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Gothica. El Ángel de la Muerte
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Gothica. El Ángel de la Muerte

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¿Quién es el Ángel de la Muerte? ¿Qué terribles secretos se velan detrás de su aparición en Gothica? En una megalópolis de un futuro distópico, dominada por miembros del Cisma y el clero de la Iglesia, Frederick Volk, presidente de una multinacional de la industria genética, desarrolla un programa de manipulaciones de ADN en plantas, animales y seres humanos. Así, se empiezan a levantar sospechas sobre las actividades de la Corporación Mimesis, pero para demostrarlo es necesario encontrar las pruebas pertinentes a tales abominaciones. Divagando entre experimentos de quimerismos y xenotrasplantes, entrelazado con una telaraña de intereses que involucra hasta a los más inoportunos, Helena Wolff indaga en las actividades de Volk, hasta un último enfrentamiento decisivo.

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateFeb 11, 2017
ISBN9781507173145
Gothica. El Ángel de la Muerte

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    Gothica. El Ángel de la Muerte - Francesco Falconi

    Francesco Falconi

    Gothica

    El Ángel de la Muerte

    ––––––––

    Traducido por

    María Carolina Madrid

    © 2015, Francesco Falconi

    Edición e-book revisada y corregida después de la primera versión impresa, 2010

    ––––––––

    Esta es una obra de ciencia ficción. Cualquier referencia, hechos acontecidos o personas reales deben ser considerados mera coincidencia.

    A Marcello,

    aunque seas muy pequeño para leerlo.

    Con cariño,

    tío Francesco

    Gott ist tot.

    Friedrich Nietszche

    Prólogo

    El Ángel de la Muerte

    ––––––––

    -  Gott is tot!

    Gott ist tot!

    Gritos sombríos resonaron entre los muros de las casas, retumbando por los sinuosos callejones del pueblo.

    -  ¡Ha llegado el día de la Bestia!

    Las persianas de las ventanas se batieron con frenesí y las puertas se cerraron de golpe, seguidas por el ruido de los cerrojos.

    -  ¡Ha llegado el Demonio!

    Gemidos, lamentos y sollozos de desesperación. Letanías ahogadas, oraciones.

    -  Es él, ¡el Ángel de la Muerte!

    Luego, el silencio.

    Una densa neblina se deslizó baja entre las vías, insinuándose en cada hendidura, rozando los árboles y serpenteando por el pavimento de los pórticos. Se arrastraba paso a paso por el asfalto, como si de un ser vivo y palpable se tratase. De vez en cuando, una parte se despegaba del suelo, oscilando en el aire como un tentáculo. A cada paso, la luz de las farolas perdía rápidamente su intensidad, apagándose con un zumbido molesto. Como la resaca del mar, la neblina se retiraba lentamente para así fundirse con las tinieblas que, poco a poco, engullían cada rincón del pueblo.

    Envueltas en la oscuridad, dos figuras caminaban con paso apresurado. Al girar en una calle trasversal, fueron a dar con un muro.

    -  Bastian, tenemos que separarnos –murmuró un hombre, jadeante.

    El otro era un chico joven que no alcanzaba a tener veinte años. Respiró muy hondo, apoyándose con las manos en las rodillas.

    -  ¿Separarnos? ¿Ahora? –dijo soltando la respiración.

    -  Ahora.

    -  ¿Pero qué dices, fray Ernst?

    -  No discutas.

    -  No puedes pedirme que te deje aquí, ¡y solo! Permaneceremos juntos, como siempre –le respondió el chico, cuando un chirrido agudo, como de una cuchilla que rasga una placa de metal, lo sobresaltó. Abrió los ojos de par en par y, temblando, se persignó.

    Fray Ernst lo cogió por los hombros, sacudiéndolo con fuerza.

    -  Bastian, ¡tienes que reaccionar! –dijo con voz ronca pero decidida.

    -  ¡Tiene que haber una solución! Todavía puedo ser de ayuda, podemos...

    -  ¿Podemos qué? ¡No seas tonto!

    Bastian miró alrededor, sintiéndose perdido.

    -  Conozco unos atajos. Podemos lograrlo.

    -  ¿Lograrlo en su contra?

    -  Seremos más rápidos.

    -  ¿Más rápidos que un espectro?

    Bastian tragó saliva, mientras que una gota de sudor le perlaba la frente, desapareciendo entre las cejas frondosas. Fray Ernst se acercó, viéndolo fijamente a los ojos.

    -  ¡Por el amor de Dios, escúchame! Tienes que irte, no podemos perder más tiempo. ¡Ahora!

    Bastian se quedó boquiabierto, paralizado por el horror.

    -  ¿Irme? ¿Irme a dónde?

    -  A la ciudad. A Gothica. A la Curia. Ellos tienen que saberlo. Sabrán qué hacer –Ernst agudizó la mirada, intentando surcar la oscuridad ante sí, aun más densa e impenetrable.

    -  ¡La Curia no puede hacer nada en contra del demonio!

    El fraile, enardecido, contrajo su rostro en una expresión severa.

    -  ¡Nunca más! Nunca más te atrevas a blasfemar contra Dios! –gritó, señalándolo con un dedo.

    El otro escondió la cabeza entre los hombros, ahogando un sollozo.

    -  Es el fin. Es el Apocalipsis.

    -  ¡Tu fe! ¡Dónde está tu fe, Bastian!

    Un ruido de vidrios rotos se oyó desde una casa no muy lejana.

    -  Él... él está aquí –murmuró el joven, aterrado.

    Ernst lo instó a irse.

    -  ¡Ve! ¡No pierdas más tiempo!

    El grito de una mujer rompió el silencio.

    -  Que Dios esté contigo –dijo finalmente el fraile, besándole la frente.

    Bastian asintió, mientras se escabullía desapareciendo en la oscuridad del callejón.

    Fray Ernst echó a correr.

    Con el aliento entrecortado y los pulmones ardiéndole por el esfuerzo, las piernas comenzaban a ceder a lo largo de la calle inestable, que seguía hacia lo alto y se hacía cada vez más empinada.

    No se atreverá a tanto. No se atreverá a entrar en la casa del Señor.

    Los pensamientos se interpolaban unos sobre otros, interrumpidos por oraciones que imploraban piedad a la Virgen para todos sus conciudadanos. Un viento frío e impetuoso había empezado a azotar la colina, dispersando las pocas palabras que lograba pronunciar.

    La garganta le ardía. Tenía los labios secos, la frente perlada en sudor y los hábitos pegados a su cuerpo, como si de un sudario se tratase.

    Pero Ernst no se detuvo.

    No podía dejar que el miedo se apoderara de su mente, que el mal debilitara su fuerza interna dominando su voluntad. Apretó el rosario hacia su pecho y se mordió los labios hasta sentir el sabor de la sangre.

    No, la noche no ganaría. La fe lo guiaría hasta la luz, la abnegación y una vida dedicada a las renuncias serían suficientes para infundirle la fuerza necesaria para cumplir con su misión. Fuera cual fuere el costo.

    Las campanas se oían cada vez más cerca. La voz del Señor habría acabado con la neblina del demonio, derrotado las tinieblas, destrozado la semilla del mal.

    Más de una vez Ernst se tropezó y cayó al suelo, pero no se detuvo ni por un segundo. Retomó las fuerzas y se puso en pie de nuevo, aun cuando las punzadas fueran tan insoportables que le nublaban la vista. Con el calzado desgarrado y los pies arañados, cada paso se había convertido en un calvario.

    Cayó finalmente sobre una roca, bajo un fresno de alrededor de cinco metros de altura, asomado en un cielo tan oscuro como un océano de plomo líquido. Telarañas de relámpagos lo atravesaban en cada dirección, palpitando como venas, desgarrándolo con heridas de luz.

    Ernst respiró hondo. Zambulló las manos en el fango y se arrastró unos pocos metros, hasta divisar la catedral.

    Columnas macizas se erguían hacia lo alto, conjugándose con arcos agudos y aplastándose contra rosetones y vidriadas, hasta reducirse en agujas puntiagudas que simulaban perforar las nubes.

    El fraile sonrió. Ya casi había llegado. Lo había logrado. La entrada de la casa del Señor estaba a pocos pasos de él. La salvación estaba cerca.

    De pronto, un ruido a sus espaldas lo hizo estremecer. Esperó que fuera el estruendo de un trueno, pero el sonido le había parecido muy sombrío, poco natural. Maligno, le sugirió su inconsciente. Como una voz que surgía de las entrañas de la tierra.

    Ernst se volvió horrorizado, persignándose.

    Y la criatura estaba ahí.

    Sombra entre las sombras, silente en el aullido del viento, emergió de las oscuridades y avanzó lentamente sobre la gravilla que se ennegrecía con cada paso.

    -  ¡¿Quién eres?! –gritó Ernst, con todo el aliento que le quedaba.

    La creatura se erguía encima de él con la mirada fija en la catedral.

    Un rostro de piel oscura y labios magullados, rasgos tallados, y cabello negro que recordaba a hilos de tiniebla. Unos ojos como dos ranuras estrechas, purpúreas y brillantes como gemas del infierno. Vestido con vaqueros negros, con los brazos y el pecho descubiertos, tenía cicatrices profundas y rojizas que simulaban los surcos de un cráter. Las manos eran una maraña de heridas, acompañadas de una uñas que se alargaban como garras.

    -  Eres un demonio –murmuró el fraile, retrocediendo hasta la base de la cruz–. Una abominación. ¡Una blasfemia a Dios!

    El Ángel de la Muerte se inclinó, acercándose a su rostro. El terror afligió a Ernst, eliminando de su mente cualquier verso de oración. Encontró las fuerzas para aferrarse al rosario e izarlo ante su rostro.

    El ser rugió. Aferró la cadena, deshaciéndola en su puño y dejándola caer sobre su frente, hecha añicos.

    Fue entonces cuándo Ernst se percató de algo extraño. Un símbolo impreso en la palma de su mano. Una señal indeleble que no dejaba lugar a dudas.

    -  Padre... –murmuró, incrédulo.

    La creatura abrió la boca. Un humo denso y oscuro le siguió, deslizándose por la comisura de sus labios.

    -  No puedo creerlo –continuó el padre–, ¡no puedes ser tú! ¿Qué te ha ocurrido? ¡Dime que no es verdad, dime que es sólo una pesadilla!

    El Ángel de la Muerte rodeó su cuello con sus dedos, apretándolo.

    -  Que Dios te perdone...

    El Ángel oprimió a su presa. Su voz se escuchó a lo lejos, tenue, como un lamento.

    -  Dios ha muerto –dijo, antes de abrir las fauces de par en par.

    Un grito resonó entre las columnas de la catedral.

    Luego, sólo las tinieblas.

    1

    Un nuevo despertar

    ––––––––

    Faust, despierta.

    Abrí los ojos lentamente. La cabeza me pesaba como una roca y las sienes me palpitaban de dolor. Respiré hondo.

    Un rayo de luz se infiltraba por entre las cortinas que caían de una ventana amplia, iluminando el polvo suspendido en el aire.

    Silencio.

    La habitación estaba envuelta en la penumbra. Una cama simple, de madera rústica. Sábanas blancas. Paredes desnudas revestidas con papel tapiz envejecido por el tiempo, con decoraciones de hiedra que se entrelazaban a lo largo del muro. Un espejo vertical, cubierto de polvo, con un marco de hierro forjado. Una mesita de noche a mi derecha, y en ella una jarra de agua. Un libro forrado en cuero negro. La Biblia.

    ¿Padre Faust?

    Me rocé el rostro, la frente estaba bañada en sudor. Continué con los dedos a lo largo del cuello. ¿Y mi crucifijo?

    Me sobresalté cuando me di cuenta de que estaba completamente desnudo. Me levanté en la cama, subiendo la sábana hasta el pecho. Gemí, sentía náuseas y una molesta sensación de vértigo.

    -  Con calma, aún estás débil.

    Me volví de golpe hacia una esquina de la habitación. Una figura se levantó de una silla y se acercó lentamente hacia mí. Estaba vestida con una falda negra que llegaba por debajo de las rodillas, una camiseta gris y un jersey simple del mismo color. Tenía el cabello recogido bajo un velo oscuro, que caía ligeramente sobre sus hombros.

    Una monja.

    La observé atentamente, tratando de reconocer sus rasgos. Ojos pequeños color avellana, nariz aguileña, rostro rosáceo y fruncido. ¿Quién era? ¿Nos conocíamos? No, aquel rostro no me sonaba de nada. No tenía ni idea de quién podía ser. Como era ya común en mí cada vez que despertaba, después del desmayo.

    Al darse cuenta de mi desconcierto, la monja se inclinó y abrió un cajón de la mesita de noche. Posó al final de la cama unos pantalones oscuros, una camisa y una cinta blanca para el cuello.

    -  Alabado sea el señor.

    -  Que así sea.

    -  Me llamo sor Hilda –continuó, doblando el atuendo con cuidado–. Me han pedido que cuidara de ti hasta que te hubieses recuperado.

    -  Yo... Faust. Padre Faust.

    La mujer asintió, esbozando una sonrisa.

    -  Lo sé. Tus mejillas han retomado su color. La fiebre ya pasó, estás mucho mejor.

    Levanté una ceja.

    -  ¿Sabes mi nombre? ¿Nos hemos visto antes, entonces?

    -  No, no creo. Durante el sueño, mientras delirabas, repetías continuamente tu nombre. Decías: soy el padre Faust... ¿logras escucharme? Julia, ¿dónde estás? Julia, espérame. Julia, estoy llegando. Soy el padre Muller.

    Arrugué la frente. Julia. ¿Quién era Julia? Un escalofrío recorrió mi espalda.

    -  ¿Dónde estoy?

    Sor Hilda me vio con mala gana.

    -  En el convento.

    -  En el convento –repetí, confundido–. ¿Convento de qué ciudad?

    Ella enmudeció, sorprendida por mis preguntas.

    -  ¿Dónde? Pues en Gothica, obviamente.

    Guardé silencio. ¿Cómo había llegado hasta Gothica? Quedaba a más de cien kilómetros de distancia del pueblo donde había nacido. No era posible que hubiese recorrido todo ese camino en mi último desmayo. ¿O sí? Después de todo, el tiempo ya no transcurría linealmente, al menos no siempre.

    -  Te ha dado una fiebre muy alta. Estuviste en cama casi una semana. ¿Cómo te sientes?

    -  No recuerdo nada. Nunca recuerdo nada –la interrumpí, aferrando las sábanas con más fuerza.

    Sor Hilda, sintiendo una repentina curiosidad por mis palabras, se acercó a la cama.

    -  ¿Nada? ¿En qué sentido?

    -  No lo sé.

    -  Tal vez es mejor que llame a Madre Helena –dijo, inclinando la cabeza.

    -  ¿Cómo llegué a este convento? –le pregunté antes de que saliese por la puerta.

    -  Hace una semana, unas hermanas te encontraron inconsciente en un callejón a las afueras de Gothica. Tus atuendos estaban rasgados, y tu rostro ensangrentado. No llevabas nada contigo. Ni un documento de identificación, o equipaje. Puede que hayas sido agredido, padre Faust –dijo, con tono preocupado.

    -  ¿Una agresión?

    -  Tenías una herida, justo cerca de la sien.

    Me toqué un poco más arriba de la oreja. Los dedos titubearon por un segundo, hasta que encontraron un vendaje blanco que llegaba hasta detrás de la nuca.

    -  Has tenido mucha suerte de salir con vida. Solo Dios sabe qué te hubiese podido ocurrir. No es prudente deambular a solas por los suburbios de Gothica, ¡es de locos! O aun peor, temíamos que hubieses sido víctima del Ángel de la Muerte. En todo caso, tienes suerte de seguir con vida.

    Me encogí de hombros, pues no tenía ni idea de qué estuviese hablando. Nunca antes había estado en Gothica. O al menos antes del desmayo. Asimismo, tampoco conocía el nombre del Ángel de la Muerte.

    -  ¿El Ángel de la muerte? –repetí.

    Sor Hilda lo miró fijamente.

    -  ¿Realmente no sabes quién es?

    Me quedé callado, tratando de recordar.

    -  Ya hablaremos de ello –me dijo, encogiéndose de hombros–. De todas formas, el Señor ha permanecido cerca de ti. La herida no llegó a infectarse y cicatrizó rápidamente. Bueno, las hermanas del convento saben cómo curar a las personas. O... o no sé. Cicatrizó al igual que las demás –concluyó, indicando mi pecho.

    Entrecerré los ojos, pues no entendía a qué se refería. Aparté un poco las sábanas y me quedé consternado. Mi piel era un maraña de cicatrices, líneas claras que se entrecruzaban con marcas aun más profundas. Cuando levanté la cabeza, sor Hilda ya se había ido.

    Con el alzacuellos en mano, me acerqué al espejo. Lo puse a nivel del cuello, cerrando los últimos botones de la camisa, que me quedaba grande. Era alto y grácil, por lo que era difícil encontrar un hábito que me quedase bien, además que en los últimos tiempos había bajado un poco de peso.

    Observé mi imagen en el espejo. El rostro demacrado, ojos celestes bordeados de gris. Parecía que no hubiese dormido en días, aun cuando había permanecido inconsciente en cama por una semana. ¿Qué me estaba ocurriendo? Me arreglé rápidamente el cabello, lo tenía demasiado largo ya. Tenía que cortarlo, y también tenía que afeitarme la barba. Y darme una ducha, lo más pronto posible.

    ¿Cómo había llegado hasta Gothica? ¿Qué estaba haciendo antes de perder el conocimiento? ¿Será posible que nadie hubiese intentado ayudarme? ¿Mis amigos, algún pariente? ¿Habían todos desaparecido?

    No, no es verdad. Recuerdo mi familia. Maureg.

    Apreté los puños de la rabia, no podía seguir así. Podía volverme loco. Cada vez que quedaba inconsciente, una parte de mi vida desaparecía y era eliminada por siempre.

    Te suplico Dios, ayúdame.

    ¿Cuándo había ocurrido la última vez? ¿Habían pasado dos semanas, o tal vez un mes?

    Tenía que encontrar una solución. Entrecerré los ojos, intentando calmarme. Mientras más me alteraba, más mis recuerdos eran confusos. ¿Dónde había vivido en los últimos tiempos?

    Estaba en un pueblo. El recuerdo fue apareciendo lentamente, casi con dolor. Un pueblo de obreros y campesinos. Se llamaba... era... Dudé, negando con la cabeza. No lo recordaba. Pero era un pequeño centro habitado. Solo unas cuantas casas a lo largo de la ladera de una colina, pero había una iglesia. Tal vez demasiado grande para las pocas almas que habitaban esa pequeña ciudad. Sí, ahora recuerdo. Delante, había un crucifijo de madera. Alto e imponente.

    Me sobé el mentón, concentrándome. ¿Cuánto tiempo había estado en ese lugar? ¿Meses, años? ¿Por qué lo había abandonado y me había dirigido a Gothica? ¿Me había convertido en el párroco del pueblo, o había buscado refugio después de mi último desmayo?

    Ernst.

    Mientras tanto, ese nombre retumbaba en mi mente. Su rostro emergió de la oscuridad que envolvía mis recuerdos. Ojos inyectados de sangre y un rostro contraído en una expresión de terror.

    Que Dios te perdone...

    -  ¿Ernst? –balbuceé, cruzándome de brazos fuertemente.

    No entendía qué nos podía unir. ¿Era un amigo mío? ¿Un conocido? No era un familiar, ni una persona de mi vida pasada. De esto no tenía la menor duda.

    Escuché a alguien tocar a la puerta.

    Entró una joven mujer, alta y delgada. Tenía los rasgos definidos, ojos grandes y verdes, labios finos, con el pelo rubio escondido bajo una toca blanca.

    Con paso seguro se acercó a mí, inclinando brevemente la cabeza en señal de saludo.

    -  Alabado sea... –empecé.

    -  Me alegro de que estés bien –me interrumpió–. Me llamo madre Helena.

    -  Padre Faust.

    Al asentir levemente, se acercó a la ventana y abrió las cortinas de par en par. La luz ámbar del ocaso invadió la habitación.

    -  Sor Hilda me ha contado tu problema –continuó, sujetando las cortinas a la pared. Suspiré.

    -  Le agradezco por lo que ha hecho.

    -  Es nuestro deber. El convento existe para esto. De lo contrario, no habría sido construido aquí, a las afueras de la ciudad, ¿no crees?

    -  Gothica –susurré.

    Madre Helena me observó detenidamente, con una expresión indescifrable. Me intimidaba.

    -  La herida ya cicatrizó, ¿verdad? –me encogí de hombros, sin contestar. La mujer se sentó en una esquina de la cama–. Bien, era menos profunda de lo previsto. Había riesgo de infección,

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