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El perdón de los pecados
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El perdón de los pecados
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El perdón de los pecados

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Estelita, Marita y Nicolás son tres chicos de 12, 11 y 9 años que viven en Bella Vista, Provincia de Corrientes. Las aburridas tardes pueblerinas son matizadas por animados relatos que desgrana una viejecilla llamada Nicasia, mientras riega las plantas de un jardín casi encantado que cultiva. Los niños van fascinados tras las historias de la abuelita, que tienen toda la ferocidad y crudeza que tiene la misma vida que se esconde detrás de apacibles apariencias: casas con techos a dos aguas, gente resignadamente cristiana y la formalidad de una sociedad primitivamente burguesa.
Los relatos son interrumpidos por el desconcierto, la ingenuidad y hasta la oculta malicia de los niños.

LanguageEspañol
Release dateMar 27, 2017
ISBN9781370879458
El perdón de los pecados
Author

Alejandro Bovino Maciel

BOVINO, Manuel Alejandro DNI 12 440 404 Domicilio: Bmé Mitre 3712 (1201) CABA, Argentina Teléfono: (11) 49811791 Movil: (15) 62298054 Nacido en Corrientes, Argentina, en 1956. Médico Psiquiatra egresado de la UBA (Univ. Nacional de Buenos Aires), escritor. Trabajó 9 años junto al escritor Augusto Roa Bastos en Asunción, Paraguay. Docencia: enseño en la UCSA (Universidad del Cono Sur de las Américas) en Asunción, Paraguay, desde 1999. Cátedras de: Neuropsicología, Psicosemiología, Psicopatología, Semiótica del discurso publicitario. Dictó Carrera de Promoción de Agentes en Género e Igualdad" en la Universidad Nacional de Asunción con 2 cátedras a cargo: "Filosofía e Historia del Patriarcado" y "Psicopatología General". Libros publicados: 1) "La salvación, después de Noé", editado en Buenos Aires, en 1989. Cuentos y ensayos sobre temas de la Biblia. 2) "Los conjurados del Quilombo del Gran Chaco", en co-autoría con: Augusto Roa Bastos (por Paraguay), Omar Prego Gadea (por Uruguay) y Eric Nepomuceno (por Brasil). Libro de relatos sobre la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870) articulados en base a las observaciones realizadas en el teatro de operaciones por el cónsul británico y escritor sir Richard Francis Burton. Edit. Alfaguara, año 2000. Traducido al portugués por Edit. Record (de Brasil) con el título de "O livro da Guerra Grande) que va por la 2da edición en 1 año. 3) "El trueno entre las páginas". Libro de conversaciones con Roa Bastos sobre temas políticos, literarios, biográficos. Con prólogo de Vladimir Krysinski, de la Univ. De Montreal. 4) "Polisapo" cuento en co-autoría con Roa Bastos, va por 6ta. Edición en Paraguay, acaba de salir la edición en Ecuador (Edit Libresa) y España (Labericuentos) 5) "La Bruja de oro" nouvelle infanto-juvenil publicada en Paraguay este año, va por la 4da edición. 6) "Prostibularias-1" en co-autoría con otros autores paraguayos y argentinos. Editorial Servilibro, Paraguay, 2002 7) "Diários de um rei exiliado", novela sobre el viaje fantástico de João VIº de Brasil y Algarves, 1808 huyendo del avance de las tropas napoleónicas que invadían Lisboa. Editorial Landmark, Sao Paulo 2005 (en portugués) 8) "El señor es contigo", una investigación sobre Feminicidio en Paraguay, 2005 , en co-autoría con Gloria Rubin. 9) 20 poemas de humor y una canción disparatada, en co-autoría con Pepa Kostianovsky, Serviolibro, 2005. 10...

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    El perdón de los pecados - Alejandro Bovino Maciel

    Chapter DOS

    Chapter TRES

    Chapter CUATRO

    Chapter CINCO

    EL PERDÓN DE LOS PECADOS

    (Recuerdos de provincia con gente desmesurada)

    Chapter UNO

    Con mis primas Marita y Estela caminando por las calles amplias de Bella Vista éramos tres caricaturas de los dulces pastorcillos de Fátima que tía Nidia, baldada de una pierna y contrahecha, se había empecinado en copiar de unos figurines anticuados. Las mangas almidonadas de Estelita y los cuellos abotonados de Marita hacían perfecto juego con la pequeña chaqueta marrón en la que tía Nidia me había embutido para completar el trío de las estampitas de Fátima.

    Mis primas tenían esa mezcla de candor y voluptuosa suspicacia que desarrollan las niñas con los primeros pasos. A su lado, yo parecía un criadito un poco aletargado por alguna enfermedad consuntiva del cerebro: el cuerpo flaco, la cara apapelada, pálida, con la osamenta rebasando el tegumento casi transparente y dos grandes ojos de icono bizantino siempre mirando lejos, reconcentrado y silencioso.

    Los tres habíamos cumplido once años y pasábamos largas temporadas en una vieja casona erguida en una altura, como el último bastión donde se afirmaba el empedrado antes de arrojarse íntegro y desesperadamente al río rugiente por una honda barranca. Si uno se detenía frente a la casa, de un lado veía bajar la empinada cuesta de la calle, y del otro, la caída de la barranca al abismo del río. Eso hacía pensar invariablemente en la precaria condición de amenaza constante que se cernía sobre todas las criaturas en la inocente calma provinciana.

    Bella Vista parecía a lo lejos un apacible pueblo de provincia al costado de la ruta principal; pero en el espejismo de las siestas, a pesar del silencio dormido, se agitaba un torbellino de movimientos felices y siniestros, como en cualquier pequeña o gran ciudad.

    Eso lo digo ahora, cuando los años se han derrumbado por la cuesta de la calle infantil; pero en aquel entonces todo era fausto, cándido y feliz.

    Desde el patio de la casa con su brillante césped que al ser pisoteado olía permanentemente a hierbas, uno podía divisar el río brumoso en el cabrilleo de eneros supurantes. O los atardeceres lánguidos en los que el cielo entraba en celo volviendo las alturas de un púrpura candente mientras la gramilla rubia se mecía suavemente al roce de las insinuaciones del viento.

    Bajando la barranca por caminitos sinuosos llegábamos a un jardín de prodigios que cultivaba la viuda Nicasia, una abuelita regordeta arrancada de cuentos infantiles con su bata bataraza, algún encorvamiento de hombros y la cabeza canosa con un rodete en forma de pagoda. Todas las tardes hurgaba en la tierra de sus almácigas con la serenidad de largos años de viudez y soledad, hincando las macetas para airear la greda y fecundarla con estiércol, rastrillando aquí y allá entre las acelgas morenas, los lirios de suspiros blancos, los crisantemos, las rosas de apagados tonos y la empalizada de tomateros.

    Prima Estelita preguntó una vez por qué la abuelita Nicasia se empecinaba en cultivar flores dedicándole tanto tiempo sin recoger beneficios, ya que abuelita Nicasia jamás vendía sus rosas, las obsequiaba con felicidad cuando alguna vecina se las pedía a cambio de nada. Cuesta entender que la felicidad es lo mismo. Nada. Ese íntimo regocijo que a relámpagos nos vuelve superiores a nosotros mismos, no vale nada a los ojos de los demás. Pero eso se aprende cultivando, no vendiendo.

    Si no recuerdo mal, prima Marita fue quien inició la tradición de los cuentos bajo la sombra comba de la morera.

    ¿Por qué no nos contás un cuentito, abuela?

    Nona Nicasia suspiró hondo porque el calor ahuecaba el aire sofocado; tomó asiento en su vienesa abanicándose con la pamela de paja que usaba cuando podaba el hortal bajo los fingidos inocentes rayos del sol y se quejó:

    -Hace calor, hijita.

    Miró lejos, mucho más allá del cielo donde están los ángeles, según tía Nidia, que aún baldada, creía firmemente en todo cuanto contenía el catecismo.

    -No importa, yo traje una limonada –siguió Marita, que no era de darse fácilmente por vencida- y mientras tomamos un vaso cada uno, vos nos contarás alguna historia bonita.

    Abuelita Nicasia levantó la vista con esos párpados pesados y rugosos, traslúcidos y como a punto de resquebrajarse, y fijando los ojos claros en un horizonte brumoso, más allá de la otra orilla del Paraná, mucho más allá de las islas fantasmales, empezó a contar la historia del jifero.

    Tenía el carnicero Gauto la viciosa manía de alquilar putas para satisfacer sus apetitos cada vez más retorcidos y que doña Amparito, su mujer, no podía indemnizar por causa de su pudor.

    Aunque algo obeso, el carnicero mantenía reflejos propios de un puma cuando los escozores de su mal sexo lo azuzaban, y era capaz de saltar por sobre el mostrador de mármol detrás de alguna barragana que se hacía la pundonorosa para forzarla en la persecución. El sexo es juego.

    Al despachar una vianda encargada para celebrar las bodas de oro de los Silanes, comisionó a su ayudante Antolín el contrato de alguna de las putas del barrio por esa noche. Uno trabaja como un burro y al menos debería aparearse como un toro, pensó pero no lo dijo, ya que Antolín no entendería ni mu, siendo como era, cretino de nacimiento. La palabra aparear la asociaría inmediatamente con el verbo aparcar y del placer pasaría a una horrible imagen de alguna serie televisiva doblada en Centroamérica que nada tenía que ver en el asunto. El carnicero garabateó unas líneas en un papel un poco mugroso e hizo llegar la oferta por medio de la esquela a Rita Corvalán, una modista con fama de buscona que vivía a dos cuadras de la carnicería.

    -¿Qué quiere decir buscona, abu?, intervino prima Marita.

    -Que busca continuamente hombres, queridita. Hay mujeres así.

    -En casa no, dijo prima Marita por las dudas.

    Antolín volvió con la respuesta mascando un chicle globo. Entre una y otra chuspa que al estallar se le enchastraba en la nariz el dependiente anunció:

    -Dice la Rita que está bien, que necesita hacerse unos pesos para comprarle el jarabe a la tía que tiene tisis. Viene a las diez de la noche.

    A las nueve y media, el carnicero bajó la cortina metálica y se puso a encaracolar ristras de embutidos silbando una milonga, para guardar todo en la heladera cuatro puertas junto con los restos de agujas, palomitas y tapas de cuadril que habían quedado desparramadas sobre el mármol. Se enjuagó las manos de sangrasa y después se puso a leer el periódico mientras esperaba a la puta.

    A la diez en punto, sonó el timbre. Hombre desconfiado, Gauto preguntó: ¿quién es?

    Rita le respondió la muchacha.

    Entró por la portezuela-trampa vestida con una calza de lycra color obispo, la blusa de algodón muy tomada al cuerpo que dejaba traslucir dos tetas erectas que se sacudían sin cesar y zapatos de taco aguja de cabritilla-imitación. Al entrar tuvo que agacharse y al maniobrar rozó la traba de la cortina metálica y rasguñó la media de nylon que terminó rasgándose, dejando una estela de piel expuesta: carnes firmes y rosadas como pómulos de bebé. ¡La puta madre!, se quejó ella y el carnicero cerró la escotilla con doble vuelta de llave.

    -A mamita también se le corrió la media, abuela, -dijo prima Estela- hace unos días cuando podaba el rosal.

    -Las medias de nylon son un fastidio, queridita, creo que se inventaron para eso, -asintió abuela Nicasia y siguió con su relato.

    Alguna inquietud sobrenatural ya percibió la vecina desde que entró. La mirada del carnicero parecía sofocar lágrimas prohibidas, se frotaba las manos continuamente husmeando algo goloso que la lengua, obesa y húmeda, se prometía a sí misma en silencio. Torció varias veces la nariz como si alguna molestia lo

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