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Escritores fantasmas en el aire: Camilla Randall, Misterio Nº 1
Escritores fantasmas en el aire: Camilla Randall, Misterio Nº 1
Escritores fantasmas en el aire: Camilla Randall, Misterio Nº 1
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Escritores fantasmas en el aire: Camilla Randall, Misterio Nº 1

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About this ebook

Tras un comentario irónico de su conocido exesposo acerca de sus “excéntricos hábitos sexuales”, que fue malinterpretado por la prensa amarilla, la vida de la columnista de etiqueta Camilla Randall desencadena una serie de pésimas bromas en programas nocturnos de televisión.

Casi en bancarrota y con su último pañuelo de Hermes, Camilla acepta la invitación a una conferencia de escritores desconocidos en Santa Ynez, California, un pueblo de vaqueros y viñedos, donde, lamentablemente, una dominatriz travesti llamada Marva hace negocios imitándola.

Cuando el plan de un escritor fantasma para extorsionar celebridades con evidencia falsa culmina en un asesinato, Camilla debe asociarse con Marva para evitar que el asesino vuelva a atacar.

Mientras tanto, un aspirante a escritor, que resulta ser un apuesto policía de Los Ángeles, podría robar su corazón.

LanguageEspañol
Release dateJun 6, 2016
ISBN9781507143285
Escritores fantasmas en el aire: Camilla Randall, Misterio Nº 1
Author

Anne R. Allen

Anne R. Allen is the author of seven comic mysteries including the bestselling Camilla Randall Mysteries. She's co-author of How to be a Writer in the E-Age: a Self-Help Guide, written with NYT bestseller Catherine Ryan Hyde. She blogs at Anne R. Allen's Blog...with Ruth Harris, which Writer's Digest named to their Best 101 Websites for Writers in 2013. Anne is a graduate of Bryn Mawr College and spent twenty-five years in the theater—acting and directing—before taking up fiction writing full time. She is the former artistic director of the Patio Playhouse in Escondido, CA and now lives on the Central Coast of California.

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    Escritores fantasmas en el aire - Anne R. Allen

    Capítulo 1—La joven del Oeste Dorado

    Había tanta gente en el metro que no tenía forma de saber cuál de los sudorosos hombres que apoyaban sus cuerpos contra el mío era el dueño de la mano que trepaba sigilosamente por mi muslo.

    Debí haber sido más precavida. No tendría que haber usado un vestido si sabía que iba a tomar el metro, pero, con la ola de calor que azotaba Nueva York, no soportaría otro día en pantalones.

    Traté de alejarme del hombre que vestía una camisa y parecía ser el dueño de esa mano. Una de sus manos estaba agarrada a la barra del metro que se encontraba encima mío, pero la otra estaba perdida entre el cúmulo de cuerpos. Alejarme de él significaba apoyarme aún más contra un hombre de traje que parecía trabajar en Wall Street y estaba muy ocupado leyendo el periódico sobre el hombro de una mujer en el asiento más cercano.

    Pude moverme unos centímetros, pero la mano continuaba ascendiendo.

    Tal vez era el niño lleno de granos con una camiseta de Marilyn Manson que había abordado el vagón, que rebosaba de gente, en Columbus Circle. Había empujado con mucha fuerza para poder acompañarnos a nosotros tres, que ya habíamos reclamado el derecho a la barra del medio.

    Golpeé al niño en las costillas con uno de mis codos y me contestó una obscenidad.

    Pero la mano continuaba trepando.

    El hombre de traje dejó de leer el periódico y me susurró al oído.

    —Dra. Modales, he sido un niño muy, muy malo.

    Sentí un nudo en mi garganta. El hombre no estaba tocando a cualquiera. Era algo personal. Él sabía que yo escribía la columna de la Doctora Modales. ¿Se imaginaría que mis buenos modales me impedirían protegerme?

    Deslicé mi mano entre nuestros cuerpos. Tomé su muñeca y traté de sacar su mano de mis piernas, pero agarró mi muslo con más fuerza.

    Cuando el tren se detuvo, retrocedí y le di un pisotón al pervertido con el tacón aguja de mi zapato. Lanzó un grito de dolor, momento que aproveché para moverme entre la multitud y acercarme a las puertas. Me bajé en la parada anterior, pero prefería caminar hasta la calle 69, aún con el calor y la humedad, a ser abusada un minuto más. ¿Cómo hacen millones de mujeres para tomar el metro todos los días?

    Vivir sin dinero era más difícil de lo que había imaginado.

    Esperaba que mi abogado hiciese entrar en razón a los abogados de mi esposo pronto. Jonathan estaba siendo muy cruel con el divorcio. No sabía por qué. No fui yo la persona filmada por un paparazzi mientras recibía la atención de una prostituta en Sunset Boulevard.

    Pasé rápidamente por el torniquete. Cuando llegué a la mitad de la escalera mecánica se me ocurrió que podría haber esperado un tren con menos gente, pero ya no tenía sentido volver. Tendría que pagar un nuevo boleto y estos días necesitaba ahorrar cada centavo.

    Salí de la estación solo para chocar contra un muro de aire caliente. Este mayo debía ser el más caliente de la historia. Si el resto del verano iba a ser así de caluroso, haber abandonado mi oficina en el centro resultaría una muy buena decisión. Sentía que devolverle las llaves al propietario era una especie de derrota, pero tal vez todo saldría bien.

    Sin embargo, parecía que no iba a librarme del acoso muy pronto. Al parecer, el calor sacaba a relucir el ser humano repulsivo que todos llevan dentro. Un taxista que se había detenido en un semáforo me miró obscenamente.

    —Oye, Dra. Modales, me he portado muy mal. ¿Quieres darme unas nalgadas?

    ¿Qué le sucedía a la gente? ¿Se habían convertido de repente en delirantes sadomasoquistas?

    Crucé Broadway tan rápido como mis tacones me permitieron. Los había comprado cuando aún podía darme el lujo de tomar taxi. Ahora mis pies pedían a gritos un par de zapatillas. El tacón necesitaba ser reparado y lo sentía tambalear a medida que apuraba mi paso.

    Demasiado tarde. Una familia de turistas que vestían pantalones cargo había escuchado al taxista al salir de Lincoln Center para tomar el metro.

    —¡Es ella! —dijo el adolescente—. La Doctora Modales. Ella estaba casada con ese hombre de la televisión, el de Historias Verdaderas —continuó, y apuntó la cámara de su teléfono celular hacia mí.

    Puse mi cara de calles de Nueva York y miré hacia adelante, pretendiendo no ver ni oír nada, como hacen todos los neoyorquinos educados cuando caminan en medio de una multitud. Pero la familia siguió acercándose, como un grupo de palomas que persigue una bolsa de maíz. No sabía si afrontarlos o dar media vuelta y huir.

    —Escuché que hace cosas sexuales extrañas —dijo la joven.

    —No digas obscenidades —dijo la madre.

    —Estoy seguro de que es ella. La vi en Entertainment Tonight la otra noche —dijo el niño

    —No todas las mujeres elegantes son celebridades —dijo el padre, que me miraba como si fuese un objeto en la ventana de una tienda —. Ni siquiera se parece a la esposa de Kahn. La Doctora Morales tiene cabello más corto. Y senos más grandes.

    Excelente. Ni siquiera me parecía a mí misma porque no había podido ir a la peluquería por meses. Seguramente también había perdido peso. El estrés del divorcio no había sido amable con mi tracto digestivo.

    Al menos no me encontré con ningún otro pervertido camino a mi apartamento en la calle 69. Pero no fue un paseo muy divertido. La humedad debía ser, al menos, del 90 %.

    Habib, el portero, me echó una mirada muy fría. No le había dado una propina en más de un mes. Me abrió la puerta y esbozó una sonrisa con desprecio. Recibí una sonrisa con desprecio... del siempre amable Habib. Quizá el calor realmente había convertido a todos en asquerosos dementes.

    Vi una copia del Post de hoy en la mesa del recibidor.

    Demonios. Una fotografía mía ocupaba la primera página del periódico. Era una imagen horrible en la que yo estaba del brazo de Jonathan, levemente pasada de copas. Parece haber sido tomada durante los premios Emmy del año pasado. El periódico se veía arrugado, como si alguien lo hubiese tirado, por lo que no me importó agarrarlo para darle una leída. Había estado en la página seis muchas veces después de que el escándalo de Jonathan incitara a los chacales mediáticos, pero jamás había estado en la primera página. No podía imaginar qué podrían decir acerca de nosotros dos ahora.

    Abrí el periódico y vi el titular: KAHN REVELA LOS SECRETOS DE LA ATREVIDA DRA. MODALES.

    ¿Qué demonios podría haber inventado Jonathan sobre mí ahora?

    Tomé el periódico, corrí hasta el elevador y oprimí rápidamente el botón número seis para evitar que alguien se apresurara a entrar para compartir el viaje. Quería estar sola para leer detenidamente ese tóxico artículo.

    Traté de calmar mi respiración y prepararme para lo que leería.

    Pero no existía preparación suficiente para las horripilantes palabras que pasaban ante mis ojos. Aparentemente, Jonathan le había dicho al reportero del Post que él no era el único con una vida sexual tan osada.

    Me acusó de practicar sadomasoquismo. A mí. Y, como si eso fuera poco, de necrofilia y zoofilia. ¿Gente muerta? ¿Animales? ¿Por qué decía todo esto? Si tuviese que calificar nuestra vida sexual, utilizaría los adjetivos inocente y convencional. Esa era su queja permanente. Siempre supuse que ese era el motivo por el cual se interesaba en probar los distintos sabores de las prostitutas de las calles de Los Ángeles.

    ¿Cómo pude enamorarme de este hombre? Quizá realmente era masoquista.

    No. Nunca amé al hombre que dio esa entrevista. Había amado al Jonathan que era un amigo cariñoso y amable, y un periodista honorable. Al Jonathan que había dejado de existir hace tiempo. Supongo que yo era la única que no se había percatado de que ya no quedaban rastros del viejo Jonathan.

    De alguna forma pude contener las lágrimas hasta llegar a mi apartamento. Una vez dentro, lancé un gemido tan fuerte que parecía no haber salido de mí, sino de un animal salvaje encerrado dentro de mí que gritaba por su vida.

    Probablemente aterroricé a las hermanas Grimsby del piso de arriba. Pero no podía parar. Grité, abollé la copia del Post, la tiré hacia donde estaba el tacho de basura, y luego seguí gritando. Me saqué los zapatos y los arrojé con fuerza contra la puerta del armario.

    Por desgracia uno de ellos golpeó mi tocador y derribó la mitad de mi colección de fotografías. Pude oír el estallido de los vidrios. Me acerqué para evaluar los daños y vi lo que había hecho. Había roto el vidrio y el marco de mi fotografía favorita, en la que estaba con Plantagenet Smith.

    Fue tomada en una fiesta de debutantes hace más de veinte años. Cuando Plant y yo éramos increíblemente jóvenes y bellos. Cuando yo amaba a Plant con todo mi corazón y él me amaba a mí, creo, a su manera. Antes de que yo conociera a Jonathan. Antes de que yo traicionara a Plant haciéndolo ir al maldito programa de televisión de Jonathan, donde sería acorralado.

    Saqué la foto del marco. Por suerte no parecía haberse dañado. Era irremplazable. Si Plant tuviese una copia, no la compartiría conmigo. No había respondido mis cartas y llamados los últimos cinco años. Me odió por lo que le hice. Y no podía culparlo.

    Reprimiendo nuevas lágrimas, fui a la cocina y saqué un tarro de helado del congelador. Pero ya no había de chocolate. Solo había medio tubo de masa para hacer rollos de canela cubierto de hielo. Y la canela no me gusta para nada.

    Inhalé unos tres segundos.

    Luego, llamé a mi abogado. La contestadora de la firma Barrowman, Hodges y Fine decía que el Sr. Hodges no estaba disponible. El maldito no había estado disponible por semanas porque no había pagado sus honorarios. ¿Cómo podría pagarlos si nunca recibí los cheques? El divorcio había finalizado tres meses atrás. Se suponía que Jonathan iba a pagarme regularmente. Sin embargo, no había visto ni un centavo. Traté de dejar un mensaje coherente, pero mi lengua estaba llena de odio y ganas de helado.

    Revisé mi propia contestadora, esperando una llamada de algún amigo que haya visto el artículo. Ya no usaba teléfono celular, por lo que nadie podría haberme avisado si había leído el periódico esta mañana.

    Decidí dejar de utilizar un teléfono celular cuando dejé a Jonathan. Los medios me acosaban constantemente, sin importar la cantidad de veces que cambiara mi número.

    Así que hice que la Doctora Modales escribiese una columna sobre los males que traen los teléfonos celulares y me despedí para siempre de ellos. Realmente odiaba que tuviesen el poder de convertir a la gente en idiotas incapaces de tener una conversación sin interrupciones. Las personas bien educadas no deberían vivir al servicio de los artefactos electrónicos.

    Me gustaba mi línea de teléfono fijo. Solo pocas personas tenían mi número, porque no aparecía en la guía telefónica. Puedo parecer retrógrada, pero me gusta elegir cuándo y con quién quiero hablar por teléfono.

    Pero no. Nadie había llamado. Ni siquiera mi madre.

    Eso era una bendición. Tal vez podría evitar que lo leyera. Por suerte estaba navegando en el Mediterráneo con su nuevo novio, el Conde Comosellame. Era un europeo cualquiera, pero la había mantenido ocupada, al menos hasta que se enteró de que la familia no tenía casi nada de dinero.

    Tomé el teléfono y llamé a mi agente de bienes raíces. Había sido una buena amiga desde que me separé de Jonathan. La conocí cuando buscaba apartamento. Fue ella quien me ayudó a encontrar mi hogar actual.

    Pero no contestó. No me animé a dejarle un mensaje en su contestadora. Mi asistente tampoco atendió. Tal vez era mejor. No estaba muy contenta con mi decisión de cerrar la oficina. Supongo que yo tampoco lo estaría si tuviese que dejar un glamoroso trabajo en Manhattan e irme a vivir al hogar de mis padres en Queens. No quería hablar con ninguno de mis amigos de Long Island. Desde el escándalo del divorcio había evitado relacionarme con otras personas.

    Quizá era lo mejor. No sabía qué decirle a nadie. Y no quería ver a nadie. Ni que otros me vieran.

    Tendría que quedarme en este apartamento para siempre.

    Si pudiera pagarlo. Miré la enorme cantidad de facturas por pagar al lado del teléfono. El directorio de la cooperativa de vivienda había enviado el segundo aviso por la deuda de los gastos de mantenimiento del mes pasado. El directorio. ¿Qué iban a decir cuando leyeran el Post? Algunas personas habían sido desalojadas por inconvenientes menos complicados.

    Caminé por mis dos pequeñas habitaciones, abriendo armarios como si buscara algo. No sabía qué. Probablemente chocolate. Pero no encontré nada más que dos barras de cereal.

    Lo que sí encontré fue la botella de whisky que el amigo de mi madre, un ebrio corredor de bolsa, había traído el mes pasado cuando accedí a cenar con él. Había dejado casi la mitad de la botella. Si había un momento para tomar whisky, era este. Me serví un poco en un vaso, y agregué algo de agua y un poco de hielo. Al principio el whisky quemó mi garganta, pero me sentí mejor una vez que lo terminé. Volví a llenar el vaso; esta vez, sin agua.

    Cuando iba por el tercer vaso, sonó el teléfono.

    Miré el identificador de llamadas, pero no reconocí el número. El código de área era de California.

    Jonathan. Jonathan el Maligno debe estar llamándome desde su nuevo e increíble hogar en Malibú, que le gustaba más que la casa que alquilábamos en Southampton, según los dichos de su última, y casi tóxica, comunicación. Su abogado debe haberle dado mi teléfono.

    El teléfono siguió sonando.

    Claramente no iba a responder. Me pregunté si dejaría un mensaje. Respiré profundamente y traté de calmarme e ignorar la sádica payasada que seguro trataba de hacer.

    Finalmente, una voz salió de la contestadora. Era grave y áspera, para nada parecida a la voz dulce de presentador que tenía Jonathan. De hecho, si bien la voz era grave, no parecía la de un hombre. Y algo en ella me sonaba familiar.

    —Espero que no estés fuera de la ciudad, Camilla querida —dijo la voz de una anciana—. ¿Estoy hablando con la Camilla Randall correcta? ¿La Doctora Modales? Tu madre me dio este número el mes pasado durante la colecta de fondos para el centro de rescate equino. Soy Gabriella Moore.

    Gabriella Moore, la actriz. Por eso su voz me sonaba familiar. Amaba su programa de televisión cuando era niña. La Gran Montaña, un programa sobre caballos hermosos y vaqueros caprichosos. No sabía que aún estaba viva. No había oído hablar de ella en unos veinticinco años. ¿Por qué estaría llamándome?

    Tomé el teléfono.

    —¡Señorita Moore! Que hermosa sorpresa. Crecí mirando La Gran Montaña. Era mi programa favorito cuando era pequeña.

    Gabriella lanzó su típica carcajada, ronca y gutural.

    —No le digas eso a nadie, cariño. Sería como adherir un cartel a tu frente que diga llegando a los cuarenta. Igualmente es un placer saber que veías mi show. Quisiera saber si puedes ayudarme. Tengo una emergencia.

    —¿En dónde? ¿En California? —No había forma de que me acercara a donde estaba el señor Jonathan Kahn.

    —Sí. La Conferencia de Escritores del Oeste Dorado. La organizo aquí en mi rancho de Santa Ynez. Comienza el jueves y la persona que iba a dar el taller de literatura de no ficción acaba de cancelar su presencia. ¿Te interesaría hacer una presentación sobre cómo escribir columnas sindicadas? No es mucho dinero, pero supongo que una Randall no se fijará en eso. Te dará la oportunidad de promover tu columna. ¿Y no has escrito también algunos libros?

    Sí que había escrito libros. Libros que ya no se publicaban. Pero no iba a decirle eso.

    —¿Santa Ynez? ¿El antiguo hogar de los Reagan? ¿La Casa Blanca del Oeste? —Tal vez podría considerarlo. Desde el divorcio, me había alejado del centro de atención tanto como fue posible, pero cada vez menos personas leían mis columnas. Tal vez era el momento de hacerle saber al público que aún estaba viva.

    —Así es. El campo más hermoso del planeta. Colinas doradas, ganado corpulento y viñedos infinitos. Está al norte de Santa Bárbara. La propiedad había sido un rancho para turistas a final de los años 20. Además, aquí se han filmado cientos de películas de vaqueros. Vamos. ¿No te sentaría bien un cambio de aire? Y unas vacaciones pagas. Solo tienes que hacer una presentación sobre tu columna a un grupo de aspirantes a escritores. Marie Osmond tuvo un inconveniente y me informó que no podrá venir, lo que me deja en un callejón sin salida.

    Me estaba pidiendo que suplantara a una antigua celebridad de televisión que había escrito libros de costura. A mi madre le daría un ataque.

    Pero Santa Bárbara estaba bastante lejos de Los Ángeles y era improbable que me encontrara a Jonathan. Y sería extraordinario estar en un lugar en el que no se vendiera el New York Post.

    —¿Hace mucho calor allí? —Desde mi ventana, contemplé la sudorosa multitud que pasaba por la acera. Era extraño que tantas personas desfilaran por un barrio residencial como este.

    —Puede hacer calor durante el día, pero el calor es seco —dijo Gabriella—. Luego el clima refresca por la noche.

    Primero se me ocurrió que podían ser turistas, pues todos tenían cámaras, pero me di cuenta de lo que realmente sucedía cuando uno de ellos apuntó su cámara hacia mi ventana.

    No eran turistas. Eran paparazzi. Demonios.

    —La conferencia dura cuatro días, pero puedes quedarte más tiempo si quieres —señaló Gabriella—. Tengo mucho lugar.

    —Me encantaría —dije, y cerré las cortinas.

    Ahora solo tendría que hallar la forma de sobrevivir hasta el jueves sin helado. Con algo de suerte, el artículo del Post sería historia para cuando volviera y alguna otra celebridad estaría en el ojo de la tormenta mediática.

    Capítulo 2—El piloto de la montaña fantasma

    El vuelo hacia California no fue tan malo, considerando la pésima calidad de la clase económica de los aviones hoy en día, pero el despegue se retrasó y algunos problemas mecánicos que se presentaron en el aeropuerto Dallas/Fort Worth nos mantuvieron en tierra algunas horas más.

    Por suerte nadie me reconoció en el aeropuerto. Algunos paparazzi, muy persistentes, me habían seguido hasta el aeropuerto Kennedy. Estaba preparada para que se acabaran mis quince minutos de fama. Al aterrizar en Santa Bárbara me sentí libre por primera vez desde el lunes, cuando el Post publicó la nota.

    Demasiado libre. Aparentemente descuidé mi equipaje. Cuando fui a recolectar mis maletas, me informaron que habían sido cargadas en otro vuelo.

    Intenté que el joven que me atendió mostrara un mínimo interés en encontrarlas (las había comprado en Louis Vuitton), pero su mirada era tan vacía que me pregunté si alguna vez volvería a ver mis pertenencias. Por suerte tenía lo más importante en mi valija de mano.

    Busqué a alguien que pareciera ser el encargado de recoger a las personas que asistían a la conferencia, pero nadie en todo el aeropuerto de Santa Bárbara tenía ese aspecto. No pretendía que Gabriella y su gente esperaran tanto tiempo. Eran casi las siete. Seguramente ya todos estaban disfrutando de la recepción.

    Paré un taxi y le di la dirección en Santa Ynez al conductor. El hombre, de aspecto muy serio, parecía no hablar inglés, pero asintió con la cabeza, haciéndome saber que había entendido cuando dije Santa Ynez. Repitió el nombre del pueblo con acento español.

    El auto no parecía ir muy rápido, pero llegamos a destino en muy poco tiempo. Le agradecí y le di varios billetes de veinte dólares, suponiendo que era suficiente. El conductor mostró una amplia sonrisa, subió al vehículo y se marchó apresuradamente, como si tuviese muchas ganas de ir al baño.

    Miré con detenimiento a través de la penumbra de la noche, pero no vi el rancho de Gabriella ni a los escritores que debían estar reunidos en la cena de bienvenida.

    Tampoco vi viñedos, ganado corpulento ni colinas doradas. No había nada más que la tensa quietud de los delicados suburbios.

    Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

    Sentía que alguien me miraba desde la oscuridad de un garaje abierto al otro lado de la calle. Escuché que una motocicleta se acercaba y busqué en la cartera mi laca para peinar, que había demostrado ser un arma muy útil en situaciones similares.

    Comencé a caminar hacia la esquina con paso muy decidido, o al menos tan decidido como mis tambaleantes tacones me permitían. Bajo el poste de luz vi una señal que decía Santa Ynez.

    Rayos. El conductor supuso que me dirigía a la calle Santa Ynez, no al pueblo. Por eso el viaje desde el aeropuerto había sido tan corto. Seguramente todavía estaba en Santa Bárbara.

    Le había dado demasiada propina.

    Me dije a mí misma que debía ser positiva: debía agradecer a la aerolínea haber perdido mi equipaje. Esto sería mucho peor si estuviese cargando todas esas maletas. Siempre empacaba demás.

    Una motocicleta salió del sospechoso garaje. Tomé mi laca y dispuse una expresión bastante seria.

    El conductor se detuvo junto a mí y levantó el visor de su casco.

    —¿Doctora Modales? Me pareció que eras tú, preciosa.

    El hombre sonrió, exponiendo la clara urgencia de un tratamiento dental.

    Aparentemente los miembros de la comunidad de bandidos en dos ruedas de Santa Bárbara leen el New York Post.

    —Soy yo. —El hombre se sacó el casco. Parecía un hombre de las cavernas o una estrella de rock a punto de ingresar a una clínica de rehabilitación. Sus cejas parecían tener vida propia. —De la taberna. Estás bastante lejos de Santa Ynez, cariño.

    Él sabía a dónde me dirigía. La situación se volvía cada vez más escalofriante. No vi ninguna cámara, pero seguramente era un paparazzi. Tal vez Gabriella había puesto algún aviso para anunciar que yo estaría en la conferencia y este sujeto me había seguido desde el aeropuerto.

    —No frecuento tabernas. —Le eché una mirada que, si bien no era grosera, habría dejado helado a un maître de Manhattan.

    —Me encanta cuando hablas así. Vamos, nena —respondió riéndose.

    Supuse que iba a tener que permitirle tomar alguna foto. No podía cerrar las cortinas, como siempre hago. Después de un matrimonio de quince años con una estrella de televisión, había aprendido que la mejor forma de deshacerme de algunos paparazzi era simplemente darles lo que quieren.

    —Bien, tú ganas. —Acomodé mi cabello y le di mi mejor sonrisa. —Saca tu equipo.

    —¿Aquí en la calle? ¡Sí que eres atrevida! —Se acercó hacia mí como un animal en celo. Retrocedí, pero tomó mi muñeca y me acercó hacia su pecho cubierto por su campera de cuero. —Tengo ganas de divertirme, cariño, pero me gustaría tener algo más de privacidad. Acabo de recibir dinero por haber arreglado la motocicleta del anciano de aquella casa.

    Su aliento debía ser denunciado ante alguna organización de protección ambiental.

    —¿Qué te parece si vamos a la taberna y luego a mi casa? Me he portado muy mal...

    Otro pervertido. Tendría que haber imaginado que esto sucedería. El Post podía ser leído en internet, al igual que casi todo hoy en día. Personas de cualquier parte del país podrían haber leído ese artículo.

    —¿No eres un paparazzi? —Busqué la mejor forma de huir.

    —¿Paparazzi? Nunca he oído hablar de esa pandilla —dijo ofendido—. Soy un Piloto de la Montaña Fantasma —explicó, señalando el logo en su chaqueta, que mostraba a un esqueleto sobre una motocicleta.

    Me alejé lentamente, buscando una roca o algún objeto contundente en el jardín.

    El ladrido de un perro nos asustó a los dos. Una mujer envuelta en licra salió de la puerta de la casa de al lado, hablando por celular y trotando al mismo tiempo. Corrí hacia ella, saludándola aliviada. Pero su perro nos ladró a ambos.

    —¡Sal de aquí, basura!

    El perro era enorme. Sus dientes parecían peligrosos... y no traía correa. Lanzó un gruñido amenazante. La mujer en licra gritó nuevamente.

    —He llamado al 911. No puedo creerlo. Prostitución. Solo a dos cuadras de Montecito. ¡Oprah Winfrey vive aquí! No sean irrespetuosos.

    El perro volvió a gruñir.

    —Aquí tienes, Doc. —El motociclista me dio un casco plateado y señaló las alforjas de

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