Cómo hablar de dinero: Lo que dice la gente de las finanzas... y lo que de verdad quiere decir
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About this ebook
Desde hace ya unos cuantos años es imposible ver un telediario o abrir un periódico sin toparse con un alud de información económica –mayormente inquietante– relacionada con la crisis, los mercados, la inflación, el FMI, la deuda, los bonos basura, el producto interior bruto, la especulación financiera... Y lo que es peor, desde hace algunos años ya no es una opción viable cambiar de canal o pasar página pensando que todo eso es un tostón para expertos y que es inútil intentar entender esos conceptos económicos. Y no es una opción porque esos conceptos tienen una incidencia directa o indirecta en nuestros bolsillos, en nuestra cesta de la compra, en nuestro salario, en nuestras pensiones, en el futuro de nuestros hijos. Éste es un libro sobre economía para los que no entienden de economía, aunque los que sí entienden lo leerán con idéntica fruición, porque Lanchester es un divulgador portentoso, que utiliza una aguda ironía y aplica su sagacidad en desmontar clichés. Y de este modo nos explica cómo hemos llegado hasta aquí, por qué bajo la apariencia de impecable funcionamiento la economía del último cuarto del siglo XX se convirtió en algo muy parecido a un casino manejado por tahúres y cómo la impulsiva decisión de un bróker con exceso de testosterona o la maniobra de un financiero codicioso acaba mandando al paro a miles de personas o haciéndonos pasar apuros para llegar a fin de mes. Es el efecto mariposa aplicado a la economía y se llama «globalización». El libro se divide en tres partes: una extensa introducción, un glosario de términos, instituciones y personajes, y un epílogo, y el resultado es un heterodoxo y ameno diccionario para entender los secretos de la economía y por tanto un imprescindible manual de autodefensa.
John Lanchester
John Lanchester (Hamburgo, 1962) creció en Calcuta, Rangún, Brunéi y Hong Kong y se educó en Oxford. Ha ejercido de reseñista de libros, periodista futbolístico, escritor de necrológicas y crítico de restaurantes para The Observer de Londres. Anagrama ha publicado sus cinco novelas: En deuda con el placer (Premio Betty Trask): «Una novela extraordinariamente inteligente, una de las mejores que se han publicado en los últimos años» (Enrique Vila-Matas, El País); El señor Phillips: «Vitriólica e irónica historia» (Qué Leer); El puerto de los aromas (Premi Llibreter 2005): «Una historia íntima y social magnífica» (J. Ernesto Ayala-Dip, El Correo); «Una novela memorable» (Miquel Berga, La Vanguardia); Novela familiar: «Si existe un género de la autobiografía familiar (yo creo que existe), este libro es una de sus cumbres (Ignacio Martínez de Pisón), y Capital: «Formidable» (Robert Saladrigas, La Vanguardia); «La respuesta británica a La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe. Parecida mala leche, mismo sentido del humor, misma intención sociológica en el retrato de una ciudad» (Elena Hevia, El Periódico); así como los ensayos ¡Huy! Por qué todo el mundo debe a todo el mundo y nadie puede pagar: «Un libro impactante» (Joaquín Estefanía, El País), y Cómo hablar de dinero: «Un gozoso desarme de los términos que usan los analistas envarados de las finanzas. Su descripción de expresiones usuales en los diarios y que solo esconden trucos para mantener la desigualdad es de tener siempre a mano» (Josep Maria Ureta, El Periódico).
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Cómo hablar de dinero - Daniel Najmías Bentolila
Índice
Portada
Introducción
El lenguaje del dinero
Glosario del dinero
Conclusiones
Otras lecturas
Algunas sugerencias para recorrer el glosario
Agradecimientos
Notas
Créditos
Para Mary-Kay Wilmers
Las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto cuando tienen razón como cuando no la tienen, son más poderosas de lo que suele creerse. De hecho, es poco más lo que gobierna el mundo. Los hombres prácticos, que se consideraban completamente libres de toda influencia intelectual, son, por lo general, esclavos de tal o cual economista difunto. Los locos en el poder, los que oyen voces en el aire, destilan su frenesí de algún escritorzuelo académico de unos años antes. Estoy seguro de que la fuerza de los intereses creados suele ser muy exagerada si se la compara con la invasión gradual de las ideas.
JOHN MAYNARD KEYNES,
Teoría general del empleo, el interés y el dinero
SUGAR: ¿Tienes un yate? ¿Cuál es? ¿El grande?
JOE: Ése seguro que no. Con todos los problemas que hay en el mundo, creo que nadie debería tener un yate con cabida para más de doce personas.
BILLY WILDER y I. A. L. DIAMOND,
Con faldas y a lo loco
INTRODUCCIÓN
En lo tocante a la economía, los gobiernos se parecen al coronel de la marina al que Jack Nicholson da vida en Algunos hombres buenos: «¿Quiere la verdad? ¡Usted no sabría qué hacer con la verdad!» Por lo visto, los gobiernos suponen que no somos fiables a la hora de enfrentarnos a los hechos y manejar realidades incómodas sobre el modo en que funciona el mundo; y –seamos sinceros– puede que esa suposición tenga un punto de verdad. Aunque nosotros, el pueblo, nunca admitiríamos nada semejante, en general preferiríamos que nos ahorrasen ciertas verdades difíciles de encajar. Como señala un personaje de la novela La información, de Martin Amis: «Negarlo todo era genial. Era lo mejor. Negar era incluso mejor que fumar.» Por desgracia, en este caso la negación no funciona. Cuando las corrientes económicas que atraviesan toda nuestra vida eran templadas y benignas, era fácil no pensar en ellas, del mismo modo en que es fácil no pensar en una corriente que desciende suavemente hacia nosotros por un río; y más o menos eso fue lo que todos hicimos, sin ser conscientes, hasta 2008. Después se vio que esas corrientes eran mucho más fuertes de lo que sabíamos, y que, en lugar de mimarnos y de ayudarnos a avanzar, nos arrastraban hacia altamar, donde la única opción era luchar contra ellas, con fuerza y sin certeza alguna que nos garantizase que todo nuestro empeño bastaría para devolvernos a la seguridad de la orilla.
Ése es, básicamente, el motivo por el que he escrito este libro. La brecha que se abre entre nosotros y la gente que entiende de economía y de dinero es enorme. Parte de esa brecha se abrió intencionadamente, recurriendo para ello al secretismo y la confusión; sin embargo, creo que son más las cosas que tienen que ver con el hecho de que así todo era más sencillo, y más sencillo para ambas partes. La gente de las finanzas no tenía que explicar qué estaba tramando; lo único que necesitaba era escribir sus propias normas, y la verdad es que salió muy bien parada. Para el resto de los mortales, lo mejor de todo era no tener que pensar nunca en la economía. Durante mucho tiempo, ese sistema se percibió como una situación en la que todos ganaban, pero ya no. Fuimos demasiados los arrastrados por esa corriente, e incluso tras volver a tierra firme –los que lo conseguimos– seguimos recordando la fuerza del oleaje y lo indefensos que nos sentimos. La brecha de la que hablo es una distancia que tenemos que salvar, tanto a nivel macroeconómico –para así ser capaces de tomar decisiones democráticas contando con la información necesaria– como en el plano microeconómico, es decir, en lo relativo a las decisiones que tomamos.
Si esa brecha existe es, en gran parte, por un motivo casi vergonzosamente simple; léase: el no saber de qué habla la gente de las finanzas. Sea en la radio, sea en la televisión o en los periódicos, una voz habla de esto fiscal y aquello monetario, o de tipos marginales de tal o cual cosa, o de blindaje de bonos y precio de las acciones, y hasta cierto punto sabemos de qué habla; pero, en realidad, no lo sabemos, y mucho menos en la medida necesaria para seguir la conversación en tiempo real. Por ejemplo, «tasas de interés» es un término que contiene una gran cantidad de información sobre el modo en que funcionan las cosas, no sólo en los mercados y las finanzas, sino en toda una sociedad. Puedo decir que lo sé todo acerca de ese conocimiento a medias, porque yo era, y no exagero, de los que hasta cierto punto sabían de qué se hablaba, pero que no contaba con los detalles suficientes para tomar parte en la discusión como un adulto bien informado. Ahora que sé más, creo que los demás también deberían saber más. Así como C. P. Snow dijo que todo el mundo debería conocer la segunda ley de la termodinámica,* todo el mundo debería saber qué son las tasas de interés y por qué son importantes, y también qué es el monetarismo, el producto interior bruto (PIB) y la curva de rendimientos invertida (y por qué da miedo). Tomando el lenguaje como punto de partida comenzamos a disponer de las herramientas que permiten dibujar un cuadro económico claro o varios, y por eso quiero que este libro dé al lector esas herramientas, y espero que, tras leerlo, pueda oír las noticias de economía, o leer las páginas de finanzas de los periódicos, o el Financial Times, y saber de qué se habla ahí; la misma importancia atribuyo a que uno llegue a tener la sensación de estar de acuerdo o no. Los detalles de las finanzas modernas suelen ser complicados, pero los principios subyacentes no lo son; es mi deseo que, al acabar este libro, el lector se sienta mucho más seguro de la idea que tiene sobre esos principios. El dinero se parece mucho a los bebés; una vez que aprendemos su lenguaje, la regla es la misma que propuso el Doctor Spock, autor de uno de los libros más vendidos de todos los tiempos, Tu hijo. La guía esencial para la crianza de los hijos, desde el nacimiento hasta la adolescencia: «Confíe en usted. Usted sabe más de lo que cree saber.»
El lenguaje del dinero
1
Era un sacerdote el que guardaba el misterio más importante del Antiguo Egipto, la inundación anual de la llanura del Nilo, cuyas aguas permitían que Egipto tuviese agricultura y, por ende, una civilización. Ese misterio ocupó durante muchos siglos el lugar central de la sociedad, tanto en sentido práctico como ritual, y convirtió el Antiguo Egipto en la sociedad más estable que el mundo ha conocido jamás. El calendario egipcio, que se confeccionaba teniendo en cuenta la crecida del río, se dividía en tres estaciones, todas ellas vinculadas al Nilo y el ciclo agrícola que el río establecía: Akhet, o la inundación; Peret, la estación de los cultivos, y Shemu, la cosecha. El volumen de la inundación determinaba el tamaño de la cosecha: si el agua era escasa, la hambruna estaba asegurada, y si era demasiada, lo seguro era una catástrofe. Si la cantidad era la justa, todo el país prosperaba. Hasta el último detalle de la vida junto al Nilo se relacionaba con la inundación, e incluso el sistema fiscal se basaba en el nivel de las aguas, pues era ese nivel el que determinaba lo prósperos que serían los agricultores en la estación siguiente. Año tras año, los sacerdotes celebraban complicados ritos para predecir la inundación y la cosecha resultante. La élite religiosa disponía de un rico sistema mitológico, emocionalmente satisfactorio, y de un lenguaje complejo y sutil hecho de símbolos que se inspiraban en esa mitología, y gozaba de una posición de poder casi intocable en el centro de una sociedad increíblemente estable que permaneció prácticamente estática durante miles de años.
Con todo, los sacerdotes engañaban, porque, además de la mitología, también tenían otra cosa; a saber, el nilómetro, un artilugio secreto diseñado para medir y predecir el nivel que alcanzarían las aguas. El nilómetro era una estación de medición de tamaño considerable y en funcionamiento constante, con líneas y marcas cuya finalidad consistía en predecir el nivel de la inundación anual. Las mediciones utilizaban el cálculo del nivel del agua para predecir también cómo serían las cosechas, que iban del Hambre al Sufrimiento, a la Felicidad, la Seguridad, la Abundancia y, si la inundación era excesiva, al Desastre. Los nilómetros eran un secreto de los sacerdotes –probablemente, el secreto–, y estaban ubicados en templos en los que sólo ellos podían entrar. Heródoto, autor de la primera crónica de la vida en Egipto escrita por un extranjero (siglo X a. C.), supo de su existencia, pero nunca le permitieron verlos; y en 1810, miles de años después de que comenzaran a usarse, los extranjeros seguían sin poder acercarse a ellos. Además de ser una herramienta adecuada para conservar registros exactos de las tendencias que habían seguido las inundaciones muchos siglos antes, el nilómetro era una herramienta esencial para controlar el país. La clase dominante y las instituciones debían mantenerlo en secreto, pues era un componente básico de su autoridad.
El mundo está lleno de castas sacerdotales. El nilómetro es un excelente paradigma de muchas otras clases de conocimientos, de muchas variedades de misterios religiosos y profesionales. Muchas de las palabras del discurso disparatado que aspira deliberadamente a confundir proceden de los rituales: mumbo jumbo, «jerigonza, supercherías», viene de la voz mandinga maamajoombo, que designa a un chamán danzante enmascarado que celebraba determinadas ceremonias; hocus pocus, «galimatías», del latín hoc est corpus meum, de la misa latina. Por un lado, el lenguaje y los ritos complejos ideados para enredar, embaucar, intimidar y crear valor añadido; por otro, los cálculos que los profesionales hacen en privado. La gente de casi todos los oficios, desde los fontaneros hasta los chefs de cocina, enfermeros, profesores y agentes de policía, conocen esa brecha que separa el modo en que hablan entre ellos y la manera en que hablan a sus clientes o su público. Grayson Perry, el célebre ceramista inglés, es muy gracioso cuando se refiere al funcionamiento de ese fenómeno en el mundo del arte, y así lo describió en una entrevista que concedió a Brian Eno: «En lo que se refiere al lenguaje del mundo del arte –el inglés del arte internacional
– creo que confundir formó parte de su finalidad, consistente en proteger, para mantenerlo envuelto en cierto misterio, algo que de hecho era, probablemente, una sencilla cuestión filosófica. Quienes lo empleaban temían que dejara de parecer importante si se volvía comprensible.» A veces es precisamente esa distancia lo que empieza por atraer a la gente hacia tal o cual oficio; la política, por ejemplo, trata exclusivamente de la diferencia entre lo público y lo privado.
Para el lego, la economía y el mundo de las finanzas suelen parecerse mucho al antiguo truco del nilómetro. Hace poco tiempo leí en The Economist un artículo sobre un banco alemán que tenía preocupados a los observadores. El autor pensaba que, a pesar de esas preocupaciones, lo más probable era que al banco no le pasara nada porque los «bonos gubernamentales en cartera correspondientes a la periferia de la eurozona se pueden revertir sin violencia siempre que se les permita agotarse». ¿Y eso qué significa? Una metáfora que mezcla [en el original inglés] términos como holdings, unwind y run off tiene su punto estrambótico, y con ello quiero decir que tiene algo de comedia disparatada; en resumen, tiene algo que no acaba de funcionar, pues lo que de verdad significa esa frase es lo siguiente: el banco alemán tiene demasiada DEUDA* de países periféricos de la eurozona (por ejemplo, Grecia, Italia, España, Portugal e Irlanda), pero, en lugar de venderla, lo que hará es esperar que se agote el periodo de amortización y después dejará de comprar. De ese modo, la cantidad de deuda periférica en manos del banco, en lugar de reducirse rápidamente mediante la venta, irá disminuyendo con el tiempo.
Es cierto también que el origen de esas expresiones es mucho más diverso. Si oímos a la gente de las finanzas hablar del efecto de la EC2 sobre el M3, o del impacto que tal o cual política tendrá sobre la OFERTA, de los efectos de un posible retraso del RENDIMIENTO DE LOS BONOS, de un escándalo relacionado con los ETF, o de los MBS, de las hipotecas subprime, de los REIT y las CDO y los SWAPS y todo el repertorio de acrónimos cuya realidad subyacente es tan complicada como su pronunciación..., bueno, pues cuando uno oye esas cosas, es fácil pensar que alguien trata de embaucarlo, o, en todo caso, de levantar una cortina de humo para confundirlo a fin de que sea imposible saber de qué se habla a menos que uno lo sepa de antemano. Durante la llamada contracción del CRÉDITO, todos percibimos intensamente que muchos de los términos usados para designar los productos afectados eran deliberadamente oscuros y creaban confusión; lógico, por tanto, que fuese difícil asimilar el hecho de que los «swaps de protección contra deudas impagadas» estaban a punto de cargarse todo el sistema financiero mundial cuando, hasta dos minutos antes, nadie había oído hablar de ellos.
Y sí, qué duda cabe, a veces el lenguaje de las finanzas es oscuro y su intención –y su efecto– es ocultar la verdad. (Uno de mis ejemplos preferidos procede de los DERIVADOS financieros que desempeñaron un papel importante en la implosión de 2008: «a vanilla mezzanine RMBS SYNTHETIC CDO»).* No obstante, el lenguaje del dinero suele ser aún más complicado porque las realidades subyacentes también lo son, y para comprenderlas se requiere cierta explicación y cierto análisis. Ese lenguaje no es inmediatamente transparente para las personas ajenas al mundo del dinero, por muy buenas que sean sus intenciones; pero esa falta de transparencia no tiene por qué ser siniestra, y se verifica también en otros campos (en el de la alimentación y el vino, por ejemplo). Un sabor o un aroma puede pasarnos inadvertido o casi, en gran parte porque no tenemos una palabra para nombrarlo. Luego, probamos y, al mismo tiempo, comprendemos el significado de la palabra; así pues, tanto el paladar como el vocabulario se han ensanchado. En el caso del vino, así es como los que se interesan aprenden, por ejemplo, a diferenciar las variedades de uvas; un día percibimos el aroma a uva espina de un Sauvignon Blanc, a grosella roja en un Cabernet o a chicle en un Gamay o a boñiga de vaca en un Shiraz, y a partir de ahí reconocemos cada variedad y sabemos de qué habla la gente cuando habla de esos aromas. El paladar y el vocabulario se ensanchan al unísono; conocemos un sabor nuevo a la vez que aprendemos una palabra nueva para referirnos a él. El olor a corcho de una botella de vino, por ejemplo, es algo que, una vez que nos lo señalan, nunca olvidamos (y, por regla general, advertimos que ya habíamos tropezado con él cientos de veces y sabiendo que algo no acababa de encajar pero sin saber exactamente qué). Y, para no olvidar nunca ese olor, no hace falta saber que lo que olemos se llama 2,4,6-tricloroanisol.
Así es, pues, como yo creo que funciona. A medida que aprendemos a nombrar las cosas, aprendemos a saborearlas y a recordarlas. Puede parecer un beneficio por partida doble, un juego en el que nadie pierde, pero esconde un cepo, una trampa potencial. Podemos emplear el nuevo vocabulario para hablar de comida o de vinos con otras personas, o para entablar una conversación con alguien, pero eso también puede ser un problema. Las palabras y las referencias sólo sirven a las personas que han tenido las mismas experiencias y emplean el mismo vocabulario, ya que en cada caso nos remitiremos a una base compartida de experiencias sensoriales y a un lenguaje común. Es probable que la gente que no posee esas cosas piense que uno produce eso que huele a Shiraz, y no como un elogio, precisamente. Ésa es la pérdida que conlleva el aprendizaje sobre sabores; cuanto más aprendemos acerca de la combinación entre sabores y lenguaje, mayor es el riesgo de que la posibilidad de un diálogo vaya reduciéndose y terminemos pudiendo hablar sólo con los que saben qué significan realmente esas referencias gustativas. A medida que el vocabulario se vuelve más específico, más útil y eficaz, también se vuelve más exclusivo, y el público, menor.
El lenguaje del dinero también funciona así. Es potente y eficaz, pero también exclusivo y excluyente, cualidades éstas íntimamente vinculadas entre sí. Volveré ahora al ejemplo hipotético que mencioné más arriba, el de alguien que habla del efecto de la EC2 sobre el M3; cuando un economista habla así, no lo hace realmente porque quiera enredarnos e impedir que sepamos la verdad, porque lo cierto es que resulta increíblemente difícil explicar qué es la EC2 y cómo funciona, aun cuando siempre encontremos tal o cual explicación para los temas complicados. La ciencia, por ejemplo; leemos y podemos seguir un tema, hasta cierto punto, mientras leemos, y después recordarlo, pongamos, durante cinco o diez segundos al terminar de leer, pero al cabo de un par de minutos ya lo hemos olvidado. No podemos hacer más que leerlo y seguirlo e intentar repasarlo mentalmente otra vez, y es posible que una vez más. Y quién sabe, tal vez una vez más y otra, y no porque estemos espesos, sino porque el tema es realmente complicado. Hay muchas cosas así en el mundo del dinero, donde es difícil retener la explicación porque comprime en una sola frase, o incluso en una sola palabra, toda una secuencia de explicaciones.
Varios de esos términos los trataré en el «Glosario del dinero», la segunda parte de este libro, pero, por ahora, para no salir del ejemplo de la EC2, diré que estamos hablando de un gobierno que recompra su propia deuda a los actores del mercado, es decir, a bancos y empresas y, en teoría –aunque creo que no mucho en la práctica–, a particulares. Una vez que el gobierno vuelve a adquirir esa deuda, bueno..., no puede decirse que eso represente un beneficio especial; es como pedir dinero prestado al vecino y luego devolverle exactamente la misma cantidad. Nada ha cambiado. En este caso, el truco radica en que el dinero que el gobierno utiliza para recomprar la deuda es dinero electrónico de nueva creación, dinero que hasta ese momento no existía, punto. Se parece a teclear 100.000 y tener, como por arte de magia, 100.000 libras esterlinas más en la cuenta corriente. Después, ese dinero se emplea para saldar las deudas. Eso es la EC, la EXPANSIÓN CUANTITATIVA. En cuanto a la EC2, no es más que el segundo lote de la EC, empleado porque el primero no tuvo un efecto de estímulo suficiente en la economía. El M3 es una manera de medir la cantidad de dinero en circulación. La cuestión de cuánto dinero se mueve en la economía es toda una rama de esta disciplina por sí sola, y es objeto de muchas discusiones simplemente el saber a cuánto asciende exactamente esa cantidad, pero de eso se habla cuando se habla del agregado M3. Ahora bien, todas esas ideas están embutidas en la expresión «el efecto de la EC2 sobre el M3», el dinero que la gente no necesita explicarse a sí misma ni explicar a nadie con el que tenga por costumbre conversar. Eso es así porque todos los que forman parte de ese mundo entienden perfectamente esos términos, y también porque la explicación es muy compleja y requiere conocimientos previos, y a todos los que ya entienden el lenguaje les resulta muchísimo más fácil saltársela para pasar al punto siguiente. ¿Y qué decir respecto de la mayoría de los mortales, quizá incluso de la abrumadora mayoría, las personas que no entienden bien qué significan EC2 y M3? Pues que ya están perdidas, ya no participan realmente en la conversación. El discutidor se ha ido del edificio.
En este punto es importante tener presente que emplear el lenguaje del dinero no implica aceptar tal o cual marco moral o ideológico. No implica que uno esté de acuerdo con las ideas en juego. La Persona del dinero llamada A y la Persona del dinero llamada B, que hablan sobre el efecto de la EC2 y el M3, pueden perfectamente proceder de dos lugares de la economía completamente distintos. La Persona A puede ser un keynesiano manirroto (no se preocupe, lector; más adelante le explicaremos qué significa eso) para quien la EC2 es lo único que salva a la economía del derrumbe apocalíptico. Por su parte, la Persona B puede pensar que la EC2 es una fórmula segura para arruinarse, que ya está haciendo estragos entre los ahorradores y se dispone a convertir Gran Bretaña en una versión de la República de Weimar. La Persona A opina también que la OFERTA DE DINERO M3 es una de muchas otras GILIPOLLECES, un ejemplo perfecto de la «economía vudú» en sus momentos más imaginativos; B, en cambio, piensa que un enfoque disciplinario para controlar la oferta de dinero es la última verdadera esperanza para la supervivencia de la democracia y la vida civilizada tal como las conocemos. En otras palabras, A y B no podrían estar más en desacuerdo sobre todo lo que están hablando; sin embargo, comparten un lenguaje que les permite hablar del tema con concisión y convicción. El lenguaje no implica necesariamente un punto de vista, pero sólo gracias a él podemos mantener una clase de conversación dada.
Yo mismo tuve que aprenderlo por las malas; o, por si lo anterior suena un punto melodramático, lo aprendí poco a poco, con el tiempo y por mi propia cuenta. Empecé a interesarme por el tema mientras escribía una de mis novelas. Una de las cosas que le ocurren a un novelista, o que, en cualquier caso, me ocurrió a mí, es que empieza a preocuparse cada vez más por esta cuestión: ¿qué es la cosa que hay detrás de la cosa? ¿Cuál es la historia que se oculta detrás de la historia visible? La respuesta que a menudo encontraba era que la historia detrás de la historia acababa teniendo algo que ver con el dinero. Así, empecé a interesarme más por las fuerzas económicas que se ocultan detrás de las realidades superficiales de la vida. Para no abandonar ese interés, escribí algunos artículos extensos para la London Review of Books, unos artículos que reflejaban esa creciente curiosidad y los conocimientos, cada vez mayores, que me aportaba. Escribí, entre otros, un artículo sobre Microsoft, otro sobre Walmart y otro sobre Rupert Murdoch, y llegué a pensar que en la cultura había un vacío y que la mayor parte de los textos escritos sobre ese tema eran obra de periodistas especializados en economía que opinaban que todo lo relativo a ese mundo era fantástico, o que los habían escrito adversarios izquierdistas furiosos que pensaban que todo era tan terrible que no había historia interesante que contar y que lo verdaderamente necesario era una denuncia virulenta. A las dos partes se les escapaban las complejidades de la historia y, con ellas, su interés; eso fue lo que llegué a pensar.
A esas alturas empecé a pensar también en escribir todo un libro sobre esos asuntos, un libro sobre empresas y la gente que hay detrás de esas empresas. La idea consistía en escribir una historia secreta del mundo moderno, o de los que mandan en ese mundo, mediante historias de las compañías más poderosas, las que, en cierta medida, hicieron el mundo o algo por el estilo. No obstante, por regla general vivo pensando en más de un libro a la vez y paralelamente estaba empezando a escribir una novela bastante densa sobre Londres; así fue, al menos, hasta que las paralelas se cruzaron. MaryKay Wilmers, directora de la London Review of Books, me llamó para sugerirme que «uno de mis artículos sobre empresas» tratase sobre los bancos, y dio la casualidad de que eso era exactamente lo que yo estaba pensando acerca del propósito de mi novela. Había tomado conciencia de que no se puede escribir a fondo sobre Londres sin empezar a interesarse por la CITY, pues las finanzas son algo verdaderamente inherente a esa ciudad en que se ha convertido Londres. Y así terminé aprendiendo el lenguaje del dinero, estudiándolo con la intención de escribir sobre él. No fue un curso intensivo ni una inmersión total; no intenté ingerir de un tirón hasta el último detalle de la economía. Lo que hice fue limitarme a seguirlo durante años, leyendo los periódicos especializados en finanzas y las secciones de finanzas y las noticias sobre economía, y lo más importante fue que, cada vez que no entendía un término o una idea, me esforcé por averiguar qué significaban. Los buscaba en Google o consultaba alguno de los libros que empezaba a acumular sobre el tema. Sé que suena a tontería tipo Factor X decir que fue un viaje, pero lo fue.
Una parte fundamental de ese viaje tiene que ver con el hecho de que mi padre había trabajado en un banco, pero no en uno del sistema bancario moderno, esos bancos de inversiones pijos que prometen beneficios a gogó y que en 2008 hicieron volar por los aires el sistema financiero mundial. Mi padre trabajaba para una banca que prestaba dinero a empresas pequeñas para que pudieran funcionar. Más de una vez, cuando yo era niño y salíamos en coche por Hong Kong, mi padre me señalaba una fábrica o una empresa y me decía que él había sido la persona que había dicho sí a la hora de aprobar el primer crédito para que esa empresa empezara a funcionar. En su mundo no había nada que se llamara vanilla mezzanine synthetic RMBS; pero el hecho de que trabajara en el mundo del dinero tuvo en mí el efecto de hacerme sentir que ese mundo era y es comprensible. Mucha gente no tiene esa sensación, se siente desconcertada o derrotada de antemano por todo lo que tiene que ver con la economía y el dinero como si de una repulsión magnética se tratase. A mí no me ocurrió nada parecido; tuve permiso para entenderlo si quería. Sé que suena extraño, pero he llegado a pensar que hay muchas personas que creen no tener ese permiso.
Hubo veces que, incluso con ese permiso, tuve la impresión de que el proceso se parecía un poco a aprender chino; tenía que explicarme el significado de todo lo que leía palabra por palabra. Una frase típica podría ser ésta: «A los economistas les preocupa que, aun cuando el IPM [inglés, RPI, índice de precios minoristas] sigue estando cómodamente en territorio positivo, el estudio de los efectos de la inflación no subyacente revela la existencia de fuertes presiones deflacionistas.» Cuando empecé a aprender esas cosas, mi reacción, al leer, era: «¿Cómo dice?» Pero después aprendí, primero, qué es el IPM y, luego, por qué, como parte del modo en que los economistas entienden la INFLACIÓN, lo consideraban «cómodo» si era positivo, y así llegué a entender la cuestión relacionada con el terror que les provoca la DEFLACIÓN, qué es la inflación no subyacente y qué significa restar esa cantidad de la cifra total de la inflación. ¡Bingo! Entendí la frase. Si multiplicamos ese ejemplo por cientos y cientos de veces, así aprendí a hablar de dinero, y espero que quienes me leen también consigan hacerlo después de leer este libro.
La sensación de aprender algo y de comunicarlo al mismo tiempo fue, desde mi punto de vista, lo más emocionante que me brindó el estudio de la economía. Yo sabía que no sabía más de lo que sabía, y que no era un experto ni nada que se le pareciera. Al mismo tiempo también sentí que eso era lo que me mantenía más cerca de los lectores que compartían mi sensación de curiosidad, de estar intrigados y ligeramente desconcertados y aun así tener que entender semejante rollazo, y comprendí que iba a desempeñar el papel de intermediario, el de alguien situado entre los expertos y el público general. Sabía exactamente lo que hace falta para desempeñar ese papel; sin embargo, y sin ser yo plenamente consciente de ello, mi comprensión de ese vocabulario y de las ideas que expresa no dejó de crecer, y lenta pero inexorablemente me fui convirtiendo en uno de Ellos.
Cuando digo Ellos no es mi intención provocar una paranoia estilo David Icke ante la aparición de nuestros malvados amos extraterrestres con cuerpo de lagarto. (Aunque, dicho esto, a veces me pregunto por la acogida que habrían tenido las teorías de Icke si las publicara por primera vez hoy, cuando la verdadera élite mundial, que, más que el 1 % es el 0,1 % de la población del planeta, parece estar volviéndose cada vez más rica, más y más distante del resto, y a una velocidad que no cesa de aumentar. Muchas de esas grandes fortunas se basan en actividades que, en términos financieros, se denominan «extractivas»; es decir, que usan el dinero y el poder para quedarse con una tajada más grande del pastel, no para hacer otro pastel ni para que el pastel existente aumente de tamaño. Si los megamillonarios