Compra "El Cruce" y llévate gratis "500 Chistes para partirse el ajete"
By J. K. Vélez and Berto Pedrosa
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About this ebook
Compra EL CRUCE, la nueva novela de J. K. Vélez, y llévate gratis 500 CHISTES PARA PARTIRSE EL AJETE, de Berto Pedrosa.
El Cruce
J. K. Vélez
El Cruce es la nueva novela de ciencia ficción de J. K. Vélez.
Si nunca has leído nada de este autor, échale un vistazo a los primeros capítulos de cualquiera de sus novelas e intenta no engancharte.
Sobre la novela
David es un niño de ocho años que ha perdido a su madre. Una noche sale de casa obligado por una poderosa atracción. Sus pies lo arrastran sin que él pueda evitarlo hacia un turbador encuentro con lo desconocido.
Sigue a David y a su padre en este viaje adrenalínico... si te atreves.
A ver dónde nos lleva todo esto...
Lo que los lectores dirían de esta novela si ya tuviera lectores
- Divertida a rabiar.
- Un viaje alucinante donde la única constante es el cambio.
- Una novela de género que toca todos los géneros sin ser para nada genérica.
- Yo quiero acostarme con el autor (soy un tío, un bear).
Lo que han dicho los primeros lectores
- Un niño especial, situaciones extrañas, un recorrido con sorpresas inquietantes y suspense hasta el último momento. Una estupenda forma de pasar el rato.
Susana Merinero, fotógrafa.
El Cruce, la nueva novela de J. K. Vélez, ya está aquí.
La espera ha merecido la pena.
+
500 Chistes para partirse el ajete
Berto Pedrosa
Incluye los siguientes volúmenes:
- 100 Chistes para partirse el ajete
- Otros 100 Chistes para partirse el ajete
- Y aún otros 100 Chistes más para partirse el ajete
- Pues aún quedaban otros 100 Chistes buenos para partirse el ajete
- 100 Chistes inesperados para partirse el ajete
—Dígame cuatro palabras en inglés.
—Metro, Goldwyn, Mayer.
—¿Y la cuarta?
—¡Grrrrrrr!
—¿Nivel de inglés?
—Alto.
—Diga “arriba en estas ciudades”.
—Up in these cities.
—Haga una frase.
—Me han operado de up in these cities.
—Mi capitán, ¿sabe usted dónde está el cabo Finisterre?
—¡Pero cómo puede ser usted tan burro! ¡Está en La Coruña!
—Bueno. Vale. Pero no hace falta que se ponga así. No sabía que estaba de permiso.
—¿Sabe usted inglés?
—Sí.
—Traduzca “en el autobús”.
—On the bus.
—Úselo en una frase.
—¿On the bus tan guapa?
—Eres un egocéntrico.
—¿Yo? ¡Pues anda que yo!
La mujer al marido:
—Estoy embarazada. ¿Qué quieres que sea?
—Mío estaría bien.
El profesor a un alumno.
—Estás expulsado del equipo de paracaidismo.
—¿Por qué?
—Porque no me caes bien.
—Mi hijo está yendo a clases de natación.
—¿Ah, sí? ¿Y que tal lo hace?
—Pues por ahora nada mal.
¿En qué se parece un hombre a un helicóptero?
En que el hombre tiene sesos y el helicóptero se sostiene.
Un amigo a otro.
—¿Cuántos cornudos te parece que viven en esta calle sin contarte a ti?
—¡Cómo sin contarme a mí! ¡Eso es un insulto!
—Bueno, no te enfades. Vamos, contándote a ti... ¿cuántos te parece que hay?
Y así hasta 500 :)
Cómpralo.
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Compra "El Cruce" y llévate gratis "500 Chistes para partirse el ajete" - J. K. Vélez
EL CRUCE
J. K. Vélez
Sin título:Users:jkvelez:Documents:Escritor:amazon:j k velez:el cruce:el cruce portada.jpg
I
Lo despertó el ruido de la puerta principal al cerrarse. Antes de coger el bate de béisbol de debajo de la cama y salir disparado hacia el salón, tuvo el tiempo justo de mirar la hora en el móvil. Eran casi las cinco de la mañana.
No encontró ningún intruso en el salón. Tampoco en la cocina. Miró hacia la puerta, preguntándose si lo habría soñado. El pestillo de seguridad estaba descorrido. No había sido un sueño. Alguien había entrado... o salido.
Corrió hasta la habitación de David derribando un jarrón por el camino y el ruido que hizo el objeto al hacerse añicos contra el suelo coincidió con el crujido en su cerebro al descubrir que su hijo había desaparecido.
Como Jonathan era psiquiatra y recibía a la mayoría de sus pacientes en casa, lo primero que le vino a la mente fue que alguno de ellos se había llevado a David a la fuerza. Hacía dos años se había ocupado del caso de una mujer, Clarisse Monroe, junto con dos psicólogos y el médico de familia de la paciente. A veces las características del caso obligaban a que los especialistas se coordinaran, formando un equipo multifactorial. Clarisse Monroe había sido diagnosticada en un primer momento de una depresión alucinatoria grave persistente, aparentemente sin causas físicas. Jonathan había entrado en el caso al descubrir, el psicólogo de Clarisse, que la mujer había abusado en su juventud de todo tipo de drogas y fármacos. Sin embargo, en los escáneres cerebrales no se detectaron daños vasculares por cocaína, lo que podría haber explicado las visiones de Clarisse.
Aquella mujer afirmaba ser capaz de ver, oír y tocar a un niño de cinco años que no existía, el hijo que no vivió, aquel que su cuerpo había expulsado hacía mucho tiempo, en su juventud, cuatro meses antes de lo previsto.
Clarisse lo había criado durante cinco años sin que nadie detectara que el carrito que paseaba estaba vacío. Hasta que, decidida a educar a su hijo en casa, había entrevistado a un par de profesores particulares. Uno de ellos había flipado lo suficiente como para llamar a la policía.
Estaba claro que Clarisse habría sido una candidata más que lógica para ser la raptora de David... si no se hubiera suicidado unos meses atrás.
Jonathan volvió a su habitación para coger el móvil. Se lo metió en el bolsillo del pantalón del pijama de donde seguramente saldría volando en cualquier momento, atravesó la casa aún con el bate en las manos y abrió la puerta de la calle.
Miró hacia ambos lados esperando ver a alguno de sus pacientes subiendo a su hijo en un siniestro coche negro pero la calle aparecía desierta en ambas direcciones.
La otra opción era que sus suegros hubieran enloquecido de dolor y hubieran decidido arrebatarle al niño, lo único que les quedaba de su Lois. Pero eran personas cabales y veían al chico a menudo. Nunca habían demostrado un comportamiento anómalo. Y Jonathan vivía de los comportamientos anómalos. Detectaba ese tipo de cosas. Sus suegros no se llevarían a David en mitad de la noche.
Jonathan caminó hasta el centro de la calzada y miró impotente otra vez hacia ambos lados. Cogió el móvil y cuando iba a llamar a la policía pensó que quizá nadie lo hubiera raptado. Su hijo tenía ocho años y aunque nunca había sido sonámbulo, acababa de perder a su madre. Bueno, eso no era exacto. Acababa de perder a la mujer que él creía que era su madre, lo cual venía a ser lo mismo para el niño. Quizá había tenido una pesadilla y había decidido salir en busca de Lois. Quizá había olvidado por un momento que estaba muerta.
O quizá ella había salido de la tumba para llevárselo.
—¡David! —Gritó, deseando que su hijo saliera de detrás de unos contenedores y le evitara automedicarse de por vida.
—¡Papá! —Le llegó la respuesta.
—Gracias a Dios.
La voz provenía de la calle lateral. Jonathan detectó temor. Alzó el bate y corrió a su encuentro.
David estaba lejos, casi al final de la nueva calle. El silencio de la noche había amplificado su voz y le había hecho creer que encontraría a su hijo a dos pasos de casa.
Al menos, el niño no estaba acompañado. Nadie intentaba llevárselo. Caminaba por el centro de la calzada, alejándose de Jonathan por su propio pie.
—¡Papá! —Volvió a gritar el niño, cada vez más asustado.
En unas cuantas zancadas de zapatillas de andar por casa, Jonathan alcanzó a su hijo. David le sonrió, se alegraba de verlo. Pero no detuvo sus pasos. Jonathan acomodó el suyo al del chaval, como si estuvieran paseando tranquilamente y no hubiera nada extraño en la situación.
—Has cogido el bate —observó el chiquillo al verlo.
—Pensaba que te habían raptado.
—Algo así.
—¿Se ha colado alguien en tu cuarto?
David se rio nerviosamente.
—No, papá. No se ha colado un chalado en mi cuarto. Pero no puedo parar.
—¿Qué quieres decir?
—Mis piernas. Se mueven solas. No las puedo detener.
—Eso es raro.
—Pero es verdad.
—Inténtalo. Páralas.
Juntos habían llegado a una intersección en la que, a otra hora del día, había suficiente tráfico como para preocuparse de unas piernas que desobedecían a su dueño. Pero a las cinco de la mañana, la carretera aparecía igual de desierta que lo había estado la calle residencial.
—Lo llevo intentando desde que me han sacado de la cama, pero no me hacen caso —dijo David, con resignación.
—Está bien, apliquemos la lógica —Jonathan se preguntó qué pensaría alguien que los viera a los dos andando por ahí en pijama a las cinco de la mañana, el más alto de los dos sosteniendo un bate de béisbol. —¿Qué pasaría si te levantara y te cambiara de sentido? ¿Volverías a casa?
—No lo sé.
El psiquiatra cogió al crío de las axilas y lo colocó mirando hacia el camino ya recorrido. Mientras lo sujetaba en el aire, las piernas del niño seguían a su ritmo, sus pies continuaban dando los mismos pasos que cuando tocaban suelo. Cuando lo dejó, David comenzó a caminar hacia casa, pero no lo hizo del todo en línea recta. En unos cuantos pasos se hizo evidente que el niño quería trazar una amplia semicircunferencia hasta volver a colocarse en el camino que seguían sus pies cuando Jonathan lo había abordado.
El padre volvió a levantarlo y a encararlo hacia el camino a casa. El niño dio de nuevo un amplio círculo de pasos para reconducirse hacia dónde fuera que sus piernas quisieran llevarle. Quizá ahí estuviera la respuesta.
—¿A dónde quieren ir tus piernas, David? —Le preguntó Jonathan.
El niño lo miró pensativo, sin dejar de caminar.
—Creo que van al castillo del Rey Hielo. Pero el Rey Hielo no existe.
—¿El Rey Hielo? ¿Quién es ese?
—Un tío raro que rapta princesas.
—¿Lo has visto por el colegio?
—Noooo —David lo miró como si fuera idiota. —Es el malo de Hora de Aventuras.
—¿Cuál es esa? ¿La del perro chicle?
—Más o menos.
—Está bien. Recapitulemos. A ti te gustaría ir al castillo del Rey Hielo, pero no existe. Así que no vas allí. Además, tú quieres volver a la cama, ¿no?
—Sí. Eso estaría bien.
—Pero tus piernas tienen otros planes.
—Eso parece.
—Pues desde mi punto de vista sólo hay una cosa que podamos hacer.
Jonathan se puso el bate bajo el brazo, cogió al crío en volandas y comenzó a desandar el camino, mientras las piernas del chico pataleaban en el aire.
—¿Ese plan que has ideado incluye un somnífero, papá?
—Creo que no vendría mal.
—Así que mañana no voy a clase.
—Eso parece.
Jonathan quiso pensar que todo aquello era una invención del niño para no ir al colegio al día siguiente. Pero al llegar a casa y tumbarlo en su cama, David seguía caminando. Y cuando le hizo tomarse un vaso de leche y un somnífero y el niño cayó rendido, no ocurrió lo mismo con sus piernas.
II
Dos horas más tarde, cuando los primeros rayos de sol comenzaban a entrar entre las cortinas de seda natural india del cuarto de David, Jonathan, que había pasado todo el tiempo sentado en una silla observando el movimiento constante de las piernas del niño, recogió el móvil que se había deslizado del bolsillo de su pijama hasta la alfombra de yute y se quedó mirando la pantalla del aparato, ensimismado. Al contacto con sus dedos, la superficie metálica del móvil le pareció fría y desapacible.
Reaccionó y buscó en la agenda el número de Mark. Dudó un momento antes de llamar. Finalmente lo hizo.
Cuando escuchó la voz malhumorada y somnolienta de su amigo, dijo:
—Mark, necesito un favor. ¿Puedes ir al hospital?
—Poder, puedo. Lo cual no significa que me apetezca. ¿Qué pasa? Porque a menos que se te esté muriendo el mocoso...
—Pues...
—¿Es David? ¿Qué le pasa? —El tono de Mark cambió de forma abrupta. Seguramente se estaba dando golpes en la frente con la palma de la mano, por bocazas.
—Necesito que prepares una batería de pruebas estándar y una TC. No sé qué le pasa pero podría acabar necesitando una palidotomía.
—¿Vas a dejar que le abran el cerebro? ¿Qué ocurre?
—Camina. Lleva dos horas sedado y no deja de caminar.
—¿Síndrome de las piernas inquietas?
—Puede ser, pero esto es más raro.
—¿Siente dolor?
—No. Creo que no.
—De acuerdo. Posible RLS sin disestesias. Lo preparo todo.
—Gracias, Mark.
Jonathan había considerado la idea de llamar a una ambulancia pero sabía que se pelearía con cualquiera que intentara tocar a David, así que optó por coger su coche y acostar al niño en el asiento de atrás.
Veinte minutos después, con el niño caminando entre sueños tumbado en el asiento trasero de su Citroën DS5, Jonathan intentó arrancar el motor.
El coche había muerto.
—No me lo puedo creer —murmuró.
No era problema de la batería porque las puertas se habían abierto con el mando a distancia y las luces funcionaban. Salió del coche y se dirigió al garaje, donde dormía el Alfa Romeo Giulietta de Lois. Había pensado venderlo. Ahora se alegró de no haberlo hecho. Mientras la portaza del garaje se abría, Jonathan miró inquieto hacia su Citroën, aparcado en la calle. Podía ver el movimiento de los pies de David enfundados en unos calcetines verdes a través de la ventanilla. Se dio cuenta de que no había cerrado su coche. Sacó la llave del bolsillo y lo hizo.
Doce segundos después comprobó que el coche de Lois tampoco arrancaba.
Confundido, salió del vehículo y abrió el capó. El motor había desaparecido. Miró a su alrededor, perplejo. No había indicio alguno de que hubieran entrado en el garaje. El coche estaba aparcado en el mismo sitio donde lo había dejado Lois dos meses atrás. No había manchas de ningún tipo en el suelo. Pero el motor no estaba.
Aquello no tenía sentido. Hasta cierto punto era normal que los coches aparcados en la acera amanecieran de vez en cuando sin los tapacubos, incluso sin alguna rueda. Pero no era tan normal que entraran en tu garaje y le extrajeran el motor entero a tu vehículo sin dejar rastro. Por mucho que los últimos modelos hubieran evolucionado en diseño, sacar un motor de un coche no era como extraer una batería a un móvil. Aquel trabajo mecánico de precisión quirúrgica debían haberlo hecho en un taller. Alguien se había llevado el coche de Lois para extirparle el corazón y lo había devuelto a su garaje usando, ¿qué? ¿Una grúa?
No tuvo tiempo de seguir analizando la situación. Un hombre verdaderamente siniestro, con sombrero y gabardina grises, gafas de sol de cristales redondos y pinta de haberse escapado del Smooth Criminal de Michael Jackson había aparecido de la nada y estaba intentando abrir la puerta trasera de su coche para llegar hasta David.
Jonathan buscó frenéticamente por el garaje algo con lo que defender al niño. Sólo tenía un bate de béisbol en casa y lo había vuelto a meter bajo la cama al regresar horas atrás del paseo nocturno. Sin tiempo para buscar algo más contundente cogió una sierra de cortar madera que había pertenecido a Lois, quien la usaba para crear esqueletos de dinosaurios, ahora huérfanos. Con la sierra en alto salió corriendo hacia el desconocido, gritando como un loco.
El tipo al parecer se asustó lo suficiente como para salir huyendo a todo correr. Jonathan lo persiguió una manzana y cuando iba a darse por vencido, el desconocido de la gabardina tropezó con sus propios pies y cayó al suelo de forma aparatosa. Un maletín que Jonathan no había visto hasta entonces salió disparado de las manos del desconocido y se estrelló contra el escaparate de una tienda de electrodomésticos. El maletín rebotó como si fuera de goma y quedó tirado en el suelo.
El del sombrero consiguió ponerse de pie antes de que Jonathan lo alcanzara, se dio la vuelta y torció el gesto cuando vio que el otro, en vez de ir a por él, había ido a por el maletín.
Jonathan, mirando con ojos de lunático al del sombrero, pose que sabía imitar muy bien pues trataba con muchos cada día, recogió el pequeño maletín e intentó abrirlo. Aparentemente sólo estaba cerrado por dos tiras de cuero con dos botones imantados en los extremos, pero no consiguió despegarlos.
Centró su atención en el maletín no más de cinco segundos, pero cuando levantó la mirada, el matón patoso había desaparecido.
III
De vuelta al coche continuó intentando abrir el maletín, sin éxito. David seguía donde lo había dejado, acostado boca arriba en el asiento de