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Vida, confesión y muerte de Efraín González
Vida, confesión y muerte de Efraín González
Vida, confesión y muerte de Efraín González
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Vida, confesión y muerte de Efraín González

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About this ebook

A comienzos de la década 1960, las áreas rurales de varios departamentos de Colombia fueron azotadas por cuadrillas de bandoleros, auspiciados desde la clandestinidad por los partidos liberal, conservador y comunista.

Uno de estos pandilleros fue Efraín González Téllez, cabo desertor del Ejército colombiano, quien escapó de las Fuerzas Militares para organizar una cuadrilla de malhechores, con la misión de vengar la muerte de su padre a manos de adversarios políticos.

Con prosa rica en figuras literarias, claridad y precisión histórica el abogado J. Tito Alba, reconstruyó los episodios históricos mas trascendentales de la turbulenta existencia del bandido célebre por la crueldad y las excentridades criminales con que ejerció el terror entre las comunidades campesinas y la forma como puso en ascuas mas de una vez a la policía nacional y a las tropas que lo buscaban para capturarlo o eliminarlo si oponía resistencia armada.

La surrealista y desordenada operación militar que terminó con la muerte de Efraín González en una vivienda ubicada en el sur de Bogotá, demostró la sagacidad y arrojo del delincuente, la entonces inexistente preparación de las tropas para realizar operaciones concretas contra objetivos urbanos y el consuetudinario oportunismo de los dirigentes de turno para auto atribuirse éxitos militares, incluidas las argucias de estrategas militares que se auto adjudican, como lo hizo en este caso el entonces presidente Guillermo León Valencia.

LanguageEspañol
Release dateMar 16, 2018
ISBN9781370756537
Vida, confesión y muerte de Efraín González
Author

J.Tito Alba

Escritor colombiano, natural de Bogotá, con amplia facilidad de expresión y vocabulario refinado a la usanza de los intelectuales del siglo XX en el país.

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    Vida, confesión y muerte de Efraín González - J.Tito Alba

    PORTAL

    ─Es ley que nueva sangre,

    pida la sangre en tierra derramada.

    Para vengar la muerte

    la voz de Erinnys a la muerte llama,

    y al crimen sigue el crimen,

    y sigue la venganza a la venganza─

    Esquilo. (Las Coéjoras)

    Pum… Pum... Pum... El eco de los tres disparos, despacioso y aterrado, se refugió en el monte. Tres nubecillas azulosas, indecisas y vagas, se diluyen en la mañana radiante, propicia para la vida y los amores, para los trinos y el murmullo de las auras fragantes...

    El desconcierto de la tragedia paraliza en los rostros el rictus amargo de la muerte. De la muerte que acaba de pasar, veloz y desconcertante, por aquellos contornos tranquilos y apacibles, donde la víctima, Martín González, creyó encontrar el reposo que le negaron las adustas breñas de su tierra nativa.

    Tendido sobre el surco que recogiera el sudor de su frente agobiada, con los ojos muy abiertos, tratando de horadar el infinito, los brazos en cruz cual una víctima inmolada en el altar de los odios fratricidas, yace Martín González, ante el adolorido desconcierto de Efraín, su hijo, desertor por entonces del ejército, y convertido desde ya, para su propia perdición y la de muchos, en su más encarnizado enemigo.

    Pum… Pum... Pum... Tres disparos de alcance histórico. Tres puntos suspensivos hacia la tragedia... Tres puntos suspensivos hacia el propio suspenso...

    ¿Lugar? Unos dicen que modesta parcela del occidente colombiano, bautizada por siniestra casualidad con el nombre de El Recreo, y hasta afirman que corría el año sesenta, por el mes de abril. Exactamente, abril 17. Abril trágico...

    Otros aseguran que fue en Albania, donde los González buscaron refugio para eludir a la justicia, que los buscaba desde atrás. Agregan que en una batida pereció el anciano, y que a partir de entonces organizó el huérfano su cuadrilla y se echó por los atajos del asalto y el despojo.

    Pum... Pum... Pum... Comienzo de la encrucijada. Iniciación de la duda. Principio de las disputas. Para algunos, punto de partida de las hazañas increíbles de Efraín González. Para otros, un eslabón más en la cadena pesada y ruda de sus delitos.

    Para muchos, una incógnita perdida entre millares de folios que en los anaqueles de juzgados y alcaldías esperan la mano paciente que vuelva por los fueros del rigorismo y entregue al análisis de sociólogos e historiadores —los tenemos y, ¡vive Dios!, muy buenos— el material disperso y desgonzado de esta inaudita y convulsionada vivencia.

    CAPÍTULO I

    CARLOS EFRAÍN

    Lloramos al nacer porque venimos a este inmenso escenario de dementes─

    Shakespeare.

    De la tierra, la buena tierra, de la que pone fin a nuestra pena, como decía don Juan de Castellanos, era Efraín González. En un hogar campesino, humilde pero limpio, pobre pero altivo, vino al mundo un niño el 20 de octubre de 1933, en la regocijada villa de Jesús María, por tierras de Santander.

    El cura que lo bautizó lo puso Carlos Efraín, sin sospechar siquiera que el infante, con el correr de los días y los años, sería aventado por la suerte hacia los cuatro puntos cardinales de la violencia, y que ni siquiera eso, ni su nombre de pila podrían conservar intacto, en las incertidumbres de la fuga y la acechanza.

    Para algunos fue el viejito. Para otros Juanito. Para los de más allá el compadre Juan, y para la conseja y la imaginación calenturienta de comadres cuenteras, el siete colores.

    De sus primeros años poco ha trascendido fuera de los círculos familiares. Sus primeros vagidos, el gatear sobre el suelo apisonado del patio acogedor, los balbuceos celebrados en el corro de los hermanos y los primos, las caricias de la madre complacida y ufana, son episodios íntimos, episodios inéditos, vinculados tan sólo al recuerdo lejano y adolorido de una estirpe afrentada por la tragedia y la desdicha.

    A pesar de ello, no es empresa difícil reconstruir el ambiente de esas épocas, común a nuestros campos: modesta la vivienda, llena de afectos y querencias. Sobre los acuciosos barandales, los aperos y las enjalmas del trajín cotidiano.

    Las jaulas con las mirlas y los toches condenados a votos perpetuos. Los perros levantiscos y alzados, tan fieles para la guarda de la heredad como cumplidores en la caza del tinajo y del zorro por las cañadas y las vertientes de la serranía.

    La huerta de vistosas legumbres, como una ti-mida doncella arrimada a las tapias coronadas de enredaderas y bejucos. El riachuelo manso, el regato límpido donde las mujeres desmugran y enjuagan la ropa, se desliza sin complicaciones, mansamente, co-mo en un poema virgiliano.

    Las brisas, también aquí, huelen a azahar. Y entre los muros de la casa, un ambiente de paz y dulce transcurrir, apenas distraído por el chisporroteo de la lumbre hogareña, que en la cocina hospitalaria cuece las viandas rústicas, los corderos pascuales, los perniles y los lomos promisorios. Ahí nació Efraín.

    Los meses corren lentos y apacibles. Sin sobresaltos ni pesadumbres. Un buen día llevan al infante a la iglesia del pueblo para cristianarlo.

    Bajo un azul especialmente vistoso y terso, al repique de unas campanas diáfanas y claras, adornado de encajes y de cintas, el cura le lava por entero la fétida costra del pecado original y deposita sobre sus labios infantiles el gusto salobre de lo desconocido.

    A la salida de la ermita, de amplios alares y ventanucos arrodillados, sobre el atrio rojizo de ladrillo revolotean, como gorriones, los muchachos, reclamando el pafolio, según viejas usanzas. Los padrinos sufragan este impuesto al cariño en modestas y rútilas monedas.

    Y luego, la fiesta recogida y franca. Las bebidas humildes. El esfuerzo, bien logrado, de la repostería casera. Los bambucos irresponsables y alborotados, que vuelan de las bandolas, de las guitarras y los tiples, como la risa sencillota y amable brota de la conciencia limpia y el obrar discreto.

    Efraín va creciendo. Ya dio los primeros pasos sobre la alfombra multicolor de la floresta. (Los campesinos no conocen otras). Ya sorprendió, en lo más empinado de la cumbre, la madriguera de las bestezuelas salvajes, y aprisionó entre sus manos vacilantes los jilgueros y los bababuyes, en los tibios nidos semi-ocultos entre la arboleda.

    Ya puede bañarse solo en el río, desnudo co-mo un lirio, sin que el temor le asedie ni le acobarden las prudentes admoniciones de los otros rapaces. Con sus propios medios, a la intemperie, se está haciendo un hombre.

    Por el mundo circundante se aventuran ya sus ojos inquisidores, de cuyas pestañas parecía sus-pendida una novela triste. La novela triste de su tragedia y de sus duelos.

    Una vez fue al pueblo. Lo llevaron sus gentes, una mañana dominguera, esplendorosa y festiva. Sobre la plaza, tendida al sol como el vientre rubio de una diosa pagana, los señores —los amos, como después oyó que los llamaban—, presumían sobre sus altas muías, imponentes como catedrales, o caracoleaban en sus finas bestias de paso castellano, con una suficiencia y una altanería de quien todo lo tiene y cree que todo lo merece.

    Un señorito de esos, boquirrubio y pedante, se apeó de su cabalgadura en una de las esquinas, en momentos en que entraba a la plaza un grupo de labriegos. Venía con ellos una mocita sonrosada, de tez de pomarrosa, pies blanquísimos (que humillaba la capellada de los alpargates) y un porte digno y señorial, que el señorío no escasea por esas breñas de Santander, donde la sangre ibérica irrigó en abundancia el tronco sumiso de las razas nativas.

    Se dirigió el galán hacia la moza, talvez envalentonado por los licores que a pesar de la hora temprana había ingerido, quiso retenerla entre sus brazos, y tal vez —¡si pudiera!— marchitar con la impudicia de sus besos los labios inmaculados, que sólo por el amor de Dios se habrían estremecido, si acaso.

    Pero un mocetón arrogante, echándose la ruana al hombro con ademán airado, se fue sobre el audaz y antes de que tuviera tiempo de intentar su defensa, le descargó sobre el rostro lujuriante un sonoro puñetazo justiciero.

    Y sin que nadie pudiera evitarlo, ni acaso se diera cabal cuenta de lo que ocurría, las autoridades pueblerinas cayeron sobre el campesino, lo molieron a garrote limpio —¡no!, limpio no!— y atado, como una bestia dañina, fue conducido a la prisión, sangrante, escuálido y tembloroso.

    Efraín no vio más. Efraín no quiso ver más. Supo después que el alcalde, puesto allí por los amos para que les alcahueteara sus truhanerías, lo condenó de plano, sin oírlo siquiera. Ni la fianza ofrecida, ni los buenos oficios del cura lograron libertarlo de las garras de la justicia.

    De una justicia que por primera vez apareció, tornadiza y falaz, ante los ojos atónitos del niño. ¡Bueno entonces! ¡Puro entonces! ¡Desprevenido entonces!

    El retorno al hogar fue triste. Efraín, con el ceño rugoso, sellada la boca otrora parlanchina y hasta entrometida, arrastró por el crepúsculo

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