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El uno para el otro
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El uno para el otro

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About this ebook

Margherita siempre ha soñado con un gran amor, hasta que la dejan de la peor de las maneras. Humillada por la horrible experiencia, no quiere volver a saber nada de relaciones y sus amigas la incitan a lanzarse a una aventura por pura diversión.

El elegido para ser seducido es Liam, un compañero de trabajo irlandés con una melena de fuego que desde hace tiempo ocupa sus sueños. Megs intenta convertirse en una mujer desinhibida para tener una aventura de una noche, pero no contaba con los sentimientos de Liam ni con los de su mejor amigo.

Tazio Federico Piccini, un nombre impresentable para un chico que vale oro, es el mejor amigo de Margherita y su compañero de trabajo favorito, el confidente que siempre está presente y que también está perdidamente enamorado de ella. ¿Logrará Margherita volver a confiar? ¿Podrá reconocer al verdadero amor?

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateMay 11, 2016
ISBN9781507134122
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    El uno para el otro - Samantha L'Ile

    Proyecto gráfico: Da_Do Design

    ––––––––

    Cualquier referencia a hechos o personas reales es meramente casual. Algunos lugares que se mencionan en la novela son fruto solo de la fantasía.

    Dedicado a todos los que,

    como la protagonista de este libro,

    están obsesionados con los números y

    con el Amor con A mayúscula

    Ciertas combinaciones numéricas de la realidad del día a día, como una fecha o un número de teléfono, tientan al destino. No es posible saber si para bien o para mal, eso solo se puede descubrir en carne propia.

    Margherita Bellini

    Prólogo

    22 de abril 2013

    Me queda un minuto para decidir qué giro darle a mi vida. Dentro de sesenta segundos, un hombre maravilloso y muy puntual llamará a mi puerta. Me desea y quiere iniciar una relación conmigo, mientras yo no hago más que pensar en otro, perfecto pero inalcanzable.

    Este es uno de esos momentos decisivos que tienen el poder de cambiar el futuro. Tal vez debería simplemente escogerme a mí misma y decirles adiós a los dos, pero no puedo, y la culpa es de un tercer hombre.

    El bueno, el malo y el feo, podría ser el título de la película que protagonizo, aunque quizás sería más apropiado: el compañero de trabajo, el ex y el amigo. Nunca había pensado que me encontraría en esta situación, hace solo veinte días todo era distinto.

    1

    31 de marzo 2013

    El viento sopla en mi cara haciendo volar un mechón de pelo hacia mi boca, mientras el sol templado me besa las mejillas. Tomo la pajita y bebo un sorbo enorme de margarita de fresa. Voy por la tercera ronda: la primera la pagué yo, la segunda Sabrina y esta Francesca; pero esta noche habrá una cuarta. Es una tradición nuestra y siempre la hemos respetado: cada una invita un cóctel y el cuarto le toca a la festejada.

    Hoy soy yo. Imagino una reunión tipo alcohólicos anónimos en la que me levanto, digo mi nombre y el número de días que llevo sin beber. Vale, puede que con la tercera copa en la mano la comparación no sea adecuada, pero es así como me siento.

    Buenos días, me llamo Margherita Bellini y estoy limpia desde hace trescientos sesenta y cinco días.

    Hoy cumplo justo un año post Riccardo: no ha sido fácil, pero me he desintoxicado. He salido, ya no pienso en él.

    –Por el grandísimo bastardo que le rompió el corazón a nuestra amiga. ¡Que sufra una muerte lenta y violenta!

    El brindis es pronunciado por la voz limpia y segura de Sabrina, que siempre parece perfectamente sobria, a pesar de que va ya por la tercera ronda de Cartizze. Desde que se casó, hace ya casi siete años, renunció al alcohol de alta graduación y se pasó al cava. De hecho la copa afinada que sostiene en la mano le pega más a su aspecto elegante de mujer seria y realizada. Las burbujitas parecen no hacerle nunca efecto, quizás sea ya una alcohólica consagrada; entre los aperitivos de trabajo y las cenitas en casa con Raffaele, siempre tiene una copa en la mano.

    –Salud.

    Sabrina levanta el cáliz en medio de la mesa y Francesca la imita en seguida, levantando su gran vaso de Gin tonic.

    –Prosit.

    Lo dice siempre, y tengo que admitir mi ignorancia; estaba convencida de que era una palabra rusa. En mi imaginación veía a unos tipos regordetes con abrigo y gorro de piel de foca poniéndose finos de vodka y brindando Da, da prosit. Si embargo parece que es una palabra latina: tras haberla escuchado varias veces la busqué en Wikipedia. Extravagante y culta, mi querida amiga Francesca. Me encojo de hombros y hago tintinear mi cáliz con el de ellas.

    –Muy bien dicho, por nosotras.

    El líquido baja por mi garganta dejando un agradable rastro cálido y azucarado. Estamos en mi bar preferido, no por la decoración ni por donde está, sino por sus margaritas: las mejores que he bebido jamás. Las sirven incluso en jarra, y debo admitir que más de una vez he pensado pedirme una entera con una mega pajita.

    En fin, aquí estoy con mi cóctel rosa, pensando otra vez en mi breve visita a la ciudad rosa hace un año. Mi historia los dejó a todos con la boca abierta: familiares, amigos, compañeros de trabajo. Y sí, porque cuando le has contado a todo el mundo lo afortunada que eres por tener un chico que te lleva a París por vuestro aniversario, al volver estás obligada a narrar cómo fue el asunto. Además, si exageras los detalles románticos y sacas a colación anillos y propuestas de matrimonio, que no te sorprenda verte bombardeada por preguntas que buscan descubrir cómo fue.

    Desgraciadamente yo había presumido a diestra y siniestra de mi fin de semana mágico, vamos, que me lo busqué. Había fantaseado en voz alta sobre una propuesta de matrimonio lanzada en lo alto de la Torre Eiffel y lo peor es que de verdad la esperaba. Al principio, en cuanto volví de Francia, intenté eludir el tema, afirmando que hacía tiempo que las cosas no iban bien y que habíamos decidido de común acuerdo darnos un tiempo de reflexión. Pero, ¿quién iba a creerlo? Nadie. Me vine abajo tras las primeras excusas insostenibles y lo conté todo: mi historia tragicómica se convirtió en leyenda, pasando de boca en boca.

    –Aún me parece increíble que ese cerdo te haya dejado en la Torre Eiffel. Habría que matarlo por imbécil.

    Exclama Francesca con tono muy participativo, como si comprendiera de verdad lo que se siente, aunque no sea así. A la bella Francesca no la han dejado en su vida; es ella la que le da la patada a los hombres, siempre.

    –En realidad te ha hecho un favor haciendo que te libraras de él, porque era un huevazos. Yo siempre lo dije, si os acordáis.

    Sí, Sabrina me lo había dicho y lo subraya cada vez que tiene ocasión. Sabrina lista, Margherita estúpida. Pienso descorazonada que tampoco fue la única que me lo advirtió, pero ¿cómo podía salvarme del encanto de Riccardo? Es el típico chico guapo y capullo, vamos, irresistible como la nata montada sobre el chocolate caliente. De todas formas Sabrina sigue insistiendo tanto, que me cuesta recordar por qué somos amigas.

    –Te ha estropeado París para siempre.

    Ah ya, nos conocemos desde la guardería y nuestras madres son amigas. Algunas veces me gustaría no volver a verla, ya que no hace sino subrayar mis errores, incluso peor de como lo hace mi progenitora. Pero es una verdadera amiga, de esas que están siempre ahí cuando las necesitas, y por tanto acepto su faceta de maestra sabelotodo y la conservo.

    –Ya, París ya no tiene ningún atractivo para mí. De todas formas hay otras muchas ciudades que me gustaría visitar.

    Minimizo siempre lo ocurrido porque no me gusta dar pena, solo a mí misma, aunque la verdad es que París era mi icono del amor romántico y Riccardo me lo ha estropeado. No hay otra forma de ver el asunto, me ha destrozado el corazón. Desde que era pequeña todos mis sueños incluían al chico perfecto, dulce y fuerte al mismo tiempo, romántico pero viril y, obviamente, guapísimo.

    La trama de mi película era siempre la misma: gran amor, matrimonio espectacular y muchos niños, maravillosos como su papá. París y la Torre Eiffel eran la ambientación perfecta, la mejor que podía imaginar, pero ahora cuando lo pienso, me sale ácido en el estómago y tengo náuseas.

    –Bueno, ahora tienes que volver a montar.

    La perla de sabiduría de Francesca me devuelve al presente. Alzo los ojos al cielo porque sé lo que me va a decir; es su parte del guión y la repite continuamente. No sé cuántas veces la he oído: basta de vivir en clausura, necesitas un follamigo y un buen polvo.

    Francesca es muy libre en el amor, más bien en el sexo, porque ella sostiene que no se ha enamorado nunca ni lo pretende. Tiene un montón de relaciones, todas breves y divertidas, y si un chico no la satisface en la cama, le dice adiós sin pensárselo.

    A veces la envidio por la desenvoltura que tiene con su cuerpo y por los amantes fabulosos que siempre se liga. Es verdad que es guapísima, con un físico esbelto y unas súpertetas. Son un verdadero misterio de la naturaleza; una copa C abundante, firmes y altas y un cuerpo delgadísimo, con cintura de avispa. Me recuerda a Jessica Rabbit, puede que también sea por el pelo rojo que siempre lleva suelto en rizos rebeldes y desordenados que le llegan un poco por encima del pecho.

    –Es inútil que levantes los ojos al cielo, guapita. Tengo razón y lo sabes. ¿Hace cuánto tiempo que no sales con nadie? ¿Desde cuándo no follas?

    Hace cinco meses que no tengo una cita, y mucho más respecto a lo otro; para ser exacta, trescientos sesenta y cinco días. Es un punto doloroso porque la última vez fue en París, justo un día antes de que me dieran la patada, es decir: entre el vuelo de ida en el que Riccardo meditaba sobre su discurso de adiós y la susodicha frase.

    Aquel sábado por la noche habíamos hecho el amor después de una cena excelente en un restaurante precioso. Probablemente mientras yo pensaba que Riccardo me iba a pedir que me casara con él y tenía un orgasmo, él estaba meditando cómo dejarme en medio de su orgasmo. Cuando pienso en ello aún me siento tremendamente humillada.

    –No respondas, de todas formas lo sabemos. Siglos. No sé cómo lo haces, yo ya habría muerto de abstinencia. Incluso Sabrina lo hace más a menudo que tú.

    –Oye, yo estoy casada.

    –Exacto. Las casadas casi nunca tienen sexo. Es una verdad como una catedral.

    Sabrina bufa, pero no lo niega. Se gira hacia mí y me mira fijamente con sus ojazos azules de pestañas largas, luego asiente y afirma:

    –Está borracha, pero tiene razón.

    –Claro. Un clavo aplasta a otro clavo.

    Sabrina sonríe y la corrige en seguida:

    –Se dice saca.

    –¿Por qué? Pensaba que se aplastaba con el martillo.

    –No, te aseguro que es así. Es un dicho.

    –Vale, como quieras. La cuestión es esta: ¡tienes que follar, follar y volver a follar!

    Francesca habla con un tono de voz chillón, tanto, que las chicas de la otra mesa se giran y nos miran con pena. Evito hacérselo notar a mi amiga loca porque sería capaz de ir adonde están y montar una bronca.

    –No tengo nada en contra, pero escasea la materia prima.

    Tristemente es verdad, no hay nadie en el horizonte y echo de menos el contacto con un hombre, aunque más que sexo querría mimos y un abrazo de esos que te estrujan. Pero nunca se me ha dado bien llamar la atención masculina y soy demasiado tímida para una aventura como un fin en sí mismo. Antes de acostarme con Riccardo lo hice esperar cuatro meses y aparte de él, solo he estado con dos chicos.

    –Venga, eso se encuentra en un abrir y cerrar de ojos –exclama Francesca chasqueando los dedos en el aire y guiñándome un ojo.

    –Para ti es fácil, pero yo...

    –¿Tú qué?

    –Ya sabes, nunca he despertado interés en los hombres.

    Bajo la mirada mortificada, pero desgraciadamente es la pura verdad. Cuando estábamos en la universidad e íbamos a la discoteca los viernes por la noche, yo era la única a la que no abordaba nadie. No soy fea, al contrario, puedo objetivamente definirme como atractiva con mi metro sesenta y seis que se convierte en metro setenta con un poco de tacón.

    La mía no es una belleza clásica, pero soy delgada y tengo una cara particular, con los pómulos altos y el pelo largo. Es castaño, con muchos destellos de colores distintos y el flequillo me confiere un aire desenfadado, así que en general parezco más joven de mis treinta y seis. Mis ojos también son marrones, aunque de una tonalidad oscura y profunda, herencia de mis abuelos sicilianos.

    –Megs, es solo porque no te pones.

    Rebate con seguridad Francesca, mientras Sabrina asiente.

    –Es una cuestión de actitud. Si derrocharas disponibilidad y ganas de divertirte, te saltarían encima en manada.

    La imagen me aterroriza, pero evito decirlo en voz alta y, de todas formas, Francesca se ha salido por la tangente y cuando lo hace es imposible pararla.

    –Tú en cambio tienes un aura negativa a tu alrededor que aleja a los hombres. Como las alambradas electrificadas para las vacas en el campo. Los tíos tienen miedo de acercarse y morir fulminados.

    Lo he pensado a menudo y creo que mis amigas tienen razón. Soy desconfiada por naturaleza con el sexo opuesto y es probable que inconscientemente mantenga las distancias con todos los hombres a los que conozco. No dejo que se me acerquen, soy fría y distante y también sé de quién es la culpa. No quiero ser una de esas personas que acusa a sus padres de todos sus males, pero en este caso toda la culpa es de mi madre.

    Desde que era pequeña me ha lavado el cerebro con este tema porque ella se quedó embarazada de mí muy joven y por ello tuvo que dejar su trabajo y casarse. Siempre me ha reafirmado respecto al cariño infinito que nos tiene a mí y a mi hermano pequeño, pero también me ha repetido millones de veces que tengo que pensar primero en mi futuro.

    Siempre insistía en que yo era demasiado joven para tener una relación seria cuando era adolescente, luego mientras fui menor de edad, luego hasta que terminara el instituto, después hasta terminar la carrera y así sucesivamente. Yo absorbí todo este miedo de que un hombre me arruinara y por ello me he mantenido sin novio la mayor parte

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