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América una equivocación
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América una equivocación

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América una equivoación es una magnifica obra literaria de historia continental escrita por el historiador colombiano Enrique Caballero, que debería estar en la biblioteca de todos los latnoamericanos, debido a sus contenidos que se podrían sintetizar en:
En el Descubrimiento y la Conquista no se enfrentaron dos pueblos ni dos razas, sino dos edades mentales de la humanidad, el Renacimiento y el Neolítico o —si se prefiere usar un símil mineralógico— la Edad de Oro y la Edad de Piedra. Basta colocar al indio antropófago a los pies de Colón, o soltarlo en el Vaticano de Alejandro VI. O arrojarlo a los pies de
Fernando el Católico, que es la Edad Media cerrada. ¿Qué comprensión podía caber entre esos interlocutores?
La ignorancia cosmográfica era en la época que estudiamos sencillamente deliciosa. Inicialmente se consideró este continente como un salpullido de islotes. Luego se estimó que debía haber un cuerpo central muy achatado, mucho más ancho que profundo.
El caso de una raza empeñada en auto-eliminarse a la llegada de los invasores no creo que se registre en la historia con las características de suicidio colectivo que se presentó entre los pobladores del territorio de la actual república de Colombia, que determinó un auténtico cataclismo de-mográfico y provocó la amnesia étnica del indígena.En un punto se pusieron de acuerdo las tres razas que poblaron "estas partes", como dicen los cronistas antiguos: en no trabajar. Ahí está la fecunda simiente del subdesarrollo.
La América española, la América lusitana y la América anglosa-jona presentan tres niveles de desarrollo y tres estilos de civilización cuyos perfiles se van acentuando y distanciando insensatamente.
Puede que del Brasil surja una civilización de tierra caliente que sería una novedad: lo que he llamado la civilización de la Tanga. En cuanto a Norteamérica, jamás un imperio necesitó menos tiempo para consolidarse.
Por último, la corrupción republicana parece haber sido en Colombia más productiva que el heroísmo rapaz de los conquistadores. Nunca llegaron estos a obtener la retribución pecuniaria que consiguen hoy los narcotraficantes y marihuaneros y contrabandistas de café y de esmeraldas. Es todo un aviso luminoso para la juventud.
La política de las potencias frente a la América recién descubierta constituyó una monstruosa equivocación, en la cual los bárbaros fueron los blancos. Pero España rectificó valerosamente ese error. De esa soberana y contundente rectificación, nació, nada menos, que el Derecho Internacional y se esbozaron por primera vez los derechos humanos.

LanguageEspañol
Release dateJan 7, 2018
ISBN9781370690244
América una equivocación
Author

Enrique Caballero

Enrique Caballero, nacido en 1910 en Bogotá, fue un abogado colombiano especializado en economía, con amplia trayectoria intelectual y política, amén que fue secretario de la presidencia de la república, ministro del despacho y embajador de Colombia ante el gobierno de Brasil. Día a día sus puntos de vista y conclusiones académicas son referentes para nuevas investigaciones o para deleite informativo de los lectores en general de Latinoamérica.

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    América una equivocación - Enrique Caballero

    ÍNDICE

    Justificación

    Las ideas del mundo antiguo sobre la tierra

    Las fantasmagorías a la hoguera y la retractación de Galilea

    América, una equivocación

    La arrogancia proviene, generalmente de tener uno rotas las medias.

    De cómo los reyes de España le escamotearon a Colón su parte

    El sino trágico

    El garrote y el hambre

    Desempleados de la epopeya, héroes cesantes

    Vidas paralelas: el hidalgo y el toro de lidia

    Balboa, un fugitivo que se esconde en la gloria

    En el umbral de un país nuevo

    Misión secreta de Jiménez de Quesada

    Donde quedaba el Dorado

    El botín de don Gonzalo

    El papa debía estar borracho

    Metamorfosis de los descubridores en conquistadores

    Rapiña y catequización

    El diablo ayuda a saquear el oro

    Organización de la familia indígena

    Una raza que se esfuma. Intolerable situación de la mujer

    Instituciones platónicas en favor del indio

    ¿De dónde vinieron los indios americanos?

    Florecillas de magia, religión y sexo

    De la injusticia nace el derecho

    Un encomendero como los otros

    Fracaso de los caballeros de la Espuela Dorada

    Amanecer del derecho internacional en la cátedra de Francisco de Vitoria

    ¿Tienen alma los indios?

    Por piedad para el indio, esclavitud para el negro

    Pedro Claver y Montesquieu

    Cartagena y Bahía capitales de la tierra caliente

    Esclavitud y aquelarre

    La clámide y la tanga

    Ojeada a la América actual

    Conclusiones y resumen final

    El Error de Colón

    El tremendo requerimiento

    Recalcitrante actitud contra las disposiciones reales

    Designación de Pedrarias Dávila

    Equivalencia de las viejas monedas castellanas

    Bibliografía

    JUSTIFICACIÓN

    Un país podría definirse como un precipitado de culturas y de corrientes étnicas que afluyen en diferentes momentos históricos sobre un territorio que, en manera alguna, es inerte. Un país es la superposición milenaria de cementerios de pueblos transitorios. El escenario de una lenta marcha. Una angustia. Un interrogante. Una esperanza.

    Un país es la peregrinación hacia ninguna parte. Bajo el suelo de Colombia, que innumerables veces ha cambiado de vegetación, es decir, en donde el paisaje ha sido perseverantemente infiel, yacen hachas de sílex confundidas con espadas rotas, herraduras y ambiciones oxidadas, ensueños mutuos.

    Pero sobre las espadañas enjabelgadas, sobre los aeropuertos de cemento pretensado, sobre las terrazas en donde se seca la ropa de colores, sobre las altas copas de los eucaliptos (inmigrantes del siglo pasado) sobre los tejados de zinc de las descerezadoras de café, flota un espíritu, el espíritu nacional. Es un espíritu pendular y ciclotímico capaz de superaciones sublimes y de vertiginosas caídas. En el coexisten los genes del heroísmo y los virus de la abyecta resignación.

    Y uno ama todo eso, inevitablemente. Aún sin amarlo a conciencia, sería capaz de sacrificarse por esa nebulosa hasta la muerte.

    Es lo que llaman el patriotismo.

    El patriotismo está hecho de una vaga intuición optimista, que la investigación histórica no siempre confirma. Sin embargo la historia tiene que contar la verdad. Porque hay una historia oficial cargada de falsificaciones estupefacientes. El ideal sería que cada uno llegara a forjarse su propia versión histórica, con sus preferencias y con sus repudios, pues al fin y al cabo se trata de una genealogía colectiva que nos atañe.

    Así podrían convivir holgadamente quienes antipatizan gratuitamente con el general Santander, quienes están resueltos a batirse a pistola mordida por la dictadura de Meló y quienes se ruborizan cuando les hablan del zarpazo americano sobre la garganta de Panamá. En esta forma cada jugador de fútbol tendría su balón...

    Yo he tratado de formarme mi propia versión histórica, por lo cual no puedo ser tildado de arbitrario. Si doy al público mis desinteresadas pesquisiciones es porque sospecho que alguien puede— por razones de pereza mental o falta de tiempo —encontrarlas útiles, ya que yo he dispuesto de abundantes fuentes bibliográficas y de paciencia. Y porque me entretengo en hacer pesca submarina en el pasado, como un recurso para no contemplar un presente por algunos aspectos repulsivo.

    Como sucede en ciertas familias, en donde hay que fijar el ancestro en función de un solo apellido, porque los demás se esfuman o se enredan a poco andar por las notarías o por las casas parroquiales, a Colombia hay que ratificarle su matrícula en la civilización grecolatina, dado que sus abuelos mongoles se consumieron en la niebla y que sus abuelos africanos están solo presentes en la ondulación de las caderas de las mulatas. Y —cuidado— en los puños de tres campeones mundiales de boxeo. No hay que olvidarlo.

    Urge, pues, hacerse parte en el juicio sucesorio de Cristóbal Colón.

    A este propósito hay que desvanecer una ingenua tentativa, recurrente en la escandalosa prensa internacional- La de descubrir que en la relación de América con Colón... hubo otro hombre. Y que este —caso gravísimo— fue anterior. Ello no querría decir nada. Quien vinculó las tierras vírgenes a la cultura occidental fue el cardador genovés. A los vikingos pudo traerlos por accidente la tempestad y llevárselos la bonanza. Ellos no le cambiaron —para bien o para mal— el rumbo al indio. Ellos nada le aportaron a Europa. La hazaña de Colón no consistió solamente en llegar. Sino en uncir un pedazo de universo a la cultura que floreció en Atenas, en Roma, en Florencia, en París y en Salamanca.

    En cuanto a la presencia remota de hebreos y aún de apóstoles, disfraz que se le quiere imponer a Bochica, conviene denunciar que ese fue persistente prejuicio surgido en las cabezas tonsuradas de los cronistas y de los doctrineros, que veían, en detalles como el baño diario y el uso de esencias, demostraciones bastantes del ancestro judío del aborigen.

    Ese hallazgo de capuchinos y franciscanos queda cada día más descartado por superficial y por gratuito. Lo de las inscripciones en arameo o en vascuence es tan cuento chino como el de los indios gigantescos de ojos azules. Son rezagos de las mentiras de Américo Vespuci, forjadas para presumir, y para desvelar a los europeos.

    Pero aun suponiendo que los hebreos hubieran sentado sus sandalias bíblicas en las costas americanas, y que hubiesen dejado huellas en hostrakones, habría que mostrar perplejidad por el hecho de que pueblo tan obsesionado por la religión —pueblo sacerdotal, pueblo escogido— no hubiese conseguido dejar rastro espiritual alguno. Ningún eco litúrgico.

    El hecho es que no tenemos por qué renunciar a nuestra hijuela en la grandeza española, que nos permitiría descender de Hércules. Aunque para mi gusto baste con formar parte del pueblo furioso de España y reverenciar como héroes nuestros al Cid, a los chisperos del Dos de Mayo y a nuestro señor don Blas de Lezo, parado en la epopeya sobre una estaca.

    Es una lástima que la Independencia hubiera traído una especie de solución de continuidad, que a muchos hace pensar que comenzamos a vivir el 20 de julio de 1810. En cambio en el Brasil, en donde la emancipación la hizo un emperador y la liberación de los esclavos una princesa —como en un cuento— la masa mestiza se considera emparentada con los fenicios y con los Braganza a través de los fados portugueses y del embrujo de la macumba.

    Y esto, fuera de constituir un tónico, es la verdad. De mis estudios, de mis lecturas, yo he sacado, además de unas dioptrías adicionales para mis anteojos por disminución de la vista (y, si usted quiere hacer el chiste, por disminución de la visión histórica) he sacado, decía, unas conclusiones que someto a los transeúntes como un vendedor ambulante, sin pretensiones ni licencia. Sin compromiso.

    Mi primera conclusión es la de que la Conquista no fue propiamente la imposición de un pueblo sobre otro, sino el enfrentamiento de dos edades de la humanidad. De dos edades mentales del hombre sobre la tierra. De dos grados en la evolución de la cultura humana. Se enfrentaron, en efecto, el Renacimiento con el Neolítico.

    El buen salvaje, desnudo y sin malicia —porque la malicia proviene de la ropa— frente al mercantilismo adorador del oro, con sus condotieros, con sus geógrafos avarientos coleccionistas de islas raras... El primer ademán del indio —ya suficientemente definidor de la miseria de su destino— fue cortarse las manos acariciando las espadas de los conquistadores. Esto hiela la sangre como un presagio funeral.

    Mi segunda sorpresa fue el enterarme de que el Derecho Internacional había nacido en la cátedra libre de Salamanca. Es decir, que España, por un lanzazo del remordimiento, había tenido piedad del indio que acababa de descuartizar. Que había sido un fraile, el inmortal Francisco de Vitoria, quien se había enfrentado al papa y al emperador.

    Que el todo poderoso Carlos V había acogido las tesis de la oposición, lanzadas por otro fraile, el padre Las Casas, que inicialmente no fue otra cosa que un encomendero tan rapaz como los otros. Que, en consecuencia, Carlos V, dominador de la tierra, había dictado las Nuevas Leyes, que constituyen una reparación legislativa sin precedentes y que, por último, con los ojos nublados por la melancolía se había retirado al monasterio de Yuste.

    A ocuparse del gran negocio de la salvación del alma. Cuando tenía cincuenta y siete años. Y cuando sobre todo el cuerpo del orbe brillaban las escamas de plata de las corazas de los tercios arrolladores del imperio.

    Mi cuarta sorpresa fue el encontrar que un pueblo capaz de semejante viraje humanitario resolviese, al proscribir el cautiverio de los indios, decretar, sustitutivamente, la importación de semovientes africanos, es decir, de esclavos negros.

    Mi mayor desconcierto se produjo, sin embargo, ante el misterio insondable del indio, un día inquilino exclusivo del continente. No se puede afirmar con certeza de donde vino. No se puede decir con certeza como construyó ciudades y monumentos con monolitos tan grandes como tranvías, cuando desconocía la rueda.

    No se puede decir con certeza cuándo y por qué olvidó esa milagrosa orfebrería que se niega a revelarnos su secreto. El indio actual no solo es un amnésico perfectamente desvinculado de los monumentos de sus antepasados sino que carece de conciencia étnica. El enigma de la raza indígena, al menos en Colombia, constituye un caso extravagante en el discurrir de la humanidad. El indio, en efecto, a la llegada de los españoles, decide auto-eliminarse.

    El mestizaje mismo es una variación del suicidio, porque procede de la decisión de no producir más indios puros. El control de la natalidad, que llega al sacrificio de las criaturas del sexo femenino, es también una táctica de eliminación colectiva.

    Me parece que en Méjico, en Centroamérica y en el Perú había florecientes organizaciones estatales, pero no así en Colombia, en donde todo indica que el nativo atravesaba una época de irremediable degeneración, que aceleró la Conquista con su implacable fanatismo.

    También me causó estupor el hecho de que don Gonzalo Jiménez de Quesada no hubiese pensado nunca en descubrir los nacimientos del Río Grande de la Magdalena, como me revelaron en el colegio, sino en caerle por la espalda al Perú. Y que se hubiera adelantado un largo y confuso proceso entre venezolanos, panameños, ecuatorianos, cartageneros y samarios para saber a quién pertenecía el Nuevo Reino de Granada y dónde quedaba al fin Bogotá. De la cual se sostenía documentadamente que estaba situada en el corazón de Venezuela.

    Porque aunque se trataba de tentáculos administrativos del unitario y compacto Estado español, la discusión hubiera tenido consecuencias dilatadísimas sobre el mapa de Suramérica desde el momento en que se adoptó —para hacer el deslinde de las naciones una vez emancipadas— el principio del Uti Possidetis.

    Como que las repúblicas nacieron alinderadas por las anteriores jurisdicciones territoriales de la Colonia. Todo se originaba en el ansia de ponerle el guante a los tesoros de El Dorado. Porque El Dorado, para los venezolanos de Federmán y de Alfinger, quedaba en el actual Santander del Sur, en la Mesa de los Santos. Para los ecuatorianos de Belalcázar, en Guatavita.

    Para los cartageneros en Cundinamarca o Boyacá, que constituían el territorio Chibcha y que ellos tenían la idea de que demoraban, respecto del río Magdalena, del mismo lado que Cartagena, que era lo que importaba a don Pedro de Heredia, un capitán madrileño que por haber quedado desnarigado en una reyerta debía tener el aspecto divertido y sombrío de una estatua antigua. Para Quesada, representante de la gobernación de Santa Marta, El Dorado se escondía en el mitológico país de las Amazonas, más allá del páramo de Cruz Verde, hacia los Llanos infinitos, en donde los ríos inmensos brillan al sol como cadáveres de relámpagos.

    De manera que nuestra historia está engastada en una serie de equivocaciones.

    Colón calculó mal la cintura de la tierra. Jiménez de Quesada creyó poder conducir al Perú a un puñado de convalecientes desde el Caribe. Belalcázar creía que el Nuevo Reino estaba a tiro de ballesta de Urabá. Hasta la Santa Sede incurrió en errores de inconsecuencia al combatir en América el incauto ¿paganismo de los nativos, mientras el Vaticano ardía en esa fiebre de paganismo grecorromano que fue el Renacimiento.

    De tal museo de equivocaciones he sacado el título de este libro: América una equivocación.

    Este es el primer volumen de algo que podría llegar a constituir una biografía de Colombia por entregas.

    El segundo volumen —Se Deus quizer— deberá salir el año entrante. Desfilan por sus páginas el Virrey Arzobispo y los Comuneros, olorosos a incienso y a tabaco. También los precursores de la Expedición Botánica y los defensores de Cartagena, que hicieron voltear grupas a la escuadra británica en el mar Caribe. Su temática responde a lo más significativo y puntiagudo de la Colonia.

    Me he puesto a escribir con la idea ilusionada de que si la historia recupera su capacidad de sorpresa y los historiadores readquieren la humildad necesaria para asombrarse, las nuevas generaciones buscarán ese alcaloide de encantamiento, ese yagué fascinante para inquirir por los hontanares de su presente y de su futuro.

    Porque es importante que la historia recupere su poder mágico y pierda su aroma de naftalina-

    Enrique Caballero Escovar

    PRIMERA PARTE

    Ved de cuan poco valor

    son las cosas tras que andamos

    y cañemos

    Jorge Manrique

    Coplas a la muerte de mi Padre

    LAS IDEAS DEL MUNDO ANTIGUO SOBRE LA TIERRA

    Creo que es cosa buena, para entender el descubrimiento de América, tratar primero de reconstruir el inconsciente histórico —llamémoslo así— de un genovés del siglo XV. De contera se explica uno ese gesto de disimulada avidez con que los príncipes prestan oídos a un vagabundo fantasioso y de la desconfianza con que —aunque lleve un universo entre su morral de peregrino— le rechazan.

    Por aquel tiempo se ve salir el polluelo del Renacimiento de la cascara de la Edad Media. Se oye el gran resuello de alivio del hombre que se quita la coraza opresora para vestir el jubón de brocado e inicia la tarea de completar, enriquecer y peraltar su espíritu con conocimientos variadísimos e irrespetuosos análisis científicos. Es el humanismo. La era de los malos pensamientos. De la irreverencia intelectual.

    La cosmografía y la geografía deben indicar la ubicación de la criatura. La anatomía y la biología balbucientes se atreven a descubrir los misterios del cuerpo y la filosofía se convierte en una especie de arqueología intelectual para averiguar qué pensaban los griegos: Platón, Aristóteles, Plutarco, Tolomeo, Estrabón.

    Las bibliotecas de los conventos se cierran, y se abren las pinacotecas de los Papas. Se derrumba el castillo como un guerrero herido y se decora el palacio, como un galán amador.

    Por el inconsciente de Cristóbal Colón vaga un hombre que no es difícil identificar: Marco Polo. Por ese aspecto Marco Polo viene a ser un poco nuestro abuelo. Marco Polo anuncia su libro con cierta algarabía de vendedor de específicos.

    Ha sido dictado a un compañero de celda: cuánto debe a las cárceles la historia... Son los días en que, a la salida de misa, vende el buhonero mapas, indulgencias y afrodisíacos. Grita así Marco Polo: emperadores y reyes, duques y marqueses, condes y caballeros y todos los demás deseosos de conocer las diversas razas humanas y las particularidades de los reinos, provincias y regiones de todo el Oriente, tomad este libro y en él encontraréis las grandes maravillas y curiosas características de los pueblos, especialmente de Armenia, Persia, India y Tartaria, relatadas con veracidad por Marco Polo, sabio y culto ciudadano de Venecia, que cuenta con claridad las cosas que vio y las que otros le explicaron!

    Los dos hermanos Polo y el hijo de uno de ellos (Marco), se habían asomado, en efecto, a los ignorados imperios amarillos. En un barco primero, en peludos y pequeños caballos luego, llegan los tres a la corte de un jefe tártaro. El hecho de ser extranjero, cuando la locomoción era tan ardua que llevaba meses y aún años ir de un reino a otro, constituía un título e imponía ciertos rituales en que la curiosidad y la hospitalidad se confundían.

    Los Polo llevaban brillantes mercaderías. Pero como son aventureros y no mercaderes —no confundir— se las regalan al extraño caudillo que por ellas les había propuesto compra. Este ademán arriesgado les valió el verse colmados, a su turno, de valiosísimos presentes con los cuales los italianos, al regresar a su tierra, asombrarían a nobles y plebeyos.

    Allí, a Venecia, les mandó buscar años después un ser mítico y omnipotente: El Gran Kan. El Gran Kan que mandaba sobre millones de cuerpos, se intrigó poderosamente con la existencia de alguien que gobernase las almas por delegación celestial, lo cual le pareció inusitado y espléndido y envió a Roma en compañía de los Polo a uno de sus más allegados barones de

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