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Un Corazón de Ranita. 4° volumen. El bautismo de la madurez
Un Corazón de Ranita. 4° volumen. El bautismo de la madurez
Un Corazón de Ranita. 4° volumen. El bautismo de la madurez
Ebook456 pages6 hours

Un Corazón de Ranita. 4° volumen. El bautismo de la madurez

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About this ebook

Un libro dedicado a los abuelos universales, a sus enseñanzas, a su eterno amor por sus nietos... una admirable obra en que cada lector se encontrará a si mismo. ¿Cuándo sabrás que has alcanzado el umbral de la madurez? Una apuesta sobre ese tema entre dos pulgas hermanas se convierte en una real tragedia para toda su familia y en un verdadero “bautizo de la madurez” para el héroe del relato. Cómo resolverán el conflicto y las enseñanzas que desprenderán de un maratón de acontecimientos imprevistos, lo podéis descubrir en el IVo volumen de la serie “Un Corazón de Ranita”, titulado “El bautizo de la madurez”.

LanguageEspañol
PublisherAdenium
Release dateFeb 17, 2016
ISBN9786068622651
Un Corazón de Ranita. 4° volumen. El bautismo de la madurez

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    Un Corazón de Ranita. 4° volumen. El bautismo de la madurez - George Vîrtosu

    GEORGE VÎRTOSU

    UN CORAZÓN DE RANITA

    Un cuento para todas las edades

    EL BAUTISMO DE LA MADUREZ

    4o VOLUMEN

    Traducción de Angelica Lambru y Anton Dazlak

    Redacción: Adriana Nicorici, Gabriel Cheşcu

    Supervisión: Liviu Antonesei

    Corrección: Angelica Lambru

    Ilustraciones: Ciprian O. Dudaş

    Redacción técnica: ADENIUM Print srl

    ISBN ePUB: 978-606-8622-65-1

    ISBN PDF: 978-606-8622-66-8

    4O Volumen: El bautismo de la madurez.- 2014

    ADENIUM Print, Iași, Romania

    www.adenium.ro

    Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recupe­ración de información ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado - electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.- sin el permiso previo de la editorial.

    Ilustraciones, nombres, personajes y lugares: Gheorghe Vîrtosu, ©2013

    Los interesados podrán entrar también en el mundo maravilloso de los amigos del Corazón de Ranita a través de los cómics.

    e-mail: editorial@adenium.ro

    Dedico el cuarto volumen del Corazón de Ranita a mis abuelos.

    Os sentiréis contrariados al saber que no los he conocido. Durante mucho tiempo, solo conocía sus nombres, contaba sus sílabas en las cruces del cementerio. Aunque trágica, esa realidad me ofreció un regalo que no tenía precio: de entre todos los ancianos del pueblo, seleccioné a los más inteligentes, los más laboriosos y los más hermosos. Tomé lo mejor de cada uno y mi imaginación se puso en marcha creando los abuelos perfectos.

    Así, mis abuelos son la imagen ideal de cómo me habría gustado ser en el pasado y de cómo quería ser en el futuro. Mis abuelos, en mi imaginación, son hermosos, dignos y decididos. Estoy seguro de que no se han arrugado ante nadie. En su pequeño mundo, que se resume solo en una pequeña estancia, son los más diestros.

    Me gusta creer que a medida que pasan los años, me parezco más a mis abuelos; en algunos momentos, en la mirada; en otros, en la sonrisa; en otros, en el genio. Muchas veces me pregunto si soy tal como me gustaría ser. Entonces, me detengo, me quito de la espalda la alforja de los recuerdos y revuelvo... Busco recuerdos no vividos, busco la esperanza de la bendición de los abuelos.

    Cuento en mi narración los relatos de los abuelos universales, sus enseñanzas, el amor eterno por sus nietos, por los descendientes de su linaje.

    Conozcamos al Viejo Ratón

    El IIIer volumen concluyó con la muerte y el fabuloso entierro del Viejo Ratón, que había servido de anfitrión y dueño a la numerosa familia de pulgas de la que forma parte también el simpático Joven Pulga que conversa con el Gusanito de Seda, desde hace tres volúmenes hasta ahora.

    En el primer volumen participó en la conversación la pobre Gota de Sangre, que había perdido a su familia, después, se adentró en un proceso de recuperación de fuerzas que le permitiera reanudar la búsqueda de sus seres queridos. Igual que unos niños traviesos, el Joven Pulga y el Gusanito, en vez de dormir, estuvieron contando relatos toda la noche, siendo el primero el narrador principal, por gusto y porque no podía resistir las tentaciones que el otro le lanzaba. El Gusanito de Seda, siendo menor de edad, estaba lleno de curiosidad, de innumerables porqués. Era más pequeño, pero no era tonto en absoluto. Impresionado por el carácter algo legendario del relato del entierro del Viejo Ratón, pensó de inmediato que semejante final debía ir precedido de una vida a su medida, de una vida no solo larga, sino también rica en acontecimientos y tentativas diversas. Provoca, como bien sabe hacer, al Joven Pulga a conducir el relato en la dirección adecuada.

    El Joven Pulga le siguió el juego y comenzó a contarle el relato del Viejo Ratón, empezando con lo que era más familiar, con su medio de vida, es decir, su cuerpo, con una exploración que le lleva de la lana envejecida, las heridas y las cicatrices, hasta el corazón y los glóbulos rojos, tan misteriosos y cuidadosos con la vida de su dueño. Debido al hecho de que el Hermano Mayor del Joven Pulga tuvo que huir en una ocasión de casa y esconderse en el monte de la cabeza del ratón, conoceremos también su hocico, sus ojos y sobre todo, sus orejas. Son como cuevas que, en justa recompensa por albergar y conservar el secreto, el Hermano Mayor somete, por primera vez, a una operación de higiene completa. Descubrimos un montón de cosas acerca de los caminos y senderos que surcan el cuerpo del ratón, bien escondidos en su lana, como en un inmenso bosque apenas interrumpido por pequeñas zonas, como praderas en las que los vellones de lana han sido arrancados por los peligrosos y variados acontecimientos de la vida. Y no olvido el final del relato, la confrontación entre el Piojo y el enjambre de abejas, cuando éste y el Hermano Mayor del Joven Pulga quisieron endulzarse con miel robada de la colmena.

    Y... una cosa muy interesante, me cuento entre los que no alimentan una especial simpatía por las pulgas, los piojos y la vista de la sangre. A pesar de todo, desde que empecé a leer la serie Corazón de Ranita, no he sentido ningún tipo de repulsión hacia sus personajes, tan inusuales en los libros de cuentos, al contrario, he sentido siempre hacia ellos una clase de simpatía que los ha convertido en algo más cercano. Realmente, el autor tiene que estar tocado por el talento como por una maldición, para poder provocar semejante metamorfosis en las almas de sus lectores. Porque no solo a mí me ha ocurrido esta transformación en el alma, sino a otros muchos lectores con los que he compartido las impresiones de la lectura.

    Vosotros comenzáis ahora el volumen IV, que yo ya he leído. Por lo que a mí respecta, espero con impaciencia el siguiente, lo que con certeza ocurrirá cuando vosotros lleguéis al final de este volumen.

    Iaşi, 19 de junio de 2011

    Liviu Antonesei

    Cuento encarcelado IV

    En aquellos instantes, mi alma estaba vacía: un desierto inmenso, desprovisto de cualquier brisa, castigado por el egoísmo de no aceptar ninguna forma de vida en las llanuras poseídas desde hace siglos.

    Sí, me sentía desierto. Dentro de mí, la conciencia parecía rebelarse, gritar: ¿Por qué? ¿Por qué, Dios? Mi humillación era total. El dolor, demasiado hondo. El sufrimiento había llegado a su apogeo. Me quemaba. Por un segundo, todo se había derrumbado a mi alrededor. Me sumergí en la oscuridad igual que un ciego. De repente, en mi mente, resonó el eco de las palabras de mi madre. Me pareció verla, al final de un día de trabajo, buscándome para irnos a casa. Al atardecer, cuando se me antojaba que el sol se escondía tras la colina, tenía la costumbre de perseguirlo para ver adónde iba. Corría tras él como un corderito travieso un día de primavera, que, en su inocencia, quería dominar todo el campo, sentirse el más importante de todo el rebaño.

    Corría por la más alta colina que lindaba con nuestras parcelas. Me subía allí, porque me empeñaba en ver hacia dónde se iba el sol a dormir, al final del día. Estaba confundido e indeciso. Deseaba satisfacer la curiosidad alimentada cada día por sus apariciones y desapariciones misteriosas. Por otra parte, pensaba que era demasiado pequeño y temía separarme de los míos, me añorarían…

    La voz de mi madre hacía que mi sombra se sobresaltase y me despertaba del sueño. Estaba preocupada por tanto buscarme y afónica, ya que había gritado durante un largo rato mi nombre. Sus palabras inquietas me llegaban como azotadas por su propio eco. Las apresuraba para llegar a mis oídos, castigarlos y hacerme volver.

    — ¡Gheorghiţă! ¡Eh, Gheoghiţă!, gritaba mi madre y apenas podía respirar del sofoco.

    Cuando veía mi sombra temblorosa en la colina, me decía, contenta por haberme descubierto:

    — ¡Vuelve rápido! ¡Mira cómo se desliza la noche a escondidas para robarte! Te llevará a su reino y tendrás que quedarte ahí a servirla, para siempre.

    Cuando la voz tierna y preocupada de mi madre llegaba hasta mis oídos, acariciándolos, me volvía, asustado. En efecto, la noche se acercaba, agazapada y astuta: llevaba a sus espaldas un saco negro y grande. Recogía y metía dentro cuidadosamente todas las nubes encontradas por el camino, las que no habían conseguido irse con la luz del día, siendo demasiado grandes y pesadas, llenas de innumerables gotas de agua. Esperaban las órdenes de la noche como soldados preparados para un desconocido y misteriosos bautizo de la naturaleza. Su imagen, no sé por qué, me hacía creer que realmente la noche robaba también niños como yo, perdidos por los campos enamorados de las nubes oscuras. Quizás justo por eso, no podían separarse de ellas.

    La idea de un secuestro oscureció mi imaginación: ¿y si con el pretexto de aquellos bautizos misteriosos me entregaban a Dios sabe quién? Puede que a algún árbol extraño, para acompañarlo durante la noche, o para admirar sus futuros brotes… ¡Eso me habría gustado!, coqueteaba yo alegremente con mis pensamientos. Sin embargo, una pregunta aún más tremenda consiguió asustarme del todo: ¿y si me raptaban y me entregaban a un lobo hambriento? No, eso no era posible, me negaba fervorosamente a admitirlo. ¡La noche tenía una buena alma que cobijaba muchas de las bendiciones de la naturaleza!

    Debía regresar hasta mi madre. Quizás tuviera razón, como siempre, ¡su grito había sonado tan asustado!

    Era como si sus palabras me hubieran dado un cachete en el trasero, haciendo que volviese más deprisa. Echaba a correr y me dirigía directo a ella. Corría tan rápido, que sentía cómo saltaban las costuras de los pantalones por culpa de los saltos demasiados grandes. No me detenía hasta llegar a sus brazos, casi sin respiración. Me apretaba contra su pecho, sintiéndome a salvo. Tras besarme fuertemente unas cuantas veces, como si hubiera querido estampar su beso para siempre en mi rostro, empezaba a interrogarme:

    — Dime, cariño, ¿qué buscabas otra vez en las colinas vecinas?

    ¿Qué iba a contestarle? ¡Tantas veces me había avisado de no llenar mi mente con deseos desmesurados y le había prometido hacerle caso! Sin embargo, no conseguía cumplir mi palabra por culpa de la curiosidad obstinada, mucho más fuerte que mi débil conocimiento. No me dejaba en paz, si no le complacía, me quitaba hasta la última gota de alegría.

    Por ello, para que mi madre no me riñera, decidía no hablarle de mis pensamientos relacionados con las aventuras del sol. Volvía a la realidad e intentaba esconderle alguna de las locuras que me pasaban por la cabeza.

    — El día de hoy, querida madre, me ha parecido más largo que nunca… empezaba mis explicaciones con voz suplicante. He tenido la impresión de que iba vestido de forma distinta. La cola de su traje ha sido hoy tan larga que se me ha antojado interminable. Ha tenido un esplendor aparte, como si estuviera salpicada con gotas de diamante que me guiñaban el ojo para seguirlas. ¡Por eso he querido subir a la colina!, ensartaba palabras sin sentido, con el deseo de alejar sus sospechas.

    — ¿Por qué?, se extrañó ella agrandando los ojos. ¿Quieres abandonarme a esta edad tan temprana?, se alertó más aún.

    Empecé a tartamudear.

    — ¡No, no! ¿Cómo te iba a abandonar? ¡Dios me guarde, querida madre! No me imagino poder vivir sin ti en algún sitio… le dije para convencerla y para ganar tiempo con el propósito de encontrar la más plausible contestación. Simplemente he querido… he querido llegar a las más altas cimas de la luz del día para ver todo lo extensa que es nuestra tierra.

    — ¿Qué necesidad tienes tú de saberlo?, me preguntó mi madre.

    — Para poder describírsela al mundo entero cuando sea mayor y lo visite. Hablarles de ella a los extraños y presumir de sus bellezas, improvisé una respuesta al instante, mientras oteaba el horizonte.

    La colina que acababa de bajar me raptó la mirada: el sol a punto de desaparecer la adornaba y plasmaba la imagen de un volcán. Mi madre volvió a abrazarme. Tras un beso aún más cariñoso, me dijo:

    — Hijo mío, para llegar a escalar las cimas más altas de la Luz y otear desde allí todo lo que te rodea, tendrás que pasar por el fuego del sufrimiento. ¡Porque la Luz procede precisamente de ese fuego! No de cualquier manera, necesita un sacrificio por parte de su pretendiente. Por eso te digo que no te será fácil. El dolor encontrará varias maneras de mofarse de ti. Las lecciones sin precio que el sufrimiento te ofrecerá son las únicas que podrán otorgarte una visión verdadera sobre la Vida, terminó mi madre con un suspiro arrancado de su alma tan pura.

    Había pasado aquella prueba del dolor y no una vez solo: había traído al mundo muchos niños cariñosos y espabilados. Me agarró por los hombros y nos dirigimos hacia los demás hermanitos que nos esperaban para irnos a casa.

    ¡Hacía tanto tiempo de aquello! Los instantes en que me hallé esposado dentro de un coche desconocido constituyeron mi momento de supremo abandono. Comprendía el sentido de las remotas palabras de mi madre. Resignado, no quería nada más que sorprender el sufrimiento, romper el cordón umbilical a través del que me alimentaba con esa energía envenenada, recuperar a cambio una energía que me diera fuerzas. Mi conciencia buscaba una gota de luz en el abismo en el que iba a sumergirme. No una gota cualquiera, ésa que aparece sobre la frente del día al final de los miles de segundos, después de atravesar la tierra de un cabo a otro, desde el alba hasta el ocaso, coronado por el calor de los rayos transparentes en presencia del Lucero, oculto a nuestra vista. Solo esa gota sería bendecida por Dios y recibiría del Creador el poder santificador. Únicamente la pequeña gota de luz, deslizándose, al final del día, desde su frente cansada hacia las mejillas delicadas, habría podido devolverme la vista, bautizar mi mirada con una visión nueva que me ayudara en la oscuridad a desprender un grano de esperanza, adornado con una bufanda de cristal hecha con la centella de la Vida. La única que podría devolver la esperanza a los que son golpeados de improvisto por las olas del desengaño.

    Había abandonado, hacía un buen rato, el interior sombrío del coche en el que me hallaba: buscaba desesperado ese grano de esperanza. Me decía a mí mismo, que si lo encontraba, lo recogería con sumo cuidado y depositaría en el recinto más luminoso de mi corazón, cuidándolo como una preciosa flor. A cambio, en señal de reconocimiento, la flor me ofrecería su último pétalo. ¡No se trataba de un pétalo cualquiera! Imaginaos en el más puro juego del amor, cuando, llenos de emoción, empezáis a romper un pétalo tras otro, queriendo descubrir, en un inocente arranque, el final de una impaciente espera…

    Creía en su poder milagroso. Ese pétalo, guía de mi esperanza, debería ayudarme a reunir mis fuerzas que, como resultado de los golpes recibidos, habían perdido cualquier color, cualquier deseo de luchar.

    ¡No quería perder la fe en mí! No quería albergar dentro de mi mente, ni siquiera por un segundo, la amargura de la desesperación. El sufrimiento sería mío y les daría a los de alrededor la sensación de haberme vencido.

    El vacío había envuelto mi corazón, abrumándolo como un desierto. Castigado a menudo por la ausencia de cualquier brisa, el desierto recibe alguna vez la visita del viento. Puede que no por placer, ¡es verdad! Quizás le den lástima los cardos abandonados que yerran asustados por la arena ardiente, también castigada por el sol. Por el motivo que sea, el viento visita de vez en cuando el desierto... Se acerca a las cimas, consciente de que le reciben siempre con alegría: es el único que puede acariciar sus secas caderas. Les susurra algo misterioso con un silbido mágico, algo solo por ellas entendido: si el desierto se enterase, las castigaría sin piedad. De naturaleza vengadora, borraría del todo las colinas de arena de sus cuerpos resecos. Lleva la maldad cobijada en su alma, porque también él se siente abandonado y castigado por todo lo que vive a su alrededor...

    Por eso, el viento es precavido y les hablará a las cimas arenosas, en secreto:

    — Queridas mías, vuestra paciencia y sufrimiento serán recompensados por el Tiempo inmortal. En algún momento, os entregará una gota del elixir de la vida del que tanto goza el resto de la tierra.

    Luego, las acariciará con delicadeza para que se levanten ondeando en el aire, estremecidas por su roce. Las notará a punto de entregarse y añadirá:

    — Le ayudaré al Tiempo inmortal, juntos os llevaremos a cruzar tierras extensas. Llegaréis a visitar muchos otros lugares, a compartir su alegría de vivir.

    Se lo prometerá con una sonrisa radiante para encender la mecha de su confianza.

    Esperanzadas, las colinas de arena serán capaces de obedecerle en todo para que cumpla su palabra. Sin pensárselo dos veces, les propondrá un juego, un partido de fútbol en el que, en vez de pelota, utilizarán los cardos errantes de al lado.

    — Será como un ensayo para vosotras. ¡Volveréis a jugar cuando lleguéis a los lugares prometidos por el Tiempo inmortal! (Con esas palabras, el Viento hechizará el oído de las colinas). El desierto, vuestro amo, es despiadado, no os dejaría ir sin más. Pero, si os entrenáis para varias competiciones podríais llegar a otras tierras, enviadas por él. Alimentaréis su esperanza de traer muchos trofeos tallados en el hielo del Polo Norte, aplacando así su eterna sed.

    — ¿De qué manera podremos convencerle?, le preguntarán las dunas con desconfianza. A nuestro amo no le gustan los juegos, no quiere que en su imperio ocurra ningún acontecimiento y mucho menos una competición deportiva.

    El Viento les contestará riendo:

    — Ejem... Vuestro amo, el Desierto, aceptará hasta el papel de árbitro de ese partido de fútbol. ¡Ya lo veréis! Bastará con que sepa que se trata de la copa de hielo traída desde el Polo Norte. Por supuesto, como árbitro, estará de vuestra parte, querrá que sus dunas ganen todos los partidos.

    — Y si perdemos, ¿qué nos pasará?, indagarán las dunas temerosas, conociendo la dureza de su amo en caso de fracasar.

    — ¡Ja! ¡Ja! Tranquilizaos, queridas. Soy mayor y sé cómo alcanzar mis metas. Os contaré la historia de un Río brillante. Sus aguas llevan con orgullo algo de la sabiduría de la tierra que atraviesan.

    Las dunas escucharán atentamente los susurros del Viento.

    — Cuentan que, cuando Dios lo situó en la tierra para separar el prado del bosque espeso, el Río preguntó al Creador: ¿Cuál es mi destino, Dios? ¿Por qué me elegiste justo a mí para ese lugar encantado? El bosque y el prado se quieren, ¡lo ves! ¿Por qué debo separarlos con mi paso? ¿Por qué atravesar con mis aguas cristalinas el verde claro de su manto? Dios le contestó con la sonrisa de una inocente broma: Añadirás belleza a la Naturaleza y una gota más de vida. Con tu cauce harás que sobreviva la ovejita del prado y que el lobo feroz del bosque esté siempre saciado. Tras esas palabras, el Viento guardará silencio. Sus palabras sabias demuestran que existe un equilibrio en todas las cosas. Por supuesto, no es fácil encontrarlo, muchas veces se necesitan compromisos para alcanzarlo.

    — Eso se llama diplomacia, dirá el Viento con un guiño.

    — Obraré de la misma forma. Le diré al Desierto que el ganador del partido obtendrá la copa de cristal, traída desde el lejano Polo Norte. El que pierda deberá recolectar todos los cardos errantes y llevarlos a la espalda por toda la superficie de la Tierra, en señal de derrota. ¡El desierto estará de acuerdo, no cabe duda! Querrá ganar la copa a toda costa. Con su ayuda podrá, de vez en cuando, apaciguar su alma reseca con una gota purificadora de agua. Dejaré que me venza. Regalaré al Desierto la copa de hielo, colmada de gotas del Elixir mágico de la Vida. Ese es nuestro proyecto secreto para dar vida al Desierto, aún en contra de su deseo. Espero de todo corazón que se ablande, que deje de ser tan duro con vosotras, sus dunas de arena, y con los que se pierden por casualidad en su territorio. Creo que cambiará al sentir el sabor de la vida.

    — Y tú, ¿qué harás si pierdes? ¡Serás humillado!, exclamarán con preocupación las dunas.

    — Yo... es justo lo que quiero. ¡Perder ese partido! Cargaré con los cardos y reconoceré mi derrota. Los sacaré de buen grado del desierto, ese será mi castigo. Por muy importante que sea, junto con el Sol y la Lluvia, no podría tocarlos sin el beneplácito del Desierto. Dios nos otorgó el mismo lugar y sus leyes deben ser respetadas en cualquier rincón de la tierra. Ante la ley, todos somos iguales. El precio más alto es el mismo sacrificio, para que la vida siga su curso natural.

    El Desierto podrá gozar de la copa victoriosa, sin embargo, el premio verdaderamente importante, de un valor sin igual, pertenecerá al Viejo Viento. Con la bendición de Dios, verá cumplido su sueño de otorgar a los cardos un regalo preciado: ¡la libertad misma! Tras la Salud, es el más importante don de la Vida.

    La Libertad y la Salud son los únicos dones predestinados que Dios nos ofrece a la par. No podemos llevar la rutina diaria de la Vida si nos falta alguno de ellos, seríamos como los ciegos que no alcanzar a vislumbrar su camino.

    Tras sacarlos de los territorios abandonados del Desierto, el Viento confesará a los cardos haber inventado aquel juego, no por placer, sino por compasión, para liberarlos. Les aconsejará hacer lo mismo, socorrer a los que necesiten su ayuda.

    — He inventado ese juego para liberaros. No lo he hecho por el Desierto, vuestro dueño, que no se merece nada, dado su egoísmo inconmensurable. ¡Ahora sois libres!, les dirá con voz triunfadora. Libres y responsables de obrar correctamente con vuestra libertad, de ahora en adelante. Antes de nada, decid a todos, que estén atentos a los espejismos del Desierto para no caer en su trampa. Habéis tenido suerte de no haber sido encarcelados por el Desierto en sus calabozos escondidos bajo las colinas abandonadas. Desde ahora, ¡seguid vuestro destino! ¡Seguid el camino recto!, les advertirá.

    El Viento sabe que los cardos no tienen ninguna culpa. Son solo unas víctimas desesperadas. Deambulan sin rumbo por el desierto, guiados por cualquier fantasma, atraídos por su voz embaucadora. Por ello, se propone ayudarlos, unir sus fuerzas dándoles esperanzas, guiándolos en un viaje hacia lo desconocido, cada vez más lejos, hasta los límites insospechados del desierto. Haciéndoles rodar cada vez más lejos, el Viento les confesará que al final del viaje vislumbrarán el camino recto que sus ancestros habían predestinado y que ellos habían errado.

    A su vez, exhaustos y abrumados por el arrepentimiento, los cardos serán conscientes de que ese descubrimiento merece cualquier sacrificio. Obedecerán silenciosos, cantarán un himno victorioso a través de un silbido que exprimirá la última gota de vida de sus cuerpos resecos. Las espinas que los habían protegido antaño serán arrancadas y sembradas en la tierra fronteriza del desierto para que los que intenten cruzar, llevados por vanas ilusiones, sientan el dolor punzante y comprendan qué están a punto de equivocarse. Luego, el silbido del Viento se perderá, serpenteando discretamente entre las dunas de arena caliente. Así es como las cardos les agradecerán haber aceptado el plan del viejo Viento.

    Esa era la historia de mi alma. El Viento era mi conciencia, las dunas representaban mi esperanza y el Desierto, mi desgracia. Yo mismo era el cardo errante. Todo lo que me rodeaba me resultaba extraño, hasta yo mismo. El peso del desierto es abrumador, sin embargo, cuando nace en tu propia alma, se vuelve una carga insoportable.

    El abuelo me contaba de pequeño, que cuando las fuerzas te abandonan, las lágrimas se vuelven más saladas aún y la saliva cobra un falso dulzor, como si quisiera ayudarte a salir del abismo. Era exactamente lo que sentía. En los ojos, las lágrimas que había decidido mantener a raya, me hacían sentir un gran escozor por su alta concentración y en la garganta notaba un desagradable sabor dulce-amargo.

    Respiré hondo. Sonó como un suspiro imposible de detener. Entristecido, bajé la mirada y me quedé pensativo. Quería recobrar mis fuerzas, concentrarme en mi situación. Debía mantener el equilibrio todo lo posible, porque iba a presentarme delante de las autoridades francesas, me lo había dicho la intérprete. Toda clase de pensamientos cruzaban por mi mente, un montón de preguntas, de respuestas...

    De repente, la mirada se clavó en mis manos, apoyadas en las piernas. Al principio, emocionado, no me di cuenta de a quién pertenecían esas manos apresadas. Las esposas iban por fuera de las mangas de mi jersey negro. ¡Esa imagen me chocó! Un rayo de dolor me atravesó el corazón. Las mangas del jersey, aplastadas por el apretón despiadado de las esposas, me hicieron pensar en el sufrimiento de mi Madre. Me desplomé bajo el peso del remordimiento. Tuve la sensación de que esas esposas vestían las mismas manos trabajadas de mi Madre, no las mías. Sus manos cariñosas que habían tricotado para mí ese jersey con ayuda divina de la escogida lana del becerro legendario.

    A esa hora, mi Madre ordeñaba la vaca. Me la imaginé perdida a través de la cortina de mi tristeza abrumadora. Vi cómo se le caía el recipiente de las manos, aterrada por mi dolor. Sin lugar a dudas, su corazón le había avisado de que me hallaba justo en ese lugar de sufrimiento del que me había prevenido en la infancia.

    Levanté la mirada como si quisiera salir al encuentro de sus lágrimas. Sin embargo, los ojos negros de la señora de delante me devolvieron a la realidad: los ojos de mi madre eran azules.

    La traductora me miraba apenada por mi tristeza. Quería pedirle un favor.

    — Puede que tenga hijos de mi edad... me vi diciéndole.

    Seguía mirándome, asintiendo con la cabeza. Levanté los brazos hacia ella, suplicando:

    — Por favor, sáqueme las mangas de debajo de esas malditas esposas. ¡Me destrozan la vida! ¡Levántemelas, para que estén lo más lejos posible del insensible hierro de la ley! ¡No me diga que no! El jersey me lo hizo mi Madre. Si proviene de la misma tierra que yo, la de los estremecedores cantos de Besarabia, seguramente sabrá la leyenda de las madres que tejen un jersey semejante para pedirle a Dios un hijo. Seguramente, ella habría nacido de las mismas oraciones hacia la divinidad hechas por su Madre, que la deseó más que a nada en el mundo. Seguramente, su infancia fue mecida por las mismas tradiciones, las mismas leyendas... Mi sufrimiento es insoportable al ver cómo las esposas apresan sin piedad mi tan preciado jersey. Veo las manos de mi Madre esposadas, no las mías... ¡Por favor!, imploré, mientras notaba en la comisura de la boca el sabor salado de una lágrima brotada de mis ojos suplicantes.

    Había pronunciado las últimas palabras con el dolor agudo de la impotencia que me cercaba, sin embargo, sonaron más como una orden a mi paisana. Levanté más aún los brazos, delante de ella.

    Mirándome a los ojos, la traductora me indicó con la cabeza que aquello no era posible. El dolor de mis palabras había llegado a su alma como si fuera una flecha ciega que había dado, por vez primera, en la diana. Se echó a llorar como una niña. Por su negación comprendí que le estaba prohibido tocarme.

    Quise bajar los brazos pero, en ese mismo instante, fui golpeado salvajemente y de improviso por el mamut encapuchado situado a mi izquierda. Me dio fuertemente con el codo en la boca. Se me hizo de noche. Conseguí ver una lluvia de estrellitas coloreadas, parecidas a las de los fuegos artificiales. No me había enterado de su aparición, aunque tampoco tuve tiempo de pensar en ello porque todo se oscureció a mi alrededor. Instantes después, empezó a brillar un punto luminoso igual que una estrella que titila tímidamente tras una tormenta. Tuve la sensación de ir corriendo hacia aquella chispa, al comprender que significaba la salida.

    Más tarde comprendería que todo había sido un salto temporal, una vuelta al pasado, algo de lo que había oído hablar. Volví, en unos instantes, a la infancia.

    Hacía cola en la tienda de ultramarinos del pueblo. Mi madre me había enviado a por pan. Delante de mí había un chico alto, probablemente quince años mayor que yo. Esperaba comprar algo, el pobre. Era discapacitado mental; de pequeño había tenido un accidente y se había quedado tuerto. Su drama le hizo enfermar más aún. De repente, sin ninguna razón, me golpeó con todas sus fuerzas. Igual que el mamut de mi izquierda. Me desmayé sin conocimiento. Desperté un rato más tarde en los brazos de una vecina. Me había sacado de la tienda, me había apoyado en el tronco de un nogal e intentaba limpiar mi sangre con su vestido. Al respirar hondo, sentí por primera vez en mi vida el olor punzante del yodo. Venía de aquel hermoso nogal, bañado copiosamente por una lluvia de rayos luminosos. Los abuelos habían intentando ayudarme a conocer aquel olor, sin embargo, hasta entonces, me había sido desconocido.

    Nadie le hizo nada al chico. Todos conocían su sufrimiento, sabían que cualquier reprimenda sería inútil.

    Pasaron los años, me había ido de casa, sin embargo, cada vez que volvía, me daba de bruces con el chico que me había golpeado. No sé por qué, Dios me lo ponía siempre delante. Su enfermedad había empeorado. Era muy desgraciado. Cada vez le daba algo, sentía pena por él. Le ayudaba a parchear sus necesidades. Le tendía el dinero y lo cogía con la misma mano con la que me había golpeado. Cada vez tenía ganas de hacerle la misma pregunta: ¿por qué me zurraste?, ¿qué pensaste? No te hice nada. Sin embargo, no lo decía en voz alta. Le preguntaba, a veces, si me reconocía. De joven, conocía a todos los niños del pueblo, sus nombres, los de sus padres... Creía que me recordaría. Intentaba ayudarle diciéndole quién era. En vano, su memoria había sido barrida por las olas de las desgracias de su infancia.

    El hecho de que no me reconociera constituía una tragedia para mí. ¿Por qué? Porque es así como nos damos cuenta de que

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