El año litúrgico, para seguir a Jesús
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El año litúrgico, para seguir a Jesús - Josep Lligadas
La colección Emaús ofrece libros de lectura
asequible para ayudar a vivir el camino cristiano
en el momento actual.
Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia
la que se dirigían dos discípulos desesperanzados
cuando se encontraron con Jesús,
que se puso a caminar junto a ellos,
y les hizo entender y vivir
la novedad de su Evangelio.
Josep Lligadas
El año litúrgico, para seguir a Jesús
Colección Emaús 109
Centre de Pastoral Litúrgica
Director de la colección Emaús: Josep Lligadas
Diseño de la cubierta: Quiteria Guirao
Ilustración de la cubierta: Domingo de Ramos en el barrio de La Llàntia, en la parroquia de María Auxiliadora de Mataró
© Edita: CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA
Nàpols 346, 1 – 08025 Barcelona
Tel. (+34) 933 022 235 – Fax (+34) 933 184 218
cpl@cpl.es – www.cpl.es
Edición digital febrero de 2017
ISBN: 978-84-9805-990-8
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
El porqué del año litúrgico
Me permitirá el lector que empiece este libro explicando una experiencia personal. El 24 de diciembre de 1965, cuando yo tenía 15 años, murió de un cáncer de próstata mi abuelo materno, Vicenç Vendrell, a los 62 años. El entierro fue al día siguiente, día de Navidad, al mediodía. De aquella muerte recuerdo de un modo especial cuando me dijeron que el abuelo había muerto, y cuando estaba en el ataúd, y cuando entrábamos en la iglesia para el entierro, y cuando luego fuimos al cementerio.
Yo ya había vivido otras muertes: mi abuela paterna había muerto cuando yo tenía 7 años, y una bisabuela materna cuando tenía 11. Pero la muerte de mi abuelo fue la primera que recuerdo que me afectase personalmente: yo ya era mayorcito, y la fecha también ayudaba. El hecho es que, durante aquellos días, me desahogué escribiendo un soneto dedicado a mi abuelo, y que me parece que es el único soneto que he escrito en mi vida. Luego, cuando volvimos de vacaciones, se lo enseñé al profesor de literatura, mosén Manuel Tort, el cual nos lo hizo comentar en clase.
De aquel soneto, que aún debo conservar en alguna carpeta, recuerdo de memoria la primera estrofa, que decía, en catalán:
Les lluminàries dels carrers s’encenen,
pertot arreu la joia és esclatant,
s’apropa resplendent el dia gran
i tots els cors, enmig del goig, s’avenen.
Que traducido sería más o menos así:
Las luminarias de las calles se encienden,
brilla por todas partes la alegría,
se acerca resplandeciente el día grande
y todos los corazones, en medio del gozo, se avienen.
Y también recuerdo el último verso, un final tendiendo a efectista:
Tu has celebrat el teu Nadal al cel.
Es decir:
Tú has celebrado tu Navidad en el cielo.
Y entre la primera estrofa y el verso final, es fácil imaginar el desarrollo argumental del poema: en medio de la alegría y la fiesta que se vive en la calle, en casa estamos viviendo una muerte triste y dolorosa; pero ante la muerte, la Navidad nos hace recordar que Dios viene a nosotros y, más allá de la muerte, nos llama a compartir su vida: mi abuelo celebró su Navidad en el cielo.
¿Que por qué explico todo esto? Pues porque es un buen ejemplo, creo, de la contradicción que se puede producir, y se produce más de una vez, entre lo que experimentamos personal o colectivamente en un momento determinado, y lo que la liturgia nos invita a celebrar, una contradicción que sin duda puede ser un problema, pero que al mismo tiempo es una invitación a vivir más a fondo cualquier realidad humana.
En el caso de la muerte de mi abuelo, la liturgia nos invitaba a vivir la alegría del nacimiento del Hijo de Dios, mientras nosotros vivíamos el dolor de haber perdido a una persona querida. Pero es que esta alegría que la liturgia nos invita a vivir no es la alegría de aquellos a los que todo les va bien, o de aquellos que no quieren ver los problemas que hay a su alrededor: la alegría de la fe consiste en descubrir, precisamente, que en el interior de cualquier realidad, por dura que sea, está presente y viva la llamada amorosa de Dios que nos acompaña, y que nos invita a hacer como él, es decir, a poner amor, porque del amor siempre nace vida. Aquella Navidad de la muerte de mi abuelo no era una invitación frívola a olvidarnos del dolor: al contrario, era una invitación a vivir el dolor como el niño de Belén lo vivió a lo largo de su vida, es decir, con el gozo de poner en ese dolor todo el amor posible, y con el gozo de saber que Dios siempre nos lleva cogidos de la mano y no deja que nos hundamos.
El año litúrgico es el seguimiento, durante todo un año, comunitariamente, como Iglesia, de la salvación de Dios realizada por medio de Jesucristo. Y la repetición, año tras año, de este mismo seguimiento. Centrado en dos ejes básicos. Uno, la Pascua, que celebra la muerte y la resurrección de Jesucristo, con la Cuaresma que la prepara y la Cincuentena Pascual que la prolonga hasta Pentecostés, que es su conclusión. Y el otro, la Navidad, la venida del Hijo de Dios al mundo, con el Adviento que la prepara y el tiempo de Navidad que la prolonga, con la Epifanía como segunda fiesta de esta venida.
Estos dos ejes, y las otras celebraciones menos centrales, ofrecen al creyente alternancias de momentos más gozosos y momentos más austeros o incluso dolorosos, así como también momentos más intensos y otros momentos más cotidianos y tal vez monótonos. Y esta sucesión de momentos dispares se sitúa dentro del devenir de la vida humana, que tiene su propio ritmo, y que no tiene por qué coincidir, a nivel de estados de ánimo, de sentimientos o de acontecimientos, con el ritmo litúrgico.
Pero esta es una de las grandes riquezas, precisamente, del año litúrgico: confrontar todo lo que estamos viviendo, personal y colectivamente –desde una decepción personal o un problema familiar, hasta la tragedia que la crisis económica significa para tantas personas; desde la alegría por el nacimiento de un hijo hasta la solidaridad vecinal que permite lograr mayor bienestar para todos–, con la historia salvadora que Jesucristo nos ofrece, y ayudarnos a encontrar, en toda realidad humana, la presencia de Jesús. Y esto, a la vez, nos ayuda a purificar nuestra fe, y a encontrar lo que tiene de más auténtico: nos hace descubrir, por ejemplo, que la alegría cristiana no elimina ni invita a disimular los sufrimientos humanos que podamos estar padeciendo, sino que los ayuda a vivir con otra esperanza; o que cualquier situación de éxito o bienestar que podamos disfrutar en un determinado momento no debe hacernos olvidar ni la fidelidad de Jesús hasta la muerte para darnos vida, ni la necesidad de convertirnos siempre, ni la necesidad, tampoco, de estar atentos siempre a tantos y tantos sufrimientos humanos que son una presencia de Jesús que nos llama; o que no podemos pretender ni esperar que nuestra fe nos proporcione una constante situación de entusiasmo o de exaltación sentimental, sino que, también, la fe tiene momentos apagados, grises incluso, como los tiene también nuestra vida humana. El año litúrgico, repitiéndose año tras año, nos ayudará a vivir toda la realidad humana en confrontación con la variada riqueza de actitudes y de sentimientos que encontramos en la contemplación del camino de Jesús, y nos ayudará a interiorizar, cada vez más, su presencia salvadora, que abarca y afecta, en toda ocasión, toda nuestra vida.
Pero no es solo esto. No es solo que este seguimiento del año litúrgico sea una ayuda para hacer presente a Jesús y su camino en el camino de mi vida. Sino que esta presencia de Jesús es una presencia en el conjunto de la comunidad, en la Iglesia. Esta presencia de Jesús es una presencia compartida. Es la comunidad cristiana en su conjunto, es la reunión de todos los cristianos y cristianas, es la Iglesia entera, quien hace presente el camino de Jesús y las actitudes que este camino suscita. Así yo, cristiano o cristiana, comparto con los otros cristianos y cristianas de todo el mundo la vivencia de acontecimientos y actitudes, y aporto lo que estos acontecimientos y actitudes significan para mí en este momento que estoy viviendo, y entre todos, cada uno con su propia experiencia, formamos el amplio y variado mosaico del ser cristiano año tras año, en cada lugar y en cada situación. Viviendo juntos el año litúrgico, el don de gracia que es la presencia del camino de Jesús entre nosotros se multiplica, y nos conduce hacia su plenitud. Este enriquecimiento colectivo ya se realiza por el hecho de participar todos juntos en las celebraciones; pero aún se realizará más si encontramos medios, en el nivel que sea, de compartir a nivel de intercambio personal estas experiencias. Pero, sea como sea, lo que está claro es que celebrar el año litúrgico es una de las mejores maneras de vivir la unidad de toda la Iglesia, convocada por Jesucristo y reunida por la fuerza del Espíritu Santo.
Y aún quedaría otro tema para comentar. Y es la pregunta que a veces se hacen algunos: ¿Pero, no la celebramos siempre, la muerte y la resurrección de Jesús? O esta frase que ha hecho fortuna: Navidad es cada día. Y como esto es cierto, como la muerte y la resurrección de Jesús siempre están