El lugar de nacimiento
By Henry James
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About this ebook
Henry James
Henry James (1843–1916) was an American writer, highly regarded as one of the key proponents of literary realism, as well as for his contributions to literary criticism. His writing centres on the clash and overlap between Europe and America, and The Portrait of a Lady is regarded as his most notable work.
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El lugar de nacimiento - Henry James
James
1
Al principio les pareció la oferta demasiado buena para ser verdad, y la carta de su amigo, enviada, según decía, para explorar el terreno, para sondearles en sus inclinaciones y posibilidades, casi les hizo el efecto de una bonita broma a costa de ellos. Su amigo, el señor Grant-Jackson, una persona altamente dominante y apremiante, grande en sus planteamientos y organizaciones, brusco al entrar en materia, inesperado, si es que no perverso en su actitud, y casi por igual aclamado y criticado en la amplia zona media a la que había enseñado, como decía él, cuántos puntos calzaba; ese amigo de ellos había lanzado su disparo por las buenas, dejándoles así, tan agitados, que les hacía sentir casi más miedo que esperanza. El puesto había quedado vacante por la muerte de una de las dos señoras, madre e hija, que lo habían atendido durante quince años; la hija se había quedado allí, sola, para evitar inconvenientes, pero, aunque más que madura, había encontrado una oportunidad de casarse que la obligaba a retirarse, y la cuestión de los nuevos ocupantes era no poco apremiante. La necesidad así producida era de una pareja unida de alguna forma, de la forma apropiada, preferentemente, si era posible, una pareja de hermanas instruidas y competentes pero con ventaja para un matrimonio si las demás cualidades eran señaladas. Ya eran innumerables los solicitantes, los candidatos, los sitiadores de la puerta de todo el que se pensara que tenía voz en el asunto, y el señor Grant-Jackson, que era diplomático a su manera, y cuya voz, aunque quizá no muy sonora, tenía tonos de insistencia, había encontrado que su preferencia se dirigía a alguna persona o par de personas que fueran decentes y tontas. Los Gedge parecían haberle causado la impresión de aguardar en silencio, aunque daba la casualidad de que ningún entrometido les había llevado hasta allá lejos, en el Norte, ni una insinuación de dicha o de peligro; y la feliz inspiración, por lo demás, se la había dado a él obviamente un recuerdo que, aunque ya poco fresco, nunca había producido semejante fruto. Morris Gedge, siendo joven, había llevado durante unos pocos años una pequeña escuela privada, del tipo llamado preparatorio, y entonces había tenido la suerte de recibir bajo su techo al hijito de ese gran hombre, que en aquel tiempo no era tan grande. El niñito, durante una ausencia de sus padres de Inglaterra, había estado peligrosamente enfermo, tan peligrosamente que les habían llamado a toda prisa, aunque con la inevitable tardanza, desde un país lejano -se habían ido a América, con todo el continente y el gran mar que volver a cruzar-, y al llegar habían encontrado al niño salvado, pero salvado, como no pudo menos de salir a la luz, por la extremada atención y el perfecto juicio de la señora Gedge. Sin hijos propios, ella había tomado especial afecto al más diminuto y tierno de los alumnos de su marido, y los dos habían temido como terrible desastre el daño a su pequeña actividad que podría causar el perderle. Personas nerviosas, ansiosas, sensibles, con un orgullo como se daban cuenta ellos, por ese lado por encima de su posición, que ni en el mejor de los casos pasaba de oscura, le habían cuidado con terror y le habían sacado adelante con agotamiento. El agotamiento, tal como llegó, les dominó prematuramente y, por no se sabe bien qué razón, se las había arreglado para establecerse como su destino permanente. Como decían, la muerte del niño habría acabado con ellos, pero su recuperación no les había salvado; con su sencillez huraña pero rígida, no creían que aquello se les hubiera convertido en un tesoro más indirecto. De ninguna forma iba a ser tesoro de sus sueños, ni de su vida en vigilia; y los años sucesivos habían avanzado cojeando bajo su propio peso, tropezando de vez en cuando, y dejando por poco de tirarles en el polvo. La escuela no había prosperado, y había ido menguando hasta cerrarse. Había decaído la salud de Gedge, y aún más, toda señal en él de alguna capacidad de darse a conocer como hombre práctico. Había probado varias cosas, había probado a muchas personas, pero al fin lo que parecía era que los demás le habían puesto a prueba a él, por igual. Sobre todo, en la época en que hablo, los demás ponían a prueba a sus sucesores, mientras que él mismo, con el efecto de atontada felicidad que, en su caso, derivaba del mero aplazamiento del cambio, estaba a cargo de la gris biblioteca municipal de Blanckport-on-Dwindle, toda ella granito, niebla y novelas femeninas. Esa era una situación en que su inteligencia en general -reconocida como su punto fuerte- sin duda aparecía ante quienes le rodeaban menos como una sensación de esfuerzo que como ese dominio de los detalles en que se le reconocía como débil.
Fue en Blanckport-on-Dwindle donde el rayo de plata le alcanzó y le traspasó, como alternativa en vez de dispensar libros de esquinas dobladas, cuyos mismos títulos, en labios de las innumerables chicas gárrulas, eran un desafío a su temperamento, fue como se le presentó la custodia de tan diferente templo. El honorario ofrecido era poco diferente del escaso sueldo que entonces le pagaban, pero, aunque hubiera sido menos, el interés y el honor le habrían parecido decisivos. El santuario que iba a presidir -aunque siempre le había faltado ocasión para acercarse a él- se le antojaba el más sagrado que conocían los pasos de los hombres, el primer hogar del supremo poeta, la Meca de la raza angloparlante. Las lágrimas subieron a sus ojos antes que a los de su mujer al mirar en torno su estrecha prisión actual, tan grave de cultura, tan fea de industria, tan vuelta de espaldas a todo sueño, tan intolerable a todo gusto. Sentía como si se hubiera abierto una ventana a una gran tierra verde y boscosa, una tierra de bosque que tuviera un nombre glorioso e inmortal, que estuviera poblada de figuras vívidas, todas ellas célebres, y que lanzara un murmullo, profundo como el sonido del mar; que fuera el deslizarse rozando la sombra del bosque, de toda la poesía, toda la belleza, todo el color de la vida. Sería prodigioso que él guardara la llave de ese mundo transfigurado. No; no podía creerlo, ni aun cuando Isabel, al ver su cara, se acercó y le besó para ayudarle. El movió la cabeza con una sonrisa extraña.
-No lo conseguiremos. ¿Por qué lo habíamos de conseguir? Es perfecto.
-Pues si no, sencillamente, será una crueldad suya; lo cual es imposible cuando ha esperado