El arte de vivir del esfuerzo ajeno
By Ivan Cosos
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En estos días, desafortunadamente, es de rabiosa actualidad la información relacionada con actos dolosos de todo tipo. En el periódico, en la televisión, en todos los medios surgen casos lamentables de actos de apropiación de lo ajeno, en ámbitos que deberían ejemplificar las actitudes éticas. Empresarios, empleados, políticos, funcionarios, autónomos, ningún colectivo parece escapar a tan deplorable práctica.
Sin embargo muchos de nosotros ignoramos lo extendido y natural de las actitudes que se esconden detrás de estos condenables actos, y hasta qué punto incluso participamos de ellas. ¿Podrían imaginar que estas conductas se rigen por principios universales? ¿Principios que siguen también ustedes?
El arte de vivir del esfuerzo ajeno describe las vicisitudes de un joven durante un periodo de su vida algo inquietante. Sufriendo de problemas económicos en el ámbito familiar, extendiéndose éstos a su campo profesional, se halla en la curiosa situación de tener que socorrer a un lejano pariente que se encuentra recluido en la cárcel. Éste nuevo personaje, rodeado de cierto misterio, revelará a nuestro protagonista una serie de reflexiones sobre la apropiación de valor, o lo que es lo mismo, algunas de las contradicciones de la vida cotidiana, sus aspectos económicos y sobre la misma condición humana. Todo esto sirve al joven protagonista para contemplar sus propios conflictos desde otro prisma y, si bien no le ofrece todas las respuestas, al menos sí interesantes preguntas.
A medio camino entre el relato, el ensayo corto de temática económica y el libro de autoayuda, con una mirada sin complejos a estas prácticas, el autor ha realizado un humilde esfuerzo para escrutar lo que no encajaba y para extraer los fundamentos de la Apropiación de Valor. Todo para que ustedes los contemplen sin complejos ni prejuicios y, si lo desean, se mantengan alerta.
Ivan Cosos
De edad, vida y profesión inciertas Iván se propone desvelar algunos de los más importantes engranajes del comportamiento humano en sociedad. Poco más hay que decir sobre él, quizás merezca la pena, en su caso, una breve cita de Oscar Wilde: "Dad una máscara al hombre y os dirá la verdad."
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El arte de vivir del esfuerzo ajeno - Ivan Cosos
Me dolían los pies. Me iba a casa tras un duro día de trabajo. No duro por el trabajo en sí, sino por cómo se había desarrollado. Había sido uno de esos días en los que nada parecía ir a derechas y en que cada pequeño avance se frenaba con decenas de pequeños obstáculos al paso. Empecé la mañana con energía y superé los primeros con ímpetu, como si quisiera ignorar que se irían interponiendo, insistentemente, a lo largo de toda la jornada. Los siguientes contratiempos empezaron a minar mi paciencia y para la hora de comer ya creí que me había levantado con el pie izquierdo. A media tarde empecé a pensar en qué había hecho para merecer tantas contrariedades. Finalmente me fui a casa con un humor de perros y la sensación de que había malgastado todo el día improductivamente. Era curioso, había muchos días como ése, en los que todo avanzaba a cámara lenta y no me parecía ver el fin de las tareas. En otros, en cambio, las cosas se resolvían como por ensalmo, casi como si todas las piezas fueran encajando de la manera adecuada y en el momento oportuno; tu jefe te sonreía, tus compañeros colaboraban en todo y encima el café sabía como nunca. Solía decirme que en realidad tanto los días felices en el trabajo, como los aciagos, formaban parte de un todo. Eran el resultado de un esfuerzo y dedicación constantes, sólo que el resultado de todo ello no aparecía gradualmente, minuto a minuto u hora a hora, sino a trompicones: ayer sí, hoy no, mañana tampoco, al día siguiente sí y al otro también. Los frutos del buen hacer parecían surgir impredeciblemente y de forma caprichosa. Suponía que lo importante era el promedio y me decía que debía evaluar mi desempeño en mayores plazos de tiempo en lugar de pretender que cada día fuera perfecto. Aún así, cuando un día era frustrante como aquél, no podía evitar que mi humor se resintiera, y más con unos testarudos zapatos nuevos causándome tanto dolor.
Conduje entre una multitud de vehículos en procesión hacia sus hogares. A la luz del atardecer, veía algunas caras asomando por los volantes tan fatigadas y entristecidas como la mía. «Pobres» me dije, compadeciendo sus pesados días llenos de pequeños obstáculos. Sin poder evitarlo, volví a recaer en el vicio de repasar mentalmente los hechos ocurridos durante las pasadas horas, como si con ello consiguiera enmendarlos. El proyecto no avanzaba, surgían errores donde no debería de haberlos y los miembros de mi equipo parecían por momentos los principiantes que muchos años atrás debieron dejar de ser. Y como se suponía que ya no lo eran, asido al volante de mi auto, no dudé en acusarlos infantilmente de boicotearme para que me fuera hastiado y nervioso a casa. «Buen momento para conseguir un ascenso», pensé con sarcasmo, «sí señor».
Quizás era eso, la oportunidad de lograr una promoción lo que me afectaba tanto. Se había abierto hacía poco una plaza de promoción interna en la compañía, una plaza que supondría un buen empuje a mi carrera, por no mencionar el correspondiente aumento de sueldo que tanta falta me hacía. Necesitaba más dinero, bueno, necesitábamos; mi familia y yo. Con las dos niñas, y otro por venir, ni apretarse el cinturón era suficiente. Ya no quedaban agujeros en la hebilla. Mi mujer también echaba el resto por sacarnos adelante, pero las organizaciones sin ánimo de lucro no son las que pagan los mejores sueldos, y aunque ella lo había intentado esforzadamente, la respuesta a su solicitud de aumento de sueldo había sido tajante y llana: no. «Si no estuviéramos en crisis podría hablarse», le habían dicho a modo de amable justificación, pero en las circunstancias actuales, podía agradecer el conservar el puesto de trabajo. Maldita crisis. De modo que la vía ONG se había convertido en un callejón sin salida y yo tendría que agarrarme a un clavo ardiendo.
Además, ese nuevo puesto vacante me venía que ni pintado. Yo era uno de los mejores candidatos a cubrirlo: habiendo trabajado silenciosamente durante meses, dando mis resultados y contribuyendo al crecimiento del grupo con mi granito de arena. Mi jefe no parecía descontento conmigo, aunque tampoco hacía muchos aspavientos con mi aportación, pero a veces con no ser la razón de su dolor de cabeza parecía suficiente para ganar unos enteros en el ranking de los favorecidos. Quizás hubiera en eso también un efecto acumulativo, una suma promedio que en el momento de la verdad daría sus frutos. Eso si Genaro no lo impedía.
Giré bruscamente el volante y me mordí el labio inferior. Un conductor me hizo zarandear el coche como una barcaza con su inesperada maniobra y me oí a mí mismo maldiciendo su torpeza. Durante un instante me dediqué a mirarlo con odio y escupirle lindezas por conducir incluso más abstraído que yo. Esas lindezas no traspasaron mi cabina, pero supuse que sabría leer mis labios. No podía ser de otro modo, pensar en Genaro y estar a punto de tener un accidente. Se podía decir que él era la piedra en mi zapato. Mi Némesis, lo llamaba jocosamente cuando hablábamos de él con mi mujer, y si alguien podía ser un verdadero competidor al puesto que yo ansiaba, ése era Genaro. No se podía decir que fuera mal tipo, ni un mal profesional, eso tenía que reconocerlo, pero aunque sus funciones y las mías eran parecidas, nuestras formas de trabajar no lo eran en absoluto. A mí se me podía considerar un empleado de bajo perfil que realizaba su trabajo sin armar mucho ruido y sin estar en el ojo del huracán, ni en lo bueno ni en lo malo. Genaro en cambio era todo lo contrario, un tipo extrovertido donde los hubiera, un poco descuidado en sus quehaceres, a mi modo de ver, pero una verdadera hacha en las relaciones personales. Todos le conocían. Siempre estaba en todos los corrillos y aparecía mágicamente cuando se celebraba algún éxito, fuera o no con él la cosa, como si oliera las albricias a leguas de distancia. Parecía que se pegaba a las buenas nuevas para impregnarse de su perfume y lucir luego esa capa invisible por toda la oficina con una sonrisa de oreja a oreja. ¡Y cómo sabía agasajar al jefe! ¡Y cómo me enfurecía eso a mí! En realidad, no me molestaba especialmente que no fuera un gran miembro de equipo, ni que rehuyera arrimar el hombro como yo hubiera esperado de un compañero. Pero en el fondo yo sabía que él también perseguía ese ascenso y lo hacía a su modo. Y era un modo con el que no podía competir. ¿No podía o no quería?
Pensando en mi querido Genaro, llegué frente a mi casa y aparqué el coche. Con el ceño fruncido cerré de un portazo, para darme cuenta a continuación que había olvidado dentro mi maletín. Refunfuñando y con los dedos de los pies medio encogidos abrí de nuevo y me agaché en el interior del vehículo para recogerlo. Al apoyarme con mi mano sobre el asiento me enganché la corbata. En esa postura tan tonta, con el nudo de la corbata apretándome la nuez, ahogándome a mi mismo con mi torpeza, me vi en el retrovisor y me quedé parado por un momento. Parecía un buey resoplando en una yunta. «Bobo», me dije. «Has tenido un mal día, ¿y qué? ¿Vas a llevarte puesto el traje de víctima las horas que te quedan?» Dentro me esperaban mi querida mujer y mis preciosas niñas y podía elegir entre disfrutar de su compañía o seguir lamentándome y quejándome para hacerlas a ellas un poco infelices. Salí del coche dejando atrás a mi jefe, mis colegas principiantes, conductores despistados y al susodicho Genaro. Todo ello había acabado por ese día. Ya sólo deseaba ver a mis soles y quitarme los zapatos.
Abrí la puerta y en la entrada estaba ya mi preciosa mujer, como si hubiera estado esperando mi llegada, con las niñas jugueteando en el pasillo y correteando entre sus piernas. El cielo se abrió para mí y sonreí como si yo fuera el chico más menudo de la casa. Los contratiempos se habían quedado todos tras la puerta, y me disponía a disfrutar de mi gratificación.
—Hola cariño... —me dijo acercándose a mí a modo de saludo. Parecía querer añadir algo pero yo me adelanté.
—Hola, oye, estos zapatos que compré me han hecho ver las estrellas. ¡Me van pequeños! ¡Voy a quitármelos ya!
—Cariño, —añadió ella— nos han llamado; tu tío está en la cárcel.
«¡Toma! En toda la frente.»
2. El valor de las cosas
El tío Gustavo era un desconocido para mí. Lo había visto en contadas ocasiones a lo largo de mi vida, y lo poco que sabía de él, lo sabía de oídas. Esos rumores me contaban que era una persona peculiar, con un recorrido peculiar. Hombre de mente privilegiada, superdotado, decían, no había