Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Tierra de Dios
Tierra de Dios
Tierra de Dios
Ebook453 pages7 hours

Tierra de Dios

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

Descubre cuál fue el origen de los templarios y qué secretos ocultan, adéntrate en un período histórico oscuro y poco conocido, comprende las razones de las Cruzadas a través de sus protagonistas.
Comienzos del siglo XII: Europa entera se debate en una lucha sangrienta que enfrenta al papado y al Sacro Imperio Romano Germánico; en medio del caos político y religioso, nacen nuevas órdenes monacales como el Císter, que pretenden renovar los perdidos valores de la Iglesia, y, en las cada vez más florecientes ciudades, filósofos y teólogos discuten con ardor sobre lo humano y lo divino; en oriente, Bizancio, acuciada por el empuje imparable de los turcos selyúcidas, reclama la ayuda de la cristiandad occidental, que se traduce en el comienzo de las Cruzadas, donde millares de hombres acuden a los lugares santos para liberarlos de la amenaza del infiel.
En este contexto histórico convulso, de profundos cambios cuyos efectos se dejarán sentir en los siglos venideros, dos monjes, Abelardo de Erblay y Armando de Altavila, acompañados de un joven amanuense, Guillot de Batz, acuden en peregrinación desde la Borgoña francesa hasta la recién liberada ciudad de Jerusalén para conseguir el apoyo a la causa del Císter de los nuevos estados latinos de oriente. El viaje será largo y azaroso, y a su llegada descubren con pesar que en la ciudad no hay nadie que pueda atenderles ya que la mayoría de los nobles se encuentran combatiendo contra Egipto para afianzar las fronteras del recién creado reino. Además, los pocos caballeros que quedan dentro de sus murallas están pereciendo víctimas de una extraña plaga que los va diezmando.
Abelardo de Erblay, que tiene fama de sabio en su tierra, se ve fascinado por el enigma de estas muertes inexplicables, que además los caballeros de Jerusalén intentan ocultar por todos los medios, inventándose mentiras con las que evitar el recelo del resto de la población de la ciudad. Sirviéndose de la lógica aristotélica y del método científico de Avicena, profundizará en los secretos más ocultos de estos hombres que, provenientes de los más lejanos rincones de Europa, han acabado unidos por la fe, pero también por la ambición, en el otro extremo del mundo. Los tres peregrinos, alojados en el hospital de la Orden de San Juan, saboteados una y otra vez por el rector de esa comunidad y sus monjes, y seguidos muy de cerca por un personaje misterioso que parece un sarraceno, recorrerán la ciudad en busca de algún dato, alguna pista, que les permita terminar con la espantosa sangría, sabiendo que cada segundo puede representar una muerte más que pesará sobre sus conciencias.
Envueltos en la creencia generalizada de que la recuperación de Tierra Santa es la señal divina que iniciará el fin de los tiempos, comenzará así la persecución de un asesino invisible y despiadado que recorre la ciudad santa como una maldición. Los rumores que circulan entre monjes y soldados, el encuentro de un antiguo manuscrito escrito en un idioma desconocido, las leyendas de hebreos y musulmanes, y los propios evangelios, les revelarán una conjura nacida en las más altas esferas del poder y acabarán conduciéndoles hasta una cueva situada más allá del valle de Gehenna, en las afueras de Jerusalén, donde se oculta enterrado un secreto de los tiempos de Jesús que hará tambalear su misma fe y que podría destruir a la Iglesia.

LanguageEspañol
PublisherLem Ryan
Release dateNov 5, 2015
ISBN9781310412394
Tierra de Dios

Read more from Lem Ryan

Related to Tierra de Dios

Related ebooks

Historical Fiction For You

View More

Related articles

Related categories

Reviews for Tierra de Dios

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Tierra de Dios - Lem Ryan

    Prólogo

    Cuando, en la Semana Santa de 1987, visité por primera vez Francia invitado por un amigo natural de allí, pero que por razones laborales residió temporalmente en España, donde le conocí y con el que compartí muy buenos momentos, no podía saber lo que aquel viaje acabaría significando para el resto de mi vida. No sólo el país vecino me fascinó, por su historia pero también por su presente, por la belleza de sus paisajes y la grandeza de sus monumentos, razones por las cuales siempre que me lo he podido permitir he terminado volviendo para conocerlo un poco más, sino que además el destino quiso que la mujer con la que comparto alegrías y sinsabores tenga una relación muy especial con esa tierra maravillosa. Pero es que, para acabar de rematarlo, lo que traje conmigo de aquel fugaz y sorprendente primer encuentro ha constituido para mí una obsesión que me ha tenido atrapado durante años.

      Sin embargo, como dice Guillermo de Batz en el primer capítulo de su narración, empecemos por el principio: este amigo vivía por entonces en Niza, en la hermosa Costa Azul, y como yo hasta entonces nunca antes había salido más allá de Andorra, su amable ofrecimiento fue para mí una agradable oportunidad que no dudé en aprovechar. Comida y alojamiento gratuito, eso no te lo ofrece ninguna agencia de viajes. Así que, ni corto ni perezoso, cogí el tren más barato que me pudo llevar hasta allí y pasé una semana inolvidable entre Niza y la cercana Montecarlo, a las que luego he vuelto tantas veces que me las conozco casi tan bien como Barcelona.

    Pues bien, cuando nos despedíamos, mi anfitrión me hizo un regalo sorprendente e inesperado. Su madre, concertista de piano de cierto renombre, había muerto siendo él muy joven, y como en primeras nupcias estuvo casada con un antropólogo (miembro además de una sociedad histórica cuya denominación nunca llegué a conocer), que era el padre biológico de mi amigo y que los abandonó a ambos para establecerse en Oceanía, poseía una biblioteca impresionante repleta de muy raros y antiguos volúmenes que acabó siendo su más preciada herencia. Entre esos libros había uno muy especial que él consideró que a mí me podía interesar, y es que estaba escrito en un idioma que se parecía mucho al catalán, pero que sólo mucho tiempo después llegué a identificar como provenzal. Maravillado y emocionado, ni que decir tengo que lo acepté encantado, aunque luego durante el viaje de vuelta sólo le eché una ojeada, intuyendo más que comprendiendo realmente su contenido, y al final, cansado del esfuerzo de la traducción, acabé relegándolo a un estante del que no volví a recuperarlo hasta cosa de un año y medio más tarde.

    Fue a raíz de una mudanza que volví a interesarme por él, y, hojeando páginas sueltas, hubo cosas que me llamaron la atención. El título, por ejemplo, no podía ser más desalentador: De las meravilhas qu'el monje Guillot veguèt a la tèrra de Dieu. Si existe un título que pueda disuadirte de leer un libro, sin duda ése es el más adecuado. Se trataba, pues, de un libro de viajes, del estilo del Itinerarium Burdigalense o el De situ Terrae Sanctae de Onofrio. El autor se hacía llamar P. Umbertus, que, según sus propias palabras, se había limitado a traducir del latín un manuscrito firmado por el monje cisterciense Guillermo de Provenza. En su primera página constaban el lugar y la fecha de publicación (Albi, 1845) y el nombre del editor: Gustau de Clausada. Sólo por esos detalles y por el aspecto general del libro, muy maltratado y envejecido, me di cuenta enseguida de que lo que tenía en las manos era una rareza de gran valor, impresión que se vio reforzada cuando, días después, pedí la opinión de un anticuario del barrio de Les Glòries y el susodicho me ofreció un pequeño dineral por desprenderme de él. Lo rechacé, claro, pero sólo porque intuí que podría conseguir mucho más si lo conservaba.

    Intenté ponerme en contacto con el anterior propietario, que sólo unos meses atrás me había anunciado su propósito de marchar a Estados Unidos, pero me fue imposible dar con él. De hecho, nada más he vuelto a saber de su vida, y aprovecho estas líneas para que, si por esas paradojas del azar, cayeran en sus manos estas páginas, transcripción de aquellas otras que en su tiempo me regaló, sepa que todavía le conservo en la memoria. Así que, huérfano de toda fuente cercana que pudiese proporcionarme información, tuve que ejercer de Indiana Jones y meterme por meandros por los que no estaba acostumbrado a moverme. Busqué por bibliotecas alguna referencia a aquellos nombres que aparecían en el libro, pero sólo encontré a un Gustave de Clausade, historiador francés que supuse debía ser aquel Gustau que financió la edición. Pregunté a algunos eruditos, sin el menor resultado, y en una de mis locas excursiones a Francia llegué en coche hasta Toulouse y luego me dirigí a París para consultar en la Bibliothèque Nationale. Allí rebusqué entre las fichas todo cuanto tuviera que ver con de Clausade, investigué en las Memorias de la Société Archéologique du Midi de la France y la Académie royale de sciences, inscriptions et belles-lettres de Toulouse, de las que era miembro este hombre, pero no había ni la más mínima mención al libro de P. Umbertus. Sencillamente, no figuraba en ningún anal o listado, como si no existiera.

    Supe entonces que aquél no era el camino a seguir y decidí probar por otro lado concentrando mis esfuerzos en el autor del manuscrito original. Ningún Guillermo o Guillot de Batz ni de Provenza figuraba en los registros de la abadía de Cîteaux. Tampoco en Chalabre, en el departamento de Aude en el Languedoc-Roussillon, de donde él mismo dice ser originario, existía el menor rastro, aunque con las inundaciones que sufrió en el siglo XIII esa pequeña localidad no era de extrañar que se hubiese perdido todo documento que pudiera demostrar su existencia. Por último, decepcionado y sin la menor esperanza, lo intenté en Île-de-Batz, en el Finisterre de la Bretaña francesa, que por la época mencionada en el escrito era priorato dependiente del obispado de Quimper, pero, como esperaba, en la catedral de Saint Corentin no sabían absolutamente nada.

    Resumiendo, que tenía un libro que no existía, traducido por alguien que lo más probable era que hubiese utilizado seudónimo y cuyo original lo escribió un monje del que no quedaba el menor recuerdo. Un misterio dentro de otro misterio, o un secreto dentro de un secreto. O quizá simplemente yo no he sabido buscar, que es lo más probable. En cualquier caso, el tema se convirtió en una obsesión para mí y me propuse desenterrar a aquellos hombres del olvido a través de sus propias palabras, iniciando una lenta y a veces desesperante traducción que ni siquiera sé si he realizado del todo bien. Contravengo con ello los deseos del mismo Guillot, que deseaba que su manuscrito se perdiese para siempre, pero su importancia, y el hecho de que al final no acabara destruyéndolo como anuncia en varias partes del relato, considero que me dan el permiso moral para hacer lo que he hecho.

    No soy ningún ingenuo y tampoco se me escapa que el libro pueda ser sólo una obra de ficción y no un auténtico relato histórico. Muchas cosas argumentan esta posibilidad: el Abelardo de Erblay que aparece en él recuerda sospechosamente, por sus características y biografía, al filósofo Pedro Abelardo, aunque existen algunos desajustes cronológicos y, que yo sepa, este insigne polemista parisino jamás estuvo en Jerusalén; existen también muchas dudas acerca de que Hugo de Bagà, o de Baganis, fuera el auténtico fundador del Temple en detrimento del Hugo de Payns francés al que apuntan todas las versiones oficialistas; y, por supuesto, los recientes descubrimientos de Talpiot lo único que parecen confirmar es que alguien puede poseer otro ejemplar del manuscrito perdido de Guillot, por lo que ni a uno ni a los otros se les debe dar demasiada credibilidad.

    Éste es, en cualquier caso, un libro que merece salir a la luz, aunque sólo sea como curiosidad. Es el retrato de una época y de unos hombres olvidados, que amaron y vivieron en unos tiempos difíciles donde la religión lo abarcaba todo, luchando por unas creencias que consideraron justas aunque hoy nos parezcan todo lo contrario, y no se puede entender el presente sin revisar el pasado. A mí por lo menos el relato de Guillot me ha enseñado mucho sobre la situación que hoy día convulsiona Oriente Medio, pues no deja de ser cierto que la historia se repite aunque los hombres que la protagonizan difieran. En un momento de la narración Abelardo menciona que la tierra y la fe son las mayores causas de que los hombres nos matemos entre nosotros, y eso sigue teniendo vigencia en nuestros tiempos.

    Respecto al texto en sí, es imposible saber cuánto queda del manuscrito original de Guillot en la adaptación de Umbertus. El estilo narrativo no tiene nada de medieval y más bien parece neogótico, por lo que debemos suponer que la revisión fue profunda y los cambios serían importantes. Yo, por mi parte, me he limitado a traducir las partes que en el libro de Umbertus están en occitano, conservando íntegro el resto, que en su mayoría son citas bíblicas y patrísticas cuya traducción he preferido situar en notas finales para ser lo más fiel posible a la estructura del original. Así como también he querido mantener las antiguas denominaciones medievales que, sobre horarios, orientación, pesos y medidas, se usaban en aquella época. Por último, aunque incluyo un mapa como ayuda al lector, éste no es ni mucho menos de la época, sino muy posterior, pues la cartografía bajomedieval no es lo que se puede llamar muy aclaratoria para los que estamos acostumbrados a los mapas actuales.

    He aquí, pues, el relato de las maravillas que el monje Guillot vio en la tierra de Dios, una historia sobre enigmas y mentiras, sobre los secretos que esconden más secretos, y sobre la inminencia del apocalipsis.

    Capítulo I

    Donde Guillot de Batz nos cuenta quién es y cómo inició su viaje

    A pesar de que San Juan nos enseña que Dios y la Palabra son Uno y por lo tanto eternos como muy bien aseguraba San Ambrosio en su De Incarnationes dominicae sacramento, misterio divino del que no se puede dudar, no creo que estas letras que ahora escribo con tanto esfuerzo perduren más allá del tiempo que la Providencia y el Altísimo tengan a bien concederme para concluir la narración de los hechos espantosos que viví en mi juventud y los secretos impíos que me fueron revelados tras esos sucesos. Es probable que yo mismo destruya este documento en cuanto descargue mi alma atormentada, pues no es otro el propósito que me mueve, ni ambición ni soberbia, tan sólo ordenar mis recuerdos para cuando llegue el momento en que tenga que presentarme ante el Padre Celestial para confesar mis pecados. Nadie debe leer lo que aquí relato, ya que tal cosa sería terrible para el mundo entero, porque hay verdades que no se deben conocer, que es mejor que sigan siendo enigmas en el entendimiento de los hombres, y por eso juré hace muchos años, y por mi alma inmortal, que nunca las divulgaría. Y no es mi intención traicionar ahora esa promesa, pero mi espíritu ansía la paz de la confesión y, como mis labios están sellados, tendré que ser yo mi propio confesor.

    Ahora soy viejo, muy viejo. Mis dedos son sarmientos temblorosos aferrando la pluma y mi piel ajada tiene la misma textura que el pergamino sobre el que trazo con mucho cuidado estos caracteres; en cambio la mente la conservo lúcida y clara como las aguas del lago de Montbel que me vieron nacer, y ruego al buen Dios al que he consagrado mi vida que esta condición se mantenga hasta que me reclame a su lado, puesto que no imagino peor desdicha que pasar el resto de mi existencia terrenal sumido en el abismo de la senilidad. Todavía mantengo frescos en la memoria los dolorosos y tristes años en que asistí a la decadencia de mi venerable progenitor, Gustave, el entonces barón de Chalabre, un hombre bueno y justo al que la suerte no acompañó, y no quisiera pasar yo también por ese infierno en vida. Estoy seguro de que los castigos del Averno no pueden ser peores. Sin embargo, por fortuna, y gracias a la divina misericordia que siempre me ha amparado, de momento mis facultades siguen enteras y, a pesar de la bruma con que el tiempo siempre vela los recuerdos, la huella de éstos es demasiado profunda y jamás han dejado de atormentar mis pensamientos con su diabólica insidia, no permitiéndome ni un instante de paz.

    Corrían, para mi desgracia espiritual pero júbilo de la cristiandad, los albores del nuevo siglo. Tiempos convulsos e inciertos, con la Iglesia más sumida en el cisma que la separa que nunca y la herejía corriendo por Occidente como una peste aprovechando el desconcierto espiritual de las gentes de voluntad débil. Nuestro buen papa Urbano murió con el viejo siglo y su sucesor en el trono de San Pedro, Pascual II, excomulgó al emperador, que además se las tenía que ver con la rebelión de su propio hijo, Enrique, así que el Imperio Romano se tambaleaba tanto como la misma Iglesia en la sangrienta lucha que los enfrentaba. Pero aún así la fe prevalecía, y pruebas de ello eran la creación del Císter, en cuyo amoroso seno ingresé sólo un año antes, una luz brillando entre tantas miserias morales, y, por supuesto, las victorias sobre los sarracenos que toda Europa celebraba al son de los cantares juglarescos. Aún vibraban los ecos de lo acontecido pocos veranos atrás, en que, con apenas días de diferencia, Rodrigo el Campeador había derrotado a los almorávides en Valencia incluso después de muerto, y en el otro extremo del mundo el duque Godofredo V de la Baja Lotaringia recuperaba Tierra Santa para mayor gloria del Señor. Parecían acumularse presagios muy favorables para la nueva centuria, vientos de cambio que vaticinaban una época gloriosa para los hombres bajo el signo de la cruz. Pero qué fugaz puede ser la esperanza, qué ilusa, qué falaz... Cómo puede  llegar a instalar el engaño en la memoria, negando cuanto se oponga a su efímera ilusión. Ay, cuán acertadas las reflexiones del sabio Platón acerca de la mutabilidad del mundo sensible y lo imperfecto de sus seres. Sólo Dios es real y todo lo demás una ficción pasajera.

    Tal como ya he dicho, me encontraba a la sazón iniciándome como postulante en las enseñanzas de la vida contemplativa, recluido en el silencio del Nuevo Monasterio de Cîteaux, entonces dirigido por Alberico, el discípulo de nuestro santo fundador Roberto, un hombre iluminado por la gracia que, por amor al mensaje de Cristo, abandonó todo lo mundano y cuyos pasos estoy convencido de que son el único camino hacia la fe verdadera. Recuerdo ahora con nostalgia la paz que se respiraba entre sus muros, la mística soledad que me envolvía al recorrer sus calladas galerías, ajeno por completo a todo lo que no fuera el estudio y la reflexión de las Sagradas Escrituras, y no puedo evitar preguntarme qué hubiese sido de mi vida si nunca hubiese abandonado aquel agradable y aislado reducto perdido en los bosques de la Borgoña. Pero somos meros peones en un ajedrez cósmico y todo lo que podemos hacer es lamentarnos de cuanto sendero truncado encontramos en nuestro azaroso caminar, y fabular acerca de los lugares maravillosos a los que podían llevar aquéllos en los que no osamos adentrarnos por nuestra propia humana debilidad. Quiero creer que no hay nada de caprichoso en la voluntad divina y que existe un fin elevado, aunque resulte imposible su comprensión, para todo el infortunio que nos acompaña en la existencia carnal, y con ese pensamiento apaciguo al intelecto rebelde que se atreve a cuestionar la decisión celestial; sin embargo, el alma es codiciosa y anhela la felicidad perdida. Bien cierto es que, a cambio, he vivido experiencias que no están al alcance del resto de los mortales, y adquirido una sabiduría vedada hasta ahora para todo nacido de mujer, mas, aunque el propio Aristóteles comparaba ignorancia con muerte, también es verdad que el conocimiento lleva consigo una carga infinita que puede resultar insoportable para el espíritu, como muchas veces me advirtió mi maestro.

    Mi maestro: Abelardo. Es conveniente que aquí me detenga en mi relato con profunda y amorosa reverencia, con toda la exaltada admiración que aún hoy, tras todo el tiempo transcurrido desde que nos abandonara, dejando más vacío y oscuro este valle de lágrimas que nunca después de iluminarlo con su presencia, le sigo profesando. Era un gigante entre enanos, incluso el propio Bernardo de Chartres lo reconocía, o, como él mismo se definía en sus frecuentes raptos de vanidad, el último filósofo superviviente del mundo. Cúmulo de virtudes, paradigma de sabiduría, cumbre de bondad, bastión irreductible de la razón (credo ut intelligam et intelligo ut credam[1], gustaba de decir a menudo recitando al sabio doctor de Hipona), fue él, y no yo, que asistí tan sólo como espectador atónito a lo que nos depararon los acontecimientos, el verdadero protagonista de este drama sangriento y horrible que tuvo lugar en la misma tierra que pisó Nuestro Salvador Jesucristo. Él, cuya prodigiosa inteligencia era capaz de descubrir lo esencial por más oculto que estuviera tras los brillantes colores de la superfluidad, cuyo ojo inquisitivo se complacía en los más oscuros enigmas, superó aquél, el más grande de todos, misterio de misterios, y, sin embargo, el mundo jamás conocerá su proeza.

    Tuve que callar cuando supe lo ocurrido en Sens a través de las cartas de mi buen amigo Juan de Salisbury, atado como estaba por el juramento que sellaba mis labios; no pude defenderle cuando se condenaron sus ideas a pesar de lo mucho que influyeron en la escolástica (o tal vez a causa de ello), ni sirvieron de nada mis súplicas al abad de Clairvaux para que le exculpase ante el papa por la absurda controversia que mantenían, y es que, si había algo en él más grande aún que su inteligencia, sin duda era el orgullo, pecado infame que dominaba su temperamento, por lo demás ecuánime y sereno incluso en las más complicadas circunstancias, de lo que puedo dar buena fe ya que hubo, a lo largo de nuestra aventura en Ultramar, momentos en que hasta llegamos a temer por nuestras vidas. Más de una vez, durante los tiempos difíciles en que vi la ruina y el desprestigio en que se iba sumiendo mi mentor, el diablo me tentó con palabras melifluas para que le ayudase contando todo lo que descubrimos, todo lo que habíamos estado callando por amor a esa misma Iglesia que le destruía, pero eso sólo hubiese agravado su situación, y yo mismo habría dado con mis huesos en la cárcel, o algo peor, así que continué callando, no sólo por cobardía, también porque sé que ésa era su voluntad. Pero aquí no pienso omitir nada, ni suavizar lo más mínimo la verdad, y creo que se cometió una gran injusticia, y no sólo eso, sino que mi maestro debería estar en los altares como el hombre santo y devoto que fue. No sé, porque sólo soy un pobre monje ignorante al que las disputas teológicas dejaron de interesar hace mucho, y por tanto no entiendo de las sutilezas metafísicas que tanto preocupan a los doctores, si las palabras de Abelardo eran heréticas o no -aunque sea cierto que las mismas ideas inspirasen al heresiarca Arnaldo-, que ésas son cuestiones que sólo pueden dirimir más altas instancias, pero sí sé que su intención no lo era, igual que conozco la alta estima en que mi maestro tenía a la intencionalidad, la cual valoraba por encima de los hechos; así que es imposible que cum de Trinitate loquitur sapit arium, cum de gratia sapit pelagium, cum de persona Christi sapit nestorium[2], como afirmaban sus enemigos, porque, contra lo que él mismo pudiera opinar, su fe era más fuerte que la razón.

    A description...

    Siempre resulta difícil saber cuál es el auténtico comienzo de toda narratio: por mucho que uno se esfuerce en retrotraerse hasta el punto inicial, ese momento en el que poder decir que de verdad fue el primero en que empezó a fraguarse todo, cada vez será posible encontrar algo anterior que influyó de una u otra manera, de modo que casi sea imposible ir ab ovo usque ad mala siguiendo el orden natural. Tal vez por eso Horacio aconsejaba empezar sin énfasis, con modestia, así que eso es lo que voy a hacer, y contaré las cosas tal como las recuerda mi ya decrépita cabeza, diciendo lo que fue y sólo lo particular al modo del estagirita, e intentando hilar los detalles a medida que vayan surgiendo con mi torpe estilo. Es posible que en algún momento confunda hechos, personas y lugares, y que de ese modo lo que ocurrió aquí en realidad ocurriera allá, lo que hizo tal lo hiciera cual y que tal cosa sucediera antes que la otra, que han pasado muchos años y, aunque entera, la mía sigue siendo la memoria frágil de un anciano, pero lo fundamental estará aquí, y será crónica verdadera y nunca poética o invención. Isti immundis espiritibus inspirati scribunt artem magicam et poetriam id est fabulosa commenta[3], y yo no debo ser llamado poeta, porque no finjo.

    Así, revolviendo en ese légamo traicionero que es el recuerdo, que, como el barro, se deposita en el lecho del río de la vida negándose a ser arrastrado por la corriente, pero al que la más mínima alteración hace que enturbie las aguas, si he de buscar entre los brillantes reflejos que asoman a la superficie, cuales valiosas perlas, ése al que puedo considerar el más remoto, extremo del ovillo que guíe a este marchito Teseo en el laberinto, sin duda debo escoger el momento lleno de emoción y sorpresa en que mi maestro, Abelardo de Erblay, me preguntó si quería acompañarle en un peligroso, pero sin duda inolvidable y maravilloso, peregrinaje a los santos lugares. ¿Pero cómo describir ese instante con mi pluma inexperta, si en él se confunden el tropel de sensaciones que inundaron mi por entonces joven e impresionable corazón? Yo sabía, pues había tenido abundantes pruebas de ello durante el tiempo que convivimos en cenobio, del profundo afecto que me tenía, a pesar de la severidad de su carácter y a la necesaria distancia para que el maestro siempre esté por encima del discípulo; sin embargo, nunca me lo expresó con palabras y aquella petición inesperada me colmó de orgullo y alegría: yo, un recién llegado al que aún le faltaba mucho para profesar, que ni siquiera había alcanzado todavía el noviciado, iba a viajar hasta la tierra del Señor junto a uno de los hombres más sabios de la cristiandad; se me concedía un privilegio único por el que muchos hombres hubiesen sacrificado gustosos algún miembro, sus fortunas, sus hijos y esposas, ya que allí se perdonaban los pecados. Lo decía el gran papa Gregorio: Pro peccatis vestris ac patris vestri terram sanctam debetis visitare[4], y lo había confirmado el llorado Odón en Clermont durante su predicación de la guerra santa. Era, sin duda, -y sigue siéndolo- el sueño de todo hombre religioso, y, para los jóvenes ansiosos, que pretendíamos alcanzar la gloria divina del modo más rápido posible (y que ahora sé que no es tan fácil), una posibilidad congraciada con la aventura, en lugar de la triste y penitente vida del monje, siempre orando y sufriendo por los pecados de la humanidad en la soledad de su celda. Oh, sí, yo también creía en eso, en la indulgencia plenaria, en que se debía seguir a Cristo también en lo carnal y no sólo en espíritu. En mi imaginación, la Jerusalén terrena se confundía con la celestial, una ciudad de oro puro semejante al vidrio limpio, con muros de jaspe, con cimientos de jaspe, zafiro, ágata, esmeralda, ónice, cornalina, crisólito, berilo, topacio, crisopaso, jacinto y amatista, y con doce perlas por puertas; y en ella esperaban miríadas de ángeles en reunión solemne, y la asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos; y Dios mismo estaría con ellos para enjugar las lágrimas de los ojos de su pueblo, y allí no habría muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. ¿Cómo sustraerse a esa visión extática si el alma quería creer en tal verdad? Incluso sabiendo que la habitación de los infieles la habría mancillado y que estaría herida por la impiedad, ni siquiera eso podía haber deslucido su esplendor. Y, de este modo, la propuesta de mi maestro me pareció una invitación del mismísimo san Pedro para entrar en el paraíso, pues -pensaba yo-, si existe algún lugar en el mundo desde donde se pueda llegar al cielo, debe estar allí, scalam stantem super terram et cacumen illius tangens caelum, angelos quoque Dei ascendentes et descendentes per eam[5], como lo vio el patriarca Jacob en sus sueños.

    ¿Qué hombre en su sano juicio es capaz de rechazar tamaña oportunidad? Abrumado por la gratitud, entonces sólo acerté a balbucear entre sollozos, aunque de algún modo milagroso Abelardo logró descifrar lo que mi temblorosa boca quería decir pero no podía. Me dio unas suaves palmadas en la espalda para tranquilizarme al tiempo que aseguraba:

    Gaudens lacrimatur, lacrimae ergo amantur et dolores[6].

    Después me contó que no estaríamos solos en este periplo, sino que nos uniríamos a otro ilustre peregrino en Génova. No me dijo quién sería ni tampoco se lo pregunté. Mi mente estaba demasiado ocupada en otras cosas, pensando en lo orgulloso que se hubiera sentido mi noble padre de vivir ese momento, pues siempre había sido un hombre devoto y fiel a la Iglesia a pesar de estar rodeado de herejes. Su mal le había impedido seguir a su señor, Bernard Atón de Trencavel, cuando éste partió para unirse a los portadores de la cruz que combatían al Islam, pero aceptó con resignación vigilar la constante amenaza de los barceloneses, que ansiaban recuperar Carcasona aunque en ese lugar nadie los quería. Ahora podría ver, sentado a los pies del Altísimo, cómo su hijo entraba en la ciudad santa, o tal vez me estuviese esperando allí, en lo alto de aquella escalinata prodigiosa, rodeado por un coro de ángeles.

    Abelardo me reprendió en ese instante por hallarme embobado en mis ensoñaciones.

    ―¿Has escuchado lo que te he dicho, Guillot? ―me preguntaba, pero, en efecto, yo no atendía a sus palabras―. No siempre encontrarás quien te repita las cosas, muchacho, así que no debes distraerte, que por mucho que escuches el zumbido de las moscas nunca lograrás entenderlas.

    ―Lo siento, maestro, tenéis razón. Es la emoción, que me ha dejado aturdido.

    ―Ah, la emoción ―asintió Abelardo con un suspiro, la mirada perdida como recordando un pasado muy lejano―. Es mejor que sean los hechos, y no las palabras, los que la provoquen o mitiguen. No dejes que las palabras te afecten tanto.

    Aquello me confundió y así se lo hice saber.

    ―Pero, maestro, ¿no son las palabras las que deben captar la esencia de las cosas?

    ―Y así es ―aceptó Abelardo―, pero no deben hacerse más importantes que la cosa en sí. Recuerda que si el dictum no se corresponde con la realidad adquiere un valor falso en la argumentación, de forma que primero hay que comprobar su validez, y esto sólo se consigue con la demostración, quod est syllogismus faciens scire[7]. Sin embargo, el tiempo vuela, y no hablábamos de eso ahora. Te pedía que preparases con ligereza cuanto necesites, que partiremos sin demora.

    Así era el sabio Abelardo: un torbellino disfrazado de brisa. No vivía al mismo ritmo que el resto de los mortales y por eso daba la sensación de que tanto su mente como su cuerpo iban siempre acelerados, igual que si un fuego interior le impulsase. Mi cerebro estaba todavía intentando asimilar la noticia y, sin solución de continuidad, teníamos que marcharnos como fugitivos.

    Capítulo II

    En el que en pocas palabras se recorre el mundo y se nos habla de los males y las maravillas que en él se pueden encontrar

    Sólo las anécdotas que vivimos durante el largo trayecto darían por sí mismas para escribir un itinerarium tan extenso como el resto del relato, que fueron muchas y todas dignas de ser contadas, pero, como ignoro cuánto tiempo más duraré en esta frágil envoltura carnal, que por momentos se debilita, no puedo detenerme en esos pormenores. Baste decir que aquella primera etapa del viaje fue más o menos plácida, pero agotadora, semanas de constante y solitaria marcha a lomos de nuestras mulas, recorriendo los caminos de la Provenza y Lombardía, hasta casi llegar a los territorios imperiales de Tuscia, y deteniéndonos sólo para comer de la caridad cristiana, o de lo que encontrábamos a nuestro paso, y para dormir en los campos, donde también a veces mi maestro se detenía para recoger unas flores que crecían al borde de los caminos y que luego masticaba como si fuese un manjar, pero que a mí nunca me dejaba probar, pues, me dijo en cierta ocasión, era un remedio que Avicena solía emplear contra los dolores y no se podía usar a la ligera. Fueron, sin embargo, días prósperos en aprendizaje, en los que mantuvimos dilatadas conversaciones acerca de lo humano y lo divino, y donde mi maestro demostró las dotes que le hicieron famoso en las escuelas de París, antes de su tardío ingreso en la orden benedictina. También estos diálogos merecerían un volumen aparte, y ahora lamento no haber tenido vocación literaria para haberlos glosado con anterioridad, aunque es muy posible que, a la luz de los acontecimientos, también se los hubiera catalogado de contrarios a la doctrina. Lo cierto es que entramos en Génova exhaustos y famélicos, y una vez allí nos encontramos en un albergue con el que sería nuestro compañero de peregrinación.

    Así conocí a Armando de Altavila, bibliotecario del monasterio de Fleury. Por lo que me había contado Abelardo, era una auctoritas de gran prestigio en la preservación del saber, y a sus órdenes trabajaban los mejores traductores y copistas, algunos llegados desde Bolonia, Salerno, Toledo, Montpellier, Toulouse y París. Al parecer los dos estudiaron en la escuela de Roscelino el Nominalista, en Locmenach, y desde entonces mantenían una buena amistad. Me sentí como una pulga ante aquellos grandes hombres, pero al mismo tiempo orgulloso de poder compartir su misma mesa, de oírles hablar, aunque muchas veces no comprendiese la mayoría de las cosas que decían y mi maestro no dejase de repetirme que cerrase la boca para que nada con más de cuatro patas se colase dentro.

    Fue de este modo, escuchando, como tuve algunos atisbos de los verdaderos propósitos de aquel viaje: al parecer un viejo conocido de Abelardo llamado Ursus, antiguo arzobispo de Bari y consejero del rey de Jerusalén, le había solicitado ayuda para encontrar cierto libro de difícil obtención. Las razones por las que aquel calabrés pensaba que mi maestro sabría cómo conseguirlo escapaban a mi comprensión, aunque deduje que, con toda probabilidad, no sería el único al que se lo habrían pedido, y que el hecho de que Abelardo lo hallara había sido tan sólo cuestión de suerte. A cambio, prometía privilegios para el Nuevo Monasterio en los reinos francos de oriente, cosa que me pareció excesiva para un libro, por grande que fuese su valor; a menos, claro, que se tratase de un libro mágico. Tales pensamientos me desasosegaron. ¿Podía saber mi maestro del paradero de un libro así? La respuesta me la proporcionó aquel bibliotecario, que sí conocía cómo y dónde conseguirlo, aunque no lo poseía, por lo menos no cuando fue consultado por él. Había oído decir que existía un ejemplar perdido en un monasterio cismático de Bizancio, en el monte Athos, y hacia él se dirigió, interesado también por su posesión.

    ―¿Y lo has encontrado? ―preguntó Abelardo, intentando disimular su ansiedad pero sin lograrlo.

    Altavila sonrió.

    ―No estaría aquí si fuese de otra manera ―fue su respuesta.

    Comprendí entonces que estaba en medio de algo siniestro, oscuro. Fue la primera vez que mi intuición, o tal vez la voz de algún ángel protector, me advirtió, aunque estaba aún muy lejos de poder imaginarme la tremenda verdad. Me dije que el intercambio de libros era algo común entre los talleres de copia de abadías y escuelas ciudadanas, y que tal vez no siempre ese comercio era del todo lícito. Después de todo divitiae salutis sapientia[8], pues es sabido que las riquezas son temporales, y en cambio la sabiduría proviene de Dios y nos acerca a Él, por lo que cualquier acto reprochable que hubiera detrás de tan santa intención debía de ser venial. Pero aún así continué inquieto. Pensar que mi maestro, modelo de rectitud, podía estar involucrado en un asunto turbio era algo que me resistía a creer.

    Turbado por estos pensamientos, aquella misma noche decidí compartir mis dudas con él cuando, tras sonar a completas las campanas de la catedral de San Lorenzo, nos retiramos a descansar, algo que no hacíamos bajo la protección de un techo desde muchos días atrás. Los dormitorios para peregrinos eran colectivos y, para evitar que nadie pudiera escucharnos, me acerqué cuanto pude y le hablé en susurros. Abelardo se volvió hacia mí con cierto enojo, como pude notar por su tono, ya que apenas distinguía sus rasgos en la oscuridad.

    ―¿Tan importante es que no puede esperar a mañana? ―me dijo con la voz ronca de quien ve interrumpido su sueño de modo brusco.

    ―Perdonadme, maestro, pero es que mi cabeza no descansará hasta que me lo aclaréis. Todavía no sé distinguir entre según qué cosas, por ejemplo algo que he escuchado esta tarde y que tal vez no haya entendido bien: ¿cómo pueden interesarse dos hombres rectos y piadosos por lo que esconden los excomulgados de Constantinopla? Que lo haga un normando no me extraña, porque siguen siendo unos bárbaros, pero unas personas civilizadas y cultas...

    Abelardo permaneció unos instantes en silencio, como evaluando mis palabras.

    ―Buena pregunta, querido Guillot ―terminó respondiendo―. ¿Tú qué opinas? ¿Hasta dónde se extiende el pecado? ¿Debe culparse al hijo por lo que cometa el padre? Si tú pecas, ¿pecaría también tu hábito, tu escapulario, tus sandalias? ¿Serían ellos también responsables de tu delito?

    ―No ―dudé―, supongo que no.

    ―¿Entonces porqué supones que todo lo que posea un malvado debe ser malvado a su vez? Además, te recuerdo que nuestro rey Felipe también fue excomulgado por Urbano. ¿Eso nos condena a nosotros?

    ―Claro que no ―aseguré, convencido.

    ―Pues ahí tienes tu respuesta ―concluyó mi maestro, y se giró dándome la espalda―. Y, por cierto, hace tiempo que Urbano retiró la excomunión al basileo. Ahora déjame dormir.

    A description...

    Días después marchábamos hacia Roma junto a otros peregrinos, y recuerdo el desencanto que sentí al entrar en la ciudad santa, aún no recuperada del todo de la devastación provocada por la guerra entre el papado y el imperio. Armando de Altavila, que era el que mejor conocía la historia, nos contó que, en pocos años, la ciudad había sido invadida tres veces, primero por el emperador alemán, luego por Roberto Guiscardo y sus mercenarios, y, finalmente, por el propio Urbano para obligar a abdicar al antipapa Clemente. Las cosas parecían tranquilas ahora, nos aseguró, porque el germano andaba demasiado ocupado con la rebelión de su hijo, pero no le extrañaría que, cualquier día, otro ejército avanzase hacia sus puertas. Y, mientras nos decía esto, yo no pude evitar mirar hacia el Palatino, temiendo ver las águilas de las enseñas imperiales asomando. Acudimos a la iglesia de San Pedro para recibir la bendición del santo padre y Abelardo aprovechó para visitar a algunos amigos suyos de la curia mientras Armando y yo recorríamos el templo más sagrado de la cristiandad; más tarde, de nuevo juntos, contemplamos los escombros del Campo Vaccinio, que con su presencia nos recuerdan el destino que espera a los que no abrazan la verdadera fe, y nos sobrecogimos ante el Anfiteatro Flavio, donde tantos cristianos fueron martirizados por los paganos en tiempos remotos. En un momento de especial fervor alguien aseguró que había sangre en sus muros, pero debo reconocer que yo no vi nada, así como tampoco los que me rodeaban.

    Luego partimos hacia Amalfi, en el reino normando de Sicilia, desde cuyo puerto iniciamos el passagium a bordo de una de las muchas galeras abarrotadas de peregrinos que zarpaban rumbo a Levante, muchos de ellos armados con el santo propósito de unirse a

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1