar al fútbol, y como es normal en los niños de esa edad, llevaba de rodillas para abajo todo embarrado. Ese día salíamos los chicos algo antes de hora, ya que a mitad de mañana casi toda la clase salía de excursión hacia una fábrica de ordenadores. Las computadoras eran una cosa extraordinaria entonces, que servían para hacer cálculos, escribir y no sé qué más. Yo no tuve mi primer ordenador hasta mucho después, pero ya entonces era algo importante. Como casi todo el curso iba, los niños que no fuimos pudimos salir antes, para que no diéramos más clases que el resto (y sospecho que porque los profesores no querían cuidar de los pocos gamberretes que quedábamos).

    Yo estaba con mi inseparable amigo Frog. Por supuesto ése no era su nombre, pero todos le conocíamos así desde siempre. Tenía mi amigo una cara y una mirada curiosa, como la de alguien que descubre constantemente cosas nuevas a su alrededor. Era un chico inventivo, que siempre o casi siempre llevaba una gorra y una mochila a la espalda; pero no la mochila del colegio (pues siempre dejaba todo el material escolar en la taquilla) sino una mochila donde solía llevar sus cosas, como veréis. Todo lo que puedo contaros de mi amigo Frog es poco, y con sólo deciros que éramos uña y carne os lo digo todo. De hecho, no teníamos ninguno de los dos muchos más amigos, por lo menos no tan buenos, así que pasábamos juntos casi todo el tiempo que nos dejaban nuestras obligaciones familiares y, claro, los deberes de la escuela (si no hacíamos los deberes podíamos pasar más tiempo haciendo el tonto, pero eso tenía desagradables consecuencias al día siguiente).

    Frog, cuyo verdadero nombre era… ¡uf!, ahora no recuerdo, porque siempre le llamábamos todos así, incluidos los maestros o sus padres (aunque al principio le molestaba pronto se sintió a gusto con su apodo como si fuera su verdadero nombre), era el tipo más impredecible que uno pudiera imaginarse: siempre aparecía de pronto, sin avisar, por mi casa, entrando por la ventana de mi cuarto, trayendo el último invento, la última noticia, o el último disco, película, o por supuesto cómic que apareciese, antes de que nadie más se enterara. Siempre estaba al cabo de todo, de un modo que para mí era inexplicable, pero ciertamente entretenido. Casi podría decirse que toda mi información acerca del mundo procedía de él. En ese sentido yo era más soñador.

    Pues como os decía, salíamos juntos del colegio, y debíamos esperar allí a que nos recogiera mi hermana mayor, Chloe. Ella venía del instituto que estaba a espaldas del colegio, y realmente le reventaba tener que recogerme para acompañarme a casa; pero es que estaba a un buen trecho de distancia, y mis padres así se lo habían ordenado (no porque temiesen que a mí fuera a pasarme algo, sino al contrario, para evitar que Frog y yo hiciéramos alguna trastada a algún incauto vecino). Si yo tenía un amigo inseparable, lo mismo podía decirse de mi hermana, que siempre estaba con su amiga Laura, una chica con gafas, más bien tímida, que en realidad encajaba poco con ella, pero se querían un montón. No es que a mí Laura me cayera mal; lo que no entendía es cómo cuando llamaba por teléfono a mi hermana podían estar tanto, tanto hablando sin parar. ¿Qué tendrían que contarse, si se veían todos los días? Ahora que tengo una hija sucede lo mismo, pero por fortuna tiene un teléfono móvil.

    Mi hermana era muy tonta y repelente. No, os miento. Era una chica encantadora, muy maja. Hoy sigue siendo una gran mujer. Pero por aquella época yo tenía unos diez años, así que mi relación con ella, a la que a menudo le tocaba ser la autoridad sobre mí cuando no estaban papá y mamá (y no porque le hiciera ninguna gracia esa situación), la convertía en el perfecto blanco de mis bromas, como esconderle las cosas, pintarle la ropa, o chincharla en general y sin motivo alguno. Ahora entiendo que eso eran tonterías de niño pequeño. Supongo que yo quería llamar su atención de alguna manera, y ésa era en cierto modo mi forma de mostrarle mi amor (una forma muy, muy rara). En cualquier caso, aquella mañana ella iba por los pasillos del instituto con su amiga Laura en dirección a su taquilla cuando unos chicos les dijeron…

    Un momento, esperad. Acabo de caer en la cuenta de algo. Os preguntaréis cómo sé yo lo que pasó o lo que dijo no sé quién en un sitio en el que yo no estaba… Veréis, hago este pequeño paréntesis para explicaros que muchas veces, aunque cuente algo de alguien o de una situación en la que no estaba presente es porque después, preguntando, he podido más o menos reconstruir de forma fidedigna cómo sucedieron las cosas. De verdad, os aseguro que no me lo estoy inventando. Hecho este pequeño paréntesis, puedo volver por donde iba. ¿Y dónde era? Ah, sí…

    …Un grupo de tres chicos, apoyados en sus taquillas, con sus cazadoras del equipo de fútbol americano, les sonrieron al pasar, y el más guapo de ellos, Jesse, que era precisamente el que gustaba a mi hermana, le dijo:

    ‒Oye, Chloe, ¿sigue en pie lo de esta noche?

    −No sé, Jesse, me da un poco de miedo…

    −Vamos, no seas así. Iremos los tres; si pasa algo os protegeremos a Laura y a ti.

    −No sé si fiarme… Y a Laura no le caen nada bien tus amigos.

    −¿Es verdad eso, Laura?

    Laura sólo torció el gesto. Eso era un sí.

    −Bueno, no te preocupes por ellos –siguió Jesse−, lo importante es pasar un rato divertido, ¿no?

    −Sí, supongo…

    −¿Eso es un sí?

    −Supongo… −a mi hermana no costaba mucho convencerla de hacer algo que ella quería hacer.

    −¡Estupendo, nos vemos a las nueve! –y cada uno siguió su camino, mi hermana con Laura hacia la puerta del colegio para recogerme, y Jesse con sus amigos adonde fuera.

    Eso que querían hacer esa noche era jugar a la ouija… si a eso se le puede llamar jugar. Debido a lo que pasó después yo os recomendaría no tocar para nada esas cosas, porque entrañan ciertos peligros que no comprendemos bien. Y cómo no, esos peligros dieron lugar a los acontecimientos que en seguida os narraré; pero no adelantemos acontecimientos. En cualquier caso, la ouija no es un juguete.

    Pues sí, aquella noche nuestros padres estaban fuera de casa. Habían tenido que ir a un congreso de negocios a otra ciudad, y dejaron a mi hermana a mi cargo, lo que significaba que nada bueno podía pasar. Y lo que inevitablemente tenía que pasar era que Frog viniera a pasar la tarde y a dormir. Además, no teníamos apenas deberes, con lo que pudimos cazar bichos en el jardín, jugar con su último invento (un lanzapatatas, con el que una lámpara muy querida por mi madre salió mal parada), y hacer experimentos en el horno con mis soldaditos de plástico, entre otras muchas cosas. Laura llegó más tarde, ya para la cena. Laura siempre llegaba en el momento justo en el que la pizza llegaba a casa, y yo siempre sospeché que tenía controlado de alguna manera al repartidor, pues aparecía para zampar como un reloj.

    Que estuviera ella allí nos dio un motivo adicional para chinchar. Sobre todo a Frog. Lo que os voy a contar es un pequeño secreto, no lo digáis por ahí… pero la verdad es que a Frog le gustaba un poco Laura. Ella, con sus gafitas redondas, sus jerséis de punto, y su aire a la vez sabio y despistado, resultaba encantadora. En cualquier caso, Frog no tenía nada que hacer, pues mi hermana y ella nos sacaban varios años, y como todo el mundo sabe a las chicas les gustan los chicos mayores que ellas, no los menores. Sin embargo, Frog no perdía la esperanza de conquistarla, o al menos de impresionarla algún día. En cualquier caso, como le gustaba, y éramos unos niños, su única forma de demostrarlo era molestándola todo lo posible, reírse de ella, de sus gafas, sus andares, su ropa, su forma de hablar, su pelo, o lo que fuera. Sí… los niños son muy raros.

    Y en esas estábamos:

    −¡Laura se va a comer toda la pizza! –me quejé, indignado−. ¡Así está de gorda!

    −Yo noztoy godda, ibécil− dijo con la boca llena de pizza.

    Aunque mi hermana era más guapa que ella, Frog nunca prestó la menor atención a Chloe, por lo que se libró de que le disparara miguitas de pan mojadas con la pajita de refresco.

    −¡Estate quieto, cerdo! –le gritó mi hermana dándole un manotazo en el hombro. Y tú, Laura, deja de comerte la pizza, que aún no han venido los chicos y es para todos…

    −Sólo la estaba probando… −le contestó a la vez que tragaba.

    En ese preciso instante, y mientras Frog estaba a punto de hacer alguna otra travesura, sonó el timbre (pese a que en las típicas teleseries la gente siempre entra por la puerta sin llamar, así, sin más, yo os aseguro que las puertas de las casas suelen estar cerradas y la gente tiene que llamar al timbre si quiere entrar).

    Al parecer eran los chicos, que ya llegaban. En cuanto el timbre sonó, a mi hermana se le iluminó la cara, y esbozó una amplia sonrisa de oreja a oreja, dando palmas y todo y corriendo a la puerta. En ese momento yo no entendí por qué. Si sólo son unos chicos, son como nosotros…, pensé mirando extrañado a Frog, que en ese momento tenía un bote de nata montada en una mano y uno de sirope de chocolate en la otra.

    2. El tablero de ouija

    Mi hermana se recompuso, se atusó el pelo, y abrió la puerta.

    −Pasad, chicos. Hola Jesse −dijo algo sonrojada.

    −Hola, Chloe –contestó él, sonriente, al pasar−. Traemos unas cervezas que le he cogido a mi padre.

    −¡Genial! −contestó de forma inesperadamente alegre Laura, desde la cocina.

    Pasaron al salón, donde se pusieron cómodos, y naturalmente mi hermana nos echó de allí. Pero como no teníamos otra cosa mejor que hacer, les espiábamos desde el pasamanos de la escalera que subía al piso de arriba, intentando desentrañar su extraño comportamiento. Sonreían mucho, mi hermana no dejaba de tocarse el pelo, Laura tenía cara de pocos amigos (aunque después de beber dos tragos de cerveza eso fue cambiando), y los otros dos chicos, que eran gemelos, se turnaban para intercambiar frases con ella, que pasaba de ambos olímpicamente.

    Nos dejaron a Frog y a mí dos trozos de la pizza familiar, y todo el batido de chocolate que pudiéramos desear (con la intención, claro, de que no molestáramos). Al rato, ya caída la noche, sacaron la ouija, que era un tablero plegable, lleno de letras y números, y algunas palabras simples, como si o no, verdadero, falso, etc. Ni Frog ni yo sabíamos entonces qué era aquello de la ouija, aunque hubiésemos oído alguna vez mencionarla. Pensábamos que sería alguna cosa divertidísima y curiosísima, pero después de ver que no era nada más que un cartón con letras nos desilusionamos un poco (¿encima hay que leer?, preguntó Frog). Pero aun así seguimos curioseando, buscando la forma de entretenernos, y si fuera posible, de arruinarles la noche a todos, como corresponde a un buen hermano pequeño.

    −Está bien, creo que podemos comenzar –señaló Jesse.

    −¿Estás seguro de esto? −preguntó mi hermana, algo temerosa−. Quizá podríamos simplemente escuchar música y charlar…

    −¡Ni hablar! Vamos, será divertido. Podremos hablar con un espíritu.

    −Yo podría traer algo de picar de la cocina –indicó Laura.

    −Necesitaremos un vaso –señalaron a la par los gemelos.

    Aquí debo hacer una aclaración a todos los jóvenes e incautos lectores que pueda tener. Pese a que en muchos sitios se afirma que los gemelos hablan a la vez, o que incluso si pinchas a uno al otro también le duele, aunque esté muy lejos, eso sencillamente es una tontería. Los gemelos son individuos distintos, y en general, aunque si quisieran podrían, no les gusta hablar a la vez, ni que les confundan entre sí. No obstante, Brad y Chad, que así se llamaban, sí hablaban a la vez, y les gustaba confundirse entre sí, sobre todo a la hora de los exámenes (pues a Brad se le daban bien las letras, y a Chad las ciencias, o al revés, no me acuerdo), y se interesaban además por la misma chica (esa noche le tocó a Laura ser objeto de sus atenciones). Así que ya sabéis, los gemelos no hablan a la vez, aunque estos dos chorlitos sí. Sigamos.

    Apagaron la luz de la lámpara, dejando la de la cocina encendida, la cual daba algo de luz al salón; pero éste quedó medio en penumbra, dando algo de misterio a la escena. Pusieron el tablero en el centro de la mesa, el vaso encima, y se sentaron alrededor.

    −¿No hay que cogerse de las manos ni nada? –preguntó Laura.

    −No, tenemos que tener todos un dedo sobre el vaso para poder preguntar algo –le respondió Jesse.

    −¡Genial! Así podré seguir comiendo ganchitos con la otra mano −añadió ella, contentísima.

    −Esto no me gusta –dijo mi hermana.

    −Tranquila, ya verás cómo no pasa nada –le habló cálidamente Jesse acercando su rostro al de ella, con lo que los ojos de mi hermana hicieron chiribitas−. Está bien. Tenemos que empezar

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