Ciudad de espejos
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Un suicidio, una ola de desapariciones de niños y un caso de presunta estafa de una constructora parecen no tener relación entre sí, excepto que en todos están involucrados "ellos". El detective John Knigge se ve involucrado en una investigación que puede llevarlo a perder su trabajo, su cordura y hasta su vida en la búsqueda de la verdad.
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Ciudad de espejos - Jorge Caprarella
La noche fresca traía consigo una brisa húmeda. Va a llover
pensaba el detective Knigge mientras veía el cadáver que tenía a sus pies.
El rostro, que era aún reconocible a pesar de haber caído de cabeza, estaba sumido en un charco de sangre que se ensanchaba a cada segundo. Knigge dio un paso hacia atrás para evitar ensuciar sus lustrosos zapatos de cuero negro y se puso un cigarrillo en la boca.
-¿Qué piensa detective? –interrumpió un oficial que estaba a su espalda- ¿Un suicidio?
Knigge dio una pitada al cigarrillo que acaba de encender y asintió lentamente.
-Sin duda sargento. ¿No lo reconoce?
El policía inspeccionó con detenimiento a la víctima sin lograr ubicarlo, pero antes de responder negativamente el detective le dio la respuesta.
-Es Tom Seewell. Lo arrestamos hace menos de dos meses.
El sargento pensó un momento y finalmente unió todas las piezas en su desordenada memoria.
-¿Era el loco que intentó secuestrar a los niños del jardín de infantes?
-El mismo. –respondió el detective sombrío- Lo que no entiendo es ¿qué hacía aquí?
Knigge levantó la vista y observó la pequeña tarima de mantenimiento que había en la parte superior de la cúpula del edificio municipal, el lugar de donde presuntamente había saltado el suicida.
-Deben ser unos diez metros, ¿no?
-Eso creo detective.
El recuerdo del interrogatorio se hizo latente en la mente de Knigge. Parecía que hubiera sido ayer cuando se encontraba sentado frente a Seewell en la sala de interrogatorios de la comisaría. Tom estaba demacrado, como si no hubiera dormido en días, vestido con un mameluco gris que había robado al personal de maestranza para pasar desapercibido.
-Señor Seewell, soy el detective Knigge ¿Sabe por qué está aquí?
El prisionero tenía la mirada perdida, parecía observar la pared y las esposas que lo sujetaban a la mesa iterativamente.
-Señor Seewell … -repitió el detective al notar la falta de respuesta de su interrogado.
-¿Ese es mi nombre ahora?
Knigge miró la carpeta que tenía enfrente etiquetada como Tom Seewell. Dentro había varios papeles con los antecedentes del hombre que tenía adelante; robos, posesión de narcóticos, actos de violencia.
-¿Cuál era su nombre antes?
-No lo recuerdo, pero estoy seguro que no era Seewell.
-A falta de un mejor nombre lo llamaré Seewell, si no le molesta –dijo el detective en un tono sarcástico a lo que Tom respondió con una sonrisa.
-Por el bien de la conversación, digamos que no.
-Muy bien, entonces, ¿pude responder a mi pregunta?¿Sabe por qué lo arrestamos?
Tom asintió vergonzoso sin quitar la mirada de sus manos.
-Intentó secuestrar a los niños de un jardín de infantes.
-Sólo quería protegerlos.
-¿De quién?
-De ellos
.
-¿Quiénes son ellos?
-Los que nos hicieron esto –dijo intentando levantar las manos en dirección a su rostro.
-¿Qué cosa?
Seewell negó resignado y volvió a su sopor. Knigge no pensaba perder demasiado tiempo, necesitaba sacar una confesión de las intenciones de este hombre o determinar si simplemente estaba loco, en cuyo caso, el psicólogo de la fiscalía intervendría.
-¿Por qué ellos
les harían algo a los niños? ¿Protegerlos de qué?
-Hay un problema con los niños. La máquina no funciona bien, los oí decir que no está afectando a los niños.
-¿Qué maquina señor Seewell?
La respuesta fue la misma. Cada vez que el interrogado se encontraba con una pregunta que no podía responder movía la cabeza de una lado a otro y se quedaba mirándose las manos sin decir nada.
-¿Funciona la maquina con usted señor Seewell?
-No. Conmigo no.
-¿Cómo es eso posible? Usted no es un niño.
Tom se sonrió avergonzado, negó con la cabeza y antes de que el detective se resignara a un inminente bloqueo respondió en un tono casi imperceptible.
-No funciona conmigo por las drogas.
Knigge lo miró satisfecho. Lo había llevado justo a donde quería llegar. Era un detective, no un psiquiatra, no podía tratar con un orate pero perfectamente podía tratar con un adicto violento.
-¿Qué clase de drogas consume señor Seewell?
-Empecé tomando ansiolíticos. Me los recetaron. Yo era una persona normal, con un trabajo, pero la guerra me cambió. Tenía miedo todo el tiempo.
-La crisis de los misiles fue hace cinco años señor Seewell, todos teníamos miedo entonces, pero, como ve, no todos terminamos siendo unos adictos.
-Tal vez no soy tan fuerte como usted detective. –respondió en un tono desafiante que comenzó a hacer mella de la paciencia de Knigge.
-Tal vez. O tal vez yo no necesito atemorizar niños con una escopeta a plena tarde para sentirme bien conmigo mismo.
-No lo entiende ¿verdad? Esto no tiene nada que ver con las drogas. Ellos
vendrán por los niños.
Al notar que no llegaba a nada, Knigge se puso de pie y se dirigió hacia la puerta.
-Buena suerte señor Seewell. Espero, por su bien, que el fiscal lo declare insano. No se imagina lo que le hacen a los secuestradores de niños en las cárceles.
-Espere un momento detective –dijo por primera vez levantando la vista- ¿Conoce a alguien que haya construido su casa?
-¿Por qué? ¿Busca un contratista? –preguntó burlón.
-Piénselo.
Knigge se resignó y fastidiado salió del cuarto de interrogación.
Ahora, el hombre que le había hecho perder los estribos con historias ridículas yacía en medio de la acera y lo miraba con sus fríos ojos, con una expresión de calma y liberación. Por algún motivo que desconocía, la pregunta del difunto volvió a su mente: ¿Conoce a alguien que haya construido su casa?
Capítulo 2. La fuga.
El detective Knigge aparcó en el estacionamiento del hospital psiquiátrico St. Simeón, el lugar donde, según averiguó, habían llevado a Tom Seewell después de ser declarado orate peligroso.
El nosocomio estaba un tanto alejado de la ciudad y le llevó unos minutos llegar, a pesar de que no había tránsito por el horario. Durante el recorrido las preguntas invadían su mente: ¿Cómo había ido a parar Seewell al centro de la ciudad si había sido condenado a reclusión psiquiátrica de máxima seguridad? ¿Cómo había subido hasta la tarima de la cúpula del edificio municipal? ¿Se había suicidado realmente o alguien lo había arrojado desde allí?
Ya era tarde en la noche por lo que el personal era el mínimo para la guardia nocturna. Unos enfermeros y una recepcionista que no parecía demasiado despierta.
-Buenas noches –dijo en un tono fuerte para intentar que la señora del mostrador recuperara su lucidez.- Soy el detective Knigge, necesito hacerle unas preguntas relativas a un recluso.
La mujer disimulo su somnolencia y le dio una mirada a la placa que el detective le extendía.
-No hay mucho que pueda hacer por usted detective –le respondió conteniendo un bostezo- Los médicos se fueron hace horas. ¿Por qué no vuelve por la mañana? Será de más utilidad.
-Estoy seguro de que usted me puede ayudar también. Si es tan gentil, ¿puede averiguar el paradero de Tom Seewell?
La mujer, reticente pero sin poder eludir la pregunta, tomó uno de los libros del estante que tenía enfrente y comenzó a buscar.
-Seewell…. Seewell… Aquí está. Tom Seewell. Paciente peligroso. Seguimiento por el doctor Willbur. Habitación 303.
-¿Podría pasar a hablar con él?
-De seguro estará durmiendo detective. Por favor regrese mañana. El doctor Willbur llega a las 9, él le dará toda la información que necesite.
-Hágame caso –dijo Knigge intentando contener su frustración- envíe a alguien a la habitación 303.
La secretaría, ahora más despierta, comenzó a incomodarse. Nadie podía llegar en medio de la noche y exigirle cómo hacer su trabajo, fuese policía o no.
-Los enfermeros están haciendo sus rutinas, no puedo enviarlos a revisar una habitación en particular así como así.
-Señora, -la paciencia del detective se había terminado y estaba seguro que en la lucha de poder, él tenía las de ganar-si no envía a alguien ahora voy a detenerla por obstrucción de la ley.
De mala gana, la mujer del mostrado movió una perilla y miró al detective con resquemor.
-Listo. Ahí tiene. Ahora tiene que esperar a que algún enfermero vea