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565 kilómetros: El sueño de Alaska
565 kilómetros: El sueño de Alaska
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565 kilómetros: El sueño de Alaska

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Esta es la historia de la primera mujer española en terminar la Iditarod Trail Invitational, una de las competiciones a pie más duras y frías que existen. Con la ilusión como motor, nos revela el origen de sus sueños, la dureza de sus entrenamientos y los pormenores de la mayor aventura de su vida. Desde Lanzarote, la isla canaria más volcánica, a la Alaska más fría e inhóspita. 565 kilómetros nos habla de sueños, anhelos, determinación y la necesidad de superarse a sí mismo.
LanguageEspañol
Release dateJul 1, 2017
ISBN9788417023614
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    565 kilómetros - Susana Gómez Castiñeira

    blanco.

    Anteriormente, más nieve

    Comenzar por el principio sería lo lógico, supongo. Pero la lógica no tiene cabida cuando alguien se aventura en el intento de lograr un sueño tan sorprendente como el de avanzar 500 kilómetros en la nieve. Vivo desde hace mucho en las islas Canarias, en la menos montañosa, en una de las más calurosas: Lanzarote. Y es aquí donde he aprendido a amar con pasión la nieve, ¡vaya cosas tiene la vida! Me he enamorado de la nieve en la isla más volcánica de la Macaronesia.

    Nieve, hielo, frío. Con sólo escribirlo se me eriza la piel, y no precisamente por las bajas temperaturas.

    No me gusta el esquí tal y como lo concebimos los ciudadanos de a pie. He rechazado siempre esos viajes organizados con los colegas porque no me han atraído lo más mínimo, jamás. Nunca me ha atraído demasiado eso de permanecer en una estación siguiendo un orden en el día y en un sube y baja constante, disfrutando de la velocidad y el control corporal al deslizarte sobre la nieve. Soy más de playa, de desiertos, de todo y de nada, pero si es con poca gente mejor. Me encuentro más a gusto disfrutando de mi tiempo libre con más espacio vital a mi alrededor, y no es que sea una antisocial, nada de eso. Pero para mí estar con el medio, en contacto con la naturaleza y la montaña, es estar en soledad. Soy así.

    Tras haber nacido siendo deportista por genética y por pasión, tras haber jugado a mil y un deportes en mi vida, me convertí en madre y me vi en la encrucijada de adaptarme a mi nueva situación personal. Practico deporte por mi necesidad de juego y de superación y, viviendo donde vivo, a una hora de cualquier centro deportivo, teniendo una hija suplicando comida cada tres horas, decidí salir al monte a trotar entre teta y teta. Así fue como, en apenas cuatro meses, me presenté a mi primera maratón de montaña. Y este es el principio de todo. Correr en las montañas, antaño apenas transitadas. Descubrir espacios extraordinarios tan cerca de ti y poder sentirte libre a tan sólo una carrera desde tu casa, fue un descubrimiento increíble para mí que me transformó. Sin duda, tras haber practicado muchas modalidades deportivas, el correr por la montaña me daba lo que en ese momento me pedía el alma.

    —¿Quieres atravesar Finlandia de este a oeste esquiando?

    —¿Qué?

    —Qué si quieres recorrer 400 kilómetros de Laponia esquiando.

    —¿Tú estás alucinando? ¡Yo jamás he pisado la nieve! ¡No sé esquiar!

    —Susana, te pregunto que si quieres atravesar Finlandia conmigo en esquí de fondo.

    —A ver, Sombra, no estoy sorda. ¿Lo estás tú? ¡Qué no sé esquiar, qué no sé nada de nieve! ¿Tú sabes lo que son 400 kilómetros sobre nieve en Laponia?

    —Sí, y por eso te pregunto que si quieres venir conmigo.

    —¿Tú crees que puedo?

    —Sí.

    —¡Pues de acuerdo!

    —¡Genial! Pues en cinco meses a la Border to Border.

    —¿Qué? ¿En cinco meses voy a aprender a esquiar en Lanzarote? ¡¿Pero tú estás loco?!

    —Lo haremos, sé que lo haremos.

    Y así fue el pistoletazo de salida hacia mi sueño blanco. De locos.

    Tras esta decisión de aprender a esquiar en Lanzarote para poder participar en la Border to Border, una travesía en esquí de fondo por etapas recorriendo de este a oeste la Laponia finlandesa, comencé a verlo todo muy negro, digo blanco, todo muy blanco. ¡Y cómo para no verlo! ¿Se imaginan calzarse por primera vez unos esquís y lanzarse a por 400 kilómetros en la nieve a menos veinticinco grados? Contárselo a los amigos es una cosa; aparecer en la frontera rusa en medio de participantes experimentados, y comenzar los primeros veinticinco kilómetros por terreno difícil y técnico (mis compañeros de competición lo llamarían «tramo divertido»), caerse más de cinco veces los primeros diez minutos de descenso entre árboles y subir una temida cuesta con una inclinación terrible… eso es de pánico absoluto. ¡Vaya miedo que pasé! Sólo me decía: «Pero Susana, ¿qué has hecho? ¡Esto es terrible!». Eso sí, la dificultad que para mí entrañaba cada deslizamiento era tal que no me dio tiempo de pensar mucho más en reflexiones de arrepentimiento, ni nada del estilo. Mi cara de terror en cada bajada, o el cerrar los ojos en cada curva diciendo «ahora me mato», es algo que recuerda muy bien mi estómago.

    Mi madre, persona racional donde las haya y muy temerosa de sus miedos, diría que algo así es inconcebible, impensable, imposible de intentarlo siquiera. Muy a menudo pienso en las continuas negativas que le damos a nuestros anhelos porque nos escudamos en lo difícil o inviable que es lograr lo que uno desea. Pensarlo me da tristeza, tristeza de la de verdad, de esa que te deja el cuerpo abatido. ¿Por qué hacemos de nuestros sueños algo imposible? Esos sueños auténticos, esos que tiene uno desde niño. O ese que uno tiene cuando es adulto. O ese que dije en algún momento de mi vida: «cuando tenga dinero lo hago, cuando deje este trabajo lo hago, cuando tenga pareja lo hago, cuando tenga niños lo hago, cuando me jubile lo hago…». Yo, a día de hoy, pienso que si aprendí a esquiar en Lanzarote y recorrí cientos de kilómetros la primera vez que pisé la nieve en Finlandia, es posible intentar cualquier cosa. Al menos, a mí esta reflexión me ha servido, ¡porque una temporada y media después me fui a Alaska a pasarlas canutas!

    Pasé dos temporadas en la blanca nieve, la primera una desgarradora experiencia en esquí de fondo y la segunda una excitante carrera por la nieve lapona. Tras esto mi mente y cuerpo se prepararían para una gran aventura: el continente americano, grande y salvaje. O al menos eso es lo que mi corazón bombeaba a mi cerebro, sobrestimulándolo.

    Hacía dos años que mis piernas avanzaron 300 de los 440 kilómetros de la Border to Border (la Rajalta Rajalle Hiihto) esquiando por etapas en la prueba más larga del mundo en esquí de fondo, sin saber muy bien qué era eso de pasar frío (del de verdad) y sin saber qué ocurriría cuando me calzase los esquís. Fue una experiencia dura y terrorífica para mí. La falta absoluta de control en el medio blanco fue tal que si no llega a estar mi Sombra, mi compañero de sueños, a mi lado, quizás no estaría aquí escribiendo esto. Recuerdo la primera vez que subí en un telesilla, iba a lo que sería el refugio y final de una de las etapas de la Border. ¡Ay, no! Nada de telesilla, era un arrastre. ¡Ya me hubiese gustado que fuese un telesilla! Cuando llegué allí, un chico me dijo que subiera, y me quedé petrificada. Estaba agotada, mis piernas no respondían y tenía que engancharme a un «palitroque tipo percha» para dejarme llevar hacia arriba, muy, muy, arriba. Cuando le dije que nunca me había subido a uno y que tenía que explicarme cómo lo tenía que hacer, la cara nórdica del tipo fue espectacular. Terminó subiendo conmigo. ¿Se lo imaginan? ¡Una participante de una prueba de esquí de 420 kilómetros, que no sabe subirse a un telesilla (perdón, arrastre)!

    Así avanzaba yo, día a día en mi primera prueba de nieve en la fría Finlandia. Cierto es que mi preparación física para esta prueba fue bestial y nada comparable a lo que había hecho con anterioridad. Este detalle sería crucial para mi casi éxito en la Border to Border; me refiero al casi haber terminado la prueba, porque el éxito de verdad ya lo había conseguido, fue el haberme decidido a intentarlo y haber bajado de ese avión en Helsinki.

    Para poder llegar como auténticos tanques físicos, mi entrenador, amigo y compañero de aventuras, Sombra, puso toda su imaginación y formación para conseguir adaptar nuestra musculatura y fondo a las exigencias de la nieve. Todo esto, claro está, en Lanzarote. «¿Qué vas a aprender a esquiar en Lanzarote? ¿Qué vas a hacer una prueba de 440 kilómetros esquiando? Pero ¿tú estás loca? ¿Cuántos meses? ¿Seis meses?». Así, en casi todas las conversaciones que tenía con mis colegas o no tan colegas. Todos extrañados, todos dudando (quien no), todos esperando a saber qué ocurriría.

    Los sky rollers fueron la solución para que yo aprendiese a esquiar sobre asfalto y preparásemos la musculatura para avanzar tantos kilómetros en la nieve. Son unos patines-esquís que fueron la revolución en mi pueblo y la comidilla de los corrillos de mayores en verano viéndome pasar torpemente aprendiendo a utilizarlos de una calle a otra en un circuito de apenas 500 metros. Qué lentitud en el aprendizaje y qué falta de control (todavía hoy) a la hora de esquivar obstáculos. Los sky rollers (simulando el esquí de fondo clásico, no el movimiento normal de un patinador hacia los lados) son unos patines que no tienen frenos, que suben con un sistema de frenado en la rueda de atrás, para poder anclar el patín en la subida y poder avanzar, y llanean perfectamente. Pero si los quieres utilizar para bajar, algo complicado pues no está permitido en carreteras convencionales, debes incorporarle un sistema de frenado o estar en un circuito cerrado para poder ir frenando en el llaneo, o con desnivel positivo, que no era nuestro caso. Todo esto lo explico porque entre mi torpeza y la falta de frenos, todo con los sky rollers puestos, me hacía sentir muy patosa, ridícula y exageradamente poco elegante. Un despropósito, vamos.

    Unos patines que fueron un suplicio para mi musculatura fina. Mis dedos, mis tibiales y toda la zona de los tobillos se pusieron las botas con múltiples contracturas y sobrecargas. Dolores intensos a la hora de meter dedos y masajearme intentando encontrar puntos extasiados de ejercitarse para intentar relajarlos. Eso era una constante. Como lo era también el descalzarse a cada rato para poder recolocar, en mi caso, los dedos pulgares de mis pies, que protestaban y entorpecían mi patinar con descolocaciones articulares jamás vividas hasta ese momento.

    Y de mi barrio pasé a una avenida, a 30 kilómetros de mi casa. Una avenida que resultaban ser 15 kilómetros de ida y vuelta; y después un ratito de coche para llegar y otro para irme a dormir. Entrenos largos en patín que convirtieron los jueves en noches de ronda nocturna patinando. Y, claro está, más miradas curiosas de paseantes, corredores y algún que otro perro mosqueado a nuestro paso. ¡Y qué fue aquello de una semana entera simulando un tanto por ciento del kilometraje de la Border to Border en esa avenida! Kilómetros diarios en pareja o a solas para prepararnos de esa manera tan particular para esa prueba en particular. Esos ya pasados jueves de nocturnidad tremenda, que me hacían llegar a casa a las dos o a las tres de la mañana, entrar destrozada y… tener que ducharme. ¡Qué mal llevaba eso! Era ducha obligada, claro está, pero tediosa y odiada en esas noches de invierno donde mi piel respiraba sudor, salitre y arena de esa playa que nos observaba en cada desplazamiento rodado. Y tras la lucha con la ducha, tocaba un ligero descanso para estar en marcha de nuevo a las seis.

    En esos entrenos con los sky rollers, observar cómo se dormía mi Sombra mientras patinaba era muy simpático. Me daba cuenta enseguida. Yo desde atrás (curiosamente mi Sombra siempre anda por delante) percibía un cambio casi inapreciable en el ritmo de la zancada, y en el balanceo de su cuerpo. Ya está, se ha dormido. Y no crean que no se puede patinar durmiendo. Doy fe que se puede. Al menos hasta que tu temerosa compañera te espabila.

    He de admitir que echo mucho de menos esas palizas rodadas o con el trineo de los jueves. A pesar de la dureza de esos entrenos (por lo avanzado de la semana y por el cansancio acumulado de tantas cosas hechas), era como mi encuentro semanal conmigo misma. Era una pausa «sudada» entre el ajetreo y las obligaciones; llegar al aparcamiento, bajar

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