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Historia de los musulmanes de España. Libros III y IV: El califato. Los reyes de Taifas
Historia de los musulmanes de España. Libros III y IV: El califato. Los reyes de Taifas
Historia de los musulmanes de España. Libros III y IV: El califato. Los reyes de Taifas
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Historia de los musulmanes de España. Libros III y IV: El califato. Los reyes de Taifas

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Fruto de largos años de trabajo y de una prodigiosa labor de investigación original, la "Historia de los musulmanes de España", obra cumbre del filólogo e historiador holandés Reinhart P. Dozy, provocó de inmediato una verdadera revolución en el campo de los estudios arábigos.

La utilización de fuentes y documentos de primera mano, hasta entonces inexplorados, un estilo literario de gran belleza y una estructura narrativa impecable la convirtieron en un clásico de la historiografía moderna. Pasado más de un siglo desde su primera edición, continúa siendo la obra de referencia erudita a la que recurren los estudiosos del tema y una lectura cautivante para todos aquellos interesados en una de las facetas más apasionantes de la historia de España.

Publicada ahora en dos tomos, "La historia de los musulmanes de España" comprende el período que media entre los años 711 y 1110, o sea, hasta la conquista de Andalucía por los almorávides.
LanguageEspañol
PublisherTurner
Release dateApr 1, 2015
ISBN9788415427346
Historia de los musulmanes de España. Libros III y IV: El califato. Los reyes de Taifas

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    Historia de los musulmanes de España. Libros III y IV - Reinhart Dozy

    Bibliografía

    3

    EL CALIFATO

    ÍNDICE ANALÍTICO DEL LIBRO 3

    EL CALIFATO

    I

    Retroceso al comienzo del reinado de Abderramán III. Peligros para el Estado. El reino de León y el califato africano. Los ismaelitas. El islamismo en Persia. Los guebros. Las conversiones aparentes. La persecución y la rebeldía. Abdallah ibnMaimun. La doctrina del imán. Anatema en que envolvía a Alí, a sus descendientes y a los árabes en general. Los guebros, los maniqueos, los paganos de Harrán, los partidarios de la filosofía griega y los asnos. A Abdallah lo sucede su hijo Ahmed. Ibn-Hochah, misionero ismaelita, en el Yemen. Ibn-Abdallah. Éste eleva al trono al Mahdí. Verdadero carácter de la secta ismaelita. Su intolerancia y crueldad. Los infelices africanos. Los fatimitas. Sus espías en España. Predicción de Abdelmelic ibn-Habib. La filosofía en España. Ibn-Masarra. El reino de León. Covadonga. Pelayo. Los gallegos y Alfonso I. Ahmed ibn-Moawia y Alfonso III. El supuesto Mahdí. Su derrota y su muerte. La audacia de los leoneses. Crueles y fanáticos. Tarea que esperaba a Abderramán III

    II

    Ordoño II entra a sangre y fuego en el territorio de Mérida. Abderramán envía contra él un ejército mandado por Ibn-abi-Abda. Es derrotado y muerto. Los fatimitas en la Mauritania. Said II. Sus tres hijos. Said III en Necur hace proclamar la soberanía de Abderramán. Ordoño II de León y Sancho de Navarra asuelan las inmediaciones de Nájera y Tudela. El hadjib Bedr. Abderramán toma en persona el mando del ejército. Osma, San Esteban de Gormaz, Alcubilla. Clunia. Abderramán y Sancho de Navarra. Combate de Val de la Junquera. Los musulmanes triunfantes en Navarra. Ordoño en Nájera y Sancho en Viguera. Vuelve Abderramán a territorio navarro. Llega a Pamplona. Los hijos de Ordoño II, Alfonso y Sancho, se disputan la corona. Abderramán y el título de califa. Los asuntos de África. Alfonso IV y Ramiro II. Conquista de Madrid. Ramiro y Abderramán. Marcha de los musulmanes al Norte. San Pedro de Cardeña y Burgos. La capital de Castilla destruida. Liga del Norte contra el califa. Ramiro II y Mohammed ibn-Hachim, de Zaragoza. García de Navarra y la reina Tota. El sitio de Zaragoza y Ahmed ibn-Ysaac. Su hermano Omeya. Mohammed capitula en Zaragoza. La reina Tota reconoce a Abderramán como soberano de Navarra. Abderramán III dueño de toda España, menos del reino de León y parte de Cataluña

    III

    Gran cambio en el reino de Abderramán. La nobleza. Error del califa en no preocuparse por la susceptibilidad de los nobles. Los eslavos. Su procedencia. Su condición. Su número. La campaña del poder supremo. Nadjda, eslavo, general en jefe del ejército. Actitud de los capitanes árabes. Victoria de Ramiro II. Abatimiento de Abderramán. Guerra civil entre los cristianos. Castilla quiere separarse de León. El conde Fernán González. Los asuntos de África. Rebelión contra los fatimitas. Abu-Yezid, jefe de los no conformistas. Los sunnitas. Abu-Yezid reconoce a Abderramán como jefe espiritual de los dominios conquistados. Cambio de costumbres en Abu-Yezid y su perdición. La ruina de los no conformistas. Ramiro II encierra en un calabozo de León a Fernán González. Da el condado de Castilla a Asur Fernández y a su hijo Sancho. Los castellanos siguen adictos a su antiguo conde. Romance de Fernán González. Ramiro le devuelve la libertad. Muere Ramiro II. Guerra de sucesión entre Ordoño y Sancho. Los ejércitos de Abderramán triunfan en todas las fronteras. Débiles compensaciones de los cristianos. Abderramán concierta un tratado con Ordoño III y otro con Fernán González. Abderramán y los fatimitas. Una flota de Moezz, cuarto califa fatimita, en Almería. Abderramán envía a Ghalib a saquear las costas de Ifriquia. Prepara una gran expedición. Muere Ordoño III. Abderramán, obligado a emplear las tropas preparadas para África, contra el reino de León. Vence a Sancho, sucesor de Ordoño

    IV

    El rey Sancho, odiado y despreciado por los nobles. Lo arrojan del reino. Elección de Ordoño IV. Sancho en Pamplona. La obesidad de Sancho. Su abuela Tota pide un médico a Abderramán. El judío Hasdai. La reina Tota, García y Sancho van a Córdoba. Los poetas judíos alaban a Hasdai. Planes para reponer en el trono de León a Sancho. Expedición de un ejército a África. Otro ejército marcha contra León. Sancho, curado de su obesidad. Recupera el trono. Ordoño se refugia en Burgos. Muerte de Abderramán III. Su obra prodigiosa. Andalucía. El tesoro público. Florecimiento de la agricultura, la industria, el comercio, las ciencias y las artes. Bienestar general. Córdoba y Bagdad. Zahra y la ciudad de su nombre. El poder formidable de Abderramán. Su inteligencia. La modernidad de su espíritu

    V

    Las cortes de León y Pamplona. Haquem II. Su situación con respecto a Sancho, a García, a Ordoño y a Fernán González. Ordoño IV, el Malo, solicita la protección de Haquem. Su viaje a Córdoba. Ordoño en Medina Zahra. Su manera indigna de comportarse. Su tratado con Haquem. Ejército puesto a su disposición y mandado por Ghalib. Temores de Sancho y embajadores que envía a Haquem. Muerte de Ordoño IV. Haquem declara la guerra a los cristianos. Los obliga a pedir la paz. Muerte de Sancho. Ramiro III, bajo la tutela de su tía Elvira. Muerte de Fernán González. La cultura de Haquem y su afán en buscar libros. Su biblioteca. La magnífica obra de Abu-’l-Faradj Isfahani. Florecimiento de la enseñanza. La universidad de Córdoba. Abu-Becr y sus tradiciones sobre Mahoma. Abu-Alí Khalib y sus noticias sobre los árabes antiguos. Ibn-Al-Cutia, el gramático. La teología y el derecho. El hombre famoso que había de salir de la juventud universitaria

    VI

    Los cinco estudiantes que comían juntos. Lo que les promete uno de ellos para cuando sea dueño del país. Las reflexiones del joven estudiante. ¿A quién nombraré cadí cuando yo gobierne? Se llama Abu-Amir Mohammed. Su familia. Cargos subalternos con que empieza a ganarse la vida. Haquem II busca un intendente. Aurora, la sultana favorita. Mohammed, intendente de los bienes del primogénito de Haquem y de los bienes de Aurora. Su generosidad extraordinaria. Simpatías y partidarios que le crea. Intimidad de Aurora y Mohammed. Los envidiosos lo acusan de malversación. Cómo confunde a sus acusadores. El califa lo colma de dignidades. Su palacio de Ruzafa. Los asuntos de la Mauritania. La guerra entre los fatimitas y los omeyas. Haquem envía un ejército que es vencido. Envía sus mejores tropas, mandadas por Ghalib. Forma en que Ghalib consigue triunfar. Dinero derrochado con los jefes berberiscos. Haquem nombra a Mohammed cadí supremo de la Mauritania. Regreso a España de Ghalib y su entrada triunfal en Córdoba. Salud precaria del califa. Haquem convoca a los grandes del reino para proclamar heredero del trono a su hijo Hixem

    VII

    Muere Haquem. Los eunucos Fayic y Djaudhar. Cómo aprecian el juramento prestado a Hixem. Quieren elevar al trono a Moghira, tío de Hixem. El ministro Mozhafí. Cómo hace abortar el proyecto de los eunucos. Plan para matar a Moghira. Se encarga de hacerlo Ibn-abi-Amir. Aparente paz entre Mozhafí y los eunucos Fayic y Djaudhar. Hixem II en el trono. Tranquilidad aparente. Los eunucos fomentan el descontento. Plan de Ibn-abi-Amir para ganarse al pueblo. Mozhafí toma el título de hadjib o primer ministro; Ibn-abi-Amir, el de visir. Hixem II recorre a caballo las calles de la capital. Abolición del impuesto sobre el aceite. Los servidores armados de Fayic y Djaudhar. Djaudhar presenta su dimisión. Dorrí, señor de Baeza. Ibn-abi-Amir y Mozhafí adoptan medidas decisivas contra los eslavos. Fayic desterrado a una de las islas Baleares. Inacción del gobierno contra los cristianos del Norte. Alarma de la sultana Aurora. Comprometida situación de Mozhafí. Propone enviar un ejército contra los cristianos. Se encarga de mandarlo Ibn-abi-Amir. Pasa la frontera. Resultado de esta campaña. Cómo Ibn-abi-Amir se gana la adhesión de los soldados y los capitanes de su ejército

    VIII

    El poder de Ibn-abi-Amir y el de Mozhafí. Mozhafí, poeta y literato. Incapacidad de Mozhafí como hombre de Estado. Ibn-abi-Amir resuelve hacerlo caer. Khalib, gobernador de la Frontera inferior. Su enemistad con Mozhafí. Ibn-abi-Amir se ofrece como mediador entre Mozhafí y Ghalib. Ghalib es nombrado generalísimo de todo el ejército de la Frontera. Ibn-abi-Amir, nombrado también generalísimo del ejército de la capital, emprende en seguida su segunda expedición. Su entrevista con Ghalib. Su acuerdo sobre la caída de Mozhafí. Éxito de la campaña. Ibn-abi-Amir prefecto de la capital. Mozhafí pide a Ghalib la mano de su hija Asma para su hijo Othman. Intervención de Ibn-abi-Amir y su contrato de boda con la hija de Ghalib. Felicidad de este matrimonio. Caída de Mozhafí y los suyos. Mozhafí en presencia de sus jueces. Ibn-Djabir e Ibn-Djahwar. Cómo vive Mozhafí en lo sucesivo. Odio que le profesa Ibn-abi-Amir. Cómo muere Mozhafí

    IX

    Ibn-abi-Amir elevado a la dignidad de hadjib. El partido del eunuco Djaudhar. Coplas alusivas al hadjib y la sultana. Conspiración para asesinar a Hixem y elevar al trono a otro nieto de Abderramán III. Djaudhar intenta matar a Hixem en una audiencia. Fracaso de la conspiración y castigo de los comprometidos. El poeta Ramadí y la prohibición de dirigirle la palabra. Los enemigos más encarnizados del hadjib. Principios religiosos que le atribuyen. Lo terrible de la acusación de filósofo. Cómo demuestra su fe musulmana. La biblioteca de Haquem II y los libros quemados. Ortodoxia de Ibn-abi-Amir. Cualidades de Hixem II. Aislamiento en que lo tienen su madre y el hadjib. Temores de que tal situación no pueda prolongarse. Fundación de Zahira. Hixem realmente prisionero. Reorganización del ejército. Ghalib no está conforme con la reclusión del califa. Decisión de Ibn-abi-Amir de deshacerse de su suegro. Necesidad de Ibn-abi-Amir de tropas adictas a él. Situación de la Mauritania. Bologguín. Los berberiscos de Ceuta y Djafar. Los cristianos de España. Tropas adictas, formadas con cristianos y berberiscos. Buena inteligencia aparente entre Ghalib y Amir. Terrible escena entre suegro y yerno. Ghalib campeón de los derechos del califa. Combates librados entre las tropas de Ghalib y de Ibn-abi-Amir. Victoria del ministro. Muerte de Ghalib. Ibn-abi-Amir invade el reino de León. Alianza contra él de Ramiro III, Garci Fernández, conde de Castilla, y el rey de Navarra. Los derrota. A su vuelta a Córdoba, Ibn-abi-Amir adopta el sobrenombre de Almanzor. Se le tributan honores reales. El general Djafar, príncipe del Zab. Celos que despierta en Almanzor y en la nobleza. Cómo se deshace de él Almanzor

    X

    El reino de León. Los nobles destronan a Ramiro III. Bermudo II. Muere Ramiro. Bermudo solicita la ayuda de Almanzor. Almanzor pone a su disposición un ejército musulmán. Queda convertido León en una provincia tributaria. Almanzor vuelve sus armas contra Cataluña. Murcia y la casa de Ibn-Khattab. Barcelona, incendiada y saqueada. Almanzor fija su atención en la Mauritania. El edrisita Ibn-Kennum. Su muerte. Consecuencias que trae para Almanzor. Destierro de los parientes de IbnKennum. El poema de uno de ellos. Almanzor decide ensanchar la mezquita. En servicio de Dios, maneja en ella la espiocha, el palustre y la sierra. Reanuda la guerra contra León. Coimbra arrasada. León demolido hasta los cimientos. Los monasterios de San Pedro de Eslonza y de Sahagún incendiados. Zamora saqueada. Almanzor vuelve a Zahira. Sus hijos Azdallah y Abdelmelic. Abderramán-ibn-Motarrif, el Todjibita. Conspiración de éste y Abdallah contra Almanzor. Cómo Almanzor la hace fracasar. Abdallah busca refugio junto a Garci Fernández, conde de Castilla. Éste, derrotado por Almanzor, se ve obligado a implorar la paz y entregar a Abdallah. Almanzor vuelve a Zahira. Sus hijos Abdallah y Abdelmelic. Cómo muere Garci Fernández. Almanzor contra Bermudo. Almanzor y los condes de Carrión. Abdallah Piedra Seca

    XI

    Almanzor reina de hecho y quiere reinar de derecho. Cede su título de hadjib a su hijo Abdelmelic. Él toma el de Melic carim (noble rey). Sus temores. Por qué el pueblo ama a Hixem II. El sentimiento religioso y el amor a la dinastía. Vacilaciones y prudencia de Almanzor. El antiguo amor de Aurora transformado en odio. Sus manejos. Zirí ibn-Atia, virrey de la Mauritania. Su rebelión a favor de Hixem y contra Almanzor. Cántaros de oro y miel hacia Mauritania. El tesoro público. Entrevista de Almanzor con Hixem. Su ascendiente sobre el califa. Declaración solemne de Hixem. Humillación de Aurora. Almanzor envía un ejército contra Zirí. Otra expedición contra Bermudo. Santiago de Galicia y la tumba del apóstol. Almanzor resuelve llegar hasta allí. Pasa el Miño. Los soldados leoneses. El desfiladero de Taliares y el viejo del burro. La carta de los leoneses del ejército musulmán. Almanzor en Santiago de Compostela. El monje junto al sepulcro. Guardia en la tumba. La ciudad arrasada. Vuelta a Córdoba. Las puertas de la ciudad gallega y las campanas de su iglesia. La situación en la Mauritania. Almanzor envía a su hijo Abdelmelic. Batalla encarnizada. Zirí herido. Sus estados vuelven al poder de los andaluces. Zirí muere

    XII

    Última expedición de Almanzor. Su mortaja y el polvo de sus trajes. Destruye el convento de San Millán, patrón de Castilla. El regreso. Enfermedad de Almanzor. Medinaceli. Últimas instrucciones de Almanzor a su hijo. Muere Almanzor. Los dos versos de su tumba. Epitafio que le hace un monje cristiano. Anécdotas de las campañas de Almanzor. El ejército creado por él. Cómo alentaba la cultura. Los poetas de su corte. Zaid de Bagdad, el embustero. El traje del esclavo Cafur. Almanzor y los intereses materiales del país. Golpes de vista del genio. Carácter de Almanzor. Lo que les prometió a los cuatro estudiantes, compañeros suyos. Almanzor, la cantadora y el visir. Almanzor y su amor a la justicia. Medios empleados por Almanzor para alcanzar el poder. Cómo lo ejerció

    XIII

    Mudhaffar de regreso en Córdoba. El pueblo exige que gobierne Hixem II. Negativa del califa. Mudhaffar gobierna el Estado como el padre. Cambio realizado en la sociedad árabe. La antigua nobleza. La nobleza cortesana. Los generales berberiscos y eslavos. La clase media. La lucha de razas y la lucha de clases. La religión. Los discípulos de Ibn-Masarra. El indiferentismo. Diversidad de opiniones. Los innovadores en materia religiosa y los innovadores en materia de gobierno. Acuerdo de todos en arrancar el poder a la familia de Almanzor. La nobleza cortesana de Córdoba y los miles de obreros de la ciudad. Muerte de Modafar. Su hermano Abderramán, al que llaman Sanchol. Su conducta. Hixem lo declara heredero del trono. Odio y mala voluntad contra Sanchol. Sale a campaña contra el reino de León. Revolución en Córdoba. Mohammed, príncipe de la casa Ommiada. Abdicación de Hixem. Excesos que acompañan a la revolución. Saqueo del palacio de Zahira. Riquezas acumuladas en él. El palacio incendiado. Mohammed adopta el sobrenombre de Mahdí. Democratización de la España musulmana. Sanchol en Toledo. Defección de sus soldados. El conde de Carrión y su ofrecimiento. Sanchol se dirige a Córdoba acompañado por el conde. Los enviados de Mahdí, en el camino. Cómo mueren Sanchol y el conde de Carrión

    XIV

    Aparente unanimidad en la sumisión a Mahdí. Disoluto, cruel y sanguinario. El jardín de cabezas plantadas de flores. Los berberiscos. Peligrosa situación de Mahdí. Hace pasar por muerto a Hixem II y lo encierra en una prisión. Aprisiona también a Solimán, hijo de Abderramán III. Rebelión de Hixem, hijo de Solimán. Solimán e Hixem, decapitados por Mahdí. Los berberiscos y Zawi. Solimán, sobrino de Hixem. Los berberiscos prestan juramento a Solimán. Se apoderan de Guadalajara. Los vence Wadhih en Medinaceli. Envían una embajada a Sancho, conde de Castilla, pidiéndole ayuda. Otra embajada que Sancho recibe de Mahdí. Mahdí cree salvarse devolviendo el trono a Hixem II. Los berberiscos no aceptan más que a Solimán. Solimán en Córdoba. Vuelve a encerrar a Hixem II. Mahdí en Toledo. Solimán y Wadhih. Alianza de Wadhih con Raimundo de Barcelona y Armengol de Urgel. Batalla de Acaba-alBacar. Derrota de Solimán y sus berberiscos. Mahdí otra vez en Córdoba. Sale en persecución de los berberiscos. Combate en la desembocadura del Guadaira. Derrota de Mahdí y sus catalanes. Vuelven a Córdoba. Los eslavos deciden restaurar en el trono a Hixem II. Lo hacen y matan a Mahdí

    XV

    Omnipotencia de los eslavos. Wadhih, primer ministro. Los omeyas, partidarios de Solimán. Conspiración frustrada. Solimán pide auxilio a Sancho de Castilla. Tratado, mediante el cual entrega a Sancho doscientas fortalezas. Ejemplo contagioso, que deshace en pedazos el imperio musulmán. Los berberiscos en Zahra. Saqueo e incendio de la ciudad. Saqueo de las inmediaciones de Córdoba. Miseria en toda España. Córdoba asolada por la peste. Los soldados atribuyen sus calamidades a Wadhih. Lo matan. Gobierno de Ibn-abi-Wadaa. Los berberiscos entran en Córdoba. Saqueo y exterminio. Solimán toma posesión del palacio del califa. Solimán e Hixem II. Los berberiscos en las casas de los cordobeses desterrados

    XVI

    La guerra civil y los gobernadores independientes. Cinco ciudades bajo la autoridad del califa. Contraste entre el carácter de Solimán y la conducta de sus tropas. Lo que piensan de Solimán los andaluces y los eslavos. Inseguridad de que Hixem II esté vivo todavía. Los eslavos y Khairan. Alí-ibn-Hammud, gobernador de Ceuta y Tánger. Su tratado con Khairan. Alí pasa el Estrecho. El gobernador de Málaga le entrega la ciudad. Zawí, gobernador de Granada, también se pone a su lado. Alí y sus secuaces en Córdoba. El cadáver que pasaba por ser el de Hixem II. Los eslavos reconocen a Alí por legítimo sucesor. Incógnita sobre la existencia de Hixem. Alí favorece a los andaluces. Khairan proyecta restaurar la antigua dinastía. El pretendiente, bisnieto de Abderramán III. Los andaluces, Mondhir, gobernador de Zaragoza y Raimundo, conde de Barcelona, en su partido. Alí, en brazos de los berberiscos. Terror en Córdoba. Odio de Alí a los andaluces. Muere asesinado por tres eslavos. Alegría en la capital. Yahya, hijo de Alí. Casim, hermano de Alí. Casim, elegido sucesor por los berberiscos. Khairan y Mondhir ratifican la elección de Abderramán IV. Zawí se niega a aceptarlo. Abderramán, traicionado por Khairan y Mondhir, muere asesinado. Ruina del partido de Khairan. Moderación de Casim. Casim compra los esclavos negros a los berberiscos. Yahya, hijo de Alí, pasa el Estrecho. Llega a entrar en Córdoba. Lo abandonan los berberiscos. Casim vuelve a Córdoba. Yahya en Algeciras. Revolución en Córdoba. Casim se refugia en Jerez. Yahya lo obliga a rendirse. Larga prisión de Casim. Su muerte. Los cordobeses resuelven restaurar en el trono a los Omeyas. Tres candidatos. Solimán, presunto soberano. Elección en la gran mezquita. Proclamación inesperada de Abderramán V

    XVII

    Poemas de amor de Abderramán V y su visir Ibn-Hazm. Amor de Abderramán por su prima Habiba-Amada. Versos de la altivez herida. Versos a la que no se ha dignado dirigirle una mirada. Versos a otra beldad que faltó a la fe prometida. Ibn-Hazm, amigo de Abderramán y su primer ministro. Lo que dice en su tratado sobre las religiones. Fiel y entusiasta servidor de los Omeyas. Ibn-Hazm, que llegará a ser el sabio más grande de su época y el escritor más fecundo de España, es, por el pronto, poeta. Candor, delicadeza y encanto con que refiere su novela de amor. Su relato. Cómo en estos españoles arabizados queda siempre algo puro, delicado, espiritual, que no es árabe

    XVIII

    Siete semanas de reinado. Abderramán tiene que prender a los patricios, partidarios de Solimán. Los obreros sin ocupación y su jefe Mohammed, Omeya. Un tejedor, Ahmed ibn-Khalid, íntimo amigo de Mohammed. Los obreros, preparados para una insurrección formidable. Muerto Solimán, consienten los patricios en aliarse con los demagogos. Berberiscos que llegan a Córdoba a ofrecer sus servicios a Abderramán. Celos de la guardia. El pueblo invade el palacio. Mohammed triunfa y hace que maten a Abderramán. Nombra ministro al tejedor. Encarcela a los principales consejeros, entre ellos Ibn-Hazm. Otros huyen a Málaga, a pedir auxilio a Yahya, el hammudita. En Córdoba estalla un tumulto. El pueblo apuñala al tejedor. Mohammed huye, disfrazado de mujer. Córdoba gobernada por un Consejo de Estado. Ofrece el trono a Yahya. Éste se limita a enviar a Córdoba un general berberisco, al frente de algunas tropas. Los eslavos de Almería y Denia. Los cordobeses se sublevan y arrojan de la capital a los berberiscos enviados por Yahya. El Consejo de Estado quiere restaurar la monarquía. Resuelve elevar al trono a Hixem, hermano mayor de Abderramán IV. Al cabo de tres años, entra en Córdoba Hixem III. Los patricios se convencen en seguida de lo poco acertada que ha sido su elección. Haquem ibn-Said primer ministro. Sus cuidados por hacer agradable la vida a Hixem. Sus procedimientos para procurar ingresos al tesoro. Haquem y los faquíes. Hostilidad de la nobleza. Recursos que ésta emplea contra Haquem. Ibn-Djahwar, presidente del Consejo de Estado. Conociendo la rivalidad de Haquem, resuelve acabar no sólo con el ministro sino con la monarquía. Los consejeros fingen desear, únicamente, la substitución de Hixem III. Negociaciones con un pariente del califa llamado Omeya. Omeya, a la cabeza de la insurrección. Hixem busca refugio en una altísima torre. Omeya, en el salón del trono, se cree ya el califa. Ibn-Djahwar y el Consejo de Estado. Hixem III se somete a sus decisiones. Hixem sale de la capital y los visires dan un manifiesto a los cordobeses, anunciándoles que el califato queda abolido para siempre. A Omeya lo prenden y lo conducen fuera del término de la ciudad. De Hixem III nadie vuelve a acordarse en toda España

    I

    No queriendo interrumpir la historia de la insurrección de Andalucía, llegamos en el libro precedente al año 932; pero como ahora va a ocuparnos la guerra extranjera es preciso que el lector se retrotraiga al principio del reinado de Abderramán III.

    La insurrección de los españoles y de la aristocracia árabe no era entonces el único peligro que amenazaba la existencia del Estado; dos potencias vecinas, una reciente y otra ya antigua, la ponían igualmente en peligro: el reino de León y el califato africano que una secta xíita, la de los ismaelitas, acababa de fundar.

    De acuerdo en los principios capitales, reconociendo todo el imanato, es decir, que el gobierno temporal y espiritual de todos los musulmanes pertenecía a la posteridad de Alí, y que el imán es impecable, los xíitas o partidarios del derecho divino formaban, sin embargo, muchas sectas, y lo que los dividía sobre todo era la cuestión de saber cuál de los descendientes del sexto imán, Djafar el Verídico, tenía derecho al imanato. Este Djafar había tenido muchos hijos, de los que el mayor se llamaba Ismael y el segundo Muza; pero, como el mayor había muerto en vida de su padre, el año 762, la mayor parte de los xíitas habían reconocido por imán a Muza, después de la muerte de Djafar. La minoría, por el contrario, no quiso sometérsele. Diciendo que Dios mismo había designado, por boca de Djafar, a Ismael como sucesor de este último, y que el Ser Supremo no puede revocar la resolución que ha tomado una vez, los ismaelitas (así los llamaban) no reconocían por imanes más que a Ismael y a sus descendientes. Pero éstos no eran ambiciosos. Desanimados por el mal éxito de todas las empresas de los xíitas y no queriendo participar de la suerte de sus antepasados, muertos casi todos prematuramente por el hierro o el veneno, se ocultaron a los peligrosos y comprometedores homenajes de sus partidarios y fueron a esconderse en el fondo del Corasán y del Candahar.¹

    Así abandonada de sus jefes naturales, parecía destinada a extinguirse oscuramente la secta de los ismaelitas, cuando un persa audaz y hábil vino a darle dirección y vida nuevas.

    En la patria de este hombre, el ismaelismo había hecho poco más o menos los mismos progresos que en España. Había recibido bajo sus enseñas un número considerable de prosélitos; pero no había extirpado las otras religiones, y el antiguo culto de los magos florecía a su lado. Si los musul-manes hubieran cumplido rigurosamente la ley de Mahoma no habrían dejado a los guebros más que la elección entre el islamismo o la espada; pues no poseyendo éstos ningún libro sagrado revelado por profeta que aquéllos reconocieran como tal, los adoradores del fuego no tenían derecho a ser tolerados. Pero la ley de Mahoma era inaplicable en aquellas circunstancias. Los guebros eran muy numerosos, y, afectos en cuerpo y alma a su religión, rechazaban todo otro culto con inflexible tenacidad; ¿había que degollar a todas estas buenas gentes tan sólo porque pretendían buscar su salvación a su manera? Esto era muy cruel y además muy peligroso, pues hubiera provocado una insurrección universal. Parte, pues, por humanidad, parte por cálculo, los musulmanes pasaron por encima de la ley, y una vez admitido el principio de tolerancia, permitieron en todas partes a los guebros el ejercicio público de su culto, de modo que cada ciudad y hasta cada lugar tuvo su Pireo. Lo que es más, el gobierno protegía a los guebros hasta contra el clero musulmán y hacía azotar a los imanes y muecines que intentaban trocar en mezquita los templos del fuego.²

    Pero si el gobierno era tolerante con los sectarios declarados del antiguo culto, ciudadanos pacíficos que no turbaban la paz del Estado, no lo era ni podía serlo con los falsos musulmanes, que se decían convertidos, y que siendo aún paganos en el fondo de su corazón, trataban de minar sordamente el islamismo, vertiendo en él sus propias doctrinas. En Persia como en España habían sido numerosas las conversiones aparentes, cuyo verdadero móvil había sido el interés mundano, y estos falsos musulmanes eran generalmente los hombres más inquietos y ambiciosos de la sociedad. Rechazados por la aristocracia árabe, que se mostraba demasiado exclu-siva en todas partes, soñaban con la resurrección de una nacionalidad y de un imperio persas.³ El gobierno los maltrataba sin piedad; para contenerlos y castigarlos creó el califa Mahdí hasta un tribunal de Inquisición que continuó existiendo hasta fines del reinado de Harún-ar-Rachid.⁴ Como de ordinario, la persecución engendró la revuelta. Babec, jefe de la secta de los khoramia o libertinos, como sus enemigos los apellidaban, se levantó en el Adherbaidjan. Durante veinte años (817-837) este Ibn-Hafzun de la Persia tuvo en jaque a los numerosos ejércitos del califa, que no llegaron a apoderarse de él sino después de haber sacrificado doscientos cincuenta mil hombres. Pero mucho más difícil aún que domar rebeliones a mano armada era descubrir y desarraigar las sociedades secretas que la persecución había hecho nacer y que propagaban en la oscuridad, ora las antiguas doctrinas persas, ora ideas filosóficas más peligrosas todavía, pues en Oriente el choque de muchas religiones había dado por resultado que una multitud de gente las repudiaran y las menospreciaran todas. Todos esos pretendidos deberes religiosos –decían– son buenos a lo sumo para el pueblo, pero no son obligatorios en manera alguna para las personas cultas. Todos los profetas no eran sino impostores que aspiraban a la preeminencia sobre los demás hombres.⁵

    Del seno de estas sociedades secretas salió en el siglo IX el renovador de la secta de los ismaelitas. Oriundo de una familia persa que profesaba las doctrinas de los sectarios de Bardesanes, que admitían dos dioses, de los que el uno ha creado la luz y el otro las tinieblas; e hijo de un ocultista, espíritu fuerte que para escapar de las garras de la Inquisición, de la que habían sido víctimas setenta de sus amigos, buscó un asilo en Jerusalén, donde enseñaba las ciencias secretas, aunque afectando piedad y un gran celo por las pretensiones de los xíitas, Abdallah-ibn-Maimun llegó a ser, bajo la dirección de su padre, no sólo un hábil prestidigitador y un gran ocultista, sino también un gran conocedor de todos los sistemas teológicos y filosóficos. Con ayuda de sus prestigios trató primero de hacerse pasar por profeta; pero, habiendo tenido mal éxito esta tentativa, concibió poco a poco un proyecto más vasto.

    Juntar en un mismo haz a vencidos y a conquistadores; reunir en una misma sociedad secreta, en la que hubiera muchos grados de iniciación, a los librepensadores, que no veían en la religión más que un freno para el pueblo, y a los santurrones de todas las sectas; servirse de los creyentes para hacer reinar a los incrédulos y de los conquistadores para destruir el imperio que habían fundado; formarse, en fin, un partido numeroso, compacto y ejercitado en la obediencia, que en el momento oportuno colocara en el trono, si no a él, a alguno de sus descendientes; tal fue el pensamiento dominante de Abdallah-ibn-Maimun, pensamiento extra-ño y audaz, pero que realizó con asombroso tacto, incomparable destreza y profundo conocimiento del corazón humano.

    Los medios que empleó estaban calculados con diabólica picardía. En apariencia era ismaelita. Como esta secta parecía condenada a desaparecer por falta de jefe, le dio nueva vida prometiéndole uno. Nunca –decía– el mundo ha estado ni estará privado de imán. Si uno es imán, su padre y su abuelo lo han sido antes que él, y así sucesivamente, remontándose hasta Adán; el hijo del imán es también imán, y su nieto, y así hasta la consumación de los siglos. No es posible que el imán muera sino después que le haya nacido un hijo, que será imán después que él. Pero el imán no es siempre visible. Unas veces se manifiesta, otras permanece oculto, como el día y la noche que se siguen el uno a la otra. En la época en que se manifiesta el imán, su doctrina permanece oculta; cuando, por el contrario, él permanece oculto, su doctrina se revela y sus misioneros se muestran en medio de los mortales.⁶ En apoyo de esta doctrina citaba Abdallah pasajes del Corán. Ella le servía para mantener despiertas las esperanzas de los ismaelitas, que aceptaban la teoría de que el imán se ocultaba, pero que pronto aparecería para hacer reinar el orden y la justicia sobre la tierra. Con todo, Abdallah, en lo profundo de su pensamiento, menospreciaba a esta secta, y su pretendida devoción a la familia de Alí no era más que un medio de realizar sus proyectos. Persa en el fondo de su corazón, incluía a Alí, a sus descendientes y a los árabes en general en el mismo anatema. Conocía muy bien (y en esto no se equivocaba) que si un alida conseguía fundar un imperio en la Persia, como los persas lo hubieran deseado, éstos no habrían ganado nada en ello, y recomendaba a su afiliados matar a todos los descendientes de Alí que cayeran en sus manos.⁷ Así no era entre los xíitas entre los que buscaba sus verdaderos mantenedores, sino entre los guebros, los maniqueos, los paganos de Harrán y los partidarios de la filosofía griega;⁸ a éstos solamente se les podía decir poco a poco la última palabra del misterio, revelándoles que los imanes, las religiones y la moral no eran más que una pura farsa. Los otros hombres, los asnos, como los llamaba Abdallah, no eran capaces de comprender semejantes doctrinas. Sin embargo, para llegar al objeto que se proponía, no desdeñaba en manera alguna su concurso; por el contrario, lo solicitaba, pero teniendo cuidado de no iniciar a las almas creyentes y tímidas, más que en los primeros grados de su secta. Sus misioneros, a quienes había inculcado que su primer deber era disimular sus verdaderos sentimientos y acomodarse a las ideas de aquellos a quienes se dirigían, se presentaban bajo mil formas diferentes, y hablaban, por decirlo así, a cada uno en diversa lengua. Cautivaban a las masas ignorantes y groseras, por juegos de prestidigitación que hacían pasar por milagros, o por discursos enigmáticos, que excitaban su curiosidad. Con los devotos, se revestían con la máscara de la virtud y de la devoción. Místicos con los místicos, les explicaban el sentido interno de las cosas exteriores, las alegorías y el sentido alegórico de las alegorías mismas. Explotando las calamidades de los tiempos y las vagas esperanzas de un porvenir mejor, que todas las sectas alimentaban, prometían a los musulmanes la próxima venida del Mahdí, anunciado por Mahoma, a los judíos la del Mesías y a los cristianos la del Paracleto. Ellos se dirigían hasta a los árabes ortodoxos o sunnitas, los más difíciles de conquistar, porque su religión era la dominante, pero de los que tenían necesidad para ponerse al abrigo de las sospechas y de las persecuciones de la autoridad, y de cuyas riquezas deseaban servirse. Se halagaba primero el orgullo nacional del árabe, diciéndole que todos los bienes de la tierra pertenecían a su nación, no habiendo nacido los persas más que para la esclavitud, y se trataba de ganar su confianza, haciendo ostentación de un profundo menosprecio de las riquezas y de una gran piedad; luego, cuando ya la habían obtenido, se los domaba sobrecargándolos de oraciones hasta que llegaban a ser perinde ac cadaver, después de lo cual fácilmente los persuadían de que debían sostener la secta con donativos pecuniarios, y dejarle en sus testamentos todo lo que poseían.⁹

    Así, multitud de gentes de diversas creencias trabajaban juntas en una obra cuyo fin sólo era conocido de muy pocos. Esta obra avanzaba, pero con lentitud. Abdallah sabía que él no vería su perfección,¹⁰ pero recomendó continuarla a su hijo Ahmed, que lo sucedió como gran maestre. Bajo éste y sus sucesores, la secta se propagó con rapidez, a lo que sobre todo contribuyó que a ella se unieron gran número de individuos de la otra rama de los xíitas. Esta rama, como hemos dicho, reconocía por imanes a los descendientes de Muza, hijo segundo de Djafar el Verídico; pero cuando el duodécimo, Mohammed, hubo desaparecido, a la edad de doce años, en un subterráneo donde había entrado con su madre (879), y sus partidarios, los duodecimanos, como se los llamaba, dejaron de esperar su reaparición, fácilmente se afiliaron entre los ismaelitas, que tenían sobre ellos la ventaja de tener un jefe vivo, pronto a darse a conocer cuando las circunstancias lo permitieran.

    En 884, un misionero ismaelita, Ibn-Hochab, que antes había sido duodecimano, comenzó a predicar públicamente en el Yemen. Hízose dueño de Zaná y envió misioneros a casi todas las provincias del imperio. Dos de ellos fueron a trabajar, según la expresión de los xíitas, el país de los ketamianos en la provincia actual de Constantina, y cuando murieron, Ibn-Hochab los reemplazó con uno de sus discípulos llamado IbnAbdallah.

    Activo, atrevido, elocuente, lleno de sutileza y astucia, sabiendo además acomodarse a la inteligencia limitada de los berberiscos, era enteramente a propósito para la misión que iba a llenar; bien que todo lleve a creer que no conocía más que los grados inferiores de la secta, pues aun los misioneros ignoraban a veces su verdadero objeto.¹¹ Se puso primero a enseñar a los niños de los ketamianos, dedicándose a ganarse la confianza de sus huéspedes, y cuando se creyó seguro de su obra tiró la máscara, se declaró xíita y precursor del Mahdí, prometiendo a los ketamianos los bienes de este mundo y del otro, si querían tomar las armas por la santa causa. Seducidos por los discursos místicos del misionero, y acaso más aún por el cebo del pillaje, los ketamianos se dejaron persuadir fácilmente, y como su tribu era entonces la más numerosa y prepotente y la que había sabido conservar mejor su antigua independencia y espíritu marcial, fueron rapidísimos sus triunfos. Después de quitarle todas las ciudades al último príncipe de la dinastía de los aglabitas, que había reinado más de un siglo, lo obligaron a huir de su residencia con tal precipitación, que no tuvo ni tiempo para llevarse a su querida. Entonces, Abdallah colocó al Mahdí en el trono (909). Era el gran maestre de la secta Said, descendiente de Abdallah el ocultista, pero que se daba por descendiente de Alí, y se hacía llamar Obaidallah. Hecho califa el fundador de la dinastía de los fatimitas, ocultó cuidadosamente sus verdaderas ideas. Acaso hubiera tenido más francos procederes si otro país, la Persia por ejemplo, hubiera sido el teatro de su triunfo, pero como debía el trono a una horda semibárbara que no entendía de especulaciones filosóficas, fuerza le fue no sólo disimular, sino contener a los miembros más avanzados de la secta que comprometían el porvenir con arrojos intempestivos.¹² Por eso, el verdadero carácter de esta secta no se manifestó a la luz del día, hasta principio del siglo XI, en que el poder de los fatimitas estaba tan sólidamente establecido que no tenían ya nada que temer, y gracias a sus numerosos ejércitos y a sus inmensas riquezas, podían dar al traste aun con sus pretendidos derechos de nacimiento.¹³ Al contrario, en su origen, los ismaelitas no se distinguieron de las otras sectas musulmanas más que por su intolerancia y su crueldad. Piadosos y sabios faquíes fueron azotados, mutilados o crucificados, porque habían hablado con respeto de los tres primeros califas,¹⁴ olvidando una fórmula xíita, o pronunciado un fetva según el código de Malic. Se exigía del convertido una sumisión a toda prueba. Bajo pena de ser degollado como incrédulo, el marido debía sufrir que se deshonrara a su mujer en presencia suya, y después de esto estaba obligado a dejarse abofetear y escupir en la cara. Obaidallah, preciso es decirlo en su honor, trató muchas veces de reprimir la cólera brutal de sus soldados, sin conseguirlo. Sus sectarios, que no querían, según decían, un Dios invisible, lo deificaban de buen grado, conforme a las ideas de los persas, que enseñaban la encarnación de la divinidad en la persona del monarca; pero era a condición de que les permitiera hacer todo lo que se les antojara. Nada iguala a las crueldades que cometieron estos bárbaros en las ciudades conquistadas. En Barca, su general hizo partir a pedazos y asar a algunos de los habitantes de la ciudad; luego obligó a otros a comer de esta carne, y por último, hizo echar a estos últimos en el fuego. Sumidos en un mudo estupor, y no creyendo en una providencia que ordenara los humanos destinos, los infelices africanos no ponían sus esperanzas sino más allá de la tumba. Pues que Dios tolera todo esto –dice un foliculario de la época–,¹⁵ es claro que a sus ojos este bajo mundo es demasiado despreciable para que se digne ocuparse de él. ¡Pero llegará el último día y Dios juzgará!

    Por sus pretensiones a la monarquía universal, los fatimitas eran peligrosos para todos los estados musulmanes, pero lo eran especialmente para España. Desde temprano habían echado el anzuelo a este rico y bello país. Posesionado apenas de los estados de los aglabitas, Obaidallah había ya entablado una negociación con Ibn-Hafzun que lo reconoció por soberano. Esta extraña alianza no condujo a nada, pero los fatimitas no se dejaron desanimar. Sus espías recorrían la península en todas direcciones, bajo pretexto de comerciar, y puede formarse una idea de lo que contarían a sus amos, leyendo lo que uno de ellos, Ibn-Hocal, escribía en la relación de sus viajes. Apenas comienza a hablar de España, se expresa de esta manera:¹⁶ Lo que más asombra a los extranjeros que llegan a la provincia es que pertenezca todavía al soberano que reina en ella, porque sus habitantes son gentes sin dignidad y sin talento; son cobardes, montan muy mal a caballo, e incapaces enteramente de defenderse contra buenos soldados, mientras que por otra parte nuestros señores, a quienes Dios bendiga, saben muy bien lo que vale este país, lo que produce de contribuciones, sus bellezas y sus delicias.

    Si los fatimitas conseguían poner el pie en el territorio andaluz, seguros estaban de encontrar parciales. La idea de la próxima aparición del Mahdí se había extendido por España como por todo el resto del mundo musulmán. Ya en 901, como más adelante referiremos, un príncipe de la casa de los Omeyas se había atribuido el papel del Mahdí esperado; y en un libro escrito veinte años antes de la fundación del califato fatimita,¹⁷ se halla una predicción del célebre teólogo Abdelmelic ibn-Habid (853), según la cual un descendiente de Fátima había de venir a reinar en España, conquistaría a Constantinopla (ciudad que se consideraba aún como la metrópoli del cristianismo), mataría a todos los cristianos varones de Córdoba y de las provincias vecinas y vendería a sus mujeres y a sus hijos de manera que se podría comprar un muchacho por un látigo y una muchacha por una espuela. Como sucede de ordinario, era la gente de la clase baja quien más creía en esta clase de profecías; pero aun en las clases bien educadas y especialmente entre los librepensadores hubieran quizás encontrado adictos los fatimitas. La filosofía había penetrado en España en el reinado de Mohammed, quinto sultán omeya;¹⁸ más intolerantes que en el Asia, se miraba aquí con malos ojos a los filósofos y los teólogos andaluces que habían hecho el viaje de Oriente, no hablaban sino con santo horror de la tolerancia de los abasidas y sobre todo de aquellas reuniones de sabios de todas religiones y de todas sectas, donde se disputaba sobre cuestiones metafísicas, dando de lado toda revelación y en donde los mismos musulmanes ponían a veces en ridículo al Corán.¹⁹ El pueblo detestaba a los filósofos, que trataba de impíos, y los quemaba o los apedreaba de buena gana.²⁰ Los librepensadores tenían, pues, que disimular sus ideas y naturalmente les pesaba esta sujeción. ¿No habían de estar dispuestos a apoyar una dinastía, cuyos principios eran conformes a los suyos? Lícito es creerlo así y los fatimitas, a lo que parece, no lo juzgaban de otro modo y hasta creemos que trataron de fundar una logia en España, a cuyo fin se sirvieron del filósofo Ibn-Masarra. Este Ibn-Masarra era un panteísta de Córdoba que había estudiado principalmente las traducciones de ciertos libros griegos, que los árabes atribuían a Empédocles. Obligado a dejar su patria, porque se lo había acusado de impiedad, se fue a recorrer el Oriente, donde se había familiarizado con las doctrinas de las diferentes sectas y donde parece haberse afiliado a la sociedad secreta de los ismaelitas. Lo que nos inclina a suponerlo es su manera de conducirse después de su vuelta a España, pues en lugar de exponer abiertamente sus opiniones, como lo había hecho en su juventud, las ocultaba y ostentaba una grande devoción y una austeridad extrema; habiéndole enseñado los jefes de la sociedad secreta, nosotros por lo menos así lo creemos, que era preciso atraer y seducir a las gentes con las exterioridades de la ortodoxia y de la piedad. Gracias a la máscara que había tomado y también a su arrebatadora elocuencia, supo engañar al vulgo y atraer a sus lecciones gran número de discípulos, que llevaba lentamente, y paso a paso, de la fe a la duda y de la duda a la incredulidad. Pero no consiguió engañar al clero, que, justamente alarmado, hizo quemar, no al filósofo mismo (Abderramán III no lo hubiera permitido) sino a sus libros.²¹

    Por lo demás, que Ibn-Masarra fuera o no emisario de los ismaelitas (porque no existe testimonio positivo sobre este punto) no es menos cierto que los fatimitas no descuidaban medio alguno para formarse un partido en España y que lo consiguieron hasta cierto punto.²² Su dominación hubiera sido, sin duda, benéfica para los librepensadores, pero al mismo tiempo un terrible azote para las masas, y especialmente para los cristianos. Una frase, fríamente bárbara, del viajero Ibn-Hocal muestra lo que estos últimos tenían que esperar de los fanáticos ketamianos. Después de haber notado que los cristianos, que halló establecidos a millares en gran número de lugares, habían causado muchas veces dificultades al gobierno con sus insurrecciones, Ibn-Hocal propone un medio muy expeditivo para evitarlos en adelante: exterminarlos hasta el último. Semejante medida era a sus ojos excelente, y la única objeción que se le ocurre es que se necesitaría mucho tiempo para ejecutarla. ¡No era, después de todo, más que una cuestión de tiempo! Como se ve, los ketamianos hubieran realizado a la letra la predicción de Abdelmelic ibn-Habib.

    He aquí el peligro que amenazaba a España por la parte del Mediodía; al que se hallaba expuesta por la parte del Norte, en donde el reino de León crecía de día en día, era más grave aún.

    Nada más humilde que el origen de este reino. En el siglo VIII, cuando la provincia que habitaban se había sometido ya a los musulmanes, trescientos hombres mandados por el bravo Pelayo habían encontrado un refugio en las altas montañas del Este de Asturias. Una gran caverna (la de Covadonga) les servía de morada. Muy elevada sobre el suelo (se sube hoy todavía a ella por medio de una especie de escalera de noventa gradas), está en una enorme roca en el fondo de un valle tortuoso, profundamente surcado por un torrente, y tan estrechamente encerrada entre dos cadenas de rocas escarpadísimas, que apenas un hombre a caballo puede penetrar.²³ Un puñado de bravos podían, pues, defenderse fácilmente allí, aun contra fuerzas muy superiores, y esto fue lo que hicieron los asturianos. Pero su existencia era muy miserable, y habiéndose rendido algunos de sus compañeros y muerto otros por falta de víveres, hubo un momento en que Pelayo no tuvo consigo más que cuarenta personas, entre las que se contaban diez mujeres que no tenían por alimento más que la miel que las abejas depositaban en las hendiduras de la roca. Entonces los musulmanes lo dejaron en paz, diciéndose que, después de todo, una treintena de hombres no era de temer, y que sería trabajo perdido aventurarse por ellos en aquel peligroso valle, en que tantos bravos habían encontrado ya una muerte sin gloria.²⁴ Gracias a este respiro, pudo Pelayo reforzar su banda, y habiéndosele unido muchos fugitivos, volvió a tomar la ofensiva, haciendo incursiones en las tierras de los musulmanes. Para poner término a estas depredaciones, el berberisco Munuza, gobernador entonces de Asturias, envió contra él uno de sus tenientes llamado Alcama. Pero la expedición de Alcama fue desgraciadísima; sus soldados experimentaron una terrible derrota, y él mismo fue muerto. El triunfo obtenido por la banda de Pelayo enardeció a los demás asturianos, que se insurreccionaron, y entonces, Munuza, que no tenía tropas suficientes para reprimir esta rebelión, y que temía que le cortaran la retirada, abandonó a Gijón, su residencia, tomando el camino de León; pero apenas había andado siete leguas, fue atacado de improviso, y cuando llegó a León, después de haber sufrido una pérdida muy considerable, enteramente desanimados sus soldados rehusaron volver a las ásperas montañas que habían sido testigos de sus infortunios.²⁵

    Habiendo sacudido así el yugo de la dominación extranjera, los asturianos vieron poco después acrecentarse su poder. Hacia el Este confinaba su provincia con el ducado de Cantabria, que no había sido sometido por los musulmanes, y cuando Alfonso, que reinaba allí, y que se había casado con la hija de Pelayo, ascendió al trono de Asturias, las fuerzas cristianas se hallaron casi duplicadas. Entonces pensaron, naturalmente, en rechazar a los conquistadores más al Mediodía. Las circunstancias vinieron en su ayuda. Los berberiscos, que constituían la mayor parte de la población musulmana en casi todo el Norte, abrazaron las doctrinas no conformistas; se insurreccionaron contra los árabes y los echaron; pero habiendo ido al Mediodía, fueron batidos a su vez y ojeados como fieras. Diezmados ya por la espada, lo fueron mucho más por el terrible hambre, que a partir del 750 asoló a España durante cinco años consecutivos. La mayor parte resolvió entonces abandonar a España para ir a juntarse con sus hermanos de tribu, que moraban en la costa de África. Aprovechando esta emigración, los gallegos se insurreccionaron en masa contra sus opresores, desde el año 751, y reconocieron por rey a Alfonso. Secundados por él, mataron gran número de enemigos, y obligaron a los demás a retirarse a Astorga. El año 753, los berberiscos tuvieron que retirarse todavía más al Mediodía. Evacuaron a Braga, Porto y Visco, de modo que toda la costa hasta más allá de la embocadura del Duero se encontró libre del yugo. Retrocediendo siempre y no pudiendo mantenerse, ni en Astorga, ni en León, ni en Zamora, ni en Salamanca, se replegaron a Coria o quizás a Mérida. Más al Este abandonaron a Saldaña, Simancas, Segovia, Ávila, Oca, Miranda del Ebro, Cenicero y Alesanco (ambas en la Rioja). Las principales ciudades fronterizas de los musulmanes fueron desde entonces, de Oeste a Este, Coimbra, junto al Mondejo, Coria, Talavera y Toledo, a

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