Lo verdadero es el miedo
By Pepa Antón
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Lo verdadero es el miedo - Pepa Antón
© María José Antón, 2012
loverdaderoeselmiedo@gmail.com
© Clave Intelectual, S.L.,
C/ Velázquez 55, 5º D- 28001 Madrid – España
Tel. (34) 91 781 47 99
info@claveintelectual.com
www.claveintelectual.com
Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin el permiso escrito de la editorial.
ISBN: 978-84-945281-9-4
Fotografía de cubierta: Arantza Salaberría
Imagen y Autorretrato de cubierta: María José Antón,
Muñecas para una exposición
Autorretrato
Diseño de cubierta: Ozono (www.ozonocb.com)
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatoria
Nota de la editorial
Prólogo
Captatio benevolentiae
El principio
Como Dios manda
Ingenio y oración
El primer amigo
El desvelo de las niñas
De la litera al tálamo
La cubertería de plata
El ZANU en casa
La jugada
Función privada
Descriptiva
Vero cuento
Miradas
Una pequeña frase
Tan vacía
Fuga
Notas
Dedicado a mi padre,
a José María
a Nines
y a Vittorio Gassman
NOTA DE LA EDITORIAL
Pocas veces una editorial tiene la suerte de poder publicar una primera obra que nace apoyada en más de un centenar de previos y entusiastas lectores. Hace pocos meses, en una abarrotada librería de Madrid, la librería Rafael Alberti, María José (Pepa) Antón presentó Lo verdadero es el miedo, el libro de relatos que había editado ella misma. Los pocos relatos que allí leyó mostraban una escritura intensa y precisa, libre de ganga, que apresaba múltiples sentidos en su interior, además de una buena estructura narrativa. La lectura posterior del libro completo confirmó esa primera impresión, que se unió al testimonio favorable de una variedad de lectores. Clave Intelectual presenta ahora una nueva edición de aquellos relatos y apuesta por este libro de una mujer de casi setenta años, con los que inaugura una nueva colección: Mujeres.
Escritos en primera o tercera persona, según la necesidad narrativa de cada uno, Pepa Antón —que también es pintora— dibuja en estos 17 relatos la vida de una mujer: la niña que es educada en el terror al pecado y al infierno en un colegio de monjas; la joven destinada a ser esposa y madre; los años de lucha en la última etapa del franquismo; el miedo al desamor, a la soledad, al sufrimiento de los hijos. Y también la amistad, la complicidad entre mujeres...
Un notable tratamiento literario de los elementos biográficos, del que forma parte esencial el humor sutil como herramienta distanciadora que dirige el sentido, convierte los relatos de Pepa Antón en una aguda e inteligente mirada sobre el destino de las mujeres nacidas en la España de la segunda mitad del siglo XX, el de cientos, miles de mujeres, cuyas vidas, emociones y vivencias aparecen aquí contadas. Esta es la historia de muchas de ellas.
PRÓLOGO
Los cuentos de Pepa logran ofrecernos lo que nos ofrece siempre la mejor literatura: una mirada única, una posición particular desde la que se contempla e interpreta el mundo. Esa mirada no consiste simplemente en describir el lugar desde el que se mira o el objeto de la contemplación, sino que —a través del tono, es decir, del resultado de una síntesis de experiencias intelectuales y emocionales, éticas y estéticas— nos sitúa, a los lectores, en dicho lugar. La voz que habla en estos textos no sólo resulta verosímil y reconocible; también pasa a ser la nuestra.
Este libro es el itinerario de un aprendizaje. Su argumento central es el deseo, la necesidad y la adquisición de cierta clase de sabiduría, una sabiduría que sirva para enfrentarse a las restricciones que nos impone el mundo y, sobre todo, a las que nos inocula para que cada uno se las imponga a sí mismo. Hay aquí un constante autocuestionamiento por el que se paga un alto precio emocional pero que resulta imprescindible para ganar algunos espacios de libertad. En efecto, no se trata de defender los propios valores sino de investigarlos, de ponerlos en tela de juicio, por medio de una visión del yo despiadadamente irónica, humorística, honesta y cruel. Es algo así como si tuviéramos que ensuciarnos para poder salir más limpios.
En otro plano, se podría decir que en estos relatos asistimos al encuentro entre un carácter ingenuo e idealista y lo terrible de la vida. Y ahí estaría, quizá, lo que hay de único y admirable en la posición desde la que han sido escritos. La forma en que la ingenuidad y el idealismo se van transformando, adaptándose a lo que se percibe como realidad y que no deja de defraudar, asumiendo los mensajes que manda la realidad pero no acatándolos, reduciendo el nivel de las ilusiones y expectativas sin renunciar a ellas, es particularmente emocionante: con plena conciencia de la dificultad de sostener un discurso idealista, se consigue eludir la tentación del cinismo y la desesperanza y se logra conservar una clase de energía que no es fácil de encontrar.
Pienso que este libro contiene la vida, y no me refiero sólo a que ha logrado captar y representar escenas y sentimientos que definen nuestra existencia; quiero decir, sobre todo, que muestra y transmite un impulso hacia el mundo y hacia uno mismo que hace que dicha existencia valga la pena.
MARIANO PEYROU
CAPTATIO BENEVOLENTIAE
Tú no haces un soneto, es imposible,
me dices, y me dejas turulata.
Discutimos, mantengo la bravata
y ahora me enfrento al reto ineludible.
Métrica, rima, verso inteligible
no son al escribir desiderata,
ni atestiguan, aunque no exista errata,
otra cosa que esfuerzo indiscutible.
Mas si queremos convenir, en suma,
dejándonos de tontas discusiones,
aceptemos, proposición discreta,
que una cosa es ser hábil con la pluma
—lo soy, perdón, y como yo legiones—
y otra muy diferente es ser poeta.
EL PRINCIPIO
El 15 de mayo de 1950 tenía siete años y tres meses, me faltaban dos dientes y estaba en pecado mortal. El traje de organdí, con el que mis primas mayores habían hecho la primera comunión, colgaba de la lámpara de mi cuarto y esa noche dormí mal.
En el colegio nos llamaban las futuras comulgantas. Íbamos a recibir al niño Jesús y teníamos que ser puras, ahora y hasta el día de la muerte. Ser puras era tener el alma blanca y transparente, pero con los malos pensamientos y los actos impuros se llenaba de manchas. Si tenías de eso, te ibas al infierno, aunque lo peor de todo era que hacías sufrir al niño Jesús.
A mí lo de hacer sufrir al niño Jesús no me importaba mucho. Estaba acostumbrada a pelearme con mis hermanos y a veces, en las apreturas del tranvía, no sé por qué, pellizcaba con disimulo a algún niño más pequeño que yo.
Pero lo del infierno era otra cosa. Por lo visto ardías eternamente sin terminar de quemarte nunca y, al mismo tiempo, te pinchaban con hierros candentes, así que me propuse ser todo lo pura que hiciese falta con tal de no ir a semejante sitio. Del Juicio Final, sin embargo, no se libraba nadie. Me imaginaba la escena. Todos muertos, con la vida eterna por delante, sentados en el suelo de una inmensa explanada polvorienta y sin un solo árbol, esperando a que saliese Dios. Dios de repente aparecía en el escenario y nos iba señalando con el dedo y contando a voz en grito todo lo que habíamos hecho de malo en la vida. Sólo de pensarlo me daban escalofríos. Decidí entonces que me llevaría una manta al otro mundo para taparme la cabeza cuando Dios empezase a contar lo mío.
Aprendimos de memoria el catecismo y cosas que no eran para entender, sólo para creer. Yo escuchaba con muchísima atención y estaba dispuesta a creérmelo todo, hasta que un buen día la monja nos contó que el arcángel San Gabriel se apareció a una virgen llamada María. Aquello me sonó raro, no lo de que se apareciese un arcángel, que eso era completamente normal, sino lo de una virgen. Yo sólo conocía una, la Virgen, y la frase daba a entender que había varias.
—Ma mère —dije, después de levantar la mano y obtener permiso para hablar—, ¿qué quiere decir virgen?
Sólo yo me había fijado en ese detalle. Pensé que la monja se daría cuenta y me diría: muy bien, se ve que es usted muy aplicada y que se está preparando a fondo para la primera comunión. Entonces yo sonreiría humildemente y todas las niñas me tendrían una envidia estupenda.
Pero no fue así. En realidad la idea no había sido mía sino del mismísimo demonio. Satanás me había tentado soplándome al oído la pregunta, y yo había caído en su trampa. Lo vi reflejado, envuelto en llamas, en los ojos de la monja que me miraba con espanto.
—Todas fuera —gritó la mère, y añadió señalándome con el dedo—, por su culpa.
Salimos de clase a todo correr y nunca más se volvió a hablar de aquello. Estaba claro que mi horrible pregunta tenía que ver con los malos pensamientos y los actos impuros.
Yo quería hacerlo todo bien, lo que pasaba era que tenía muy mala suerte.
Mientras nos preparábamos para la primera comunión, debíamos vigilar a nuestras madres para que se vistiesen con decoro y, en caso contrario, decirles, con mucha humildad, eso sí, que se tapasen, porque ofendían al niño Jesús. Me encantó la idea y estuve vigilando atentamente los escotes de mi madre durante un tiempo, hasta que se me olvidó. Mi madre era vasca de las de toda la vida y se vestía siempre de lo más decente.
Se acercaba el día más feliz de mi vida. Hasta el fotógrafo que vino a casa lo repetía, empeñado en que sonriese. Yo apretaba los labios con fuerza porque me faltaban dientes y porque no tenía ningún motivo para sonreir. Días antes había tenido que pedir perdón a mis padres sin saber muy bien por qué. Al parecer era un trámite tan ineludible como el del Juicio Final. Como me daba una vergüenza horrorosa, pedí perdón tan bajito que no me entendieron nada y tuve que repetirlo.
Por fín llegó el día. La noche anterior me acostaron con la cabeza llena de bigudíes, como cordones de zapatos con alambre dentro, para rizarme el pelo y peinarme en tirabuzones. Los bigudíes me hacían daño y el traje blanco, colgado de la lámpara, parecía un fantasma en la oscuridad. Además iba a comulgar en pecado mortal.
Para nuestra primera confesión, la monja nos había enseñado a hacer examen de conciencia. Ella decía en alto, de uno en uno, los mandamientos de la ley de Dios, sin saltarse el no matarás ni el no desearás la mujer de tu prójimo, y luego nos dejaba un ratito en silencio. Bajábamos entonces la cabeza, y con los ojos cerrados, tal como nos había dicho, nos mirábamos el alma. De vez en cuando yo los abría un poquito y miraba de reojo a las demás. Me hubiera gustado saber de qué se iban a confesar ellas para hacerme una idea. Me torturaban las dudas, y el tiempo corría sin que yo acabase de elegir mis pecados. Cuando ya estaba de rodillas en la oscuridad del confesionario, con el cuello estirado para llegar a la rejilla, lo decidí: He mentido, he contestado mal, he desobedecido y he tenido malos pensamientos. Ya está, pensé, ahora me pone la penitencia y me voy.
La pregunta del cura me pilló por sorpresa. ¿Cuántas veces? Y yo contesté rápidamente el primer número que me vino a la cabeza. En ese momento lo estropeé todo. Me había inventado el número de malos pensamientos y la confesión no me había valido para nada. Comulgaría en pecado mortal y eso se llamaba sacrilegio.
De dos en dos entramos en la capilla con nuestros trajes blancos, coronas de flores y largos velos, mientras el armónium sonaba y algunas madres lloraban.
Todo salió bien. Yo era una sacrílega que había hecho la primera comunión en pecado mortal, pero nadie lo había notado. Luego nos dieron una taza de chocolate con suizos para mojar, y alguien me regaló mi primera pluma estilográfica.
COMO DIOS MANDA
Por fin sonó la campana. Abrí la tapa del pupitre y metí la cabeza dentro para