Atrae el dinero con la ley de la atracción + Se me va + Las Reglas del Juego. De 3 en 3
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Atrae el dinero con la ley de la atracción
Ximo Despuig
En este libro, basado en los artículos de Steve Pavlina, (un hombre que levantó un negocio millonario de autosuperación de la nada por el método de la entrega de valor al lector) descubrirás que el verdadero motivo por el que nos cuesta tanto ganar mucho dinero es porque no nos creemos merecedores de ello. La buena noticia es que hay métodos para romper las costumbres arraigadas y atraer la abundancia a nuestras vidas. Uno de esos métodos es la Ley de la Atracción.
Descubre de qué manera Steve rompió sus propias barreras y después... hazlo tú.
+
Se me va
Elena Larreal
"Soy una persona muy sociable, aunque mis amigas no existan."
Elena, una esquizofrénica no tratada que habla con sus electrodomésticos, conoce a Román, un chico romántico capaz de hablar con los muertos. Pero también conoce a Hombre Misterioso, un joven que asegura haber absorbido durante el embarazo a su hermano gemelo y que tiene la capacidad de ponerla como una moto. Como pasa con todas las cosas buenas de la vida, Elena tendrá que elegir a uno de los dos. O quizá haya otra salida.
El mejor chick lit en vena. Un novela hilarante protagonizada por tres locos de los que te enamorarás.
+
Las reglas del juego: Una aventura de aceitunas asesinas
Myconos Kitomher
Susan, una mujer atrapada en un juego macabro con su grupo de nuevas amigas, se verá obligada a enfrentarse a ellas para salvar la vida de su marido y de sus dos hijos.
Fragmento:
—No sé lo que es, pero Isobel tiene uno. Se lo vi el pasado viernes, durante la partida. Le caminaba por debajo de la piel, le bajaba por el cuello.
—¿Y no dijiste nada?
—Me pareció divertido. Supongo que no estaba en mis cabales.
—¿Y ahora lo estás?
—¡Ahora lo tengo dentro! ¡No es lo mismo, joder!
—A ver, no te muevas. Déjame que lo mire otra vez. Quizá hayan sido imaginaciones mías.
Susan volvió a apartarle el pelo, pero esta vez le metió el cañón de la pistola en el costado.
—No te muevas si quieres conservar las tripas dentro.
—Qué agradable te has vuelto.
—Culpa vuestra.
El bulto había desaparecido. Susan estaba por creer que se lo había imaginado cuando volvió a localizarlo, en medio del cuello. Muy despacio, sin creer que aquello pudiera estar sucediendo realmente, pero consciente de que no soñaba, acercó un dedo al extraño bulto. Era más bien alargado, más o menos del tamaño de una canica, pero con la forma de un melón. Cuando Susan lo palpó con el dedo índice, la cosa echó a correr cuello abajo, abultando la piel a su paso.
—Dios Santo...
—¿Qué pasa?
—Madre mía...
—¡Susan!
—¿No lo sientes? Te... te está bajando.
—¡No siento nada de nada! ¡Déjame parar, no puedo conducir así!
Tres lecturas que te encantarán.
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Atrae el dinero con la ley de la atracción + Se me va + Las Reglas del Juego. De 3 en 3 - Ximo Despuig
LAS REGLAS DEL JUEGO, UNA AVENTURA DE ACEITUNAS ASESINAS
Myconos Kitomher
Sin título:Users:jkvelez:Documents:Escritor:amazon:Pack 2 Fantasticos ebooks:104:reglas interior ebook.jpg
I
Llevaba cerca de dos horas consultando libros y no encontraba nada que pudiera serle de utilidad. Presentía que el caserón donde se reunía con las demás estaba encantado. No había una explicación racional para aquello. Todas habían cambiado su manera de ser, todas excepto ella, y la única posibilidad que quedaba era que la casa estuviera influyendo, interfiriendo o lo que fuera en su capacidad de raciocinio.
Se estaban volviendo locas.
...
Susan tomó aquella misma tarde de viernes la difícil decisión de abandonar las partidas. Con esa idea en mente se presentó a la de aquella noche. Se veía incapaz de seguir sentándose entre aquellas mujeres.
Aún estaba a tiempo de no acudir. Se encontraba delante de la verja que delimitaba el jardín del viejo caserón. Vio allí el coche de Isobel, la vieja motocicleta de Dorothy, el descapotable azul marino del esposo de Rose, la triste bicicleta de Mary, y supuso que Sarah, que acudía a pie igual que ella, ya estaría dentro, aguardando con las demás su llegada. También supuso que las otras habrían acordado reunirse diez minutos antes, sin decirle nada. A no ser que tuviera el reloj atrasado y fuera ella misma quien no había respetado el horario.
Se le hizo un nudo en el estómago sólo de pensar en esa posibilidad. Tenía la certeza de que llevaban allí bastante tiempo. No se había cruzado con ninguna, y la carretera de la antigua iglesia, por la cual se llegaba al caserón, era también el único camino que conducía a aquel siniestro lugar.
La iglesia, en ruinas, podía contemplarse desde el ático de la destartalada mansión, si uno tenía ganas de deprimirse o hacer un estudio sobre el paso del tiempo en las obras acometidas por la mano del hombre y su fugacidad. Pero Susan no pensaba ahora en la iglesia, aunque interior y paradójicamente, estuviese rezando.
Contempló por un momento la horrible construcción donde organizaban sus reuniones clandestinas. Si no acudía a la partida, las otras tomarían medidas al día siguiente, y por nada del mundo pondría en peligro la vida de sus seres queridos. No correría semejante riesgo.
Pero... ¿Podía seguir fingiendo que no sentía repugnancia ante los violentos actos de las mujeres? ¿Podía hacerles creer que el motivo de su abandono era otro?
Debía abandonar siguiendo las reglas. Según Isobel, cualquier eventualidad estaba contemplada en las mismas. Había una forma de hacerlo bien; se valdría de ella.
Sin atreverse siquiera a respirar traspuso la verja, cruzó el jardín y subió los cinco peldaños que la llevaron ante un gran portón que había sido de madera, y que ahora se asemejaba a un colador, tan enfermo de carcoma que Susan no entendía como se mantenía en su sitio. Antes de tocar a la puerta, ésta se abrió y una sonriente Rose le dio la bienvenida.
—Oh, Susan... Pensábamos que ya no venías.
A oídos de la recién llegada, el saludo ya encerraba una amenaza.
—No me lo perdería por nada del mundo —mintió, al parecer con efectividad.
Tras los besos de compromiso se cerró para Susan la única escapatoria. Trató de calmarse mas se sabía aterrorizada y de nada le sirvió respirar profundamente varias veces sino para recordarle lo fácil que se había vuelto en este mundo que una dejara de hacerlo.
Minutos después se encontraban sentadas, alrededor de una mesa redonda, seis mujeres. Un tapete de negro terciopelo cubría la superficie donde habían sido grabados los símbolos pertenecientes a cada una de las mujeres desde el mismo momento en que habían entrado a formar parte del grupo. Sobre el tapete colocaron el tablero de juego, construido por la master, sobre una madera barnizada de dudosa procedencia, posiblemente sacada de la misma casa donde se reunían, y por ello igual de maldita.
Siete eran las fotografías dispuestas, seis de ellas, de las casas donde vivían las jugadoras. La séptima, situada en el centro del tablero, doblaba en tamaño a las otras. Mostraba la mansión donde se hallaban reunidas en todo su tétrico esplendor. En una vieja caja de bombones, metálica y sorprendentemente sucia, se guardaban los sobres que contenían sugerencias o instrucciones, además de una baraja de cartas que esperaban su estreno dentro de su cajita blanca, cuya única marca, impresa en rojo, relucía en su sencillez como la sangre: una Cruz de Sobrarbe.
—Podemos comenzar —enunció Isobel, ceremoniosamente.
Susan, sin poder evitarlo, clavó en ella una intensa mirada de pánico. Podía ver más de lo que deseaba en el rostro de aquella mujer. Le resultaba increíble no haber percibido desde el principio el atisbo de locura y violencia que irradiaban sus ojos.
Isobel era la mayor, con casi cincuenta años bastante bien llevados. Rose y la misma Susan eran las jóvenes, no alcanzaban la treintena. Dorothy, Mary y Sarah se hallaban en algún punto intermedio entre ambas edades.
Si se diera la circunstancia de que algo impidiera a Isobel, la master, ocupar su lugar como cada viernes, la siguiente en edad ocuparía su lugar. No sabía si las reglas contemplaban tal eventualidad, pero con seguridad se seguiría ese criterio. Por ese motivo Susan se sentía en desventaja.
Cualquier sugerencia que hiciera solía ser rechazada como si no tuviera voz ni voto por ser la más joven. La miraban como mirarían a una niña. Peor, la miraban como si fuese retrasada. La mujer temía que no la tomaran en serio cuando les planteara el abandono.
Temía a cada una de sus compañeras. Temía por su vida.
Susan llenó de valor sus pulmones, pero al soltar el aire también se esfumó su determinación. Sarah, una rubia que podía presumir (y lo hacía) de poseer un cuerpo formidable, cogió los dos dados y se dispuso a lanzarlos, pues le tocaba por derecho abrir la partida ese día.
Los lanzó al aire.
Mientras todas las miradas se centraban en los dados, Susan no quiso alargar por más tiempo su estancia allí. El grito sobresaltó a todas.
—¡Espera!
Antes de que los rutilantes dados tocaran la mesa, Susan los atrapó, uno con cada mano. Los mantuvo en el interior de sus puños, con tanta fuerza que se clavó sus propias uñas en el tenar. Isobel dio un manotazo en la mesa y su voz retumbó de un modo acusatorio en el oscuro salón.
—¡Maldita seas, Susan! ¡No puedes interrumpir una partida! —La quemó con la mirada. —¿A qué viene esto? ¿Qué pasa?
—No he interrumpido nada, la partida aún no ha comenzado. —No dio pie a que aquellas asesinas replicaran. —Tengo algo que comunicaros.
—Espero que sea importante —dijo Sarah, enojada.
—Lo es. —No sabía cómo plantearlo para que el impacto fuera mínimo. —He decidido... Bueno... He decidido abandonar el juego.
—¿Qué?
—¿Cómo dices?
—Estás loca.
Pues sí, las había impactado. Se armó un revuelo de protesta e indignación, dando todas su acalorada impresión a la vez, excepto Isobel, que escudriñaba el semblante de Susan buscando alguna cosa que pudiera explicar su postura, como un ataque de histeria o de locura repentina. Sólo Satanás sabe a qué viene esto, pensó.
—¡¡SILENCIO!!
Poco a poco las voces fueron apagándose, los humos se enfriaron. Isobel tenía la autoridad, era la master de aquellas reuniones y le debían un respeto. Además, no era bueno hacerla enfadar. Durante un eterno par de minutos la master se limitó a examinar silenciosamente la expresión de Susan: sus puños apretados pero extrañamente firmes (no descubrió ni el más mínimo temblor, parecían dibujados en un lienzo, estáticos carceleros de los dados); la determinación en su mirada, que pese a todo delataba su temor; la rigidez de sus pómulos; la vena que palpitaba en su sien o la piel tirante de su cuello.
Está muerta de pánico, nos teme... Pero quizá sea normal. Si logro que se quede dos semanas más puede que comience a gustarle. Aunque... algo le pasa a esta mujer. Es posible que...
Sonrió para tratar de suavizar un poco la tensión.
—¿Quieres abandonar? Muy bien. Pero antes, explícanos tus motivos.
Susan tomó en consideración la pregunta y su posible respuesta. No deseaba mentir, aquella maldita mujer lo sabría. Optó por ser sincera, aunque no ofensiva.
—No me gusta este juego, no me gusta esta casa, ni estas reuniones. No estaré nunca a gusto. Este no es mi lugar.
—¿Eso es todo? ¿O hay algo más?
—No… no puedo aceptar… las muertes. No soy capaz de matar. Y no podéis oponeros a mi decisión.
—Nada más lejos de nuestra intención, querida. Pero, Susan, conoces las reglas del juego.
Las demás se miraron con sardónicas sonrisas en los labios, mas Susan no apartó la mirada de la de Isobel, como si desviarla pudiera hacerle perder una batalla.
—No. No las conozco. Siempre te has esforzado en ocultar las malditas reglas.
Isobel se enfureció. Sacó de la caja metálica un cartón forrado en plástico y se lo lanzó a la cara.
—Lee —ordenó, incapaz de disimular su ira.
Susan buscó en las reglas la que hablaba de abandonar el juego, pero no dejó los dados sobre la mesa. Mientras los tuviera tendrían que hacerle caso, aunque ya no estaba segura de si aquello era bueno o malo. Era temerario, lo cual no la tranquilizaba. Trató de controlar un temblor repentino en sus manos. Se le habían quedado blancas y heladas. Cuando encontró lo que buscaba procuró leer con tranquilidad, pero a medida que lo hacía fue enmudeciendo hasta acabar en un murmullo inaudible.
—El jugador que desee renunciar al juego solo podrá hacerlo si resulta vencedor al finalizar una partida, o bien ofreciendo al MASTER como intercambio uno de sus miembros, a negociar.
—Bien Susan. Gana esta noche y podrás renunciar al juego, o bien ofréceme tu mano derecha si tanta prisa tienes. ¿Qué decides?
La aludida observó incrédula el rostro de cada una de las mujeres al tiempo que se preguntaba cómo demonios se había metido entre aquel grupo de dementes. Las expresiones de todas ellas oscilaban entre la diversión y la satisfacción de verla en apuros.
—¿Qué decides? —Instó Isobel, sacando de alguna parte un enorme cuchillo de carnicero.
Susan quedó perpleja, sin poder apartar la vista del filo.
—¿Te corto la mano? ¿Te rebano la muñeca? ¿Eso quieres? —La voz de la master sonaba igual que si estuviera ofreciendo unos dulces a un grupo de adorables infantes.
Susan intentó hablar, pero no consiguió articular palabra, sólo un extraño chillido.
—¡EL QUE CALLA, OTORGA! —gritó Isobel, levantando ágilmente el terrible cuchillo.
II
Sarah no pudo evitar soltar una estruendosa carcajada, a la que siguieron las de Dorothy y Mary.
—Jugaré... ¡JUGARÉ! —Fue todo un alarido, temiendo, una vez pudo hablar, que Isobel no la oyera, con las incontroladas risotadas de las otras.
La master bajó el cuchillo y lo dejó en su regazo. Susan se permitió respirar de nuevo mientras esperaba la resolución de Isobel.
—Juguemos —sentenció. —Y vosotras, ¡callaos!
En cuanto Sarah recuperó los dados de las reacias manos de Susan, que afortunadamente para ella, aún conservaba, empezó la partida. Aquel juego era la adaptación libre que el grupo había hecho de un conocido juego de rol. Susan no se explicaba cómo habían llegado a tales extremos. Cuando la invitaron a participar en las reuniones ella aceptó de buen grado, segura de haber encontrado buenas amigas. Incluso una de ellas, Mary, había sido compañera de Susan en su trabajo de cajera en un supermercado, hacía varios años, mucho antes de que comenzara aquel horrendo juego. Ahora Mary ya no era la misma. Susan sólo conseguía que la escuchara cuando hablaba sobre el juego, pero al recordarle su pasada amistad ella se mostraba distante, o se enfadaba y hacía una pequeña demostración de la violencia que se había apoderado de su ser. Susan no entendía ese cambio drástico en su personalidad. Se negaba a creer que siempre hubiera sido así, y que le hubiera pasado desapercibido ese rasgo oscuro de la forma de ser de la que fue una buena amiga.
Hacía unas semanas que Susan había desistido en su empeño de convencer a Mary de que abandonaran juntas el juego. Mary no había contestado a su proposición, ni siquiera pareció haberla escuchado, pero, al parecer, tampoco había contado a las otras lo que Susan opinaba de todo aquello. Era como si ya no existiera para ella.
Susan sospechaba que la mansión donde se reunían tenía algo que ver con la violencia que se había adueñado de sus compañeras de juego, pero parecía una idea descabellada. Ella no creía en fenómenos paranormales de ninguna índole. Y si finalmente todo aquel embrollo tenía su origen en la casa, si estaba realmente maldita, no comprendía por qué ella no se veía afectada por esas fuerzas maléficas.
Ya que era inútil convencer a Mary, y debido a que temía no salir viva si acudía a la policía, había decidido abandonarlas a su destino. Pero debía ganar una última partida... Si no, quizá se planteara otra forma de abandonar, por dolorosa que fuera; tal era su terror a continuar en el grupo.
En las primeras reuniones en que había participado ni siquiera se le pasó por la cabeza que las otras hubieran cambiado los sobres que solían utilizar para que ella no