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Camino del suelo: El origen de El Clan
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Ebook286 pages4 hours

Camino del suelo: El origen de El Clan

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Camino del Suelo es la novela que cierra definitivamente El Reino de los Suelos. En ella, un joven Marc Oliver nos desvelará cómo se fraguó el origen de El Clan. Con él asistiremos, entre otros acontecimientos, a la visita de los Beatles a España, en 1965. Conoceremos también a Alena, Ana y Mariola, tres mujeres reales que se incorporan a la trama como personajes de ficción, tras superar un casting literario propuesto por el autor. Simultáneamente, viviremos con Julia, Martín y M los días que sucedieron a Colgados del Suelo, la segunda entrega de la trilogía, con un final nuevamente inesperado.
LanguageEspañol
PublisherBaile del Sol
Release dateJul 11, 2017
ISBN9788416794874
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    Camino del suelo - Ramón Betancor

    Camino del Suelo

    El origen de El Clan

    Ramón Betancor

    Camino del suelo (el origen de El Clan), es la tercera entrega de la trilogía El Reino de los Suelos, una obra de ficción e intriga para adultos que completan las novelas Caídos del suelo (la noche que cambió nuestros días) y Colgados del suelo (el día que alargó nuestras noches).

    A mis padres, Ramón y Estela,

    por los libros

    y las alas..

    «Mientras tú y yo estudiábamos, él aprendía.

    Mientras tú y yo devorábamos libros,

    él se comía la vida a bocados, mordidas y besos.

    Mientras él subía a lo más alto de un escenario

    y caía hasta el rincón más profundo y oscuro de un bar,

    tú y yo ni siquiera habíamos empezado a soñar».

    Caídos del Suelo (la noche que cambió nuestros días)

    Todo final tiene un comienzo. Todo comienzo tuvo una historia.

    Barcelona, 1952 - Las Palmas de Gran Canaria, 2012

    El Reino de los Suelos

    0

    «Aguantaste lo inaguantable, pero yo arrastré por calles malolientes dos maletas cargadas con los sellos de mi padre muerto para tratar de venderlos al precio que no se pagan los recuerdos. Lo hice solo por intentar liberar tu carga. Y la mía. Te di mis ratos, no mis huecos, como me reclamas. ¿Qué se supone que debería hacer ahora? ¿Resignarme? ¿Odiarte para que todo sea más fácil? No puedo. ¿Sabes por qué? Porque me he dado cuenta de que mi problema no es que no pueda olvidarte. Mi problema es que no quiero hacerlo.Todo mi mundo gira en torno a ti. Alrededor de todas tus curvas y todas tus esquinas. Infranqueable. Es así y siempre ha sido así. Desde que supe que ya no querría envejecer si no era a tu lado. Durante mucho tiempo y muchas distancias. Ese también es el problema. No quiero seguir siendo un satélite. No puedo. Necesito que mi mundo sea tu mundo. Que vivamos en el mismo planeta. Pero no en este. No podemos empezar de cero sobre una tierra infectada de pasado. Fétida. Nauseabunda. Plagada de rencores y de pesimismo. De adioses.Vacía de sueños. Cansada de ti y de mí. Mi deseo para este año será solo uno. Siempre el mismo y a todas horas: que vuelvas pronto. Que te instales en el hogar que tendré preparado para nosotros, nos metamos en una cama nueva y sin recuerdos y que me abraces. Que me abraces tan fuerte que casi traspases mi piel con tus dedos. Que de tu boca solo salgan te quieros. Que me asegures que todo está en orden y que así va a estar siempre. No escarmentar nunca de tus labios ni de tus besos. De los besos más largos que no he dado en mi vida. Ahuyentar para siempre esas decepciones nauseabundas que se proponen y se acumulan en mi garganta como un vómito agridulce de desconsuelo y desesperanza. Como sílabas de pesimismo tatuadas en el centro de mi vientre por tu lengua irreverente. No te pido volver atrás.Te suplico que olvidemos las palabras tú y yo y comencemos a ser nosotros. Definitivamente. Sin peros ni excusas. Si no aceptas, si me rechazas… Si no consigo entrar en tu alma para siempre, no me quedará otro remedio que buscar la forma de robar las almas de otros. De los que no merecen tenerla. ¿Cómo lo haré? Te preguntarás. Con magia, te respondo. No te rías. Hay muchos tipos, pero a mí solo me interesan las que funcionan. Esas, vengan de donde vengan, tienen dos cosas en común: la creencia ciega en ellas y la infinita estupidez humana que las hace reales».

    Marc Oliver escribió esa carta la primera vez en su vida que alguien le rompió el corazón. La primera vez en su vida que creyó estar enamorado. La primera vez en su vida que se sintió débil y derrotado. La primera vez en su vida que se percibió utilizado. Una misiva que nunca envió a una mujer que nunca volvió a ver. Si lo hubiera sabido en aquel momento. Si alguien le hubiera dicho que ese dolor era para siempre… Quizá entonces, ese lunes gris de septiembre de 1952, sí que hubiera ido a la oficina de Correos de la Vía Laietana a comprar un par de sellos baratos. Baratos como los que había vendido él mismo días atrás cuando, al hacerlo, sintió que se desmembraba. Que se ahogaba en pasado.

    Marc nació y creció acumulando decepciones. Pero tenía claro que, al morir, no quería enterrarlas todas consigo. Era magnético y casi siempre inexpresivo. No era lo que se dice un hombre atractivo, pero sí una especie de valquiria macilenta y masculina con una mirada del color de la ceniza, que parecía ser capaz de atravesar los pensamientos de quienes le rodeaban. Su envoltorio se resumía en veintitrés años de huesos sosteniendo una apariencia enclenque en todo menos en el cerebro. Aquel estudiante de último año de Derecho, al que era fácil querer más con la ternura con la que se quiere a un gato desvalido que con la pasión con la que se desenredan las sábanas, tenía un solo propósito en la vida: olvidar para siempre. Olvidar a una mujer y olvidar que, precisamente siempre, fue pobre. Inmensamente pobre. No pobre como las ratas, sino como las pulgas que anidan en el lomo de las ratas.

    Esa mujer se tragó el corazón de Marc. No lo vomitó ni lo pisoteó, simplemente se lo tragó y se quedó con él. Lo retuvo en sus intestinos y ahí se quedó. Quizá esa fuera la causa que desencadenara otras ambiciones y otros sueños. El desamor puede llegar a ser un arma autodestructiva. Letal. Un veneno con el que convivimos durante toda nuestra existencia, sin llegar a ser conscientes de que nos está matando poco a poco. Cada día y cada noche, con la imperturbable desazón de quienes ya no esperan nada de nadie, salvo de sí mismos. Ese fue el desamor que sintió Marc Oliver en ese momento, el que cubre la vida con una estela grisácea de dolor y no nos deja ver más allá de su propia pesadumbre. El que nos muestra que no podemos caer más, porque bajo nuestro cuerpo únicamente se encuentra el suelo. Un suelo pestilente y amargo. Un suelo encharcado de rencor. Un suelo duro como los días que siguen al abandono. Afortunadamente, la tristeza puede ser infinita, pero no es constante.Y en esas concesiones que la amargura dejaba en sus rutinas, Marc pudo construir otra vida. Otra realidad. Su propio reino de los suelos.

    1

    —¿No te acuestas todavía? —le preguntó Julia a Martín en medio de un bostezo, con su camisón azul marino, apoyada en el marco de la puerta que unía el dormitorio y el salón de su piso de Vegueta.

    —Voy enseguida, honey —le respondió el joven escritor de origen irlandés—. Ya tengo casi terminado el primer capítulo. Cuando lo acabe, te dejo leerlo a ver qué te parece.

    —De acuerdo, pero no tardes —concedió ella dándose la vuelta y enfilando la cama sobre sus pies descalzos—. Recuerda que mañana hemos quedado con Miguel para desayunar antes de que se vaya al aeropuerto.

    Miguel, el hermano pequeño del célebre escritor Mario Rojas, había jugado un papel fundamental en aquella relación que comenzaba a consolidarse. Juntos, Miguel y Julia, habían desenmascarado una importante trama en torno a El Clan, la organización internacional a la que perteneció Mario, que se lucraba con el talento de artistas de todo el mundo tras prometerles poderes exquisitos con los que convertir los sentimientos de quienes les rodeaban en obras de arte maravillosas. También juntos conocieron a Martín. El último mes de sus vidas había sido trepidante, casi sacado de las páginas de una novela de misterio. Una de esas intrigas oscuras lacadas de incógnitas y desesperanza en cada capítulo. Una aventura que partía de un mensaje en clave inscrito en la parte trasera de una guitarra que Ray, el padre de Julia, había regalado a Mario Rojas antes de morir. Descubrir qué significaba les había hecho recorrer distintos escenarios y los había puesto al borde de la muerte en más de una ocasión. Esa circunstancia, el peligro plomizo con el que se nublan los sentidos hasta desatar el instinto de supervivencia que solo se desata en situaciones extremas, había creado entre ellos un vínculo indestructible. Uno de esos parentescos que nada tienen que ver con la sangre, pero que se cosen al cuerpo con los hilos invisibles de la lealtad eterna. Los acontecimientos vividos aquel verano de 2012 habían desembocado en un hallazgo extraordinario. Un documento que evidenciaba la historia oculta de aquel clan de supuestos ladrones de almas y sentimientos que expoliaban a los artistas que tenían en nómina. Ahora Martín trataba de darle forma a ese texto en clave de novela. Un manuscrito que narraba la vida de Marc Oliver, el creador de la logia. Una historia escrita en negrita, el mismo color con el que había barnizado de penumbras la vida de tanta gente que se cruzó en su camino. Personas que habían aprendido a vivir y convivir con el éxito y el fracaso cosidos a sus entrañas. Al mismo tiempo. En la misma proporción. El éxito profesional y el fracaso personal. Las tristezas convertidas en acompañantes cotidianas del aplauso. El aplauso convertido en la banda sonora de una vida condenada a las más absoluta de las soledades.

    Martín relataba la vida de Marc Oliver sin saber que también, de alguna forma, reescribía la de Mario Rojas, la de su compañera Lucía, hija de Marc e, incluso, la de su propia pareja, Julia. Martín escribía y describía muchas vidas. Todo sin ser aún consciente de que, en realidad, también estaba redactando su propia historia.

    Su propia existencia.

    2

    —¿Sabes? Comencé a ser feliz cuando me di cuenta de que lo único que no tenía era dinero —le dijo Segismundo al joven Marc Oliver una noche cualquiera de septiembre, en la tasca que ambos solían frecuentar en el Barrio Gótico de Barcelona.

    Segismundo Márquez, al que todos sus allegados llamaban cariñosamente Segis, era el espejo en el que a Marc le gustaba imaginarse reflejado cuando fantaseaba con el aspecto, no físico, que tendría al cabo de cincuenta años. Admirado, respetado y querido por quienes lo conocían, aquel canario afincado en la Ciudad Condal desde hacía varias décadas, había conseguido amasar una pequeña fortuna «trapicheando», como él decía, con las obras de arte que las buenas familias de la zona necesitaban vender o, en menor caso, pretendían comprar.

    —El mejor escaparate, el más interesante, no te lo muestran en las tiendas —continuó hablando Segis—. En este sentido, el mundo es un gran almacén de compraventa. Una inmensa montaña de usura de la que solo hay que saber qué montículo es el más idóneo para clavar tu pala y extraer tu parte.

    De aspecto frágil y mirada eléctrica, a sus más de setenta veranos, su cuerpo había comenzado a menguar y encorvarse, pero su mente seguía tan lúcida como siempre. Bajo una lustrosa calva rodeada de una ordenada hilera de pelo blanco, se ocultaba su no menos brillante cerebro. Un órgano hiperactivo que había sido su mejor herramienta de trabajo durante años. Eso y la absoluta falta de respeto al riesgo y a perder, incluso, la vida.

    A Marc le gustaban aquellos encuentros semanales con Segis, a quien había conocido por casualidad meses atrás en el Park Güell, cuando el joven estudiante de Derecho leía, sentado en un banco de la plaza diseñada por Antoni Gaudí, uno de los volúmenes de Investigación de la Naturaleza y Causas de la Riqueza de las Naciones, del economista y filósofo escocés Adam Smith. Fue precisamente esa circunstancia, el observar a aquel joven escuálido y pálido leer en aquel lugar esa obra, lo que llamó la atención del anciano.

    —Interesante manuscrito —le había dicho Segis mientras se acercaba a él sigilosamente—. Aunque, para serle sincero, si hablamos de economía, los únicos papeles en los que creo son los billetes de mil pesetas. El resto, no me interesa demasiado.

    —Yo opino que para conseguir ese tipo de papeles primero hay que formarse —le respondió Marc en ese entonces.

    A Segis le resultó entrañable aquel joven. De alguna manera se vio a sí mismo, desvencijado e iluso, cuando llegó a aquella ciudad prácticamente con lo puesto. Aunque había algo en él en lo que no se reconocía. Quizá solo era la carga de aflicción que Marc arrastraba en aquella época. Unas semanas en las que había perdido todo cuanto había amado y en las que lo único que le quedaba eran sus libros, casi todos de texto. Eso y la ambición. Una ambición incalculable. Una codicia desmedida y aún desconocida, incluso, para el propio Marc.

    Los meses habían pasado entre conversaciones, jugosas tapas de jamón y muchos litros de vino del Bages, a los que siempre invitaba Segis. Marc, al que apenas le alcanzaba para pagar la habitación de la pensión donde vivía, disfrutaba con avidez, más que de la comida, de las lecciones magistrales del viejo traficante de arte. Al mismo tiempo y casi sin darse cuenta, los devastadores recuerdos de aquel pasado reciente que lo mortificaban se fueron enterrando en lo más profundo de sus vísceras. No llegaron a morir, pero sí dormitaron durante mucho tiempo, amortiguados, con toda probabilidad, por la grasa de aquellos deliciosos embutidos y el vino tinto que los acompañaban.

    —Todos deberíamos tener derecho a reinventarnos y poder luchar por lo que queremos —le comentó Marc Oliver a Segis una de esas tardes en la tasca en la que sus pensamientos cayeron hasta posarse a la altura de sus tristezas y en la que, posiblemente, había bebido más de lo que su lengua estaba acostumbrada a callar—. Nadie debería poseer la autoridad ni la capacidad para enjuiciar, excluir y crucificar a alguien de por vida por errores cometidos en el pasado. No al menos si el arrepentimiento es sincero. Pero claro, ese es solo el pensamiento de un niñato de mierda, no el de una persona adulta que lo sabe todo y que ha vivido tanto como tú.

    Segis no dijo nada. Se limitó a reír estruendosamente. Divertido. Después cogió su chato de vino de la mesa y se quedó mirando el contenido rojizo del vaso. En silencio. Como tratando de traspasar la densidad púrpura del caldo con sus ojos ancianos y curiosos.

    —Disculpa por la risa —le dijo Segis a Marc, sin dejar de escrutar el vaso que tenía delante—, pero me resultas enternecedor y, al mismo tiempo, extrañamente divertido cuando hablas de esa forma. Aún así, sé por qué me expones ese tipo de cosas y lo mal que lo debes estar pasando todavía. Es por esa chica, ¿verdad? Yo solo puedo decirte que hay personas que le hacen más caso a lo que ven en su cabeza que a lo que observan con sus ojos.Triste, pero cierto.Yo no. Como ya te he comentado en alguna ocasión, para mí la única realidad es la que puedo ver, oír, oler, tocar o, incluso, saborear. Una cosa son los cinco sentidos y otra muy distinta las sensaciones.Y las sensaciones no son reales. Así que intenta concentrarte en lo que te aporta y no en lo que te resta. Trata de encontrar tu camino y disfrutar de las cosas que aún están por llegar. Haz una pausa, medita y sigue andando. A veces, detenerse es la mejor forma de llegar a algún sitio. Parar, serenarse y avanzar. Grábate esas tres palabras y utilízalas cuando te sientas perdido. Y recuerda que casi nunca es bueno mirar atrás. El pasado es solo una mochila cargada de piedras que llevamos con mejor o peor fortuna, pero es solo eso: un montón de piedras. Concéntrate en vaciar tu mochila. Es la única forma de caminar sin que te pese el aliento.

    «El pasado es solo una mochila cargada de piedras que llevamos con mejor o peor fortuna, pero es solo eso: un montón de piedras. Intenta vaciar tu mochila. Es la única forma de caminar sin que te pese el aliento». Varias horas después, cuando Marc regresaba a la pensión, la frase de Segis continuaba retumbando en la cabeza del joven. Sin darse cuenta, se vio repasando las palabras del anciano y arrastrando con ellas varias inquietudes. Los pasos vacilantes. La mente espesa. Los ojos vidriosos. El aliento, solo el rastro ácido de las cepas fermentadas. Efectivamente, ese día había bebido más vino del que estaba acostumbrado a ingerir y le pesaban los pensamientos. Aún así, sentía que la mujer a la que había amado de esa forma en que duelen los recuerdos de quien ya no está, comenzaba a desvanecerse en algún lugar profundo de su memoria.

    Sabía que no era un adiós, sino un hasta luego. Era capaz de comprender, asimilar y aceptar que ese dolor y esa nostalgia no eran un dolor y una nostalgia capaces de desaparecer para siempre de sus huesos y su memoria. Era consciente de ello, pero también lo era de que tenía que aprovechar esa amortiguación de la pesadumbre cotidiana para hacer cosas. Para lograr cosas. «Parar, serenarse y avanzar», le había dicho Segis aquella misma noche en la tasca. «El pasado es solo una mochila cargada de piedras que llevamos con mejor o peor fortuna, pero es solo eso: un montón de piedras. Intenta vaciar tu mochila. Es la única forma de caminar sin que te pese el aliento», también le había indicado el anciano. Aquellas frases seguían girando en su cabeza y, a cada vuelta, le dolían un poco menos el alma y las dudas.

    También le dolía un poco menos ella. Ella, esa mujer que había estado cosida a sus rutinas y que, de repente, ya no estaba.Ya no estaría. Nunca. Pero le dio igual. Al menos en ese instante, todo dolía un poco menos. Algo estaba cambiando en él.Todavía no sabía qué, pero podía percibir cómo en el interior de las estrechas paredes de su cuerpo raquítico, había comenzado a gestarse una revolución de dimensiones aún incalculables.

    Un algo que lo iba a alterar todo.

    3

    «A pesar de lo que te hayan podido contar, lo que sentimos es siempre más real que lo que vemos. La realidad tiene muchas caras. Rostros que casi nunca le ponemos nosotros. Es difícil interpretar, incluso con todas las evidencias del mundo en la mano, lo que es cierto y lo que no lo es. Lo único verdadero es lo que nace y vive dentro de nosotros. Aquí tienes tu historia y el final de la mía. Dale forma. Escríbela y cuéntasela a todos. Ya nada volverá a ser como antes. El fin de El Clan está, precisamente, en su comienzo. En sus raíces. Recuerda, también, que vivir entre dos mundos es habitar en ningún sitio. Como yo, tendrás que elegir solo uno de ellos. Tendrás que elegir el tuyo», retumbaba una voz que parecía venir desde el mismo infierno. Una voz profunda y cavernaria que, de alguna forma, a Martín le resultaba extrañamente familiar.

    Aquella mañana de septiembre de 2012, el joven escritor despertó esmaltado en sudor. Enredado en pesadillas. Desorientado. Las voces de los fantasmas que habitaban en la historia que estaba escribiendo atornillaban insomnios a su sien. Se sentía extraño. Perdido. Como si aquel escenario del pasado que trataba de relatar a través de una novela le estuviera empujando a vivir entre dos realidades paralelas. Comenzaba a percibir cómo sus piernas caminaban simultáneamente entre dos mundos separados por sesenta años de lamentos. Dos ciudades amortajadas por el dolor y, al mismo tiempo, cubiertas del esplendor y la excelencia del reconocimiento y la gloria. Una prosperidad ficticia sustraída al destino de quienes no llegaron a vivirlo.

    «Dormías y no quise despertarte», rezaba en la nota que Julia le había dejado aprisionada entre la puerta de la nevera y el imán del Empire State Building. «Supongo que te acostaste tarde escribiendo, así que descansa. Yo he ido a despedirme de Miguel al aeropuerto. Le daré un beso de tu parte», continuaba.

    Miguel, el único hermano del fallecido escritor y exmiembro de El Clan, Mario Rojas, regresaba esa misma mañana a Uruguay, donde había dejado una

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