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LAS REENCARNACIONES DE ANA BOLENA
LAS REENCARNACIONES DE ANA BOLENA
LAS REENCARNACIONES DE ANA BOLENA
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LAS REENCARNACIONES DE ANA BOLENA

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About this ebook

Corre el año de 1536.

Enrique y Ana están a merced de influencias que escapan a su control, han demostrado ser explosivamente incompatibles y se hallan atrapados en una historia que acabará en traición, tan feroz para Ana que requerirá de muchas vidas hasta lograr recuperarse.

Enrique, aparentemente en defensa de Ana -aunque más bien por mera perversión, según la propia Ana observa-, aterroriza Inglaterra decretando asesinatos masivos por cuestiones políticas con el fin de protegerla. Ante el horror de Ana, su alguna vez apasionado esposo se vuelve finalmente contra ella y acaba ejecutándola.

Esta ficción sobre reencarnaciones comienza con la ejecución de Ana. Su furia por la traición de su esposo tiene el suficiente ímpetu para perdurar siglos, pero la protagonista del libro percibe que la tarea será durísima: deberá revivir su historia junto a Enrique a lo largo de una serie de vidas pasadas y descubrir el perdón dentro de ella. La misión es muy difícil y podría tomarle largo tiempo cumplirla.

El esposo en cuestión es Enrique Tudor, el famosísimo rey Enrique VIII. La narradora es la terca y voluble Ana Bolena, quien no muestra disposición alguna a perdonar. 

Qué duda cabe: esta es una historia de amor inusual.

Las Reencarnaciones de Ana Bolena, en su versión en inglés (Threads), fue finalista del concurso William Faulkner en categoría Mejor Novela. 

Nell Gavin también es autora de Hang On, novela ganadora de medalla de plata en los premios Living Now Book y elegida entre las opiniones de Red Adept como título selecto con calificación de "extraordinario en su género". 
 

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateDec 14, 2015
ISBN9781507127490
LAS REENCARNACIONES DE ANA BOLENA
Author

Nell Gavin

Nell Gavin lives in Kalamazoo, MI. After years of technical writing and two award-winning books, she thought she was done. Then the US Government made a public statement that UFOs are real, and it triggered another story, "The Historian Project: A Time Travel Catastrophe."

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    Book preview

    LAS REENCARNACIONES DE ANA BOLENA - Nell Gavin

    PREFACIO

    Nell Gavin, 2001

    Uno de los aspectos más sorprendentes de toda investigación sobre la vida de Ana Bolena es descubrir la manera en que las referencias se contradicen unas a otras en una u otra manera. Existe mucha más especulación sobre el personaje que información verificable y varias biografías adoptan distintos puntos de vista solo a partir de lo que dicha escasa información verificable revela. La perspectiva con respecto a un hecho de su vida registrada en un libro puede cambiar radicalmente al leer el siguiente. Por lo tanto, quienes hayan leído una sola de sus biografías y cuestionen algunos de sus aspectos, probablemente encontrarán referencias a su favor en otra de ellas.

    Personalmente prefiero algunos textos sobre la historia de Ana por sobre otros. He leído muchísimas referencias acerca de su vida y tomado datos de todas ellas, pero confío mayormente en la información aportada por Alison Weir en su libro The Six Wives of Henry VIII.

    Por otro lado, he desechado gran parte de la información que se adjudica a Eustace Chapuys, embajador español durante el reinado de Enrique VIII. Las referencias que Chapuys enviaba a España -cuyo contenido es citado o aludido en todas las biografías de Ana Bolena- estaban plagadas de propaganda condenatoria la que, probablemente, era parcialmente cierta. Sin embargo, es muy posible que se tratara de información básicamente tergiversada o derechamente falsa, porque las buenas acciones que se adjudican a Ana (sus considerables obras de caridad, su defensa de librepensadores y heréticos religiosos y su coraje al enfrentar la muerte para defender la corona de su hija) no están en sintonía con el demonio que Chapuys describe. Más adelante, el español presentó afirmaciones similares sobre Ana de Cleves (otra de las esposas de Enrique), aludiendo a ciertas intenciones ocultas que habría tenido la soberana, las que nunca fueron avaladas por afirmaciones de otros testigos, ni siquiera por la lógica. Desafortunadamente para Ana Bolena, resultaba imprudente hablar a su favor después de su muerte, por lo tanto, la mayor parte de la historia que hoy se cuenta de ella está basada en los informes de Chapuys, los que en su momento enfrentaron mínima refutación de los partidarios de la reina.

    Cuando estudié, a partir de una necesidad frustrada, los diversos puntos de vista y conclusiones, no me sentí manipulando la historia sino más bien adoptando un compromiso plausible a partir de un grupo de hechos que no equivalen más que a suposiciones de parte de un buen número de estudiosos. Sin embargo, en contadas ocasiones modifiqué premeditadamente el orden cronológico de los hechos o dispuse de otra forma a los personajes. En tales ocasiones, mi pluma tiene mayor peso en la trama que la pluma histórica real. No obstante lo anterior, en la mayor parte del libro los hechos son tan fieles como fue posible retratarlos -dada la diversidad de opiniones-, salvo en el caso de la infancia de Ana y en el de todos sus pensamientos íntimos, los que han sido dejados a merced de la conjetura.

    En Las Reencarnaciones de Ana Bolena, la Ana que ofrezco es aquella que aparece ante mí en todas sus biografías, sean cuales sean los hechos que allí se presenten o en qué forma estos la describan: aquella Ana que siempre fue planteada como un enigma. Creo sinceramente que el término se aplica muy bien a una persona de carácter difícil aunque esencialmente buena.

    Pero, ante todo y sobre todo, Las Reencarnaciones de Ana Bolena es ficción. No constituye referencia histórica ni pretende serlo.

    PRÓLOGO

    Londres

    Año de nuestro Señor de 1536

    •~*~•

    Ya no veía a la multitud. De no haber sido por el sonido ocasional de alguna tos involuntaria, tal vez habría pensado que me encontraba sola y soñaba. En medio de tan inusual quietud, podía sentir aquellos miles de ojos insensibles que, muy bien sabía, no dejaban de observarme. Era imposible evitarlos. Era imposible dejar de visualizar esos rostros y esas miradas que no se apartaban de mí.

    Repentinamente un ave batió las alas y emprendió el vuelo. Supuse que las miradas y los rostros se habían volteado hacia el cielo y que todos esos ojos seguían ahora atentamente su curso. Quise creer que durante aquel breve momento me habían olvidado, permitiéndome huir discretamente antes de siquiera notar mi ausencia. Aquella pasajera fantasía y una oración final fueron todo el consuelo que pude permitirme.

    Una voz con marcado acento galo exclamó:

    -¿Dónde está mi espada?

    Súbitamente, una mano tomó la mía y una suave voz me invitó a seguirla. Y la seguí. Desorientada aunque consciente, miré hacia abajo y pude ver a la muchedumbre, saciada ya su sed de sangre con el espectáculo del día. De pronto, un destello inundó mi mente y Enrique apareció ante mí por última vez. Sobre su cabalgadura se alistaba para la caza rodeado de otros cazadores y de unos cuantos sabuesos a la espera de las salvas que anunciarían mi muerte. Pude oírlas y observar cómo Enrique se estremecía por dentro mientras aparentaba una total ausencia de emoción externa. Muy pronto correría a los brazos de Juana, la convertiría en su esposa en cuestión de días y jamás volvería a pronunciar mi nombre.

    Miré a Enrique y de mi voz se escapó un porqué en forma de lamento, de hondo quejido. Noté su lucha por parecer tranquilo sin estarlo, su obstinada negación.

    Sabía que él me sentía. Estaba en sus pensamientos y yo podía leerlos como si los gritara a los cuatro vientos. Parecía perturbado, temeroso.

    -Maldito seáis, Enrique -pensé. Y él oyó mis pensamientos en medio de los suyos, creyendo que había enloquecido.

    Entonces me alejé de él por última vez y floté hacia la luz, hacia la memoria. Como un susurro sentí que intentaba alcanzarme para finalmente acabar gobernándose. Como un susurro le oí decir maldita seáis vos, aunque con palabras que solo pronunció en su mente y sin mayor convicción, a pesar de la ansiedad que lo devoraba.

    Tuve la sensación de que había lágrimas en sus ojos, pero su cara era de piedra y las lágrimas no se derramaban. Las reprimió y se las guardó interiormente como un cáncer. A partir de entonces, esas lágrimas cambiarían para siempre la vida de Enrique y de todos con quienes se relacionara. Jamás asumiría lo que había hecho conmigo. Incluso lo repetiría una y otra vez en un intento por trivializar su pecado. Sintiendo menos culpa la próxima vez podría demostrar que aquello estaba bien. ¿Acaso no era él un hombre honrado?

    Sabía muy bien de qué manera Enrique torcía la lógica para adaptarla a sus fines personales. Creía ser capaz de hablar en nombre de Dios únicamente a partir de lo que su corazón consideraba veraz. Era mi esposo y le conocía hasta el alma. Solía equivocarse.

    Y, de esta forma, muchas otras vidas se extinguirían por su solo decreto. Ello lo atormentaría hasta el final de los tiempos convirtiéndolo en un ser culposo aunque atrevido, dictatorial, irracional y peligroso incapaz de percibir que era así como negaba la conciencia y el dolor. Triste epílogo para un hombre que, curiosamente, deseaba ser bueno con sumo fervor.

    Con una preocupación más propia del hábito que de la sinceridad, distraídamente pensé: Él debería llorar. Y fue en ese momento cuando lo abandoné.

    Adiós, Enrique. Adiós.

    PARTE 1

    Recuerdos

    ––––––––

    Capítulo 1

    •~*~•

    Aún conservo mi alma inmortal. Pensé que me había despojado de ella la primera vez que yací con Enrique. Sin embargo, mi amor por él ahora se percibe más hecho de desgracias que de pecados. Y al parecer no seré arrojada a un infierno abrasador por su causa. De hecho, más bien parece que podré hallar paz.

    Durante un momento lo consigo. Sí, allí está la paz: ese breve lapso de sanación antes de regresar a la acción, ese pequeño remanso de tranquilidad en el camino. Me rezago en aquel paréntesis tanto como se me permite, pero hay asuntos que atender y debo continuar.

    En otro lugar, más allá de ahí, ya no habrá tiempo para la paz. Solo habrá tiempo para los recuerdos los que pronto se volverán universales. Veo cada momento de mi existencia pasada como un cirujano examina un cadáver, órgano por órgano, y me siento inicialmente horrorizada, luego confundida y finalmente satisfecha.

    La muerte no es como la esperaba después de tantos y largos años de instrucción religiosa. Tampoco es aquel lugar oscuro y aterrador de las creencias populares. No hay ni arpas ni imágenes espeluznantes. No me crecen alas ni cuernos. No es como la había imaginado ni como la había temido. La muerte es lo que alguna remota vez supe que sería, muy dentro de mí, cual palabras memorizadas pero olvidadas hasta ahora en que despierto después de una vida entera de inconsciencia.

    Los primeros recuerdos que se asoman son los de mi vida reciente, la que acabo de vivir. Desde mi nacimiento hasta mi muerte pasan velozmente aunque con toda nitidez como si el tiempo se hubiera condensado. Observo lo vivido sin recriminaciones ni racionalizaciones. No tengo forma de escapar a lo que hice, no hay oportunidad alguna de corregir mis errores ni de explicarme mejor. Ni siquiera puedo desviar la mirada para evitar ver lo que no quiero ver. Mis pensamientos y acciones se despliegan ante mí severos, reales.

    Regreso al pasado y me veo durante mi infancia, aunque ahora con mayor pausa y atención. Analizo las relaciones al interior de mi familia. Sigo el curso de mi propia música. Observo mi desarrollo académico y espiritual y mi decadencia emocional. Como hebras independientes urdidas locamente formando un todo enrevesado veo a mis amigos, a mis enemigos y a mí misma en enmarañadas relaciones con todos y cada uno de ellos.

    Veo mi noviazgo con Enrique como en un cuento de hadas. Nos veo casándonos en un frío enero y en festivo secreto. Y luego veo cómo la más tierna de las uniones se mancilla y se corrompe hasta convertirse en una pesadilla de la cual no podía despertar. Destino la mayor parte de mi tiempo a analizar mi relación con Enrique, pues fue Enrique quien esculpió mi vida. Fue siempre él quien sacó a relucir lo peor de mis faltas y debilidades. Y fue él quien, en definitiva, esculpió también mi muerte.

    Aquí no puede volver a dañarme, lo que agradezco, pero me es imposible evitar que el daño ya infligido retumbe dentro de mí y crezca. No hay nada que cure tan enorme dolor. Solo el tiempo. Incluso aquí no existe otra forma de sanación que el tiempo para el sufrimiento. Desearía que la muerte hubiera sido una curación mágica para todo aquello que afligió mi espíritu en vida; pero ese deseo no fue más que una falsa expectativa, otra más de tantas. He llegado aquí con el mismo equipaje que llevé siempre conmigo. Tampoco ahora encuentro lugar donde dejarlo, al igual que la mujer no puede dejar a un lado al hijo antes de que nazca. Forma parte de mí. Soy tal cual fui, solo que ya no arrastro la carga de mi carne.

    Esperaba que el dolor me abandonara, pero no ocurre así. No se irá jamás.

    Hay palabras que flotan como música en el aire. Las oigo pero desconozco su origen. Danzan a mi alrededor como seres físicos de vibrantes formas, colores y sustancias. En ocasiones me golpean cual ruidosas bofetadas. En otras, susurran un mensaje de consuelo y aliento. A veces lloran junto a mí. A veces ríen. Su objetivo parece ser inculcarme ciertas verdades mientras me enfrento a recuerdos de situaciones en que no fui capaz de prestarles debida atención en vida. Cambian según el contexto que analice.

    Quien emite esas palabras no se identifica a sí misma; porque aquella voz parece ser más femenina que masculina, a pesar de que los géneros no existen en esta dimensión. Se limita a llamarse mentora o maestra asemejándose a la figura materna. Al menos reprende y nutre tal como lo haría una madre.

    La voz -y sus palabras- describen un ideal por el cual luchar y con el cual compararse para medir el progreso alcanzado. Cristo es, para mí, aquel ideal, al que se hace mayor referencia, aunque no es el único. También hay otros con los cuales compararse: Moisés, Abraham, Krishna, Buda, Mahoma y tantas almas anónimas que alcanzaron el entendimiento.

    -¿Compararme a mí misma con Cristo? -me pregunto.

    Hice eso en el curso de mi vida y me había considerado humilde hasta ahora en que el día de mi juicio final ha llegado, si es en esa circunstancia en la que estoy. Siempre fui una novata en el terreno de la humildad. Sigo siéndolo.

    No recuerdo haber conocido a nadie en vida como Cristo. Jamás he encontrado a ninguna persona así. ¿Ello no vuelve la tarea absurda? ¿Acaso no somos todos incapaces de llegar a tal estado? ¿No se transforma en una meta que se persigue sin convicción pues nadie podrá jamás lograrla? ¿No son las palabras de Cristo (o de Buda o de Abraham) simples escrituras que circulan entre devotos creídas en teoría pero rechazadas en acción?

    -Me pararía a las puertas del Cielo y me defendería -exclamó en una ocasión Enrique en un ataque de cólera.

    Y eso es, de alguna manera, lo que ahora yo estoy haciendo, aunque no del todo segura de que estas sean, en efecto, las puertas del Cielo.

    Mientras veo pasar mi vida velozmente ante mis ojos, aparece la imagen de aquella sirvienta lisiada de mis años de infancia, siempre alegre y amable a pesar de padecer terribles dolores. Acudíamos a ella con nuestras pequeñas congojas y desilusiones en busca de alivio, indiferentes a su propio dolor mientras calmaba los nuestros. La mujer no predicaba textos religiosos ni era particularmente devota o dada a la oración, aunque llevaba una pequeña cruz de hierro colgando de una tira de cuero alrededor de su cuello y participaba junto a los demás sirvientes en la capilla durante la celebración de la misa.

    La veo sentada en un taburete de tres patas en la cocina junto a la puerta pelando guisantes en un gran cuenco de madera. Su bastón se apoya tras ella contra la pared. La veo secar el sudor de su frente pues la hoguera arde vivamente. También la veo reír.

    Reía constantemente y sabía cómo hacer reír a los demás. Sabía cómo hablarnos de tal modo de hacernos sentir vergüenza si nuestro comportamiento era inadecuado, aunque jamás llegamos a pensar que nos tuviera menos afecto por ello. Nunca supimos valorarla hasta que murió y en su lugar surgió un triste vacío donde alguna vez había estado su luminosa voz. Dejamos el bastón en su sitio habitual, contra la pared. Jamás lo retiramos de ahí ni permitimos que nadie más volviera a usarlo.

    Personalmente descarté cualquier tipo de aporte o importancia de esa mujer en mi vida porque ella no era de mi clase y, por lo tanto, no valía lo mismo que yo.

    -Nadie vale más que otro -escucho decir a la voz, para luego agregar que aquella sirvienta me había superado por mucho y que debería tomar su ejemplo como guía.

    La voz también me recuerda a su hija, una niña de ojos extraños que tenía problemas para hablar e incapacidad de aprender. La tildaban de retardada y tenía un modo de andar lento, pesado y desgarbado. Los otros niños la ridiculizaban y se mofaban de ella y los adultos la golpeaban y regañaban por su torpeza y estupidez. A pesar de ello, su sonrisa era tan viva como la de su madre y amaba a quienes la atormentaban con una tozudez que partía el alma. Los abrazaba y les regalaba flores y pequeños obsequios. Hasta que una noche murió en el sueño dejando al resto la tarea de meditar sobre su crueldad para con ella.

    Agradezco no haber sido de aquellos. Agradezco haberle devuelto el abrazo. Me inspiraba una gran lástima.

    -Existen muchos por quienes sentimos lástima pero que, en realidad, debieran ser ellos quienes sientan lástima por nosotros -acota la voz.

    Creo haber merecido algo de lástima en los últimos años de mi vida. Llegué al punto de desear cambiar mi lugar por el de otra persona; por el de la pequeña hija de la sirvienta, por ejemplo, para convertirme en esa niña de pocas luces mientras alguien más ocupaba el trono por mí. Sin embargo, me parece que la voz no se refiere específicamente al trato que recibí de Enrique y a mi decadencia final con sus palabras.

    -Todos avanzamos por el mismo camino; algunos nos anteceden y otros nos siguen. No siempre nos damos cuenta de que formamos parte de aquellos que van a la zaga y osamos malinterpretar, menospreciar y hasta acosar a quienes nos superan. La historia está plagada de ellos: excéntricos, genios e inquebrantables idealistas entre los más destacados. Cambian el mundo casi por la fuerza, aunque dichos cambios no suelen ocurrir mientras ellos viven. Son tan adelantados y, por igual motivo, tan pocas veces entendidos.

    -Los seres más imperceptibles -continúa la voz- nos iluminan con sus simples vidas de amabilidad y sufrimiento, a pesar de nuestra impaciencia, ingratitud y desprecio. Siempre habrá un faro que alumbre si sabemos buscarlo y abrimos nuestro corazón. Nosotros mismos seremos ese faro algún día. Ese momento se encuentra en el futuro, al final de la ruta que seguimos juntos. Aquellos a quienes llevamos ventaja necesitan de nuestra sabiduría, pues los faros de ahora nos abandonarán al final del camino y nos corresponderá a nosotros tomar su lugar.

    Uno de esos faros fue aquella sirvienta discapacitada de manos nudosas que pelaba guisantes y con quien jamás tuvimos un gesto de caridad. La mujer no cumplía más que simples tareas manuales de forma lenta y defectuosa y a menudo ni siquiera podía abandonar su lecho debido a las enfermedades o dolores que la aquejaban. Generaba gastos molestos y excesivos inconvenientes para recuperarse cada vez que empeoraba. Si se sentía lo suficientemente bien como para trabajar, nos impacientábamos de ver cuán difícil era para ella desempeñar sus tareas y que sus retorcidas manos solo producían resultados lamentables. Sin embargo, al morir, hasta mi fría madre se encerró en su habitación a llorarla. Solo en aquel momento percibimos que jamás se quejó de nada y que siempre estuvo dispuesta a prestar servicios. Cuando ya no estaba más entre nosotros, caímos en la cuenta de que sus aportes habían sido de gran valor y comenzamos a extrañarlos. El vacío se apoderó de aquel lugar donde antes había abundado el amor, un amor que jamás notamos ni tampoco entendimos que necesitábamos.

    Lamenté haber dado ese amor por hecho y lamenté tener que seguir viviendo sin él. No hice nada para ganármelo. Dado el desprecio que a las clases altas se nos inculcaba sentir por los inferiores, siempre pensé que ese amor que la humilde mujer me prodigaba se me debía y que la fuente de tal amor no valía gran cosa. Comprendí cuán equivocada estaba con su muerte.

    No había asomo de mezquindad, afán de crítica, sarcasmo o crueldad en ella. No la invadían ni el egoísmo ni las malas intenciones. Es como si hubiera vivido la vida que Cristo predicó que debíamos vivir y solo puedo notarlo ahora que lo veo ante mis ojos. Sin embargo, todos quienes debieran haber tenido gestos de piedad con ella la ignoraron. Era demasiado sumisa como para llamar la atención y su posición social demasiado baja.

    -Sus limitaciones físicas, su hija retardada y su situación en la vida no constituyeron nunca castigo alguno para ella -explica la voz- sino que fueron circunstancias que su propio corazón escogió para poder erigirse en ejemplo. Soportó las pruebas de la vida con generosidad y amor. La pequeña niña hizo lo mismo. Solo un alma grande, muy desarrollada, es capaz de dar tanto de sí con el único objetivo de que los demás tomen conciencia. Es una manera de permitirnos poner nuestras propias reivindicaciones en su debido lugar y mostrarnos todo lo que puede llegar a dar incluso el más débil entre nosotros. Podemos entenderlo o no entenderlo. La decisión es nuestra.

    Siento lástima por ella, una lástima inmensa de que sus esfuerzos no hayan sido jamás apreciados ni gratificados mientras vivía.

    La voz me lanza un comentario personal.

    -La adulación es pasajera. ¿No es verdad?

    Concuerdo con ello, mientras me invade una ola de amargura. La adulación, sin duda alguna, es pasajera.

    -Entonces muy poco importa si aquella mujer recibió o no en vida adulaciones o reconocimientos. No es a los aduladores de la Tierra a quienes necesitamos impresionar. Personas así suelen equivocarse en su evaluación del mérito. Pero existen almas, almas como la de aquella humilde mujer, que nos enseñan lo que realmente merece la pena y, por medio de ello, algunas personas toman conciencia y crecen.

    -Pero si nadie la vio, ¿qué importancia tuvo? Su objetivo se perdió. ¿Acaso no malgastó todos sus esfuerzos con nosotros? -pregunto.

    -¿Realmente crees que los malgastó? Tu madre no opina lo mismo.

    No sé muy bien a qué madre la voz se refiere. Al menos a la madre que yo recuerdo no se la impresionaba con personas como la sirvienta. No se la impresionaba con nada. Su corazón era de hielo.

    La voz prosigue.

    -Es como una partitura musical. Su belleza existe decidamos o no ejecutarla o escucharla. Si escogemos no prestarle atención, esa elección y esa pérdida son nuestras. Lo que debemos entender es que no existe nadie entre nosotros que no tenga nada que dar y también entender que dar es nuestro objetivo en la vida. Al mismo tiempo, deberíamos mostrar respeto y gratitud ante quienes se dan a sí mismos. Solo así podremos entenderlo.

    Lo comprendo y me empequeñezco. Me doy cuenta con sorpresa y vergüenza que me encuentro entre aquellos que jamás se han visto a sí mismos como parte del grupo que va a la zaga.

    Un abismo se extiende delante de mí. Intento darme ánimos sin saber aún si el equilibrio que hasta ahora he logrado me permitirá avanzar o si retrocederé todavía más.

    No puedo exigir una mejor posición ni ordenarle a nadie que me aproxime a la meta. No tengo ningún poder salvo el de avanzar lentamente con doloroso esfuerzo, al igual que todos los demás. Es irritante pues espero que las multitudes me abran paso. No estoy habituada a que un sirviente sea mejor que yo.

    Pero me siento avergonzada por mi expectativa de recibir tratos especiales. Uno de mis sueños en vida, al final de mis días, fue verme convertida en uno de esos rostros en medio de la multitud que se arrodillaban y reverenciaban y que, en ocasiones, fijaban la mirada y señalaban en mi dirección al verme pasar. Cualquiera de ellos. No importaba cuál. Al recordarlo, me invade cierta sensación de anticipación, pues ahora efectivamente soy uno de esos rostros. Otro más de ellos. Renunciar a mis expectativas es el pequeño precio a pagar para, finalmente, ser igual a los demás. Y eso me complace.

    Me complace muchísimo y estoy ansiosa por poner manos a la obra. Incluso me siento en cierta forma afortunada por mi posición, pues hay una multitud de almas que me rodean y solo un puñado de líderes en la vanguardia. Deseo fervientemente ser parte de la masa; sucia como ellos, si es preciso. Deseo ser un par de ojos más en medio de la muchedumbre, pasar desapercibida. No espero tratamientos ni reconocimientos especiales. Ya he tenido suficiente y todo ello se agrió en mi interior.

    Ansío avanzar.

    Capítulo 2

    •~*~•

    Me informo sobre la ley, básicamente la misma que ya conocía pero más dura aunque compasiva, mucho más justa aunque inflexible de lo que la creí en vida. No puedo sobornarla con rituales, diezmos o manifestaciones externas de devoción. No puedo timarla con secretos, autoengaños o excusas. Esta ley no requiere la aprobación de mis pares ni de los líderes de la Iglesia. No tiene respeto por posiciones, riquezas ni poderes. Más bien ve tales aspectos como detrimentos, no como ventajas. Así dijo Jesús que sería, no como mis maestros la interpretaron.

    El mandamiento de la ley señala: Haz a los demás lo que te gustaría que los demás hicieran contigo.

    Se refiere precisamente a eso. Se refiere precisamente a mí.

    Estoy aquí para entender en qué fallé y en qué triunfé. Más tarde regresaré para volver a intentarlo, para ver si soy capaz de superar mis defectos y de pagar el precio por mis errores. Y ello requerirá muchos intentos, porque el alma no mejora por iniciativa propia. Es obstinada, ensimismada y resistente a alterar sus hábitos y creencias tanto en vida como acá, más allá de la vida. No llega a la gloria del Cielo sin debatirse en una eterna lucha y recorre un largo y difícil camino hasta alcanzarla. El camino que queda para mí es duro y extenso. No retornaré a la paz aún. Ni siquiera lo haré pronto. Todavía me falta mucho por enfrentar y muchas fortalezas que desarrollar.

    Mi objetivo en esta etapa es recordar. Desde esta extraña e incómoda posición de ventaja me veo a mí misma más atentamente de lo que antes me importaba verme, mis ojos orgullosamente abiertos como solían estarlo, mi rostro sostenido con firmeza, lo que me obliga a prestar atención. Recuerdo tras recuerdo, la voz me enfrenta cara a cara a la ley y evalúa si estuve o no a la altura en cada circunstancia. Sé que he sido perdonada, pero también sé que continúo siendo incompleta. He sido perdonada por haber debido pedir prestado: todos lo hacemos a través de nuestros pecados. Así se espera que ocurra y es un paso más en el camino del crecimiento. Sin embargo, no existe posibilidad alguna de evadir la deuda. Pago por lo que tomé prestado y soy pagada por todo lo que di. Es tan sencillo como eso. Ahora veo claramente qué debí pagar en mi reciente vida, qué gané y qué me fue dado.

    Los préstamos pedidos me generan una vergüenza enorme, mayor de la que jamás habría imaginado.

    Seré duramente responsabilizada por asuntos en apariencia menores, perdonada por lo que había creído imperdonable, recompensada por situaciones por las que pensaba sería castigada y se considerarán errores ciertas conductas y acciones que en su momento me parecieron correctas.

    Pagaré. Sí, lo haré, pero no por aquello que pensé que debería pagar. También recibiré abundantes recompensas por pequeños gestos inconscientes de bondad y amor aparentemente insignificantes y que, ahora entiendo, fueron muchos. Cada momento cuenta en la suma final, lo que dará forma a mi siguiente futuro tal como ocurrió con mi reciente pasado. Me esfuerzo por reunir los hechos que generan esa suma, desde el comienzo de mi vida hasta el último segundo, aquel en el que me arrodillé con los ojos vendados ante mi verdugo y una multitud enardecida.

    Me autoevalúo. Luego empleo la suma final como divisa para enfrentar la próxima existencia. La suma final determina nuestro destino, bueno o malo, al momento del regreso. Aquello que llamamos destino parece frívolamente injusto e incomprensible solo en aquella esfera del olvido que llamamos vida, donde los pasos que conducen a una aparente injusticia están ocultos. Aquí están la palabra y la sabiduría y me encuentro en medio de ellas, entendiendo y avergonzándome, intentando sanar mi pasado y preparándome para el futuro que he creado para mí misma.

    La ley es severa pero justa hasta en su más mínima molécula. Sé que lo es. También veo que he urdido mi propia trama, hebra por hebra, desde el comienzo de los tiempos y que no hay nadie más a quien culpar que a mí misma por el diseño y el resultado logrado. Me hubiera gustado tejer algo distinto, en muchas formas distinto. Lamentarse es fácil. Lo difícil es ser buenos cuando no somos más que carne en un estado que tiende al olvido, influidos y seducidos por un universo de diversidades. Supongo que mis pecados más graves fueron delegar la tarea de juzgar en otros y actuar airadamente de manera impulsiva cuando tuve el poder de herir a quienes me habían herido. Soy culpable de ambos.

    Se está mucho mejor sin poder. Es algo que, en lo sucesivo, evitaré por opción. En tal posición, es difícil no delegar la obligación de juzgar o evitar la tentación de la victimización. Siempre encontramos la forma de sentirnos superiores sin importar cuáles sean nuestras circunstancias y de considerarnos debidamente avalados para castigar al enemigo. Por lo tanto, he sido descubierta en falta una vez más como tantas otras. Y pagaré por ello.

    Destino este lapso entre una vida y la siguiente a reflexionar, analizar y establecer metas. Pretendo ahorrar para el futuro pago de mis deudas. En términos de tiempo, no sé cuánto tarda el proceso de análisis. No existe el tiempo en esta atmósfera de recuerdos o, más bien, el tiempo no avanza a igual ritmo o en la misma dirección en que avanza en el plano físico. De pronto pienso que han pasado años desde que la vida huyó de mí, pero ahora descubro que no ha sido más que cuestión de segundos. También creo que apenas han transcurrido algunas horas desde mi llegada para finalmente percibir que, en efecto, han pasado años.

    Regreso a mi vida anterior y observo.

    PARTE 2

    Dos cabezas más arriba que un cordero

    1501 - 1532

    ––––––––

    Capítulo 1

    •~*~•

    Como una sombra eterna, allí estaba Enrique, del que tan frecuentemente se hablaba en casa y con tanta reverencia; una constante en mi vida de principio a fin. Desde mi más tierna infancia escuché referencias de él, de su padre el rey y de su hermano el heredero al trono. Nombres que no significaban nada para mí iban a acabar aferrados a mi vida para siempre, primero como un telón de fondo y luego como el elemento central de mi existencia.

    Veo mi hogar. Aquel mismo hogar donde oí por primera vez el nombre de Enrique. ¡Cuán extraña la manera en que la distancia modifica las percepciones! Hubo un tiempo en que ese lugar me parecía insoportablemente tedioso, aislado y provinciano. Me irritaban el aburrimiento y la impaciencia que allí sentía, ansiosa por deshacerme de todo eso y emprender el rumbo hacia lugares y acontecimientos más apasionantes, lugares donde rara vez extrañaría mi hogar o no lo extrañaría en absoluto. Incluso recordarlo como hogar me parece curioso, pues viví en muchos sitios diversos y pasé más tiempo fuera de casa que en ella. Sin embargo, el hogar es precisamente lo que el mío fue para mí y solo ahora relaciono su estructura y sus cimientos con la mismísima palabra belleza.

    Este hogar -mi hogar- era un pequeño castillo en Kent llamado Hever y que había sido construido al interior de dos fosos concéntricos rodeados de onduladas praderas y tupidos bosquecillos. Por el foso externo, el que a simple vista parecía un arroyo, se deslizaban decenas de patos silvestres y las ovejas pastaban en las suaves laderas cercanas. Sufrí allí pérdidas y dolores probablemente iguales a los que sufrí en otros sitios, pero no puedo más que recordar el cielo sobre Hever plenamente azul, las nubes blancas y tenues, el aire dulce y las praderas florecientes como en primavera.

    Mi padre había heredado el pequeño castillo el cual, aunque exteriormente hermoso, ya tenía varios cientos de años y no había forma de que nos sirviera de hogar confortable sin refacciones importantes. Tras los muros del recinto y adosada a la edificación principal, mi padre nos había construido una gran casa con tres alas contiguas de tres pisos cada una. En su interior, los pasillos se entrelazaban en ángulos rectos formando una plaza que rodeaba un pequeño patio con el castillo en primer plano. Ante él, el visitante se enfrentaba a una fría y amurallada fortaleza, pero en cuanto traspasaba las puertas lo recibían encantadores muros cubiertos de vides y salpicados de luminosas ventanas con cristales en forma de rombo y una arquitectura en el más moderno estilo Tudor. A primera vista invadía la certeza de ingresar a un mundo seguro, cálido y jovial. Fue en ese mundo en el que crecí.

    El patio conducía a la cocina, por lo tanto, sus paredes lucían atiborradas de barriles con una diversidad de utensilios. Al interior convivían perros de caza, muchachos de la servidumbre lidiando con baldes de agua o medidas de alimentos, fregonas que intercambiaban miradas con cuidadores de caballos, decenas de aves de estridente trinar prontas a ser sacrificadas y un ama de llaves que los regañaba a todos por estorbar, ser lentos o andar distraídos.

    El patio era un lugar muy alegre. Olía a madera quemada, a la cocción de pescados o animales de caza y al embriagador aroma de hierbas recién cortadas. Lo invadían risas y gritos, gruñidos de hombres que cargaban pesados bultos de alimento y el sonido de voces cantando. De niña observaba este espectáculo desde las ventanas con vidrios en rombo del corredor superior y, en ocasiones, vagaba distraídamente hasta sumergirme en el ajetreo mismo de aquellas gentes. Se suponía que no debía estar allí, mezclándome con los subordinados, a la manera de todo el mundo, pero si me mantenía callada y tranquila en algún rincón oculto o tras un barril, a menudo pasaba desapercibida y así podía permanecer allí sin ser vista. Sin embargo, mi invisibilidad rara vez perduraba. A poco andar, acababa hablando en voz alta para hacer algún comentario o cuestionar algo. O no podía evitar unirme al canto de alguien y terminaba delatándome a mí misma para ser llevada adentro del castillo por alguna furiosa nodriza.

    Los miembros de la familia no ingresábamos al recinto por la cocina, como lo hacía la servidumbre. Al contrario, subíamos por una serpenteante escala de piedra que se encontraba franqueando la puerta principal de acceso al castillo. Al interior de la casa había muros con paneles de madera, elegantes tapices y suntuosos muebles cuidadosamente lustrados por los criados. De pequeños, mis hermanos y yo teníamos prohibida la entrada a la mayoría de las habitaciones y nuestros primeros años transcurrieron entre las estrechas paredes de la minúscula sala de juegos y la guardería del segundo piso.

    Sin ir más lejos, mi habitación, en la remota esquina de un corredor, apenas daba cabida a mi cama. Evidentemente, la habitación de María era más grande pues ella era la mayor y la de Jorge la más grande de todas, a pesar de ser él el hermano menor, pues era el hombre y, por tanto, el heredero. Como mujer e hija de en medio de escasa importancia, debí conformarme con uno de los espacios más abandonados y expuestos a corrientes de aire de toda la casa y con una ventana tan alta que jamás pude mirar por ella sino hasta haber crecido. Sin embargo, mi habitación tenía la ventaja de contar con una escala de caracol en una de sus esquinas que me permitía un fácil acceso o escape al piso inferior cada vez que se acercaban los pasos de alguien poco agradable. Por esta última razón, me consideraba una niña muy afortunada con una posición envidiable.

    En años posteriores se me ordenó mudarme a otra habitación, pues ya resultaba muy difícil para la familia mantenerme encerrada bajo llave en un cuarto con un segundo acceso. Esta medida se volvió necesaria para evitar que intentara huir en busca de Hal, con quien Enrique algún día decidiría que yo no debía casarme. La decisión fue, desde el punto de vista de mis padres, todo un éxito. Desde el mío, aunque con un solo acceso, la nueva celda me pareció más amplia, con una vista más agradable y, sin duda alguna, confortable.

    Pero salí de ahí muy rápidamente. La paciencia nunca ha sido una de mis fortalezas.

    Dentro de esa casa veo a mi familia.

    Primero, a mi madre: severa, distante, fríamente correcta y refinada. Luego veo a mi hermano Jorge, de lengua viperina, agudo y sagaz. Y a mi hermana María, hermosa y sensual, atractiva pero egoísta, siempre práctica salvo cuando el corazón entraba en juego. Veo a mi padre aunque solo rara vez presente. A ese padre voluble, en ocasiones jovial, en ocasiones estricto. Mi padre era un hombre que dominaba toda estancia y a todos quienes la ocuparan con su imponente voz y presencia; un hombre que solo respondía ante su esposa y ante su rey. Lo gobernaban la vanidad y la avaricia con tan contundentes ambiciones que acababan siempre afectando a la familia entera, presionándola para alcanzar posiciones muy superiores a las que él mismo había conseguido alcanzar. Y yo, sumisamente, obedecía. Me ocupé de mis ambiciones y ganancias personales, tal como se esperaba de mí, solo por complacerlo.

    Evidentemente, por aquel entonces me veía a mí misma como parte de los demás. Ahora me veo como nunca me vi antes. Soy peor y mejor de lo que jamás me di cuenta que fuera.

    Ese aire de petulancia y superioridad mío fomentado por mi educación, esa tendencia al ensimismamiento, propia de todos los niños, que en mi caso era nutrida y alentada. Mis necesidades, como así las llamaban, eran atendidas por criados que se ponían en acción con solo escuchar mi pequeña voz. Me enseñaron que tenía derecho a todo. Y creía que lo tenía. Sabía que era superior y sabía que nunca debería aspirar, ni por un solo momento, a nada que no fuera conseguido por el esfuerzo de otros y a consecuencia de mis órdenes.

    Sin lugar a dudas, mi superioridad acabó al pasar a formar parte de la familia Tudor, con varios niveles de nobleza muy por sobre los de mi familia. Ante ellos me vi obligada a ser humilde.

    La superioridad innata tampoco me servía para impresionar a mis padres. En comparación con ellos, yo era inferior y -¡cuánto se encargaban de recordármelo!- de escaso valor, pues había nacido con una deformidad que me llenaba de vergüenza.

    En efecto, tenía lo que se llamaba un sexto dedo en una de mis manos. Era más bien una especie de bulto que un auténtico dedo, pero me resultaba muy difícil aceptar ese defecto con serenidad, tal como uno debiera aceptar cosas como esas. Mi dificultad para aceptarlo aumentaba si consideraba que mi tez y mis cabellos eran oscuros, a diferencia de los claros rasgos de mi hermana, mucho más bellos. No era físicamente lo que mis padres hubieran deseado y temperamentalmente no inclinada a la tranquila docilidad que exigían a su descendencia femenina. Por lo tanto, luchaba continuamente con el hecho de resultarles una desilusión.

    Desarrollé el hábito de cruzar delicadamente dos de mis dedos para ocultar la deformidad. También camuflaba el defecto con mangas extremadamente largas y gestos elegantes, pero aun así todo a mi alrededor me lo recordaba. Era una de las primeras características que se mencionaba acerca de mí al describirme y así descubrí que sería por siempre. La marca del diablo, decían algunos, aunque mis padres se mofaban de reacciones tan prosaicas y me decían que no les hiciera caso. Pero yo no podía dejar de pensar en ello. Es muy duro, siendo niño, escuchar que uno está marcado por el diablo cuando lo único que desea es ser bueno y no resulta fácil serlo. Mis episodios de infantil obstinación me hacían sentir temor del Infierno cuando ya habían pasado y me dedicaba con mayor calma a examinarlos.

    Nunca me abandonó la ansiedad de creer que todo lo que hacía y todo lo que me ocurría era manifestación de mi marca diabólica. Fue a partir de mi deformidad que mi deseo de convertirme en religiosa se arraigó ferozmente como una manera de demostrar que, si me esforzaba, podía trascender al mal y ser tan valiosa ante los ojos de Dios como cualquier hijo de vecino. Más tarde me vi inclinada a leer la Biblia y a orar durante horas sin sentirme jamás plenamente segura de haber orado lo suficiente, siempre pensando que tenía un obstáculo mucho mayor que cualquier otro por superar.

    Mi hermana María era la hija obediente, al menos en presencia de mis padres y nodrizas. Sabía cómo sonreír con docilidad, estar de acuerdo en todo y hacer promesas adorables. Sabía cómo llorar lastimeramente y mentir con dulzura. Muy rara vez era reprendida y habitualmente se la premiaba. Pero yo no sentía celos. Mi único deseo era ser tan amada y encantadora como lo era ella. La presencia de María no hacía más que recordarme mis deficiencias, aunque no podía culparla por eso. La culpa era mía por haber nacido defectuosa y de alguna manera sentía que ello era un reflejo de mi alma.

    A diferencia de María, yo era demasiado honesta, demasiado franca como para engañar a aquellos que tenían autoridad sobre mí. Iba contra mi naturaleza guardar secretos y era parte de ella verbalizar todas mis opiniones. Por lo tanto, me llevaba la mayoría de las reprimendas mientras María se limitaba a observar, exasperada por lo que ella llamaba mi estupidez.

    -¡No es más que una estupidez decirles eso! Simplemente sonríe, asiente y muérdete la lengua y ellos jamás se enterarán ni les importará, siempre y cuando parezcas sumisa y obediente -sugería.

    Yo era incapaz de hacer algo así, aunque todavía me doliera el último castigo. Obedecía tanto como se esperaba que una niña como yo lo hiciese, pero no podía evitar hablar sobre una cosa u otra que debía saber y no sabía, exasperando los ánimos de quienes me rodeaban. No podía evitar enfrascarme en largas descripciones del jardín bajo la lluvia -el que claramente no debiera haberme aventurado a visitar con ese clima o, al menos, haberlo hecho sigilosamente- o en detallados comentarios sobre los caramelos robados de la cocina, olvidando en qué forma los había conseguido.

    Mis indiscreciones también perturbaban la tranquilidad de los criados y de mis hermanos, pues yo

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