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Combatiendo al capital: Diálogos con pensadores de izquierda en un tiempo tumultuoso
Combatiendo al capital: Diálogos con pensadores de izquierda en un tiempo tumultuoso
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Combatiendo al capital: Diálogos con pensadores de izquierda en un tiempo tumultuoso

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En medio de lo que es seguramente la cuarta crisis global del sistema capitalista, Sasha Lilley presenta en este volumen una serie de ideas críticas que podrían fortalecer a un renovado proyecto radical de izquierda. Los autores aquí reunidos no coinciden necesariamente entre sí, pero presentan –sin la pretensión de hacerlo en su totalidad– ideas vitales que han florecido en lugares aislados para abordar la notable durabilidad del capitalismo, los serpenteantes contornos del neoliberalismo y las múltiples razones para el retroceso de la izquierda. Sin embargo –advierte su autora–, este no es un libro de recetas. No hallaremos en sus páginas ningún modelo glorioso para la izquierda, sino perspectivas cruciales para comprender el capitalismo y el mundo que habitamos. Y aunque la evaluación final del capitalismo y de quienes se le oponen pueda parecer sombría, la conclusión del libro no lo es.
LanguageEspañol
Release dateMar 7, 2017
ISBN9789876993883
Combatiendo al capital: Diálogos con pensadores de izquierda en un tiempo tumultuoso

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    Combatiendo al capital - Sasha Lilley

    Introducción, por Sasha Lilley

    Estos últimos años han sido testigos de la espectacular desintegración del capitalismo. O al menos así parecía. Bancos de inversión que eran muy respetados se han esfumado de la noche a la mañana, titanes de la industria han cerrado para siempre sus puertas y ricas naciones también se han tambaleado peligrosamente cerca del default. La ideología del mercado libre, que lucía en una época como inexpugnable, está hecha añicos.

    Aunque la marcha fúnebre del capitalismo todavía no esté sonando, la crisis tiene indudablemente una magnitud diferente a todo lo que se haya visto en décadas. Las crisis también pueden ser inicios de algo: momentos en los que se caen los pilares sobre los que se apoya el statu quo, caen las devociones del pasado reciente y toma forma un sentido revitalizado del poder colectivo. Pero las crisis no siempre, o no solamente, son oportunidades para que los revolucionarios puedan dirigir a legiones de oprimidos hacia las barricadas. En tiempos de crisis, la extrema derecha también suele aprovechar las inseguridades de los trabajadores precarizados, así como a los mejor pagados, para ponerlos al servicio de la xenofobia y la austeridad. Paradójicamente, las crisis del capitalismo también son oportunidades para el capital.

    A pesar del cuestionamiento frontal al viejo orden, los capitalistas que sobreviven al terremoto y a la destrucción de los competidores, pueden hallar un terreno fértil para una nueva fase de expansión. La fuerza de las armas ayuda frecuentemente a esa demolición y regeneración. Al contrario de las consignas pacifistas, la guerra es la respuesta, eliminando al viejo capital y abriendo camino para el nuevo. Hasta la crisis de la naturaleza es afortunada para el capital, pues genera mercancías verdes y nuevas líneas de productos mientras perecen las barreras de coral, selvas, lagos de aguas potables y desaparecen para siempre un sinnúmero de especies. El capitalismo engendra la crisis y luego la crisis engendra oportunidades para nuevas ganancias. Y así funciona. O así ha funcionado.

    Para mejor o para peor –a menudo para peor–, la izquierda tiene una larga historia en eso de diagnosticar agonías mortales del capitalismo y el conflicto final que anuncia el cambio radical¹. Según un viejo dicho, los marxistas predijeron diez de las últimas dos crisis. Como una crónica perpetua de una crisis anunciada. Pero en el medio de lo que es seguramente la cuarta crisis global del sistema capitalista², los revolucionarios, ya sea en Norteamérica o en Corea del Sur, se hallan vacilantes y a la deriva.

    Deberíamos estar agradecidos por la partida de la vieja visión mecanicista del mundo, al menos de la mayoría de los ámbitos. Pero ¿qué la ha reemplazado? La ansiedad de la supervivencia ha profundizado día a día el permanente antiutopismo de nuestra época. Un persistente fatalismo sobre la posibilidad de la transformación social, el tejido cicatrizado de esperanzas frustradas y derrotas sangrientas, nos tiene firmemente sujetos, con la excepción de unos pocos bolsones de activismo (y a veces aventurerismo). La idea de organizarse para un futuro poscapitalista parece ilusoria: recordamos aquí la repetida idea de que se ha vuelto más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo³. Se evidencia aquí dolorosamente otra crisis, la de la visión y la organización.

    No tendría que ser así. Estamos viviendo en una era de un considerable cambio constante. Las ideas no resolverán por sí solas la crisis de la izquierda, y la revolución no puede ser convocada solo por los deseos fervientes. Pero las ideas importan, como lo ha demostrado la frecuentemente sangrienta historia de la izquierda. Ellas nacen de la acción y configuran los hechos del futuro. Nos ayudan a comprender el mundo que involuntariamente hemos ayudado a construir, a captar las múltiples vulnerabilidades del actual orden e influyen y definen los caminos del quiebre y la rebelión. Aunque las políticas emancipatorias han efectivamente retrocedido durante las últimas tres décadas, existen ideas vitales que han florecido en lugares aislados. Estas ideas abordan la notable durabilidad del capitalismo, los serpenteantes contornos del neoliberalismo y las múltiples razones para el retroceso de la izquierda⁴.

    La premisa de este libro es que, en un momento de crisis del capitalismo, estas ideas críticas podrían fortalecer a un renovado proyecto radical⁵. Los autores reunidos aquí no coinciden necesariamente entre sí, pero presentan –sin la pretensión de hacerlo en su totalidad– gran parte de lo que creo que la izquierda comúnmente malinterpreta y por ello se perjudica. Una buena parte de este libro podría ser clasificado como un tratado de economía política, aunque rechazando las presuntas férreas leyes de la historia de todo tipo. Y otra buena parte, aunque no toda, tiene sus raíces en corrientes críticas y opuestas de la tradición marxista. Aunque muchos de estos pensadores no son conocidos por los activistas radicales. Muchas de las ideas actuales sobre el neoliberalismo, la globalización y el capitalismo han sido moldeadas por un liberalismo político indignado, que anhela de diversas maneras una versión más humana del capitalismo y que tiene sus raíces en la economía regulada de la segunda posguerra; en fin, un ideal del siglo XIX de pequeños artesanos y tenderos, o en algunos casos, de más atrás aún, de una sociedad pastoral y preindustrial.

    Sin embargo, este no es un libro de recetas. No hallaremos en sus páginas ningún modelo glorioso para la izquierda, sino perspectivas cruciales para comprender el capitalismo y el mundo que habitamos. Aunque la evaluación del capitalismo y de quienes se le oponen pueda parecer sombría, la conclusión del libro no lo es. El rumbo lo debemos hallar armándonos con un análisis implacable de la difícil situación en que nos hallamos, aunque teniendo la fuerza para volver a pensar sobre un cambio emancipatorio.

    Las ideas contenidas en este libro varían mucho. Pero si hay una rica vena que fluye por todo el material, es el tema de la mercantilización. El proceso de la creación de mercancías a partir de la naturaleza y del trabajo es esencial para el impulso del capitalismo por la ganancia. En la era neoliberal, la mercantilización capitalista ha llegado a nuevas esferas, se extendió a grandes distancias y tomó los más íntimos aspectos de nuestro ser, incluyendo nuestro código genético. En el Sur y el Norte globales ha implicado el despojo al por mayor a los seres humanos de la tierra y de sus medios de subsistencia, dejándolos dependientes del mercado para su supervivencia. Esto ha significado el cercamiento⁶ de la naturaleza y de los bienes comunes –tanto en la ciudad como en el campo– y la creación permanente de objetos siempre nuevos para la venta y enajenación. Si se ofreciera una receta, sería es—TA: que la respuesta a las crisis de la naturaleza y el capital se halla en la abundancia pública que reemplace a la riqueza privada.

    Este libro está separado en tres partes, estudiando respectivamente al imperio, al neoliberalismo y a la crisis, el funcionamiento interno del capitalismo y sus diversos antagonistas. La mayoría de los capítulos se originaron durante los últimos años como entrevistas para Against the Grain, y las conversaciones se ampliaron luego para este libro⁷. En la primera sección, Ellen Meiksins Wood analiza la evolución del imperio, desde los imperios de la propiedad y el comercio hasta el actual imperio del capital. David Harvey rastrea el ascenso del neoliberalismo, en pensamiento y en hechos, e investiga las barreras que debe superar el capital para seguir siendo vital. Leo Panitch y Doug Henwood estudian los mitos de la globalización que aquejan a gran parte de la izquierda, mientras Panitch, Sam Gindin y Greg Albo analizan al capital en la crisis y las perspectivas para la renovación radical. Y David McNally examina la actual crisis a través de una perspectiva global.

    En la segunda parte, John Bellamy Foster reflexiona sobre los textos de Marx sobre ecología y los complejos legados del Iluminismo y las concepciones socialistas de la naturaleza. Jason W. Moore evalúa la crisis socio-ecológica y rechaza una interpretación malthusiana de la destrucción ambiental y las huellas ecológicas. Gillian Hart investiga la cuestión agraria en Sudáfrica y cómo la historia del despojo de la tierra moldea crucialmente el desarrollo capitalista y las formas políticas que toma la resistencia, tanto rural como urbana. Y Ursula Huws analiza los procesos de mercantilización bajo el capitalismo y las formas en que el sistema transforma el trabajo, el consumo y la acción colectiva.

    En la sección final, que se dirige a los indignados del capitalismo, Vivek Chibber analiza la historia del estado desarrollista en el Sur Global y el legado de alianzas que se forjaron entre el estado y los trabajadores. Mike Davis reflexiona sobre la importancia del crítico antiestalinista Isaac Deutscher. Volviendo su mirada hacia el movimiento antiguerra de los años 60, Tariq Ali analiza el giro a la derecha de muchos soixante-huitards y las lecciones para un antimperialismo actual. John Sanbonmatsu explora el fenomenal ascenso del posmodernismo y sus consecuencias para el destino de la izquierda. Noam Chomsky aboga por una sociedad basada en la autoorganización de los trabajadores, mientras Andrej Grubačić ofrece un medio potencial para llegar a esa sociedad, a partir de la unidad no sectaria de las diversas tradiciones revolucionarias.

    I

    Es algo revelador que en un momento en el que la necesidad de superar al sistema raramente ha sido tan evidente, gran parte de las ideas y análisis sobre la crisis por parte de la izquierda en el Norte Global han sido tan moderadas y limitadas. Muchas de ellas se originan, comprensiblemente, en ambiciones muy debilitadas como resultado de numerosas derrotas. Pero muchas también podrían originarse en la confusión sobre la naturaleza del capitalismo en crisis y el sistema económico que se ha impuesto en las últimas tres décadas: el neoliberalismo.

    A comienzos del colapso financiero, diferentes luminarias de izquierda pronosticaron el regreso de la intervención estatal keynesiana, luego de los años de pesadilla del neoliberalismo⁸. El rescate de los bancos y la intervención masiva de los gobiernos para reforzar el sistema aparentemente indicaban el regreso del estado y el retroceso del mercado. Parecieron olvidar que una característica del proyecto neoliberal era justamente la intervención permanente del estado para proteger los intereses financieros, tanto en el Sur como en el Norte.

    Los elogios al neoliberalismo se han extinguido. Las expectativas creadas por Karl Polanyi respecto del doble movimiento, o sea que una era del dominio irrestricto del mercado sería reemplazada por una variante más amable del capitalismo, no se han cumplido⁹. De hecho, las esperanzas de que las elites tomaran conciencia de la necesidad de proteger de la ruina a la sociedad y a la naturaleza, han chocado contra las filosas rocas de la austeridad. Pero sigue presente el reclamo de un regreso al tipo de sistema regulatorio del estado de bienestar keynesiano, que mantenga a raya a las depredaciones del capital. La lógica se maneja así: en las décadas de 1940, 1950 y 1960, las corporaciones eran mantenidas en su lugar por un estado que imponía controles en las operaciones bancarias y manufactureras. Desde fines de la década de 1970, el estado comenzó a retroceder y aflojó los controles sobre el mercado. En esa lógica, si solo pudiéramos volver a la época del apogeo del capitalismo norteamericano, todo andaría bien.

    Pero ¿es un regreso viable, y si así fuera, todo andaría bien? La crisis presente y las limitaciones de esas alternativas pueden ser comprendidas mejor al examinar las raíces del neoliberalismo en la crisis del capitalismo en los años 70, que afectó a la alardeada edad dorada de la posguerra. La era que muchos en la izquierda recuerdan con nostalgia, combinada con un estado de bienestar (en mayor medida en Europa y Canadá y en menor medida en los Estados Unidos), y un compromiso keynesiano con el pleno empleo en el Norte Global y un desarrollo moderado en el Sur Global. Pero hacia fines de la década de 1960, el estado de bienestar se agotaba. Cuando llegó la década de 1970, el sistema se extinguió. Los costos de la guerra de Vietnam y del gasto doméstico presionaron en forma importante sobre el dólar estadounidense. Hasta ese punto, el dólar tenía la garantía de convertibilidad a una determinada cantidad de oro, y otras monedas importantes estaban vinculadas con el mismo, ofreciendo una gran solidez al sistema financiero global. Nixon decidió desvincular al dólar del patrón oro, liquidó el acuerdo de Bretton Woods y terminó con la estabilidad monetaria que permitía ese acuerdo. Hacia principios de la década de 1970 las ganancias para los capitalistas que habían prosperado en las décadas precedentes se reducían desde la cima en la rentabilidad de mediados de la década de 1960.

    En las condiciones de pleno empleo, los trabajadores aumentaron su combatividad sin temer la desocupación. Y muchos de estos trabajadores se mostraron poco inclinados a aceptar los compromisos de sus líderes sindicales. En los Estados Unidos, los trabajadores fabriles y de servicios (a menudo personas de color y mujeres) se volvieron más militantes, iniciando huelgas salvajes al margen de sus sindicatos burocratizados. En solo un año (1970) hicieron huelga tres millones de trabajadores. Esa fue una década y media de amplia militancia de las bases¹⁰. En Europa, los otoños calientes de acción sindical e inviernos de descontento acosaron a los gobernantes partidos socialdemócratas, con sus intentos de congelar los salarios e imponer la austeridad. Los trabajadores no reclamaban solo mayores salarios, sino también un mayor control sobre la producción y las condiciones laborales. Al mismo tiempo, las ganancias de las industrias de Estados Unidos se erosionaban por la competencia de las industrias alemana y japonesa. Recobrados de su aniquilamiento durante la Segunda Guerra Mundial, estos rivales eran a menudo más sofisticados técnicamente que sus contrapartes en Norteamérica¹¹.

    En África, Asia y Latinoamérica, la estrategia de la industrialización sustitutiva de importaciones, guiada por el estado, que era una suerte de equivalente al estado keynesiano en el Norte Global, se derrumbó hacia la década de 1970. Los estados desarrollistas en el Sur Global habían subsidiado a los capitalistas locales para estimular la creación de nuevas industrias y reducir su dependencia de la importación por parte del mundo desarrollado. Pero, aunque estos capitalistas recibían felices los recursos públicos, no estaban dispuestos a usarlos para los fines previstos por el estado. El resultado, como señala Chibber en este libro, fue el crecimiento de enormes desequilibrios comerciales para dichos países, salvo algunas notables excepciones¹². Las crisis fiscales, fruto de ese comercio desequilibrado, junto a los despilfarros de las elites, dejaron a las poblaciones de esos países particularmente vulnerables a los violentos ataques por parte del orden neoliberal (personalizado en lo que luego se llamó el Consenso de Washington).

    Lo que siguió ha dejado su marca latente en todo el mundo. Las clases dominantes siguieron a la ofensiva para reestructurar su poder de clase y se presentó un nuevo orden social para restaurar la flaqueante rentabilidad del sistema¹³. El Chile de Pinochet y la ciudad de Nueva York, en medio de una crisis fiscal, donde los banqueros dictaban qué se recortaría y a quién se pagaría, fueron los centros de ensayo para el incipiente nuevo orden. Paul Volcker, el presidente de la Reserva Federal de Estados Unicos, subió las tasas de interés al 20% para incrementar el desempleo y terminó con el activismo de los trabajadores, declarando que el nivel de vida norteamericano debe decrecer¹⁴. Al año siguiente, Reagan despidió en masa a los controladores del tránsito aéreo en huelga dirigidos por su sindicato, como una señal para los trabajadores relativamente bien pagados de que no se toleraría más el activismo de ninguna clase. En el Reino Unido, Thatcher emprendió la ofensiva contra los sindicatos más poderosos, culminando con el ataque a los mineros, y privatizó las industrias nacionalizadas, incluyendo la siderurgia, el gas, la energía eléctrica, los ferrocarriles, las aerolíneas y las telecomunicaciones. Otros países en el mundo desarrollado siguieron el ejemplo en diversos grados (incluyendo en la década de 1990 a los países del antiguo bloque soviético, donde la implementación de la terapia de shock neoliberal en Rusia, Kazajstán y otros lugares, bajó dramáticamente la expectativa de vida de su población)¹⁵.

    En el Sur Global, la floreciente ideología del neoliberalismo se apoyó en la premisa de que la planificación estatal generaba ineficiencias colosales, ignorando que dichas ineficiencias surgían de un acuerdo donde el capital privado tenía el control. Los estados que habían incrementado sus enormes deudas fueron rescatados bajo la condición de que reharían sus economías con las recetas del neoliberalismo. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, dominados por los Estados Unidos, y a menudo en alianza con las elites del Sur Global, prescribían un régimen de privatización de las empresas estatales, la reducción de los servicios públicos y la apertura de los mercados al capital internacional. En las décadas que precedieron al neoliberalismo, los movimientos obreros de esos países habían perdido su autonomía y poder en coaliciones desarrollistas con el estado y el capital nacional. Como consecuencia, los sindicatos se hallaron visiblemente debilitados e incapaces de ofrecer una resistencia eficaz al orden liberal que se desarrollaba¹⁶.

    La reestructuración de la producción y el proceso laboral acompañaron a la privatización y a los implacables ataques a los trabajadores. Estos sufrieron la erosión de su poder sobre el proceso productivo a través de la aceleración productiva, la tercerización, la precarización, la reducción de los salarios y la reducción del trabajo junto a la introducción de nuevas tecnologías. Esa reestructuración implicó la relocalización geográfica de gran parte de la producción fabril hacia China y Asia Oriental y a las maquiladoras en la frontera entre Estados Unidos y México, así como el desplazamiento de fábricas a regiones de bajos salarios o ausencia sindical en los países del Norte Global. La intensificación de la explotación de los trabajadores en el Norte y en el Sur fue el resultado de este accionar maravillosamente exitoso por parte del capital.

    El neoliberalismo también implicó el despojo y la incorporación de cantidades masivas de nuevos trabajadores a la fuerza laboral asalariada. Aunque hay analistas que pronostican el fin de la clase obrera, en las últimas décadas grandes cantidades de hombres y mujeres se han proletarizado en todo el mundo. Solamente en Asia Oriental la clase obrera es nueve veces mayor que en 1990, pues creció de 100 millones a 900 millones¹⁷. La expansión de la reserva global de trabajadores ha erosionado el poder negociador de estos, haciéndoles que sea mucho más difícil exigir mayores salarios sin que el capital se mude a otro lado. El rostro de la nueva clase obrera en todo el mundo es inequívocamente femenino: en 2009 las mujeres superaron a los hombres en cantidad de trabajadores en los Estados Unidos, donde los salarios se han estancado en los últimos treinta años, requiriendo dos salarios en los hogares para mantener los anteriores niveles de vida, mientras una gran cantidad de los nuevos proletarios en el Sur Global son mujeres, en general de origen rural¹⁸.

    Muchos de estos nuevos proletarios comenzaron a buscar empleo (en el campo y en la ciudad; a menudo como inmigrantes en países extranjeros o emigrantes internos en su propio país) debido al colapso de la agricultura de subsistencia o al cercamiento de las tierras y los recursos comunes, del que habían dependido sus sustentos. Aunque el cercamiento ha sido el sello distintivo del capitalismo desde su comienzo, el proceso de la privatización de los bienes comunes se ha acelerado bajo el neoliberalismo, incluyendo el bloqueo de recursos que habían sido previamente privatizados, luego nacionalizados como pasó con muchos regímenes poscoloniales, estados socialdemócratas en el Norte Global o los países del antiguo bloque soviético, y ahora nuevamente privatizados.

    El neoliberalismo también ha significado la continua y acelerada mercantilización y saqueo de la naturaleza. Las corporaciones y los gobiernos (a menudo a través de los minifundistas desplazados y despojados) han intensificado las talas de selvas en busca de maderas, tierras para pastoreo, siembras de cultivos básicos y biocombustibles; la pesca en los océanos y minería a cielo abierto y extracción de yacimientos de minerales, petróleo y gas para alimentar la industria intensificada y extensiva¹⁹. El resultado ha sido la extinción masiva de especies y la destrucción al por mayor de los ecosistemas marinos y terrestres, por no hablar de los pueblos que dependen de ellos. Los estragos en la naturaleza no son nada nuevo, ya sea bajo el capitalismo o sociedades de clases en un amplio sentido, pero con el neoliberalismo la extensión y profundidad de esa destrucción se han magnificado²⁰.

    Por su naturaleza, la forma neoliberal de organizar al capitalismo es tremendamente inestable. Este sistema ha requerido la enorme financiación de la economía global, necesitando la creación de todo tipo de derivados bizantinos como una cobertura contra las transacciones internacionales donde el valor de las monedas ya no es más fijo, luego de la desaparición de Bretton Woods. Los Estados Unidos han jugado un rol imperial en el centro del sistema, interviniendo a través del FMI para rescatar a los países cuando la volatilidad de las finanzas globales resulta ser demasiada, como en México en 1982. Este sistema, que permitió globalmente una vasta reestructuración e integración de la producción, cosechó grandes recompensas²¹. La inmensa rentabilidad del neoliberalismo, sin embargo, se agotó a fines de los 90, y surgieron las crisis financieras en Asia Oriental, Rusia y Argentina²².

    En la última década, mientras se iba frenando el crecimiento y los salarios seguían estancados, los gobiernos y los individuos continuaron tomando préstamos para mantenerse a flote. En Estados Unidos, el estado intervino luego de cada pequeña crisis o burbuja que estallaba para proteger los intereses financieros del país, impedir que el sistema se quebrara y mantener a su público como los consumidores de última instancia en el mundo. Cuando estalló la burbuja inmobiliaria de los Estados Unidos, el sistema cayó de rodillas. En consecuencia, el liberalismo ha resultado ser en la práctica algo muy diferente de lo que pregonaba la ideología del mismo. Nos equivocaríamos profundamente si consideráramos al neoliberalismo de acuerdo a su dicho de sacar al estado fuera del mercado (reduciendo al estado a un tamaño en el que podría ser volcado a una bañera y desagotarlo allí, de acuerdo a las palabras indelebles de Grover Norquist)²³. Lamentablemente, esto es lo que ha hecho gran parte de la izquierda: el saber convencional, tanto en la derecha como en la izquierda, es que el neoliberalismo abre la puerta al surgimiento del mercado, sin restricciones. En consecuencia, se considera al estado como el polo opuesto, y por lo tanto el antagonista del mercado, cuando en realidad el estado ayuda al mercado de innumerables maneras²⁴.

    Por ello, el estado de bienestar keynesiano no fue un orden menos redituable para las elites dominantes, ni fue un sistema donde el estado restringía al capital²⁵. Pero la forma en que ese sistema pudo seguir siendo rentable fue en última instancia limitada por la libertad que ofrecía para el activismo obrero y la lucha de clases en las condiciones de pleno empleo. Era necesario un cambio. Por estas razones, es que sería muy difícil volver ahora.

    ***

    Panitch sugiere en este libro que lo que hemos visto puede ser la cuarta crisis global del capitalismo. Las primeras dos crisis, en las décadas de 1870 y 1930, condujeron a barreras proteccionistas que impedían la expansión internacional del capital. La tercera crisis, en los años 70, en cambio, dio por resultado una nueva expansión global del capital. Queda la pregunta respecto de si esta crisis reducirá lo que con cierta torpeza ha sido llamado globalización. La capacidad del capitalismo de emerger de las crisis con una nueva fase impetuosa de acumulación y crecimiento, como nos lo recuerda Moore, ha estado históricamente basada en el acceso al trabajo barato y el alimento barato (con este último ayudando a bajar el costo del primero) así como el acceso a la energía barata y a las materias primas baratas para comercializar. Estas son generadas por nuevas innovaciones tecnológicas y por nuevos cercamientos. More duda que ahora existan estos prerrequisitos, que permitirían salir de la crisis a una nueva fase del desarrollo capitalista²⁶.

    Huws sugiere otra cosa. En el capítulo 9, ella afirma que aunque el capitalismo tropieza periódicamente con límites, lo que puede introducir en la economía monetaria parece no tener límites. La mercantilización y el cercamiento se hallan en el centro del capitalismo y se magnifican en su forma neoliberal. Por su misma naturaleza, el capitalismo debe dar lugar a mercancías siempre nuevas para sobrevivir. El dinamismo del capitalismo se basa en parte en su capacidad de crear esas nuevas mercancías y deseos a partir de las actividades externas al mercado. En el siglo XX, el capitalismo se ha nutrido parcialmente de productos que tuvieron sus orígenes en el trabajo doméstico, y generalmente femenino. En este proceso, los valores de uso exteriores a la economía monetaria frecuentemente son convertidos primero en servicios masivos antes de que terminen como mercancías cada vez más lucrativas (por ejemplo, la preparación de comidas en el hogar es introducida en el mercado como una industria de servicios –restaurantes y catering– y alcanza su cenit mercantil en la forma de alimentos envasados). Y a menudo estas nuevas mercancías dan lugar a nuevos servicios, y subsiguientes nuevas mercancías, ramificaciones en un ciclo interminable que solo se interrumpe por quiebras periódicas. En la medida en que sobrevive el sistema, este proceso vuelve a ponerse en movimiento una vez más²⁷.

    Huws muestra en una forma persuasiva cómo el proceso de crear nuevas mercancías a partir de actividades anteriormente exteriores al mercado –convirtiendo valores de uso en valores de cambio– en un proceso ilimitado e incesante, un cercamiento interminable, por así decir, sin un fin a la vista²⁸. El movimiento constante hacia cada vez nuevas mercancías ha sido acompañado, bajo el neoliberalismo, por la mercantilización de cosas que previamente las proporcionaba el sector público, valores de uso como la educación pública, las guarderías y la atención médica. La privatización del sector público ha dado un impulso importante al capitalismo y continúa haciéndolo durante este período de crisis, como lo han hecho las industrias que tienen a los gobiernos como clientes, por ejemplo, el sector militar²⁹. Y mientras se destruye al viejo capital y se despide a sus trabajadores, muchas empresas cosechan ganancias récords explotando a los trabajadores que quedan³⁰.

    Estos procesos de mercantilización, cercamiento y despojo dejan marcas profundas aunque desiguales en las múltiples formas en las que se expande o contrae el capitalismo, incluyendo a las crisis. Intersectan con los clivajes de raza y género y los reproducen. El explosivo crecimiento económico de China y el éxito industrial de países como Taiwán y Corea del Sur se basan en historias agrarias muy diferentes de desposesiones y redistribuciones forzadas de tierras, en comparación con un país como Sudáfrica bajo el colonialismo, el apartheid y ahora el neoliberalismo. Estas diferencias, como demuestra Hart, tienen profundas consecuencias para las condiciones de acumulación de capital, incluyendo el salario social –los costos de hecho para un trabajador por su vivienda, alimentación y otras necesidades vitales– y las condiciones bajo las cuales los trabajadores pueden capear los momentos de crisis aguda³¹. También influyen las formas en las que la resistencia contra el capital puede, o no, tomar forma –así como si las luchas por la tierra logran relacionarse efectivamente con los trabajadores–³².

    Como hemos visto, a consecuencia de la crisis, el capital no respondió desplazándose hacia el keynesianismo, a pesar de los grandes rescates y los gastos de estímulo, sino aumentando el ajuste neoliberal. No parece haber ningún esfuerzo genuino por parte de las elites hacia un doble movimiento para salir de los estragos del mercado. Quizá se deba a que no temen una reacción de los despojados. Con la obvia excepción de China, que trabaja con un proyecto diferente de capitalismo, la austeridad está ahora a la orden del día.

    La austeridad tiene sus peligros. Como nos lo recuerda Harvey en este libro, el capitalismo tiende a resolver sus crisis de maneras que conducen a nuevas formas de crisis. En un clima de recortes (y ahora con una política crediticia contenida) sobre salarios reprimidos durante muchas décadas, el capitalismo está arriesgando caer en una falta crónica de demanda de bienes por parte de consumidores demasiado quebrados para gastar, por no hablar de la posible reacción desde abajo.

    ¿Qué pasa con las otras vías tradicionales para salir de la crisis? Aunque se supone que la guerra es la partera de la revolución, también puede ayudar al parto de la renovación capitalista, al diezmar al viejo capital acumulado y restaurar la salud del capitalismo. Pero aunque el estado norteamericano ha participado en guerras brutales que cuestan billones de dólares, con ejércitos de ocupación en múltiples frentes, estos conflictos han precedido a la crisis. Y el tipo de guerra que está librando no tiene esos efectos ampliamente saludables sobre las ganancias; es decir, además del muy lucrativo negocio de las armas y los contratos para una reconstrucción limitada, tales como reconstruir ciudades en su conjunto, reemplazar las maquinarias destruidas y pasar por encima de los competidores diezmados. Los Estados Unidos han estado fuertemente implicados, por supuesto, en arrasar ciudades y destruir las vidas y los medios de subsistencia de los pueblos en Irak y Afganistán. Pero estas son ciudades en países extranjeros, que pueden quedar en ruinas, sin tener en cuenta el horroroso daño infligido.

    La guerra, en este caso, no parece ser el medio para que el capital pueda salir de la crisis. Tendría que bastar una guerra sobre la clase obrera y los pobres. Y juzgando por las tasas de ganancias, algunos de los más altos retornos registrados hasta la fecha para el capital estadounidense, parece ser una estrategia exitosa³³. Pero la volatilidad del neoliberalismo, basado en la financiarización y la explotación acelerada de los trabajadores y la naturaleza, atormenta al capitalismo y ofrece escollos y aperturas para el resto de nosotros.

    II

    Mientras el capital busca una salida ventajosa de la crisis, ¿qué pasa con las otras rutas que lo atraviesan y van más allá de él? ¿Qué sucede con los descontentos que sufrirán la mayor parte de la solución del capital a la crisis de la que es responsable? La ideología que sostiene al capitalismo del libre mercado se deshizo, y es una de las primeras bajas de la crisis. El breve momento del examen de conciencia y de angustia existencial desplegado en las páginas de la prensa empresaria es ahora un recuerdo lejano.

    Pero el capitalismo ha sido conmovido hasta la médula, y son pocos quienes esperan un regreso al status quo anterior. La austeridad que se impuso como resultado de la crisis ha estimulado combatividades de todo tipo. Derribó al gobierno de Islandia, generó el malestar civil y huelgas generales recurrentes en Grecia y en Francia, así como huelgas a nivel de todo el país en la India, España y Portugal; y condujo a acciones sindicales pan-europeas, manifestaciones estudiantiles masivas y protestas en el Reino Unido y un considerable activismo sindical en China. Hubo ocupaciones de fábricas en Corea del Sur, Turquía, Venezuela, China, Francia, España, Irlanda, Escocia, Inglaterra, Irlanda del Norte, Egipto, Indonesia, Ucrania, Canadá, Argentina, la antigua Yugoslavia y los Estados Unidos³⁴. Los obreros franceses fueron los primeros en tomar de rehenes a ejecutivos en el lugar de trabajo, mientras en los Estados Unidos grupos de activistas devolvieron sus casas embargadas a los residentes que habían sido desalojados³⁵.

    Aunque esas acciones todavía no pueden crecer hasta llegar a ser formidables cuestionamientos al sistema, hasta ahora muchas de estas respuestas fueron hechas sobre una base limitada y reactiva. Pero mientras algunos se movilizan por exigencias radicales, otros lo hacen a favor de la reacción. Pues reconocer la bancarrota del capitalismo no significa ineluctablemente pasar a adoptar una política anticapitalista, en particular en las partes del mundo donde desde hace más de tres décadas los movimientos radicales y de la clase obrera han sido vencidos, se han desmoronado o retrocedieron en silencio.

    Los obstáculos para concebir una nueva política emancipadora son formidables. Hay muchas razones para esto. El neoliberalismo ha socavado la base para organizarse de mil maneras. El neoliberalismo es una forma implacable de la guerra de clases, corroborada por el asalto a los sindicatos militantes, la inexorable reestructuración del empleo, la aceleración del ritmo de producción, la reducción drástica de los salarios y la política del desempleo intencional como un medio para disciplinar a los trabajadores y quebrar al movimiento obrero organizado. En los Estados Unidos, la tasa de sindicalización está en su punto más bajo en cerca de cien años, mientras que en Japón y la Unión Europea, el número de miembros de los sindicatos ha estado cayendo desde su cima en la década de 1970³⁶. En forma similar, durante el período neoliberal, las tasas de sindicalización han bajado en Latinoamérica, Asia y Oceanía, mientras que para el África sub-sahariana sigue siendo baja con unas pocas excepciones notables³⁷. Quizás, entre las causas de este fenómeno la más importante sea que la creciente precariedad de los empleos ha disminuido la militancia en el lugar del trabajo, pues los trabajadores dudan en tomar acciones de lucha cuando pueden ser fácilmente despedidos.

    El neoliberalismo también ha operado en otras formas, que son más sutiles, pero no menos destructivas. El enorme crecimiento de las finanzas durante las últimas tres décadas y la integración de la clase obrera dentro de los circuitos financieros, a través de las pensiones, las hipotecas y las deudas en las tarjetas de crédito, han atado a los trabajadores al sistema. Se trata de un hecho sobre el que McNally y Albo, et al., subrayan en este libro³⁸. Esto es importante para la trayectoria reciente del capitalismo, cuando cada vez más personas mantienen el sistema a flote tomando préstamos con créditos e hipotecas porque sus salarios estancados ya no alcanzan para llegar a fin de mes. Pero así como es un resultado, también ha atrapado a los trabajadores en el sistema, dándoles un interés en su supervivencia. La esperanza en el progreso individual dentro del sistema, o simplemente persistir, ha sustituido en muchos casos a la esperanza en un cambio social colectivo. La privatización y el aumento del costo de la educación superior han contribuido a tomar más deudas y entrelazarse aún más en el sistema financiero. En los Estados Unidos, los estudiantes, que frecuentemente forman parte de un importante segmento de la izquierda, deben tomar empleos a tiempo parcial o completo para poder pagar sus matrículas y gastos mientras están estudiando. Luego de la graduación, sufren la carga de deudas tan elevadas que generalmente toman empleos que les permitan pagar sus obligaciones financieras, en lugar de optar por sendas personales que serían más propicias al compromiso y el activismo políticos.

    La especulación generó burbujas inmobiliarias en Irlanda, España, la India, el Reino Unido y en otros países. En los Estados Unidos, la enorme ola de desalojos ha sido el emblema de la crisis económica tanto para la clase media como la trabajadora urbana y suburbana. Está muy bien documentada la naturaleza depredadora de los agentes hipotecarios en los Estados Unidos, que se centran frecuentemente en los hogares latinos y afroamericanos encabezados por mujeres. Del mismo modo, han quedado documentadas las formas en que las personas de la clase obrera suplen la caída de sus ingresos tomando hipotecas y otras formas de deudas. Pero se ha investigado mucho menos las consecuencias políticas de la propiedad de la vivienda para la clase trabajadora y los pobres, que se inició verdaderamente en los Estados Unidos en la década de 1970, la que no casualmente fue una época de gran activismo obrero.

    Los deudores hipotecarios pueden dudar o sentir temor en sacudir el barco en el que están, y ponerlo en peligro si hacen paros laborales y huelgas debido a que necesitan un ingreso regular y seguro para afrontar sus deudas. La propiedad de la vivienda cambia más sutilmente las percepciones de las personas sobre su interés en la supervivencia de un sistema financiero al que están atados³⁹. La idea de que la propiedad de la vivienda en la clase obrera puede servir como una manera eficaz para alentar el conservadorismo y el mantenimiento del status quo no es nueva. Luego de la sangrienta huelga de Homestead de 1892, Carnegie Steel no ofreció a los trabajadores salarios más altos, sino préstamos para comprar sus casas⁴⁰. Otras grandes empresas de la época hicieron lo mismo. Un representante de una de esas compañías resumió la filosofía que había detrás de esta actitud: Hagamos que ellos inviertan sus ahorros en sus casas y las compren. Entonces ya no irán a hacer huelgas. Eso los ata y así tendrán interés también en cuidar nuestra prosperidad⁴¹. Pero aunque la clase obrera ya había sido integrada en los circuitos financieros antes de la era neoliberal, bajo esta su asimilación se aceleró enormemente⁴². Un principio clave del neoliberalismo en el Reino Unido, y una de las formas en que se lo llevó a la práctica, fue la privatización de la vivienda pública bajo Thatcher, vendiendo a sus inquilinos las casas municipales, de propiedad estatal, a bajo precio. El eje del programa del Partido Conservador, el Derecho de Comprar tenía el objeto de privar a los trabajadores de los apoyos sociales y de los servicios del estado de bienestar y transformarlos socialmente⁴³.

    En forma similar, en

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