El futuro asfalto
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El futuro asfalto es una novela poco convencional, relatada en fragmentos discontinuos de tiempo y que parece retroceder cuando avanza. Un ejercicio narrativo arriesgado que nos conduce hacia el corazón de sus personajes en un curioso viaje en espiral de incierto final.
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El futuro asfalto - Jorge T. Sorogoyen
Verónica vive angustiada por una imagen de sí misma que contempla de vez en cuando desde la ventana de su casa: la de su propia muerte. A pesar de esa angustia, y de los recuerdos de un pasado triste, logra vencer sus temores concentrada en la cotidianidad de un trabajo que le gusta y en la amistad de una de sus empleadas, Miriam, alguien en quien confiar, que siempre consigue arrancarle una sonrisa y que enseguida se convierte en la mejor de las confidentes.
El futuro asfalto es una novela poco convencional, relatada en fragmentos discontinuos de tiempo y que parece retroceder cuando avanza. Un ejercicio narrativo arriesgado que nos conduce hacia el corazón de sus personajes en un curioso viaje en espiral de incierto final.
El futuro asfalto
Jorge T. Sorogoyen
www.edicionesoblicuas.com
El futuro asfalto
© 2018, Jorge T. Sorogoyen
© 2018, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-17269-30-2
ISBN edición papel: 978-84-17269-29-6
Primera edición: marzo de 2018
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
www.edicionesoblicuas.com
Contenido
Epílogo
39. La escena
38. La llamada
37. El día de después, la oportunidad de antes
36. Un año en la empresa
35. Un concierto y un accidente
34. Reflexiones
33. Hospital
32. Una nueva amistad
31. Una conversación
30. La vida espera
29. Un vistazo atrás
28. Soledad
27. Una visita al cementerio
26. Casa
25. Una voz del pasado
24. Risa
23. Llanto
22. Viento
21. Amor, o quizá no
20. Edad
19. ¿El cielo se muere?
18. Trabajo
17. Flores blancas
16. Un ático
15. Soledad y compañía
14. Vehemente
13. Tradiciones
12. Transparencia
11. El pájaro no vuela
10. Dentro del cuadro, fuera del cuadro
9. Recuerdo
8. Asfalto
7. El ocaso
6. La ciudad
5. Flores negras
4. Vida
3. Encuentro
2. Nubes y ausencia de estrellas
1. Final
Preludio
El autor
… que el tiempo se consume
y lo demás no cuenta.
Andrés Calamaro
«Media verónica»
Epílogo
Miraba, como tantas otras veces, al cruce de calles unos metros más abajo, su cabello rojizo caía despreocupado en amplias ondas sobre sus hombros mientras los ojos verdes buscaban algún rasgo desemejante entre esas calles y cualquier otra, algún distintivo que otorgara cierta peculiaridad explicativa; pero todo era como debía ser: el ruido de ciudad, sordo como un grito, el aire seco, los anónimos transeúntes, las aceras grises, las tiendas expectantes, los fugaces coches, el permanente asfalto: si la vida fuera más fácil quizá perdería interés pero a Verónica no le importaban las facilidades, lo que realmente le preocupaba era lo que ella podía hacer, lo que haría desde ese momento, cómo escucharía a su corazón para afrontar el resto de su vida.
39. La escena
Verónica contempló su muerte a través de la ventana, su propia muerte. Desde el dormitorio del segundo piso de la calle Argensola se vio dejando atrás la acera sin mirar antes en ninguna dirección. El coche gris se la llevó por delante antes de lograr detenerse, desplazando su cuerpo un par de metros hasta hacerlo toparse con el duro y sucio asfalto donde, sin un suspiro, dejó de respirar.
Contempló cómo la gente se acercaba a su cuerpo inmóvil, y vio llegar la ambulancia. Incapaz de hacer nada más que respirar entrecortadamente vio cómo la colocaban en la camilla, cómo su existencia se desvanecía detrás de los faros giratorios y la sirena estridente. Después, se desplomó.
Despertó tres horas más tarde tumbada en el suelo del dormitorio con el costado y la cabeza doloridos. En el ensueño del despertar, aún sin memoria y enojada, fue a la cocina, preparó la cafetera y esperó que el borboteo dejara escapar el aroma del café recién hecho mientras, indecisa, contemplaba en el espejo del baño su costado derecho, donde la carne comenzaba a amoratarse. No recordaba la causa del desmayo. Añadió dos cucharadas de azúcar y un poco de leche fría al café, lo removió con una cucharilla y, con la taza entre las manos, sintiendo el calor del líquido transmitiéndose por la cerámica, se encaminó al salón, encendió la luz y se acercó a la ventana, donde se detuvo dando su primer sorbo. Al mirar a la calle, se estampó contra el recuerdo.
Había visto su propia muerte y la certeza del desvanecimiento imposibilitaba que hubiera sido producto de su imaginación. La fuerza con la que se aferraba a la taza de café, cuyo calor era el indicio de realidad que tenía más a mano, evitaba que esta se fragmentara en el suelo. Se concentró en respirar hondo y aclarar su mente: estaba mirando a través de la ventana y su cuerpo yacía sin vida sobre el asfalto; la ambulancia llegó y se llevó su cuerpo tras comprobar los médicos que no había posibilidad de recuperación. Esos eran los hechos pero podía sentir su corazón palpitando dentro del pecho, de modo que no podía estar muerta. A vista de pájaro, buscó en la calle indicios de algún accidente, fragmentos de un parachoques o marcas de ruedas en negro sobre el gris pero allí no había nada. Dejó la taza de café sobre la mesa del salón, cogió las llaves de su casa y bajó a la calle. Saludó a la anciana que vivía dos pisos por encima del suyo —que, como siempre, no le devolvió el saludo— y, tras dejarla entrar en el portal, accedió a la acera. Inspiró profundamente el aire a medias limpio del exterior y bajó la calle hasta la altura en la que se vio tumbada. Nada, ni rastro de nada. Miró a su alrededor; la vida transcurría con normalidad, oía los cercanos y lejanos motores de los coches, el ruido del cierre de alguna tienda cuyo horario terminaba, el viento susurrando el tiempo al doblar la esquina de la calle: todo como debía ser. Seguía con vida, después de todo, y quizá tenía una buena historia que contar alrededor de una hoguera en una noche de verano.
Subió de nuevo a su casa, recuperó su café y encendió la radio buscando algo de tranquilidad en compañía de la música. Dándose un respiro, trató de serenarse. Se sentó en su silla de la mesa de comedor, la que siempre ocupaba en las cenas con sus amigos, y durante los minutos siguientes se limitó a respirar. Después, abrió su agenda. Creía recordar que tenía algo pendiente que hacer, y con el desvanecimiento quizá se estaba haciendo tarde. El tiempo transcurría