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Por el territorio del Ussuri
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Por el territorio del Ussuri

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Sobre la base de un diario de viajes real, Por el territorio del Ussuri es el relato que el explorador y etnógrafo Vladímir Arséniev compone de su primer encuentro con un nativo durante una expedición por el Lejano Oriente ruso: el gold Dersú Uzalá. Dersú, no solo se convierte de inmediato en el mejor guía para una expedición, sino que también recupera la confianza de Arséniev en el género humano: "Cuanto más observaba de cerca a ese hombre, más me gustaba. Cada día descubría en él nuevas cualidades. Anteriormente pensaba que el egoísmo es especialmente característico del hombre salvaje y que el sentido de la humanidad, la filantropía y la atención para con el prójimo solo eran inherentes en los europeos. ¿No estaría equivocado?".
Homenaje a la fascinante figura de este nativo y a una naturaleza que se sabe ya amenazada, Por el territorio del Ussuri antecede a Dersú Uzalá –publicado también en esta colección– como primera parte de la preciosa amistad que cultivaron el ruso Arséniev y el gold Dersú en condiciones casi siempre azarosas.
LanguageEspañol
Release dateApr 25, 2014
ISBN9788446044758
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    Por el territorio del Ussuri - Vladímir Arséniev

    Akal / Básica de Bolsillo / 295

    Vladímir Arséniev

    por el territorio del ussuri

    Traducción: Sergio Hernández-Ranera

    Revisión científica: Rubén Sanz Redondo

    Sobre la base de un diario de viajes real, Por el territorio del Ussuri es el relato que el explorador y etnógrafo Vladímir Arséniev compone de su primer encuentro con un nativo durante una expedición por el Lejano Oriente ruso: el gold Dersú Uzalá. Dersú, no solo se convierte de inmediato en el mejor guía para una expedición, sino que también reorienta la confianza de Arséniev en el género humano: «Cuanto más observaba de cerca a ese hombre, más me gustaba. Cada día descubría en él nuevas cualidades. Anteriormente pensaba que el egoísmo es especialmente característico del hombre salvaje y que el sentido de la humanidad, la filantropía y la atención para con el prójimo solo eran inherentes en los europeos. ¿No estaría equivocado?».

    Homenaje a la fascinante figura de este nativo y a un medio ambiente que se sabe ya amenazado, Por el territorio del Ussuri antecede a Dersú Uzalá –publicado también en esta colección– como primera parte de la preciosa amistad que cultivaron el ruso Arséniev y el gold Dersú en condiciones casi siempre azarosas.

    Diseño de portada

    Sergio Ramirez

    Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

    Nota editorial:

    Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

    Nota a la edición digital:

    Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

    Título original

    По Уссурийскому краю

    © Ediciones Akal, S. A., 2014

    para lengua española

    Sector Foresta, 1

    28760 Tres Cantos

    Madrid - España

    Tel.: 918 061 996

    Fax: 918 044 028

    www.akal.com

    ISBN: 978-84-460-4475-8

    Nota del traductor

    Es importante entender el sentido actual del título de esta magnífica obra. Sobre todo, habida cuenta de que existen otras traducciones en las que se habla de «taiga» o «país» en lugar de «territorio». Esto es debido a la existencia de diferentes ediciones originales de las mejores obras de Vladímir Arséniev, que bajo diversos títulos engloban los relatos Por el territorio del Ussuri y Dersú Uzalá.

    En el Imperio ruso, durante la Unión Soviética y ahora en la Federación Rusa, la palabra «territorio» (kray[1]), entre otros significados, indica una unidad territorial administrativa dentro de un Estado. «Territorio» fue el nombre que se dio al principio a las tierras situadas en los confines del Estado ruso. Es una división territorial también existente en Georgia, Chequia y Eslovaquia. En el Imperio ruso, un territorio englobaba a varias provincias. En la República Socialista Federativa Soviética Rusa, integraba provincias autónomas (que devinieron en repúblicas) y, a veces, distritos nacionales (es decir, étnicos). Y en la actual Federación Rusa, de las 83 entidades territoriales[2], nueve cuentan con el estatus de territorio.

    Así pues, el territorio del Ussuri durante el Imperio ruso comprendía las tierras entre los ríos Ussuri, Sungacha y el lago Janka de una parte, y la costa del golfo de Tatarski y el mar del Japón por otra. En la actualidad, es el espacio más o menos comprendido entre el territorio de Primorie y una parte del de Jabárovsk, ambos pertenecientes a la Federación Rusa. La superficie histórica del antiguo kray del Ussuri era de 201.440 km² (un poco menos de la mitad que la península Ibérica, por ejemplo) y sus tierras son parte de Rusia desde 1858 mediante el tratado de Aygunsk, por el que se estableció la frontera ruso-china a lo largo del río Amur.

    En esencia, Por el territorio del Ussuri cuenta hechos reales, fruto de la experiencia vital de su autor, el genio polifacético ruso Vladímir Arséniev. Geógrafo, etnógrafo, explorador, militar y escritor, Vladímir Klávdievich Arséniev (San Petersburgo, 1872- Vladivostok, 1930) comandó diversas expediciones entre 1902 y 1907 por el Lejano Oriente ruso para confeccionar nuevos mapas y rutas de la zona, muy necesarios para una Rusia que viene de perder la guerra en 1905 contra el Japón y necesita asimilar nuevas riquezas y fuentes naturales. Durante su periplo, conoció de manera fortuita a un hombre irrepetible, de personalidad descollante, con quien trabó una profunda amistad y que de inmediato fue su guía: el gold Dersú Uzalá. De modo que esta obra relata el primer encuentro entre Arséniev y Dersú, acontecido en 1902, así como los resultados y peripecias de las expediciones, incluidas las que no contaron con la presencia del gold. La magia que desprende Dersú y su conocimiento del medio natural son tales, que resulta muy interesante leer cómo se las apañó Arséniev y su destacamento de cosacos y fusileros sin los expertos consejos de su admirado guía nativo cuando este no estaba presente. Atención al bello recuerdo que traza el autor en su «Prólogo a la primera edición» unas páginas más adelante.

    Es muy conveniente recordar la existencia de la otra gran obra de Vladímir Arséniev –Dersú Uzalá, también publicada por Akal en esta misma colección de bolsillo–. Si Por el territorio del Ussuri testimonia el primer encuentro de Arséniev con Dersú y sus primeros viajes juntos en 1902 y 1906, en Dersú Uzalá la acción transcurre en 1907 y sus protagonistas no se separan hasta, literalmente, casi la muerte. En realidad, ambas obras son inseparables. Pero, sobre todo, juntas o por separado suponen un inmenso canto a la ecología, la fraternidad y la humanidad. No en vano, al poco de conocer a Dersú, Arséniev recompone sus consideraciones respecto a la naturaleza humana, entendiendo que la humanidad y los buenos sentimientos son inherentes a los hombres en estado puro, en estado «salvaje» y no cuando están «civilizados». Si Dersú Uzalá personifica la sabiduría de la naturaleza, el capitán Vladímir Arséniev rinde admiración a unas personas y parajes cuya presencia, en tanto que avanzadilla de la «civilización», amenaza. En suma, una obra imprescindible, de gran calado histórico y humanista, que posteriormente también trascendió a otras artes, como es el caso de sus grandes adaptaciones cinematográficas en 1961 (Dersú Uzalá, Agasi Babayán) y en 1975 (Dersú Uzalá, Akira Kurosawa).

    Sergio Hernández-Ranera Sánchez

    [1] Край, en ruso. [N. del T.]

    [2] En la actualidad, con la integración de Crimea, son ya 84.

    Prólogo a la primera edición

    Este libro es un estudio divulgativo de conjunto de los viajes que emprendí a la región montañosa de la cordillera Sijoté-Alín entre 1906 y 1907.

    En él, el lector encontrará impresiones de la naturaleza del país y su población, muchas de las cuales ya adquirieron en el pasado un interés histórico. El territorio del Ussuri ha cambiado mucho en los últimos quince años. Los primitivos y vírgenes bosques han ardido en su mayor parte y en su lugar han surgido bosques compuestos de alerces, abedules y álamos temblones[1]. Allá donde antes rugía el tigre, actualmente silban las locomotoras; donde había pequeñas fansás[2] de cazadores profesionales chinos, han aparecido grandes asentamientos rusos. Los nativos se han retirado al norte y la cantidad de fieras que habita la taiga se ha reducido de forma considerable. El territorio ha comenzado a sufrir la transformación que inevitablemente conlleva la civilización.

    Los cambios han tenido lugar, principalmente, en la parte meridional del país y en el curso bajo de los afluentes que el río Ussuri recibe por su margen derecha. La región montañosa de la Sijoté-Alín, a 44° de latitud norte, sigue siendo hasta ahora la misma zona silvestre salvaje que hace más de medio siglo (de 1857 a 1859).

    Considero mi deber mostrar gratitud a aquellas personas que, de uno u otro modo, han posibilitado que yo pudiera iniciar mis actividades de exploración del territorio del Ussuri.

    Durante los viajes, comandantes de navíos, militares, maestros, médicos y muchos particulares a menudo me prestaron diversos servicios y más de una vez me ayudaron con sus consejos y acciones, aliviando mis empresas. Les mando un amigable saludo y les doy gracias por su cordialidad y hospitalidad.

    Gran parte de mi éxito lo atribuyo a la ejemplar abnegación de los compañeros (fusileros y cosacos) que marcharon conmigo. Pese a las privaciones, aguantaron pacientemente las cargas de la vida de campaña y nunca se quejaron. Muchos de ellos murieron en la guerra de 1914 a 1917. Con el resto, continúo carteándome.

    Cada vez que miró atrás y recuerdo el pasado, ante mí aparece la figura del gold del Alto Ussuri Dersú Uzalá, actualmente fallecido. La tristeza oprime mi corazón apenas rememoro su existencia y también la vida viajera que llevamos juntos.

    La peculiaridad distintiva de los golds era su pasión por la caza, a la que dirigían toda su atención por vivir en lugares en los que la pesca era escasa y la taiga abundante en fieras. Persiguiendo a martas cebellinas, cazando preciadas cercetas y buscando ginseng de alto poder curativo, los golds se adentraban en el norte y en más de una ocasión penetraron en los rincones más alejados de la región montañosa de la Sijoté-Alín. Eran cazadores excepcionales y asombrosos rastreadores. Al viajar con Dersú y observar sus procedimientos, más de una vez quedé asombrado del grado en que tenía desarrolladas estas capacidades. El gold leía resueltamente las huellas como si fueran un libro y restablecía todos los acontecimientos con rigurosa coherencia.

    Es difícil contabilizar todos los favores que esta persona nos prestó a mí y a mis compañeros de viaje. En más de una ocasión, arriesgando su propia vida, se lanzó valientemente en socorro del que iba a perecer. Muchos le deben la vida, incluido yo mismo. En 1895, durante unas terribles inundaciones en un pantano en Anuchino, Dersú salvó de la muerte a muchos de mis fusileros y a varias familias.

    Debido al prominente papel jugado por Dersú en mis viajes, describiré primeramente la ruta de 1902 por los ríos Tsimuje y Lefu, cuando tuvo lugar mi primer encuentro con él, para luego pasar a las expediciones de 1906 y 1907.

    V. Arséniev

    Vladivostok, enero de 1926

    [1] Populus tremula. [N. del T.]

    [2] Casa campesina china. [N. del T.]

    Mapa del territorio del Ussuri.

    Por el territorio del Ussuri

    Capítulo I

    El Barranco de Cristal

    La bahía Taytún. La aldea de Shkótovo. El río Beytsa. Encuentro con una pantera. Da-Dian-Shan. Ciervos siberianos[1].

    En 1902, durante uno de mis viajes en comisión de servicio con un equipo de cazadores, ascendí por el río Tsimuje[2], cuyas aguas van a dar al golfo de Ussuri, cerca de la aldea de Shkótovo. Mi destacamento estaba compuesto por seis fusileros siberianos y cuatro caballos con albardas. El objetivo de mi viaje era la exploración de la comarca de Shkótovo en el sentido militar y el estudio de los puertos en la cadena montañosa Da-Dian-Shan[3], desde donde toman su curso cuatro ríos: el Tsimu, el Mayje, el Daubije[4] y el Lefu. Posteriormente tenía que examinar todas las sendas que se hallaran junto al lago Janka y que estuvieran próximas a la vía férrea del Ussuri.

    La cadena montañosa de la que aquí estoy hablando comienza cerca del Imán y se extiende hacia el sur en paralelo al Ussuri en dirección NNE a SSO, de tal modo que por el oeste le quedan el Sungacha y el lago Janka, y por el este el Daubije. Más adelante se bifurca. Un ramal fluye hacia el sudoeste formando la sierra Bogataya Grivá[5], que se extiende a lo largo de toda la península Muraviev-Amurski, y el otro enfila hacia el sur, donde confluye con la alta sierra, que hace las veces de línea divisoria de aguas entre el Daubije y el Suchan[6].

    La parte superior del golfo de Ussuri se llama la bahía de May­tún, la cual anteriormente penetraba muy profundamente en el subsuelo. Es algo que salta a la vista desde el primer momento. Los actuales acantilados costeros han retrocedido unos 5 kilómetros hacia el interior. La desembocadura del Tangouzi antes estaba en el lugar de los actuales lagos San[7] y El-Pouza[8], mientras que la del Mayje[9] se hallaba en un sitio un poco más elevado que el punto donde ahora se cruza con la línea férrea. Toda esta superficie de 22 kilómetros cuadrados presenta una depresión pantanosa sedimentada por el Mayje y el Tangouzi[10]. En algún punto entre los pantanos se mantienen charcas de agua, que muestran dónde se hallaban anteriormente los lugares más profundos. Este lento proceso de retroceso del mar y de aumento de la tierra firme también está teniendo lugar ahora. La bahía de Maytún pronto correrá la misma suerte. Actualmente ya tiene bastante poca profundidad. Las orillas occidentales se componen de porfiditas y las orientales de sedimentos terciarios. En el valle del Mayje se han formado granitos y sienitas. Y por su parte oriental, basaltos.

    La aldea de Shkótovo se halla cerca del delta del Tsimuje, en su margen derecha. Su fundación data sobre 1864. Los honguzhis[11] la quemaron en 1868, pero al año siguiente fue de nuevo reconstruida. En 1870 Przhevalski contabilizó allí seis haciendas y 34 almas de ambos sexos[12]. Yo encontré Shkótovo convertida ya en un pueblo bastante grande[13].

    Pasamos dos días en aquel lugar, examinando sus inmediaciones y pertrechándonos para nuestro largo viaje. El río Tsimuje, de 30 kilómetros de longitud, fluye en dirección latitudinal y en su margen derecha solo cuenta con un afluente: el Beyjú. Los colonos locales llaman al valle por el que discurre este río «Barranco de Cristal». Recibió tal nombre por una fansá china de ganaderos en cuya ventana se puso un pequeño trozo de cristal. Cabe señalar que en aquel entonces no había ni una fábrica de cristal en todo el territorio del Ussuri, por lo que este material era especialmente apreciado en lugares tan remotos. En lo profundo de las montañas y los bosques era un objeto de trueque. Una botella vacía podía cambiarse por harina, sal, almorejo[14] e incluso trigo. Los antiguos habitantes cuentan que, durante las riñas, los enemistados trataban de penetrar en casa ajena y hacer trizas las vajillas de cristal. Cosa no extraña, pues un trocito en la ventana de una fansá[15] china era un lujo. Esta circunstancia atrajo la atención de los primeros colonos, que llamaron «de Cristal» no solo a la fansá y al riachuelo, sino también a toda la zona colindante.

    Desde Shkótovo, por el valle del Tsimuje, asciende primeramente un camino vecinal que, tras dejar atrás la aldea de Novorossiysk se transforma de golpe en una senda. Siguiéndola, en dirección al pueblo de Novonezhin, puede alcanzarse tanto el Suchan como el Kangouzu[16]. El camino pasa varias veces de una orilla a otra, razón por la cual durante las riadas se pierde su rastro.

    Partimos de Shkótovo temprano y el mismo día llegamos al Barranco de Cristal, adonde entramos. El río Beytsa fluye en dirección OSO de manera casi rectilínea y solo cerca de su de­sembocadura gira hacia el oeste. La anchura del Barranco de Cristal no es igual en todos sus puntos; unas veces se estrecha hasta unos 100 metros, otras se ensancha en más de un kilómetro. Como la mayoría de los valles en el territorio del Ussuri, se distingue por ser asombrosamente plano. Las lomas de las montañas que lo bordean, cubiertas de nudosos robledales, son muy escarpadas. Muy rara vez quedan jalonados los lindes donde la llanura toma contacto con las montañas, cosa que atestigua que allí tuvieron lugar grandes procesos de denudación. Anteriormente el valle fue mucho más profundo y solo después se fue rellenando con los sedimentos fluviales.

    Según íbamos adentrándonos en las montañas, la vegetación mejoraba. Espesos bosques mixtos, entre los que había muchos cedros, sustituían a los robledales poco frondosos. Un pequeño sendero abierto por los cazadores y buscadores de ginseng chinos nos hacía las veces de hilo de Ariadna. Al cabo de un par de días alcanzamos el lugar donde se hallaba la «Fansá de Cristal», pero solo encontramos sus ruinas. La senda se complicaba cada día. Se veía que el hombre no caminaba por ella desde hacía mucho tiempo. Estaba cubierta de hierba y en muchos sitios estaba obstruida por troncos. Pronto la perdimos por completo. Pero vimos sendas de animales, que utilizamos mientras nos condujeron por la dirección deseada, aunque en su mayor parte discurrían por tierra virgen. Al tercer día, al atardecer, nos aproximamos a la sierra de Da-Dian-Shan, que se abre en ese punto en dirección meridional y tiene una altura media de cerca de 700 metros. Tras dejar a los hombres abajo, Olentiev y yo ascendimos a una de las cumbres vecinas para ver desde allí si faltaba mucho para llegar al puerto. Desde arriba se veían bien todas las montañas. Resultó que la línea divisoria de aguas se hallaba a 2 o 3 kilómetros de nosotros. Quedaba claro que no llegaríamos al puerto al atardecer. Si lo hubiéramos conseguido, nos habríamos arriesgado a pasar la noche sin agua, porque en esa época del año las fuentes de los manantiales alpinos están casi secas. Decidí hacer vivac donde habíamos dejado los caballos y marchar al puerto al día siguiente con fuerzas renovadas.

    Normalmente nunca alargaba nuestra ruta hasta el anochecer; nos deteníamos para poder armar el vivac, plantar las tiendas y recoger leña para la noche antes de que oscureciera. Mientras los fusileros estaban atareados con el montaje del campamento, yo utilizaba ese tiempo libre y me iba a examinar las inmediaciones. Mi acompañante permanente en este tipo de excursiones era Polikarp Olentiev, excelente persona y estupendo cazador que contaba entonces con veintiséis años. Era de estatura media, bien proporcionado y sus cabellos de color castaño claro, rasgos marcados y bigote pequeño darán al lector cierta idea sobre su apariencia. Olentiev era un optimista. Incluso en las ocasiones en las que nos veíamos en una situación desagradable, no perdía el buen humor y se esforzaba por convencerme de que «todo iría a mejor en el mejor de estos mundos»[17]. Tras dar las indicaciones necesarias, agarrábamos el fusil y nos marchábamos a explorar.

    El sol apenas se había ocultado por el horizonte, cuando sus rayos comenzaron a dorar las cumbres de las montañas y en los valles surgieron las sombras del crepúsculo. Con un cielo pálido de fondo, el perfil de las copas de los árboles y sus hojas amarillentas quedaba muy contrastado. En los pájaros, los insectos y la hierba seca –en una palabra, por todas partes e incluso en el aire– ya se percibía la proximidad del otoño.

    Al cruzar aquella pequeña cordillera, fuimos a dar al valle contiguo, cubierto por un espeso bosque que el lecho seco de un gran arroyo alpino atravesaba. En ese punto nos separamos. Yo marché por un banco de guijarros y Olentiev por la derecha. No habían pasado ni dos minutos cuando de su lado retumbó un disparo. Me giré y en ese instante vi brillar en el aire algo ágil y colorido. Corrí adónde se hallaba. Estaba cargando la carabina a toda prisa, pero, como a propósito, un cartucho se había atascado en el cargador y la tapa no se abría.

    —¿A quién has disparado? –le pregunté.

    —Creo que a un tigre –contestó–. Había una fiera en un árbol. Apunté bien y seguramente le he dado.

    Finalmente sacamos el cartucho atascado. Olentiev cargó otra vez el arma y avanzamos con cautela hacia el lugar donde se escondía el animal. La sangre sobre la hierba seca indicaba que, en efecto, estaba herido. Olentiev se detuvo de repente y se puso a aguzar el oído. Un poco más adelante, a nuestra derecha, se oían unos resoplidos. No se podía ver nada a través de la maleza, formada por helechos. Un árbol grande caído al suelo nos obstaculizaba el camino. Olentiev estaba ya a punto de saltar sobre sus ramas, cuando el animal se anticipó y se lanzó impetuosamente al encuentro. Olentiev disparó a toda prisa, a bocajarro, sin ni siquiera apoyar la culata sobre el hombro. Pero lo hizo con mucho tino; la bala dio justo en la cabeza de la fiera. Cayó sobre el árbol y quedó pendida sobre él de tal modo que la cabeza y las patas delanteras quedaron colgando por un lado y la parte trasera del cuerpo por el otro. El animal herido hizo unos movimientos convulsivos más y empezó a hocicar. En ese instante su centro de gravedad cambió de lugar, avanzó lentamente y cayó pesadamente a los pies del cazador.

    A primera vista reconocí en él a una pantera manchuriana[18], que los habitantes locales llaman leopardo de las nieves. Este magnífico representante de los felinos era de grandes dimensiones. La longitud de su cuerpo, desde el hocico a la raíz de su cola, era de 1,4 metros. La piel de la pantera, de color amarillo y de herrumbre por los lados y el lomo y blanca por la barriga, estaba cubierta de manchas negras dispuestas en filas, como las rayas de un tigre. Por los costados, en las patas y en la cabeza eran continuas y pequeñas. Y por el cuello, el lomo y el rabo, a grandes lunares. En el territorio del Ussuri, la pantera solo sigue habitando en la parte meridional; principalmente, en los distritos de Suyfún, Posiest y Barabash. Los ciervos sica[19], las cabras salvajes y los faisanes le sirven de alimento. Es un animal extremadamente astuto y cauteloso. Cuando huye del hombre, la pantera trepa a los árboles y escoge ramas que estén en sentido contrario a sus huellas en la tierra; en consecuencia, fuera del campo visual del cazador. Se estira a lo largo de la rama, apoya la cabeza sobre sus patas delanteras y se queda inmóvil en esta posición. La pantera entiende perfectamente que cuando estrecha su cuerpo contra una rama, si se mira de frente, es menos visible que de lado.

    Nos llevó más de una hora quitar la piel al animal abatido. Cuando emprendimos el camino de regreso, ya era noche cerrada. Anduvimos durante largo rato y finalmente vimos la hoguera del vivac. Pronto pudimos distinguir las siluetas de personas moviéndose entre los árboles, que el fuego tapaba una y otra vez. Los perros nos recibieron en el campamento con ladridos amigables. Los fusileros rodearon a la pantera, la examinaron y emitieron sus juicios en voz alta. Las conversaciones se alargaron hasta bien entrada la noche.

    Al día siguiente proseguimos nuestra ruta. El valle se estrechaba y resultaba más difícil caminar por él. Atravesábamos tierra virgen y solo nos preocupaba dar los menores rodeos posibles.

    Al mediodía llegamos justo a la cresta de la montaña. La ascensión resultó difícil, muy empinada. Los caballos se encaramaron por la pendiente con todas sus fuerzas; les temblaban las patas por la tensión, se caían y, con las fosas nasales bien abiertas, respiraban con dificultad, de manera entrecortada. Para aliviarles el camino, tuvimos que ir en zigzag, deteniéndonos con frecuencia para poner bien las albardas. Finalmente pudimos llegar a la cima, donde nos tomamos un descanso de media hora. Por una sierra cubierta de bosque siempre hay que ir con cuidado. Hay que detenerse a menudo y orientarse, pues de otro modo se pierde fácilmente el camino, sobre todo cuando hay niebla. Recuerdo haberme extraviado varias veces justo de esta forma. Con tal de no repetir errores, escalamos a la mismísima cumbre.

    Desde arriba se veía toda la cordillera Da-Dian-Shan como si la tuviera en la palma de la mano. Discurría hacia el norte con un leve viraje hacia el este, donde presentaba un relieve difuso. Pero más al este (quizá en las fuentes del Daubije y el Ulaje[20]) resurgía alta y majestuosa. Sus vertientes occidentales parecían estar cubiertas de bosque y ser muy escarpadas, mientras que las orientales parecían ser de pendiente más suave. Por la izquierda, se divisaban a lo lejos los ríos Mayje y Tsimuje. Por la derecha, la intricada cuenca del Suchan. Desde esa parte el terreno resultaba tan accidentado, que durante largo rato no pude comprender adónde fluían los ríos y a qué cuenca pertenecían. Más adelante, a unos 5 kilómetros, se alzaba una montaña con forma de cúpula, así que la fijé como un punto de referencia.

    En las cumbres de la cordillera Da-Dian-Shan crece un bosque grande y limpio, por lo que avanzamos con bastante rapidez aun con las albardas. En un punto espantamos a dos ciervos: un macho y una hembra. Salieron corriendo y luego se quedaron como clavados, con la cabeza vuelta hacia nosotros. Uno de los cosacos iba ya a disparar, pero le detuve. Me dio pena matar a aquellos formidables animales. Disponíamos de bastantes víveres y los caballos iban tan cargados, que de todos modos no hubiéramos podido llevárnoslos. Me quedé por unos instantes mirando maravillado a aquellos ciervos. Finalmente el macho no se contuvo, dio un pequeño mugido y, tras tocarse el lomo con la cornamenta, salió corriendo por la montaña a grandes saltos en zigzag.

    Este ciervo noble que habita en el territorio de Primorie se denomina ciervo común siberiano. Es un animal esbelto y bello de 1,9 metros de largo y 1,4 metros de alto. Su peso corporal llega a alcanzar 197 kilogramos. Su vellón en verano es de color marrón claro y en invierno gris pardo con reflejos blanco amarillentos por detrás. Una crin adorna el largo y poderoso cuello de los machos, mientras que su hermosa cabeza cuenta con grandes orejas tubulares y móviles. Sus cuernos divergentes, en forma de horquilla, tienen en su parte delantera dos puntas rectas y varios apéndices superiores. Estos cuernos se caen en invierno y vuelven a repuntar en primavera. En cada ocasión con un apéndice más, por lo que se puede determinar por su cantidad la edad del ciervo, contándose un año de más por la época en que no tiene cornamenta. Sin embargo, hay un límite para la cantidad de apéndices. Habitualmente, un macho adulto no tiene más de siete. En adelante ya solo aumenta el peso de la cornamenta, su tamaño y su grosor. Los primerizos cuernos primaverales, rellenos de sangre y aún no endurecidos, se denominan pitones.

    En el territorio del Ussuri, el ciervo noble habita en la parte meridional, por todo el valle del Ussuri y sus afluentes, sin traspasar la frontera de las plantaciones de coníferas de la región de la cordillera Sijoté-Alín. En la costa se le puede ver hasta el cabo de Olimpiada.

    En verano, el ciervo común siberiano se mantiene en las vertientes umbrías de las montañas selvosas y, en invierno, en las solanas y en los valles, en las planicies de la taiga donde los claros alternan con los bosquetes. El alimento preferido en verano del ciervo común siberiano son las lespedezas[21]. Y en invierno, los primeros brotes de álamos, álamos temblones y abedules enanos.

    A mediodía hicimos una parada larga. Según mis cálculos, debíamos de hallarnos cerca de la montaña con forma de cúpula.

    Para la marcha había que atender no tanto a las fuerzas de los hombres como a las de los animales de carga, pues llevaban fardos verdaderamente pesados y, por esta razón, a cada alto más o menos largo había que aligerarles el lomo.

    En cuanto desensillamos los caballos, les dejamos sueltos. Bajo las hojas, la hierba todavía estaba verde, lo cual daba la posibilidad de utilizarla como pasto.

    [1] Cervus elaphus xanthopygus. [N. del T.]

    [2] Je: sufijo que significa «riachuelo». Se añade a todos los nombres de ríos pequeños que discurren por zonas habitadas por pequeños grupos étnicos: golds, oroches, etc. Tsi (¿Tzi?)-mu-je: río navegable. [N. del A.]

    [3] Da-Dian-Shan: grandes montañas picudas. [N. del A.]

    [4] Dao-bin-he: río donde ha habido muchos combates. [N. del A.]

    [5] Loma Rica (del ruso). [N. del T.]

    [6] Su-chan: terreno sembrado de la planta su-tzi, de la cual los chinos extraen el llamado aceite de hierbas. [N. del A.]

    [7] San: lago que se ha desbordado. [N. del A.]

    [8] Er-tzo-tzi: segunda ensenada. [N. del A.]

    [9] Mayhe: río donde siembran mucho trigo. [N. del A.]

    [10] D. N. Mushketov, Descripción geológica de la vía férrea por la región de Suchan, 1919. [N. del A.]

    [11] Barbas Rojas (del chino). Bandas de ladrones, bandidos en las áreas fronterizas entre Rusia y China, sudeste de Siberia, Lejano Oriente ruso y nordeste de China. [N. del T.]

    [12] N. M. Przhevalski, Viaje por el territorio del Ussuri, 1869, pp. 135-136. [N. del A.]

    [13] En 1902 en el pueblo había ya 88 familias. [N. del A.]

    [14] Planta de la familia de las gramíneas perteneciente al género Setaria. [N. del RC.]

    [15] Las ventanas enrejadas de las fansás chinas se despegan como si fueran de papel fino. [N. del A.]

    [16] Gan-gou-tzi: precipicio seco (valle). [N. del A.]

    [17] Del francés «Tout est pour le mieux dans le meilleur des mondes posibles», frase de la novela Cándido o el optimismo (Voltaire, 1759), con la que el doctor Pangloss intenta demostrar que todo lo existente en este mundo tiene un fin y que todo lo que pase será para mejor. Se utiliza como consejo para no preocuparse. [N. del T.]

    [18] He obtenido los nombres científicos de los animales del conservador del museo en Vladivostok, A. I. Cherski. [N. del A.] Phantera pardus orientalis. [N. del T.] El leopardo del Amur es el felino más amenazado del planeta. Se estima que en la actualidad solo viven en libertad entre dos y tres decenas de ejemplares en la reserva de la Sijoté-Alín [N. del RC.].

    [19] Cervus nippon hortulorum. [N. del T.]

    [20] U-la-he: río donde crece mucha hierba «u-la» (un tipo especial de espargancio), que se mete en el calzado chino de caza. [N. del A.]

    [21] Planta de la familia de las leguminosas, alguna de cuyas especies se utiliza como forraje para el ganado. [N. del T.]

    Capítulo II

    El encuentro con Dersú

    Vivac en el bosque. Un visitante nocturno. Noche insomne. El amanecer.

    Tras el descanso, el destacamento se puso de nuevo en camino. En esta ocasión nos topamos con árboles derribados por el viento, por lo que avanzábamos muy lentamente. A eso de las cuatro, nos aproximamos a la cima de una montaña. Después de dejar a los hombres y los caballos en un sitio, ascendí a ella para orientarme de nuevo.

    Era yo el que tenía que trepar a un árbol, no se lo podía encargar a los fusileros. Necesitaba mis observaciones personales. Por muy bien que me relataran lo observado, luego tendría difícil orientarme a partir de sus palabras.

    Lo que vi desde arriba, disipó mis dudas de inmediato. La montaña con forma de cúpula en la que en ese momento nos hallábamos, era justo el nudo alpino que estábamos buscando. De él partía hacia el oeste una elevada cadena montañosa que discurría hacia el norte en forma de precipicios escarpados. En la divisoria de aguas, la dirección común que tomaban los valles era la noroeste. Probablemente, se trataba de las fuentes del Lefu.

    Bajé del árbol y me uní al destacamento. El sol ya estaba posado sobre el horizonte y había que darse prisa en buscar agua, que tanta falta hacía a los hombres y a los caballos. El descenso de la montaña cupuliforme era suave, pero luego se hacía empinado. Los caballos descendieron apoyándose en las patas traseras. Sus albardas se deslizaban hacia adelante y de no ser por las retrancas de las sillas, habrían acabado sobre sus cabezas. Hubo que efectuar largos zigzag, algo que, teniendo en cuenta la gran cantidad de troncos caídos que había por allí, no era cosa fácil.

    Tras dejar atrás el puerto, dimos con un barranco. El terreno era muy irregular. Quebradas profundas anegadas de arroyos retorcidos y rocas cubiertas de musgo. Todo aquello creaba una impresión que me recordaba vívidamente al cuadro de La noche de Walpurgis. Es difícil imaginar un terreno más salvaje y hostil que este desfiladero.

    A veces ocurre que las montañas y el bosque tienen un aspecto atrayente y radiante. Tal es así, que creo que me quedaría allí para siempre. Y otras, por el contrario, las montañas parecen sombrías y salvajes. ¡Y qué cosa más rara! Esta sensación no suele ser personal y subjetiva; siempre es común en todas las personas del destacamento. He comprobado muchas veces que siempre es así. Y lo mismo me sucedía en ese momento; en el ambiente que nos rodeaba, se percibía cierta melancolía. Había algo tremendo y desagradable. Y todos percibían de igual modo ese algo tremendo y melancólico.

    —No importa –dijeron los fusileros–. Pasaremos la noche de algún modo. No vamos a tirarnos un año aquí. Mañana encontraremos algo más alegre.

    No tenía ganas de detenernos en aquel lugar, pero no se podía hacer nada. La noche se echaba encima y había que apresurarse. En el fondo del desfiladero se oía el susurro de un torrente. Me dirigí a él y, tras escoger un terreno más llano, ordené plantar allí las tiendas.

    La calma majestuosa del bosque quedó de inmediato ahogada por el ruido de las hachas y las voces de los hombres. Los fusileros habían comenzado a recoger leña, a desensillar los caballos y a preparar la cena. ¡Pobres caballos! Entre tanta piedra y tanto tronco, debían estar hambrientos. Al día siguiente, si lográbamos llegar a las fansás de agricultores, les daríamos de comer como es debido.

    En el bosque siempre anochece temprano. Por algún punto del oeste aún se divisaban trocitos de un cielo pálido a través del frondoso follaje de las coníferas. Pero abajo, las sombras de la noche ya yacían sobre la tierra. A medida que la hoguera iba prendiendo, los arbustos y los troncos de los árboles surgían de la oscuridad e iban quedando más claramente perfilados. Un pájaro arañero[1], despierto ya sobre un talud, iba ya a emitir un agudo graznido, cuando, de repente, se asustó por algún motivo y se escondió rápidamente en su cubil, de donde ya no salió más.

    Al fin, poco a poco, todo empezó a quedar en calma en nuestro vivac. Tras tomar té, todos empezaron a ocuparse de sus cosas. Unos limpiaban el fusil, otros arreglaban su silla de montar o remendaban su ropa descosida. Siempre hay muchos quehaceres de este tipo. Los fusileros se echaron a dormir cuando hubieron acabado sus asuntos. Se estrecharon los unos contra los otros y, arropándose con sus capas, se durmieron como benditos. Al no hallar alimento en el bosque, los caballos regresaron al vivac y, agachando la cabeza se quedaron amodorrados. Solo Olentiev y yo permanecimos despiertos. Mientras él arreglaba su calzado, yo anoté en mi diario la ruta recorrida. Cerré la libreta a eso de las diez de la noche y, envolviéndome en la burka[2], me arrimé al fuego. Debido al calor, que subía con el humo, las ramas oscilantes del viejo abeto a cuyo pie nos habíamos acomodado, unas veces descubrían un cielo oscuro sembrado de estrellas, otras lo cubrían. Los troncos de los árboles se asemejaban a una alargada columnata que se adentraba en las profundidades del bosque, donde se fundía imperceptiblemente con la oscuridad de la noche.

    De repente, los caballos alzaron la cabeza y aguzaron el oído. Luego se calmaron y se pusieron de nuevo a dormitar. Al principio no le dimos mucha importancia y proseguimos conversando. Transcurrieron varios minutos. Le pregunté algo a Olentiev y, al no recibir contestación, me di la vuelta. Se había puesto de pie, en actitud de espera. Estaba mirando hacia un punto, intentando mitigar con una mano la luz de la hoguera.

    —¿Qué pasa? –le pregunté.

    —Alguien está bajando de la montaña –me respondió con un susurro.

    Ambos comenzamos a prestar oído, pero alrededor todo estaba en calma. Una calma como solo la puede haber en un bosque en una fría noche de otoño. De pronto, unas piedrecitas cayeron desde arriba.

    —Seguramente es un oso –dijo Olentiev, empezando a cargar el fusil.

    —¡No dispara! ¡Mía soy gente!... –se oyó decir a una voz en la oscuridad. Al cabo de unos instantes, un hombre se acercó a nuestro fuego.

    Vestía una pelliza de piel de ciervo curtida y unos pantalones del mismo género. Iba tocado con una cinta y calzaba unos untis[3]. A la espalda llevaba un morral y en las manos un bípode y una vieja carabina Berdan, de las largas.

    —Hola, capitán –dijo el visitante, dirigiéndose a mí.

    Después puso su arma junto a un árbol, se quitó el morral y, tras secarse el sudor de la cara con la manga de la camisa, se sentó junto al fuego. Entonces pude verle bien. Aparentaba tener unos cuarenta y cinco años. Se trataba de un hombre de baja estatura, achaparrado y, por lo que se veía, con bastante fuerza física. Su pecho era protuberante, sus manos fuertes y musculosas, y sus piernas un tanto torcidas. Su rostro bronceado era el típico de los nativos de la región: pómulos prominentes, nariz pequeña, ojos con párpados de pliegue mongoloide, boca ancha y dientes fuertes. Un pequeño bigote de color castaño oscuro orlaba su labio superior y una pequeña perilla pelirroja adornaba su barbilla. Pero lo más notable eran sus ojos. De color gris oscuro, no castaños, parecían calmosos y un tanto ingenuos. Desprendían decisión, un carácter sincero y bondad.

    Aquel desconocido no nos observaba de igual manera que nosotros a él. Sacó del pecho una bolsa de tabaco, rellenó una pipa y comenzó a fumársela en silencio. Sin preguntarle quién era y de dónde venía, le ofrecí algo de comer. Esto es lo acostumbrado en la taiga.

    —Gracias, capitán –dijo–. Mía mucho quiero comer, mía hoy nada come.

    Mientras comía, continué observándole. Un cuchillo de caza colgaba de su cinturón. Era evidente que se trataba de un cazador. Sus manos estaban encallecidas, llenas de arañazos. Su rostro también tenía rasguños, aún más profundos: uno en la frente y otro más en la mejilla, junto a una oreja. El desconocido se quitó la cinta y vi que su cabeza estaba poblada de espesos cabellos de color castaño claro que crecían desordenadamente, alborotándose a los lados en forma de mechones.

    Nuestro huésped era taciturno. Olentiev no se pudo contener y preguntó directamente al visitante:

    —¿Qué eres? ¿Chino o coreano?

    —Mía soy gold –respondió sucintamente.

    —Eres un cazador, ¿no? –le pregunté yo.

    —Sí –contestó–. Mía todo el rato va a caza, otro trabajo no hay. Pesca pez, comprende, tampoco hay. Solo caza, comprende.

    —¿Y dónde vives? –prosiguió interrogándole Olentiev.

    —Mía no tengo casa. Mía todo el rato vivo en cerro. Fuego hace, tienda monta. Duerme. Todo el rato va a caza. ¿Cómo vive en casa?

    Después relató que ese día había estado cazando ciervos siberianos. Había herido a una hembra, pero de manera leve. Al ir a por el animal herido, se había topado con nuestro rastro, que le condujo al barranco. Cuando oscureció, vio un fuego y marchó directamente hacia él.

    —Mía camina sin ruido –dijo–. Piensa: ¿qué gente camina lejos en cerros? Mira. Hay capitán, hay soldados. Mía entonces directo va.

    —¿Cómo te llamas? –le pregunté al desconocido.

    —Dersú Uzalá –respondió.

    Me interesó aquel hombre. Había algo en él de especial y original. Hablaba de manera sencilla y con calma. Se comportaba con modestia, pero su tono no era servicial. Trabamos conversación. Me estuvo contando durante largo rato cosas de su vida y, cuanto más hablaba, más atrayente me parecía. Ante mí tenía a un cazador primitivo que había pasado toda su vida en la taiga. Por sus palabras supe que obtenía su sustento con la escopeta, que canjeaba con los chinos las piezas cazadas por tabaco, plomo y pólvora, y que había heredado la carabina de su padre. Luego me contó que tenía cincuenta y tres años, que nunca había tenido una casa, que había vivido siempre al raso y que solo en invierno se fabricaba por un tiempo una yurta[4] a base de cortezas de abedul u otro árbol. Los destellos de sus primeros recuerdos de infancia eran un río, una cabaña, un fuego, su padre, su madre y una hermanita.

    —Hace tiempo que todos muere –dijo, poniendo fin a su relato y quedándose pensativo. Guardó silencio por unos instantes y continuó de nuevo–. Antes también tenía mujer, hijo y muchacha. Viruela toda gente mata. Ahora mía solo queda...

    Su rostro se entristeció a causa de los recuerdos sobrevenidos. Iba a tratar ya de consolarle, pero… ¿qué significaban mis consuelos para aquella persona solitaria al que la muerte le había arrebatado su familia, el único consuelo que hay en la vejez? No dijo nada e inclinó aún más la cabeza. Quise expresarle de algún modo mi compasión, hacer algo por él, pero no sabía concretamente qué. Al final, tuve una idea: le propuse cambiar su vieja escopeta por una nueva. Pero se negó, diciendo que tenía aprecio a su carabina Berdan porque era un recuerdo de su padre, que estaba acostumbrado a ella y que disparaba muy bien. Se estiró hacia el árbol, cogió la escopeta y se puso a acariciarla.

    Las estrellas del firmamento habían cambiado de posición e indicaban que ya era más tarde de la media noche. Las horas pasaron volando y nosotros seguíamos sentados junto a la hoguera, conversando. Dersú habló más que yo, pero le escuchaba con gusto. Me contó todo lo referente a su actividad de cazador y cómo en

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