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Amie y la niña de África
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Ebook407 pages6 hours

Amie y la niña de África

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Amie y la niña de África de Lucinda E. Clarke

Un trepidante libro de aventuras ambientado en África.

Amie parte a buscar a la niña que acogía y perdió durante la guerra civil en Togodo. No sabe que se topará con un grupo terrorista con conexiones internacionales. Se encuentra con viejos amigos y hace algunos nuevos, pero, ¿puede confíar en ellos? Uno de ellos la traicionará. No escucha la advertencia de la hechicera y tendrá que lamentarlo amargamente.

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateMay 4, 2017
ISBN9781507168356
Amie y la niña de África

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    Amie y la niña de África - Lucinda E Clarke

    CAPÍTULO 1 EL CAMPAMENTO EN LA SELVA

    El silencio de la noche fue interrumpido por el sonido de vehículos que se aproximaban. Luces brillantes rompieron la noche iluminando a insectos voladores con sus rayos a medida que los camiones se aproximaban. Se escucharon gritos excitados y uno de los conductores hizo sonar su bocina que, inmediatamente, despertó a todo el mundo en el campamento. Quienquiera que hubiera estado vigilando apenas tuvo tiempo de dar la señal de alarma cuando los recién llegados se acercaron a ellos armando un gran escándalo.

    Jonathon salió de su saco de dormir y agarró la mochila que estaba siempre a su lado antes de poner en pie a Amie.

    ‒ Corre, corre ‒le susurró en voz alta‒. Corre como nunca antes has corrido ‒deteniéndose solo a coger sus zapatos, salieron de la tienda y corrieron adentrándose en la oscuridad.

    A Amie no se lo tuvo que repetir. Habían sido descubiertos y el único pensamiento que tuvo fue el de huir tan lejos y tan rápido como pudiera. No había tiempo para montar en las dos camionetas aparcadas cerca de las tiendas, su única alternativa era irse al otro lado del valle a pie y esconderse en los árboles de la parte inferior de las laderas de la sierra.

    Corrió a ciegas, intentando mantenerse a la altura de Jonathon. Sus piernas eran mucho más largas y medía más de 1,83 metros de alto, ella medía 18 cm menos, así que él tuvo que aminorar la marcha para no dejarla atrás. Ella no se paró a pensar que podían tropezar con una víbora nocturna o chocarse con uno de los montículos de termitas más pequeños que no podía ver en la oscuridad. Tampoco se paró a pensar en todos los peligros que había más allá de la seguridad del campamento. Había leones allí fuera, hienas, búfalos, chacales, perros salvajes y elefantes. Cualquier cosa podía aparecer, girarse y atacar.

    Tan pronto como llegaron al otro lado del ancho y seco lecho del río, se pararon a ponerse los zapatos, los pies de Amie estaban ya magullados y sangraban y todavía era más doloroso con los zapatos.

    Partieron otra vez, corriendo por la meseta, sin preocuparse de lo que había delante o a los lados, sin detenerse siquiera a ver quién más estaba corriendo. Solo sabían que una muerte segura se hallaba tras ellos. Las ramas colgantes de los árboles les daban en la cara y en las piernas y dos veces Amie tropezó y cayó sobre unos arbustos mientras intentaba esquivar las acacias que se levantaban delante de ellos. Lo único a su favor era la luna. Brillaba lo suficiente para proyectar sombras profundas cerca de los objetos más grandes que se interponían en su camino, pero no lo suficiente para hacer de Jonathon y su esposa un blanco demasiado fácil.

    La respiración de Amie comenzó a entrecortarse, sentía su pecho como si fuera a estallar y hacía grandes esfuerzos por respirar.

    ‒ No puedo, no puedo... ‒dijo ahogando un grito. A pesar del miedo que sentía por la gente desconocida que se había acercado al campamento al amparo de la noche, esto no era suficiente para hacerla correr más. No tenía ni idea de cuánto habían avanzado, pero sabía que no podía correr más.

    Jonathon la hizo avanzar unos cuantos pasos más y luego la arrastró por el suelo hasta detrás de una gran roca. Se agacharon y escucharon, con todos los sentidos alerta ante el más mínimo sonido posible, pero todo lo que pudieron oír fue el silencio. Ni siquiera los sonidos habituales que había aprendido a esperar una vez el cálido sol africano desaparecía detrás del horizonte.

    Amie intentó respirar profundamente, aspirar y espirar, aspirar y espirar, hasta que su corazón aminoró el ritmo, luego comenzó a temblar. Jonathon la rodeó con sus brazos y la abrazó con fuerza mientras ella se apoyaba contra él. Al menos esta vez no estaba sola, pero, ¿qué iban a hacer ahora?

    Amie se despertó sobresaltada, bañada en sudor. Alargó un brazo y buscó a Jonathon, que dormía plácidamente a su lado. Estaba a salvo, sus horripilantes aventuras habían terminado, entonces, ¿por qué tenía esas pesadillas? Nunca se había escapado de ningún campamento en la selva con o sin Jonathon. Antes, cuando había estad en peligro, estaba sola, su larga y solitaria lucha personal por la supervivencia. ¿Eran estos nuevos sueños una visión del futuro?

    Hacía solo unos cuantos años que Amie había vivido en casa en una zona residencial cerca de Londres, recientemente casada con todo su futuro planificado. Se acordaba del día que Jonathon le anunció de repente que le habían ofrecido trabajar en África.

    Trasladarse a Togodo había sido todo un shock, pero poco después de haberse instalado, la guerra civil había estallado y Amie se encontró justo en medio de ella. Finalmente, se había encontrado con su marido de nuevo y se habían quedado con Dirk y Helen en su campamento temporal en la selva desde entonces. Nadie sabía cuánto tiempo tendrían que sobrevivir allí fuera antes de que las diferencias en el gobierno fueran resueltas y la vida pudiera volver a la normalidad.

    Amie se sentía segura en el campamento de Dirk. Este se había criado en este continente y sabía más de sus plantas y animales que la mayoría. Ella se había enamorado de África y estaba ansiosa por aprender todo lo que pudiera sobre su nuevo hogar adoptivo, pero la supervivencia era primordial y para comer tenían que matar.

    Amie se sentó inmóvil mientras observaba al kudu comiendo tranquilamente unas matas de hierba. Incluso después de semanas de práctica, esta era la parte que más dura le resultaba, permanecer quieta. No parecía importarles a los africanos; parecían bastante relajados, agachados e inmóviles durante horas interminables. Amie había visto a las mujeres en la ciudad sentadas en las aceras, con las piernas estiradas delante de ellas, inmóviles, mirando a lo lejos. Le resultaba casi imposible sentarse así, incluso por un corto periodo de tiempo y, si para empezar se sentía incómoda, transcurrido un tiempo algunas de sus partes empezaban a dolerle. A diferencia de Jefri, nacido y criado en África, no podía quedarse en cuclillas. Era una posición a la que no estaba acostumbrada, así que escogió ponerse de rodillas. Ahora su rodilla izquierda le dolía, sentía la presión de una gran piedra en su rótula. Estaba casi segura que había limpiado la tierra antes de arrodillarse, pero el dolor empeoraba.

    Para distraerse se concentró en un escarabajo pelotero que se esforzaba por avanzar empujando una boñiga más grande que él. Le fascinaba que esas pequeñas criaturas siempre viajaran marcha atrás, las patas traseras agarrando la boñiga, la cabeza baja empujando hacia atrás con sus patas. No podían hacerse una idea de los obstáculos que iban a encontrarse, pensaba Amie, y sacudió la cabeza y sonrió.

    De repente, alertado por su ligero movimiento, el kudu sintió el peligro. Levantó la cabeza, sus orejas giraron rápidamente para captar el más ligero sonido. Se quedó bastante quieto durante unos segundos antes de decidir que no había peligro.

    Amie suspiró aliviada. Jefri estaría tremendamente disgustado con ella si asustaba al antílope y lo hacía salir corriendo fuera de su alcance. Debía estar pensando que era otro ejemplo de lo mucho que aquellos recién llegados tenían que aprender de la vida en la selva. Amie se sorprendió de no sentir más ninguna presión bajo su rodilla, pensar en otras cosas la había ayudado, pero, mirando a Jefri, vio que este no había perdido la concentración en ningún instante.

    El kudu bajó la cabeza de nuevo y Jefri disparó la flecha que se clavó en su cuello. El tiempo se detuvo. El animal saltó y corrió una distancia de aproximadamente medio kilómetro antes de tropezar y caerse, volverse a levantar, correr unos cuantos pasos más y, finalmente, caer de rodillas.

    Siguieron el fino rastro de sangre y sus huellas sobre el polvo hacia el lugar donde el animal yacía de costado, y Jefri rápidamente acortó la agonía del animal cortándole la garganta con el cuchillo que sacó de su bolsillo. Mientras lo ayudaba a reunir unas cuantas piedras grandes para cubrir los restos, Amie se preguntó si alguna vez se acostumbraría a ver morir a tan hermoso animal.

    Sabía que mañana por la noche y, durante unas cuantas noches más, tendrían todos carne para comer y sí, le gustaría el sabor y le daría fuerzas, pero cada vez que acompañaba a Jefri o a Kahlib a cazar, una pequeña parte de ella esperaba que no encontraran ninguna presa y que no tuvieran necesidad de matar nada.

    Era una esperanza poco realista. De hecho, era estúpida. No había mucha vegetación cerca de su campamento para alimentarse y si arrancaban todo lo que estaba cerca de las tiendas no quedaría nada que volviera a crecer. Tal y como estaban, tenían que viajar cada vez más lejos para recoger las bayas, hojas y raíces que necesitaban para sobrevivir. Incluso habían hablado de trasladarse si las lluvias llegaban pronto y se veían forzados a refugiarse en la selva más al sur.

    También esto entrañaba peligros, ya que la mayor parte de la tierra era reclamada por un grupo tribal u otro y, si invadían alguno de sus territorios, su escondite sería descubierto y se originaría un conflicto. No estaban en posición de defenderse, a pesar de las pocas armas que tenían en el campamento.

    Amie echó un último vistazo al kudu caído. El lustre ya estaba desapareciendo de su piel y sus ojos parecían cristales. Las moscas habían llegado y se daban un festín en las heridas, y se introducían por la nariz y la boca del animal muerto. Susurró una silenciosa oración, dándole las gracias al kudu por proporcionarles vida a ella y a su nueva tribu y encomendando su alma, si la tenía, al cielo. Sabía que los bosquimanos o los san, los habitantes originales de África, siempre rezaban por sus presas, y los admiraba mucho por ello.

    Jefri regresaría con uno de los otros hombres para arrastrar el cadáver antes de que lo ataran, lo pelaran y prepararan la carne.

    ¿Cómo había sido la vida para el animal? Se preguntaba Amie mientras regresaban al campamento. ¿Estaba constantemente en alerta ante el peligro? ¿Se preocupaba por ruidos desconocidos y movimientos en los arbustos? ¿Alguna vez se relajaba, incluso cuando dormía? Nos habíamos vuelto como él, se dio cuenta sorprendida. Siempre estaban alerta, conscientes de que ojos desconocidos podían estar observándolos incluso en aquel preciso instante. Pero el único sonido que se escuchaba provenía de una tropa ruidosa de monos de Vervet que estaban sobre una gran acacia al otro lado del barranco.

    De vuelta en el campamento, Amie se metió en su saco de dormir y cerró los ojos. ¿Quién habría pensado que quedarse quieta por tanto tiempo, esperando y observando, fuera tan agotador? El sol tampoco ayudaba, incidiendo sobre la tierra seca y polvorienta. Socavaba sus energías, la hacía sudar incómodamente y la hacía sentir un deseo apremiante de acurrucarse a dormir.

    Pero Amie no podía dormir, había algo que no se quitaba de la mente. Había intentado hablar con Jonathon varias veces, hacerle la pregunta por cuya respuesta se moría. Cada vez, él se la había quitado de encima, desviado la conversación, cambiado de tema o dado una respuesta tan ridícula que ella sabía que estaba evitando decirle la verdad. Recordaba sus palabras exactas cuando se habían encontrado de nuevo después de la guerra civil que los había separado.

    Pero, ¿cómo podría quedarme en Togodo? ¡Me acusaron de ser una espía!

    ¡Una espía! Entonces, cogieron al Fish equivocado, ¿no? y Jonathon Fish se rió.

    ¿Qué significaba eso? ¿Era su esposo un espía? ¿Había estado realmente trabajando para algún servicio secreto además de intentar construir la planta de desalinización en Apatu, la capital? ¿Era solo una tapadera? Y, si lo era, ¿era ella parte de esa tapadera? ¿O era solo una broma tonta? ¿Le estaba tomando el pelo Jonathon? Si negaba que hubiera algo de verdad en su comentario, ¿cómo podría estar segura? A los espías probablemente les enseñan a mentir con convicción en su primera semana de entrenamiento.

    Un instante Amie creía que estaba siendo totalmente irracional, haciendo una montaña de un grano de arena. Luego, sus instintos le decían  que al menos algo de verdad había en lo que él le decía. Sentía que algo no iba bien y necesitaba saberlo, ¿no era así? Allí estaban, viviendo de la tierra en medio de la nada, en un país que recientemente había estado envuelto en una guerra civil. Había sobrevivido por los pelos y no estaba segura de si todavía la estaban buscando. Aparentemente, había cooperado con el lado perdedor.

    Jonathon y Dirk habían estado trabajando en el Land Rover durante días, intentando reparar algún problema, así que tendría que esperar aun más para estar con él a solas y acosarlo a preguntas.

    ‒ Amie, ¿estás aquí? ‒Helen apareció en la puerta de la tienda.

    ‒ Oh sí ‒Amie se sentó y se restregó los ojos.

    ‒ ¿Estás bien? ¿No te sentirás enferma? ‒Helen parecía preocupada, sería desastroso si alguno de ellos necesitaba asistencia médica.

    ‒ No, no, estoy bien, un poco cansada, eso es todo. ¿No te dijo Jefri, que matamos, mejor dicho, que él mató un kudu?

    ‒ Sí, las buenas noticias vuelan. Se llevó a Kahlib para recogerlo. No pasaremos hambre durante unos cuantos días ‒Helen hizo una pausa‒. ¿Estás segura de que estás bien? ‒le preguntó de nuevo.

    ‒ No, quiero decir sí. Estoy bien, de verdad ‒Amie tenía la terrible sensación de estarle siendo desleal a Jonathon, pero, ¿sabía algo Helen que a ella se le pudiera estar pasando por alto? Valía la pena intentarlo, de otra forma esta se preocuparía en vano de que pudiera estar enferma.

    ‒ Helen, ¿puedo hacerte una pregunta? ‒Amie le hizo señas a Helen para que se sentara en el tronco que hacía las veces de improvisado tocador, silla, escritorio y taburete dentro de la pequeña tienda.

    ‒ Claro que puedes, querida. Me he dado cuenta de que algo te preocupa, pero no quería preguntar.

    Eso era tan típico de Helen, nunca se entrometía, siempre era discreta. Además, era la más, qué palabra la describiría mejor, ¿serena? Sí, eso era. Helen era la persona más serena que Amie había conocido. También había crecido en Inglaterra, pero después de conocer a Dirk y casarse con él, se había mudado para ayudarlo a llevar su pequeño lodge de caza a varios kilómetros al sur de Apatu, la capital de Togodo. Le había dicho a Amie que nunca más viviría en otro lugar y que ni siquiera le gustaba viajar regularmente a la capital para abastecerse de lo esencial. El África rural había cautivado su corazón en el plazo de unos diez años y nunca se había arrepentido de ello. Nada parecía perturbarla; nada era un problema y su vaso estaba siempre más que medio lleno. ¿Era el resultado de vivir la vida sencilla que se da en lo más profundo de la selva africana en medio de la naturaleza, lejos de las grandes ciudades, su materialismo y todos sus problemas? Sea lo que sea que fuera, Helen era alguien con quien se podía hablar y en quien se podía confiar. Se pasó los dedos por su corto pelo castaño y sus ojos verdes se quedaron fijos sobre Amie, esperando pacientemente a escuchar lo que esta tenía que decir.

    Sin embargo, Amie se negaba a dar voz a sus temores, iba a sonar estúpida. Helen pensaría que era una paranoica, aunque no le diera su opinión.

    Se produjo un gran silencio, que Helen rompió.

    ‒ ¿No eres feliz aquí? ‒le preguntó dulcemente.

    ‒ No, no es eso ‒respondió Amie mirando fijamente el suelo‒. Me gusta estar aquí, han sido los mejores tres meses de mi vida. Si me hubieras preguntado hace un año si habría sido feliz viviendo de la tierra, en algún lugar en el medio de la nada, habría tenido un ataque de histeria. Estoy sorprendida de lo mucho que he cambiado, es increíble. Tuve una infancia tan convencional en las afueras de Londres, seguí el camino que se esperaba, tenía mi vida planeada y, luego, todo se desarrolló de manera tan diferente.

    ‒ Has pasado por mucho ‒le dijo Helen suavemente, alargando la mano para apretarle la suya‒. Estas experiencias te sitúan en una nueva posición, tanto física como mental. Nunca puedes volver a lo que eras antes, lo sabes, ¿verdad?

    ‒ Sí, lo sé. He cambiado radicalmente. El viaje de vuelta a Inglaterra me demostró que ya no encajo con la gente que conozco de toda la vida. Y eso fue antes de que la guerra civil hubiera estallado aquí.

    ‒ Has sido tan increíblemente valiente ‒sonrió Helen‒. No estoy segura de que yo me las hubiera arreglado tan bien como tú.

    ‒ Tonterías ‒dijo Amie firmemente‒, te las hubieras arreglado mucho mejor, y no hubieras hecho cosas estúpidas como comer plantas venenosas.

    Helen se rió.

    ‒ No se te puede culpar de ello. ¿Todavía tienes pesadillas sobre la guerra?

    ‒ No, ya no ‒Amie consideró que no era realmente una mentira, ya que las pesadillas ahora no tenían nada que ver con la guerra.

    ‒ Pero algo te está haciendo infeliz ‒insistió Helen.

    Amie se quedó sentada en silencio durante unos cuantos minutos. ¿Cómo iba a preguntarle lo que la estaba inquientando?

    ‒ No tienes que... ‒Helen empezó a decir, pero Amie la interrumpió.

    ‒ No sé cómo decirlo, y vas a pensar que no estoy en mis cabales, pero...

    ‒ Yo nunca juzgo, querida. Si te preocupa y puedo ayudarte...

    ‒ ¡Creo que Jonathon es un espía! ‒dijo Amie sin pensarlo, luego, se detuvo y contuvo el aliento. Helen permaneció sentada y quieta, sin decir nada.

    ‒ Bueno, ahora sé que pensarás que estoy loca. No quería soltarlo así ‒Amie hablaba tan rápido que se comía las palabras; tenía miedo de la reacción de Helen. Se produjo un silencio tan largo que, cuando finalmente levantó la vista, la mujer, más mayor que ella, estaba mirando a través de la tienda entreabierta. Finalmente, se volvió hacia Amie y la miró a sus grandes ojos grises.

    ‒ No te mentiré ‒le dijo‒, pero a veces hay información que no puedes dar. Creo que si quieres saber la respuesta, tienes que preguntarle a Jonathon. Él es el único que te lo puede decir.

    Para Amie, aquello no le decía nada. Helen no se había burlado de ella ni sugerido que era estúpida ni que se estaba imaginando cosas. Así que quizás tenía razones para preocuparse. Por otra parte, aunque Helen supiera algo, no iba a compartir lo que sabía. Amie decidió cambiar de estrategia.

    ‒ No podemos quedarnos aquí para siempre, ¿verdad? ‒le preguntó.

    ‒ No, supongo que no podemos, aunque no tengo idea de a dónde iríamos. Nos las hemos arreglado muy bien durante los tres últimos meses, pero no siempre será así. Es algo que me preocupa ‒dijo Helen‒. Más tarde o más temprano alguien dará con nuestro pequeño campamento y preguntará por qué estamos viviendo aquí en la selva. Dirk mandó a uno de los chicos la semana pasada para ver si queda algo del Nkhandla Lodge y para que luego se dirija a Apatu para explorar el terreno.

    ‒ ¿Jumbo?

    ‒ Sí. Kahlib dice que volverá hoy, un poco más tarde.

    ‒ ¿Cómo lo puede saber? ‒preguntó Amie sorprendida.

    ‒ No tengo idea. Tras años en África, su gente nunca deja de sorprenderme. Algunas veces lo saben, pero no me preguntes cómo. Ven, vayamos a recoger agua y ayudemos en algo. Ahora hace algo más de fresco, el sol se está poniendo.

    Amie se puso en pie y cuando salieron de la tienda, vieron a Kahlib y a Jefri aproximándose al campamento, arrastrando al kudu detrás de ellos en una camilla improvisada.

    Más tarde, aquella noche, mientras estaban sentados alrededor del fuego, Jumbo apareció de entre las sombras. Sin hacer ningún ruido, se puso en cuclillas al lado de Dirk como si solo se hubiera ido a la tienda de la esquina a por una barra de pan. Lo saludaron entre murmullos, pero antes de que pudiera contarles las buenas nuevas, tenía que comer y beber.

    El lodge, les contó, todavía estaba desierto, pero algunas partes habían sido desmanteladas y habían robado la techumbre de paja de las chozas. La bomba de agua estaba rota y no se podía reparar y varios pájaros se habían instalado. Sonaba igual a lo que Amie recordaba de su última visita.

    En Apatu la vida seguía como antes, pero, aunque el nuevo gobierno se hallaba firmemente afianzado en sus funciones, mucha gente no estaba contenta con los cambios. Aquellos que habían trabajado por el anterior gobierno habían perdido sus trabajos y solo unos cuantos eran afortunados de haber podido conservar sus hogares e incluso sus vidas. Cundía el descontento, pero nadie parecía preparado para hacer algo al respecto. Probablemente, se seguiría así por algún tiempo, hasta que los simpatizantes del antiguo gobierno se sintieran los suficientemente fuertes y reunieran el armamento suficiente para alzarse en su contra. Entonces el ciclo comenzaría de nuevo.

    ‒ ¿Había algún extranjero en las calles? ‒preguntó Dirk.

    ‒ Sí, jefe, uno o dos, todos vestidos con trajes elegantes y con maletines que les hacían parecer importantes. Deben haber venido a hacer negocios con el nuevo gobierno ‒respondió Jumbo.

    ‒ Deberíamos ir a echar un vistazo ‒le dijo Jonathon a Charles, que asintió con la cabeza.

    ‒ ¿Alguna mujer blanca? ‒preguntó Helen.

    ‒ No, señorita Helen, no vi ninguna.

    ‒ Parece como si las cosas hubieran progresado un poco en los últimos meses ‒dijo Dirk‒, volviendo a la normalidad, bueno, ¡a lo que es normal en África! ‒todo el mundo se rió.

    Amie se pasó los dedos por su corto pelo rubio y recorrió con su mirada el grupo. A su izquierda estaba Jonathon, su marido. Al igual que ella estaba completamente moreno y su pelo rubio era casi blanco, desteñido por el sol, lo que contrastaba mucho con sus ojos azules.

    A su lado estaba sentado Charles, uno de los amigos de los días en los que llevaban una vida despreocupada en Apatu. Era otro expatriado de Inglaterra y Amie estaba comprando con Kate, su esposa, cuando cayeron las primeras bombas. Charles y Jonathon habían cogido el último avión que salió del país después de que estallara la guerra civil, pero acompañó a Jonathon cuando este volvió a buscar a Amie. Esta no estaba muy segura de por qué había regresado, pero cuando se lo preguntaba, el se limitaba a sonreír nervioso y le decía que Jonathon necesitaba a alguien que sostuviera su mano en el avión. No decía nada más, incluso cuando ella lo presionaba para que le diera más información. ¿Todavía esperaba que Kate hubiera sobrevivido? No, estaba segura de que él la creyó cuando le describió como vio como una de sus mejores amigas había muerto aplastada, aunque se había negado a dar detalles gráficos.

    Charles era un tipo de persona que resultaba agradable tener cerca. No se habría sentido fuera de lugar en una cancha de boxeo para pesos pesados; alto, sólido y todo músculos. Tenía más fuerza que dos hombres juntos. Sin embargo, siempre era amable. Amie lo había visto una vez coger cuidadosamente un camaleón y alejarlo de su peligrosa senda cuando deambulaba demasiado cerca del área destinada a cocinar. Era de trato fácil y siempre estaba dispuesto a apaciguar el ambiente si se producían discusiones entre los otros. Sin embargo, Amie podía intuir la tristeza que lo aquejaba en lo más profundo de su interior. Aunque Jonathon medía más de 1,82 m, su esbelta figura le hacía parecer diminuto al lado de Charles.

    Estaban Dirk y su esposa Helen. Estos se habían visto forzados a dejar Nkhandla Lodge y vivir en la selva con sus empleados, que procedían todos ellos del extremo norte y pertenecían a la tribu de los luebo. Eran una de las dos tribus más pequeñas, menos propensas a la guerra que los m’untus, la tribu que ahora estaba en el poder, después de derrocar a la tribu de los kawas, que era la más númerosa e inteligente de todas las tribus.

    La familia de Dirk había vivido en África durante más de trescientos años y había sido una de las primeras familias de colonizadores que habían dejado Europa y se había ganado la vida cultivando la tierra virgen. Cuando era un niño corría libre por las llanuras, aprendiendo todo lo que podía sobre los animales y las plantas nativas. A excepción de los años que estuvo fuera en un internado, había estado allí toda su vida.

    Los restantes seis miembros del campamento eran los antiguos empleados del lodge: Kahlib, Jefri, Jumbo, Reibos, Kaluhah y Sampson. En total once, pensó Amie, viviendo cerca del lodge más alejado, en las tierras de Dirk. Ella había creído que emplearían el edificio para vivir en él, pero Dirk se había mostrado categórico en su decisión de dormir en las tiendas que habían rescatado cuando se marcharon. Pudieron rescatar utensilios de cocina, cajas de cerillas, sacos de dormir y cualquier cosa útil para la supervivencia en plena naturaleza. Con un único Land Rover disponible, se habían visto forzados a dejar el resto atrás, ya que todo tenía que poder llevarse dentro, o sobre, el vehículo. Mientras Helen conducía, todos los hombres caminaban, eso dejaba más espacio para las provisiones y el equipo. Ahora, aunque volvieran, no quedaba nada, y varias de sus provisiones vitales se hallaban peligrosamente bajo mínimos. Una gran suerte había sido el segundo Land Rover y las provisiones extra que el equipo de grabación les había dejado cuando Amie se había reunido con Jonathon. Pero incluso aquellos artículos esenciales extra estaban casi agotados.

    ‒ Todos los africanos tradicionales de las áreas rurales utilizan algunos artículos de la ciudad ‒le había comentado Helen a Amie un día‒. Puede que Dirk haya vivido aquí toda su vida, pero mezclaba lo viejo y lo nuevo. No importa a donde vayas, llevas tu cultura, tus preferencias culinarias y la religión contigo.

    Los pensamientos de Amie retrocedieron a cuando estaba en Inglaterra y a los grupos de inmigrantes que había visto. Aunque algunos llevaban en su país de adopción más de dos generaciones, todavía se aferraban a muchas de las costumbres de sus países originales. La gente oriunda del país podía quejarse de que los recién llegados no se integraban, pero cuánto nos hemos integrado nosotros, se preguntaba. Este grupo más que la mayoría, decidió, pero recordaba las palabras de Helen, no podemos permanecer aquí para siempre.

    Amie estaba lo suficientemente cerca como para escuchar las palabras que Charles le susurraba a Jonathon.

    ‒ Pienso que es hora de que volvamos a la frontera de Ruanga. Debemos visitar a los Robbins en Umeru.

    Helen también los había oído.

    ‒ Os daré una lista de la compra ‒exclamó‒. Necesitamos más champú y jabón y un par de nuevos cubos y...

    ‒ ¡Ya vale! ‒se rió Jonathon‒. No estábamos planeando exactamente un viaje de compras, ¿verdad, Charles? ‒viendo la expresión abatida en el rostro de Helen, añadió‒. Pero veremos lo que podemos hacer. Y sí, hay muchas cosas que necesitamos, solo estaba bromeando.

    ‒ ¿Puedo ir yo también? ‒preguntó Amie. La perspectiva de ver a Alice Robbin de nuevo y de darse una ducha o un buen baño y un poco de contacto con la civilización era muy atrayente.

    Jonathon se quedó pensativo por unos instantes y luego sacudió la cabeza.

    ‒ Preferiría que no, tenemos que cruzar la frontera por la noche y puede ser peligroso. Estaría más feliz si te quedaras a salvo en el campamento.

    Amie se sintió tremendamente decepcionada. Se mordió el labio y no dijo nada. Se preguntaba si sería posible persuadir a Jonathon más tarde cuando estuvieran a solas. Haría todo lo posible para que cambiara de opinión. Pero, aunque se negara a llevarla con él, estaba decidida a sacarle la verdad antes de que se marchara.

    CAPÍTULO 2 REGRESO DE UN VIEJO AMIGO

    La oportunidad se le presentó al día siguiente mientras se alejaban del campamento para recoger leña para el fuego. Cada nueva incursión significaba tener que alejarse cada vez más, ya que habían agotado el área cercana al campamento.

    Al ver una roca baja y plana y, después de mirar a su alrededor en busca de algún indicio de peligro, Amie cogió a Jonathon de la mano y prácticamente lo empujó para que se sentara a su lado sobre la piedra caliente.

    ‒ Ya no puedo vivir más con esto, Jonathon ‒le dijo‒. Me prometí a mí misma que no hablaría de ello, pero es demasiado, tengo que saberlo.

    ‒ ¿Saber qué? ‒le preguntó. Su voz sonaba vacilante, como si pudiera adivinar lo que se avecinaba.

    ‒ Aquel comentario que hiciste, sobre ser un espía. Tengo que saber si es cierto. Y no trates de darme largas ‒añadió cuando vio la sonrisa en su rostro‒. Sé cuando me mientes ‒Amie no estaba segura acerca de eso. Sabía que Jonathon podía mentir descaradamente y no se daría cuenta.

    Jonathon se quedó en silencio durante un espacio de tiempo que pareció todo un siglo.

    ‒ No quiero que sepas nada ‒dijo él‒. Cuanto más sepas, en más peligro estarás.

    ‒ Entonces, eres un espía.

    Jonathon suspiró y se volvió para mirarla.

    ‒ Eres una de las personas más valientes que he conocido. Eres honesta y fiel, una verdadera buena persona.

    ‒ Eso no responde a mi pregunta.

    ‒ Míralo de esta manera, cuando te interrogaron en la comisaría de policía, no tenías nada que decirles. Por más que te golpearan, no tenías nada que esconder. Eso te mantuvo a salvo.

    ‒ Tonterías ‒dijo Amie bruscamente‒. Podría haberme inventado un cuento que los satisficiera. No iban a saber si era verdad o no. Estaban dispuestos a creer lo que querían creer. He llegado a pensar que si me hubieran mantenido allí por más tiempo, me habría inventado alguna tontería para hacerlos callar. Así que no me vengas con que quiero mantenerte a salvo teniéndote en la inopia, porque no me lo voy a tragar.

    Jonathon suspiró.

    ‒ Supongo que tienes derecho a saberlo ‒dijo‒, pero no es como todo eso de James Bond que se ve en las películas. Es algo bastante trivial. Escuchar, hablar, plantear preguntas de forma sutil e informar de las respuestas a aquellos que tienen interés en ellas. Eso es todo, realmente.

    ‒ Sospecho que hay algo más. ¿Era eso lo que estabas haciendo cuando estuviste fuera de casa durante aquellos meses después de terminar la universidad?

    ‒ Sí.

    ‒ ¿Allí, en Escocia?

    ‒ Sí.

    ‒ ¿Y qué hicieron contigo allí?

    ‒ No estaban repartiendo Jaguars con asientos eyectores o bolígrafos explosivos, si es lo que estabas pensando ‒Jonathon sonrió.

    ‒ Obviamente. ¿Pero te enseñaron algo?

    ‒ Técnicas de supervivencia, cómo defendernos, algo de códigos y comunicaciones, lo suficiente para ayudarnos a mantener nuestra tapadera y no mucho más.

    ‒ ¿Y yo era parte de tu tapadera? ¿Estabas construyendo de verdad una planta de desalinización?

    ‒ Oh sí, toda esa parte era real. Se estaba construyendo con la ayuda del Gobierno Británico. Mi trabajo consistía en informar a la embajada de cualquier cosa que pudiera oír.

    ‒ ¿Pero no empleaban al personal de la embajada? Había mucho ‒Amie sabía que parecía que se quejaba, pero no podía evitarlo.

    ‒ Demasiado obvio, Amie. La gente está más predispuesta a que se le escapen las cosas

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