Como El Sol A Medianoche
By Jason Warner
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About this ebook
Con el fondo de una Lyon de los años sesenta, las vidas de Jean y Eloise se cruzan en un hilo invisible, y al mismo tiempo, separadas por un muro delgado, que divide sus departamentos, un tiempo unidos. No se conocen, sin embargo, la vida del uno entra en aquella de la otra a través de los sonidos, los rumores y las palabras que la pared deja filtrar. Son almas desgastadas por la soledad, la espera de sus respectivos amores y oscurecidas por sus existencias, como el sol a medianoche.
"Aquel apartamento, tan armonioso fue transformado en dos habitaciones imperfectas e incompletas, así como los dos huéspedes que en aquel periodo ocupaban las estancias vacías".
"La pared era tan delgada que, si recitaba cerca de la cama, parecía que estaba al lado de él".
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Book preview
Como El Sol A Medianoche - Jason Warner
Eloise
Jason Warner
Como el sol a medianoche
Abril 2016
Todos los derechos reservados
Jason Warner
Como el sol a medianoche
En el carnaval de los encuentros,
Siempre hay un fin enmascarado de comienzo.
Elena Mearini
Prólogo
Encuentra confort en la escritura. Es una prosa limpia y lineal, quirúrgica en las descripciones y en el perfil de los personajes. Las palabras son sopesadas y contadas en la balanza del estilo. No siente la necesidad de compartir su ser con un hipotético lector, tiene serias dificultades en concebir a una persona capaz de comprenderlo plenamente. Las explicaciones solamente serían tiempo perdido.
Solo tiene necesidad de vomitar lo que no logra digerir más adentro.
Él, que nunca aprendió a levantar la voz y tomársela con vasos inertes.
Siente el peso que le está de más en el pecho, cortándole la respiración. Se siente fatigado por la sensación oprimente de lo inconcluso.
Debe actuar, debe hacer algo. No admite dejar que el tiempo resuelva sus problemas. Mucho menos él, que apenas se fía de sí mismo, ¿cómo puede confiar su vida a algo que no puede, ni siquiera mirarlo a los ojos?
Toma la vieja máquina de escribir con la cinta de tinta ya resignada al enésimo abuso. Comienza a golpear. Golpes feroces y rítmicos. Golpes de mortero contra sus enemigos imaginarios. Escribe frases, aduce conclusiones, delinea sanciones y epílogos.
Continúa haciéndolo sin tregua, hasta que se siente vacío y con los dedos adoloridos.
Arranca la hoja del rollo y la tira en el cesto de papeles, junto a aquel enésimo día de su existencia.
Se tira sobre la cama y se queda vestido, dentro de pocas horas deberá volver a ser una de las imágenes de sí, pero todavía no sabe cuál.
Pasos en el recibidor. Pasos cansados. La llave en la cerradura. Un solo giro, cerrar esa puerta con dos giros sería un gesto de celo excesivo.
Escucharla entrar recrea la mañana. Observa las manos débilmente iluminadas, ya es el amanecer.
La pared que los divide es sutil, logra escuchar sus pasos, un golpe de tos, los resortes del colchón chirrían bajo su peso.
Sin que se dé cuenta, se duerme con ella.
Marzo 1972, Lyon
Jean
A su despertar, el sol ya estaba en lo alto del cielo. Los rayos atraviesan las fisuras de las viejas ventanas de madera, eran como astillas clavadas en la apretada pupila. Llevaba puesta la ropa del día anterior, y del anterior a ese. La barba estaba erizada y era irregular, las orbitas cavadas en el rostro delgado y cansado. Se puso los zapatos como si fuesen dos pantuflas, abrió la puerta y, por primera vez, después de días, pasó por el dintel de la puerta. El angosto recibidor hospedaba solamente a otro apartamento.
Un tiempo, todo aquel piso era una sola habitación, una casa señorial en un palacete en estilo liberty. A la muerte del tío Gustav, Jean y su hermana Josephine fueron designados como únicos herederos. Fue así erecto un muro tan delgado como un libro de poesías y una segunda puerta de ingreso grabada con un bajorrelieve en yeso que mostraba una ninfa. Josephine, años después, se transfirió con el esposo a Burdeos y el apartamento fue vendido poco después.
Aquel apartamento, tan armonioso fue transformado en dos habitaciones imperfectas e incompletas, así como los dos huéspedes que en aquel periodo ocupaban las estancias vacías.
Subió al piso superior accediendo a la terraza. Había antenas delgadas como árboles y una cabaña acoplada al compartimiento del ascensor de servicio, fuera de uso desde antes de que Jean heredase su parte de la casa. Había destinado la cabina del ascensor como un armario personal. Su despensa de vino y demás artículos de primera necesidad. Jean odiaba vivir en la confusión, tenía necesidad de recrear el vacío a su alrededor para sentirse en equilibrio entre lo que tenía dentro y en lo que estaba inmerso.
Tomó una botella de cerveza, ligeramente fresca después de la noche nebulosa y, con un gesto seco, la destapó; golpeando el borde del muro.
Desayunó observando a las personas en la calle moverse de manera ordenada. Su mirada era fría y distante. No lograba poner atención a los detalles, sino solo al todo que era ordenadamente caótico. Luego, del portón de su edificio vio salir un círculo rojo. Una pincelada de color en aquella tabla gris, amarilla y marrón que se teñía lentamente sobre su retina.
Reconoció aquel cabello y el andar ligero y nervioso, el mismo de cuando se había mudado al apartamento de al lado, hacía unos meses. Luego, una mano agitada con insistencia llamó la atención de un taxista y desapareció en el tráfico.
***
Sabía poco de aquella mujer.
Había aparecido en una tarde de noviembre. El estruendo en las escaleras le había distanciado del trabajo. La vio a través a través de la mirilla de la puerta con su cabello rojo. Esperaba delante de la puerta del ascensor descompuesto, apoyada en la pared con los brazos cruzados. Observaba la inundación de trabajadores como olas que se rompían contra la estrecha rendija de la puerta. Su mirada estaba ausente, el cuerpo inmóvil. Estaba distante de todo el caos que la circundaba. No daba indicaciones, no hacía caso de dónde eran colocadas sus posesiones o cómo eran manejadas. Aquella mudanza no era, con seguridad, la primera, ni tampoco sería la última.
A la mañana siguiente Jean leyó en la ranura del correo: E. Lafayette
. Debió esperar una semana antes de descubrir el significado de aquella inicial.
La escuchaba recitar en voz alta, con arrebato y conmoción los mismos pasos, a menudo monólogos. Su voz no lo irritaba, y mucho menos lo distraía de su trabajo, a diferencia de los gritos de la familia del edificio contiguo cuando dejaban abiertas las ventanas. Aquella voz aguda y frágil le hacía compañía regalándole un contacto con un ser vivo. La pared era tan delgada que, si recitaba cerca de la cama, parecía que estaba al lado de él.
––––––––
El inquilino