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El programa cultural y político de Marta Traba: Relecturas
El programa cultural y político de Marta Traba: Relecturas
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El programa cultural y político de Marta Traba: Relecturas

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Palabras en la sesión inaugural de la Cátedra
Hibridación y confluencias
Jaime Franky Rodríguez
Marta Traba, intelectual latinoamericana
Luz Teresa Gómez de Mantilla
1957: un año movido
Jorge Orlando Melo
Conversando sobre la cultura de los sesenta. Jorge Orlando Melo y Osear Collazos
Moderadora: María Belén Sáez
La influencia de la revista colombiana Semana 1959, 1960, sobre Marta Traba
Rubén Darío Flórez Arcila
Marta Traba: pasado y presente de una actitud
Francisco Gil
Marta Traba y la crítica de una década
Beatriz González
Marta Traba y el pop colombiano -Sin querer queriendo
Andrés Gaitán
Marta Traba. Apuntes sobre un repertorio crítico en revisión
Efrén Giraldo
Marta Traba y la escritura femenina
Juan Gustavo Cobo-Borda
Una cita con el destino: lo sublime y lo bello en Las ceremonias del verano
Gabriel Restrepo
Cruces y contingencias: las identidades latinoamericanas actuales
Alejandra Jaramíllo
La pintura nueva en Latinoamérica (1961). El relé pascaliano de la razonabilidad en Marta Traba
Fernando Zalamea
La cultura de la resistencia
Victoria Verlichak
Marta Traba y México: una historia de encuentros y desencuentros
Florencia Bazzano-Nelson
Modernizar un país y fracasar en el intento. Marta Traba y la vanguardia de la arquitectura en Colombia
Carlos Niño Murcia
Las esferas de lo público
Jaime Iregui
Dos anotaciones para una mesa redonda sobre medios y cultura
Lucas Ospina
Transmisiones de la crítica. Marta Traba en televisión, radio y prensa
Nicolás Gómez
Marta Traba y el círculo de La Cueva
Álvaro Medina
El programa cultural y político de Marta Traba, relecturas
Nota del editor
Gustavo Zalamea
Obras de Marta Traba
Bibliografía seleccionada
LanguageEspañol
Release dateJan 1, 2010
ISBN9789587751635
El programa cultural y político de Marta Traba: Relecturas

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    El programa cultural y político de Marta Traba - Oscar Collazos

    Moisés Wasserman}

    Rector

    Julio Esteban Colmenares

    Vicerrector sede Bogotá

    Estrella Esperanza Parra

    Directora Académica. Sede Bogotá

    Jaime Franky

    Decano Facultad de Artes

    Luz Teresa Gómez

    Decana Facultad de Ciencias Humanas

    Alfonso Espinosa

    Director del Centro de Divulgación y Medios

    María Clara Vejarano

    Directora de la Cátedra Marta Traba

    Gustavo Zalamea

    Editor. Director Instituto Taller de Creación

    Jaime Franky, Luz Teresa Gómez, María

    Clara Vejarano, Gabriel Restrepo, Rubén

    Darío Flórez, Fernando Zalamea, Víctor

    Viviescas, Gustavo Zalamea

    Comité Asesor Cátedra

    Marcela Godoy, Andrés Rodríguez

    Diseño editorial

    Ana María Montaña

    Corrección de estilo

    Nicolás Gómez

    Peinados, 2007

    Héctor Contreras

    Diseño de portada

    María Cristina Acosta

    Coordinación editorial,

    Dirección Académica

    ISBN: 978-958-719-405-0

    direditorial@unal.edu.co

    www.editorial.unal.edu.co

    © Universidad Nacional de Colombia

    Dirección Académica

    Facultad de Artes

    Facultad de Ciencias Humanas

    Cátedra Marta Traba

    Segundo semestre 2008

    Palabras en la sesión inaugural de la Cátedra

    Hibridación y confluencias

    Jaime Franky Rodríguez

    El siglo XX trajo consigo enormes transformaciones en prácticamente todos los órdenes de la existencia humana. Hablamos hoy de aceleración y no de desplazamiento. Cuando nos referimos a los procesos sociales y tecnológicos hablamos de pensamiento global, ambiental, de cibercultura y cibersociedades y de sociedades del conocimiento y este conjunto de aproximaciones se instaló entre nosotros en el pasado reciente, aún cuando, por supuesto, su génesis se remonta más allá de las tres últimas décadas; en Colombia seguimos marginados, apenas bordeamos estas miradas, pese a que desde el siglo pasado, intelectuales, críticos, académicos y profesionales representativos han procurado modificar la situación. Quienes vivimos parte de tales transformaciones tenemos dificultades para asimilar el cambio, mientras las nuevas generaciones apenas lo perciben en tanto que este se presenta como parte de la existencia y como condición de la vida cotidiana. Incluso, la idea de generación no sirve ya para medir la dinámica social, tan solo podríamos hablar hoy de décadas o lustros.

    Dentro de ese panorama, me interesa destacar la transformación que sufrió el arte en el mundo desde el siglo XIX y en Colombia, con más fuerza, desde la segunda mitad el siglo XX. Pasamos de un arte ocupado de presentar o simular el mundo a uno ocupado de la creación y la búsqueda de sentido, que choca evidentemente con la tradición y la cultura provinciana que ha marcado a la nación desde sus orígenes. Se ha dicho muchas veces que en Colombia hubo modernización sin modernidad o que adoptamos los resultados sin introducir modificaciones en el pensamiento.

    Pues bien, en ese marco habrá que ubicar a Marta Traba quien trabajó por subvertir la situación. De sus legados me interesa resaltar aquí tres aspectos: El primero, Marta Traba hizo parte de ese interés de conectar al país con el mundo, fue una de las figuras más destacadas en ese propósito. Junto con otros artistas y arquitectos le apostaron a la introducción de un pensamiento moderno, más que a la adopción irreflexiva de fórmulas o de resultados.

    "No he tratado (escribió en la introducción del Hombre americano a todo color) de armar un bello monigote de utilería aprovechando buenas soluciones estéticas, sino he tenido cuidadosamente en cuenta el hecho de que trato con artistas de carne y hueso y que el resultado de sus trabajos tiene que ser, por fuerza, verdadero y, sobre todo, vivo".

    El segundo, su preocupación por el arte de esta parte del planeta, destacando a quienes actuaban de manera comprometida constituyendo un arte de la resistencia que se erigía como negación para asimilar las visiones de otros. En el texto antes mencionado decía sobre el hombre americano:

    Sobre este hombre se han acumulado cifras, estadísticas, datos biográficos, teorías, investigaciones antropológicas y sociológicas, historia. Ha sido acometido por la economía, la cibernética, la teoría de la comunicación. Hurgado, examinado, dado vuelta como un guante. Pero su personalidad secreta, su idiosincrasia de hombre entero y distinto, de hombre de región, no la han dado sino los escritores y los artistas.

    En tercer lugar, quisiera destacar su forma de aproximarse al asunto. Esta es quizá la que mantiene vigente su trabajo y la que exige traerla permanentemente a la memoria. El sentido crítico y la actuación consecuente con el mismo, la apertura y la ruptura o la puesta en sus justas dimensiones de la herencia y la tradición, la hacen contemporánea. Por eso esta cátedra se propone la relectura de las ideas de Marta Traba, traerlas al presente y continuar con la tarea, que además será siempre inconclusa y deberá ser permanente, en países como el nuestro que orbitan en la periferia, porque al fin y al cabo, por duro que parezca, seguimos siendo periferia.

    La cátedra introduce nuevos elementos, más propios de las actuales circunstancias, entre ellos la importancia de tejer nuevas realidades, la articulación de diferentes disciplinas, a partir del reconocimiento de que solo una de ellas rompe con el todo.

    Por calificarlo de alguna manera, se trata de un acercamiento a la concepción compleja, no porque el mundo se haya vuelto complejo sino porque siempre lo ha sido. En particular la cátedra se ha propuesto -desde el surgimiento de la idea de su creación- explorar las confluencias entre artes y ciencias humanas, hacer visibles los trabajos y las reflexiones que en los dos campos se adelantan, revisar las interacciones posibles y las connotaciones que cada uno de ellos adquiere al mirar lo cultural humano desde el arte y la creación desde las ciencias humanas. Ubicar esta discusión en atención a las circunstancias actuales de mundialización y multiculturalidad y desde los encuentros y desencuentros con lo propio y lo local. Pero sabemos que allí no debe parar la reflexión: un mundo atravesado por la reorganización de las relaciones sociales, la emergencia de la individualización, el asentamiento de las nuevas tecnologías y medios o la reelaboración de los modos de experimentar el espacio y el tiempo, exige nuevas preguntas o respuestas nuevas para preguntas que anteriormente nos habíamos formulado.

    Se presentan en la cátedra miradas múltiples, en especial la de las artes y las ciencias humanas, cada vez más convergentes y por lo tanto distantes de seguir recorridos paralelos. Lo que propone la Universidad es que nos acompañen en ese itinerario, y difícilmente encontraremos una mejor compañía que el pensamiento de Marta Traba.

    Bogotá, 2 de septiembre de 2008

    Palabras en la sesión inaugural de la cátedra

    Marta Traba, intelectual latinoamericana

    Luz Teresa Gómez de Mantilla

    Marta Traba fue una intelectual latinoamericana. No sabría cuál de las dos virtudes ubicar primero, en aras de destacar el comienzo como principio. Digamos que vale colocar su condición de intelectual como primigenia, esa que le atribuyeron los griegos al concepto intelectual: el que lee dentro, el que lee el interior; es decir aquel, o desde la perspectiva de género, aquella que es capaz de leer tras la apariencia, la esencia.

    Lectora y escritora, profesora universitaria, crítica de arte, directora de Divulgación Cultural de la Universidad Nacional de Colombia, hablaba duro y claro, con un sentido desconocido entre nosotros. En nuestro pacato y remilgado mundo colombiano de comienzos de la segunda mitad del siglo XX, su capacidad crítica podría ser mirada con desconfianza.

    Ella sin embargo, entendía que hacer la crítica era confiar y respetar al otro profundamente, en su capacidad de crecimiento y trasformación.

    Marta transgredía simultáneamente varios de nuestros paradigmas sobre el papel sumiso y doméstico de las mujeres. Leyó y escribió sobre la realidad estética latinoamericana, demostrando con su argumento que la cultura como proceso expresa la quintaesencia de un tiempo histórico, porque en ella están recogidas de manera clara las diferentes formas de poder.

    Comprendió también tempranamente el papel de los medios de comunicación como generadores de pensamiento, más que de meras opiniones. Tenía una sólida formación conceptual que le permitió hacerlo, pero sobre todo era audaz y valiente y estaba tan comprometida en su proyecto de superar nuestra inerme condición doxática, que ejerció simultáneamente para todos y todas los colombianos y colombianas el papel de maestra de arte, de crítica y de impulsora de los y las artistas nacionales, a través de las nacientes pantallas. Las llenó con las determinaciones que debían tener; es decir, las de su tiempo y las de su espacio.

    Marta era por lo demás una lectora incansable y actualizada que podía interpretar el arte, como debe hacerse, más allá de la impresión estética primera, porque siempre leía el cuadro o la obra de arte, con preguntas, reiteradas o nuevas haciendo que saliera a la luz el espíritu esencial.

    Por eso podemos agregarle a su condición de intelectual el adjetivo de tramática que el profesor Gabriel Restrepo, les asigna a los y las intelectuales que articulan y tejen sólidos nexos con la realidad de su tiempo. Tramática sin duda, ¿trabática? Podríamos preguntarnos como si en su apellido estuviera también un destino, el de entrabar los nexos entre el mundo cultural y la realidad estética de su tiempo. Porque sus búsquedas de la historia del arte mostraron el entramado de la realidad cultural latinoamericana.

    Yo colocaría esta condición no como adjetivo sino como su sustantivo, primero latinoamericana, argentina, colombiana por adopción, uruguaya por afecto, recorrió el continente real y simbólicamente buscando con preguntas inteligentes la realidad de este subcontinente y la vinculó con el arte mundial en su tiempo.

    Victoria Verlichak, una de sus biógrafas, presente en la Cátedra, resalta la condición de Homérica Latina que buscaba cuando decía en su novela del mismo nombre:

    Esta palabra nos desvela, nos hostiga nos obsesiona. Muchas veces no sabemos que hacer con ella. Nos hemos acostumbrado a sobreestimarla o a maltratarla; pero siempre a manejarla abusivamente. Entra en nuestros pensamientos con la fuerza de un rito y pertenece a la zona racional como a la magia. Algún día descubriremos su sentido total y esas laderas cripticas de sus sílabas que andamos y desandamos sin cesar se volverán transparentes, nítidas. Pero por ahora no es más que un anhelo y una desesperación. "La palabra es América, insisto algún día será transparente. {1}

    Develar el arte latinoamericano fue su horizonte y tarea y dio pasos firmes que aún hoy marcan el rumbo.

    La Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, sus Facultades de Ciencias Humanas y Artes, rinden homenaje a esta mujer intelectual latinoamericana que fue inmediatamente las tres esencias.

    Lo hacemos como cátedra compartida para evidenciar en ella los traspasos permanentes del mundo de lo social y del espacio político con el arte.

    Esta es la primera cátedra de la sede de Bogotá con nombre de mujer, intelectual y latinoamericana, como un símbolo en los procesos de formación que queremos para nuestros, y sobre todo para nuestras, estudiantes.

    Sea la oportunidad para agradecer el apoyo de la Dirección Académica de la sede Bogotá y en especial, el trabajo del equipo conjunto de profesores, estudiantes, monitores y administrativos de las dos facultades, que han hecho posible esta primera versión que mostrará a esta Homérica, como mito y como realidad.

    1957: un año movido

    Jorge Orlando Melo

    {2}

    En la mañana del 10 de mayo de 1957, después de varias noches de inquietud y desvelo, de días de choques callejeros entre estudiantes y soldados o entre elegantes señoras bogotanas y agentes policiales, y de meses de sombría zozobra, los colombianos se despertaron para oír por radio al general Rojas Pinilla, Presidente de la República desde el golpe militar de 1953, anunciando su decisión de retirarse del gobierno.

    En las principales ciudades del país, inmensos grupos de entusiastas ciudadanos salieron a las calles a expresar su ruidosa satisfacción con la caída de la dictadura. En algunas partes, la celebración se convirtió en venganza y varios miembros de los servicios secretos murieron víctimas de la furia popular.

    Rojas Pinilla se había apoderado del gobierno en 1953, cuando el presidente Laureano Gómez trató de separarlo del Ejército, y cuando lo hizo recibió el respaldo de todo el partido liberal y de una parte substancial, probablemente mayoritaria, de los conservadores. En efecto, el gobierno de Gómez, que durante la mayor parte de su período había sido reemplazado por el designado Roberto Urdaneta Arbeláez, agravó el enfrentamiento entre liberales y conservadores que había envenenado desde años atrás la vida política, destruyó la paz y ayudó al crecimiento de la violencia y a la crisis del país al tratar de imponer una constitución autoritaria y antidemocrática. Para Gómez, Colombia solo podría salvarse si se erradicaba el liberalismo y la democracia, instaurando una república bolivariana, gobernada por élites calificadas, libre de la tiranía del sufragio universal, que entregaba el poder al oscuro e inepto vulgo. Los intentos de establecer una constitución orientada por estos principios agudizaron los conflictos y las tensiones políticas e hicieron que el golpe militar de Gustavo Rojas Pinilla se viviera como el fin de una intolerable pesadilla.

    Por unos meses, las promesas de Rojas y su esfuerzo por cumplirlas parecían serios: la violencia rural disminuyó, miles de guerrilleros liberales entregaron sus armas y los dirigentes políticos, llenos de agradecimiento después de legalizar el gobierno de Rojas hasta 1954, aceptaron prorrogarlo hasta 1958.

    Sin embargo, el alivio que sintieron los colombianos en 1953 no duró mucho. Para finales de 1956, el presidente militar había perdido buena parte del apoyo inicial. Enfrentamientos con la prensa, censura de los periódicos, restricciones a las libertades ciudadanas, conflictos con la iglesia, la suspensión total de las elecciones, un manejo arbitrario de la economía, el crecimiento desbordado de la deuda pública y el déficit presupuestal, y un talante cada vez más autoritario y antidemocrático, le hicieron perder el apoyo del liberalismo y de parte importante del conservatismo. Lo que se había vivido como una liberación se fue convirtiendo en una prolongación de los viejos gobiernos conservadores de mediados de siglo, matizada por leves tentaciones populistas, que no fueron suficientes para que conquistara un amplio apoyo popular.

    Lo anterior llevó a que el viernes 10 de mayo de 1957, las mismas masas obreras y los mismos dirigentes políticos y sociales que habían recibido con entusiasmo la caída de Gómez, se alegraran por la caída de Rojas Pinilla, o aún más: la caída de Rojas estuvo acompañada del júbilo adicional de los partidarios de Laureano Gómez, que cobraban ahora su venganza y, habiendo abandonado en buena parte sus veleidades autoritarias, se unían a los que creían que el país podía organizar un régimen político democrático y pacífico.

    Por esto, los meses de mayo a diciembre fueron de euforia y amplias movilizaciones. A las manifestaciones del 10 de mayo, con sus brotes de violencia, las sucedieron multitudinarias marchas de apoyo a Laureano Gómez, Guillermo León Valencia o Alberto Lleras, que aparecían como representantes de la sociedad civil contra la dictadura militar, de la democracia representativa y basada en los partidos contra el gobierno de un jefe supremo, de la libertad de expresión contra un régimen de censura de prensa y quema de libros.

    La junta militar que reemplazó a Rojas Pinilla, con el apoyo de los principales dirigentes políticos fue definiendo el camino para el retorno a la democracia. Para tratar de impedir la recaída en el enfrentamiento violento entre los partidos, que había desgarrado a Colombia desde 1948, se impulsó la idea de Alberto Lleras y Laureano Gómez de establecer un gobierno compartido de liberales y conservadores que se repartirían las responsabilidades y los cargos del gobierno.

    Se convocó a un plebiscito, que debía tener lugar el 1° de diciembre de 1957, donde los electores decidirían si apoyaban esta solución y decretaban 12 años de gobiernos compartidos y paritarios. El mismo plebiscito anuló la prohibición del partido comunista que había hecho el gobierno de Rojas y confirmó el derecho al voto femenino que una Asamblea Nacional Constituyente había aprobado en 1954.

    De este modo, la primera vez que las mujeres ejercieron el derecho al voto en Colombia lo hicieron, entre otras cosas, para decidir si aprobaban el derecho al voto de la mujer, en una especie de círculo vicioso que a nadie incomodó. La elección fue nutrida y animada. Los electores, hombres y mujeres, así como muchos jóvenes que no habían alcanzado la edad legal, pero cuyo voto fue tolerado con simpatía por los jurados, exhibían orgullosos el dedo manchado de tinta roja, comprobante de su salida a votar para restaurar la democracia en Colombia, después de unos años donde, por otra razón, esta había estado en riesgo de desaparecer.

    Desde el punto de vista político, un observador desapasionado podría haber pensado que no era mucho lo que había cambiado: el país regresaba, tímidamente y con restricciones, a las reglas precarias de una democracia cuyos rituales apenas comenzaban a aprenderse 10 años antes, y que no había soportado bien las tensiones provocadas por el crecimiento desordenado de la participación popular que se había visto a lo largo de 25 años.

    El intento de superar esas tensiones estableciendo un orden autoritario, inspirado en un catolicismo hispanista e integrista que eliminara de la sociedad los males del mundo moderno, había fracasado, y este fracaso había revelado que ni siquiera tenía apoyo firme o amplio de los grupos conservadores o los sectores empresariales.

    Sin embargo, una novedad importante era justamente lo que los años de violencia habían permitido descubrir. Muchos vieron lo que estaba tras los velos de la ilusión, lo que algunas veces se había empezado a ver, pero se había negado, olvidado o escondido, y este desvelamiento de la realidad golpeó a los colombianos con dureza.

    En ese momento, el país se parecía, más que a las optimistas descripciones de un libro como Colombia Cafetera -que en 1927 describía a la población colombiana como honrada, valerosa, generosa y amante de la libertad y el progreso y al país como tolerante de las ideas religiosas y políticas, sin prejuicios de raza, con libertades públicas que no se registran en ningún otro país del mundo y cuya paz interna está cimentada en forma imperecedera-, al mundo sórdido, falso y pretencioso descrito en las novelas de José Antonio Lizarazo o de Alfonso López Michelsen. Éramos un país atrasado, mucho menos blanco de lo que se creía, lleno de indios y negros, con muchos pobres, violentos, ignorantes y peligrosos. Ni siquiera geográficamente el país se había acabado de formar: la Vuelta a Colombia, transmitida por radio desde 1948, mostraba que el camino entre las capitales de los departamentos estaba hecho de trochas pantanosas y fangales donde se hundían las bicicletas de Efraín Forero o Ramón Hoyos. Tal ruptura física estaba doblada por la ruptura espiritual y cultural: no había cultura nacional, no existía una verdadera nación ni un Estado capaz de cubrir todos los pliegues de territorio.

    Conversando sobre la cultura de los sesenta

    Jorge Orlando Melo y Oscar Collazos

    Moderadora: María Belén Sáez

    {3}

    Oscar Collazos: Deseo expresar dos cosas que me honran: una, mi participación en la Cátedra Marta Traba, que viene a ser un reconocimiento de amistad y admiración a lo que ella representó en la cultura colombiana y latinoamericana y, otra, la entrañable casualidad de estar hablando en un hermoso recinto de la Universidad Nacional, concebido por otro amigo admirable (Rogelio Salmona), campus de donde salí fugitivo después de estudiar un año de sociología.

    Existen dificultades en la exposición del tema y la más grande es la de utilizar la memoria autobiográfica y hacer una retrospectiva crítica en el desarrollo del tema. Primero, por la deformación que pueda tener el uso de la memoria autobiográfica en fenómenos que se vivieron y que a lo largo de los años se han recordado de la manera como uno recuerda aquello que ha vivido, no siempre con la objetividad necesaria. Y segundo, por el esfuerzo de construir una retrospectiva que pueda dar orden a un discurso sobre el tema.

    Empezaría diciendo lo siguiente: a lo largo de la década de los sesenta no se percibe, por parte el Estado, eso que hoy llamaríamos políticas culturales. Si algo coincidía con lo que hoy llamamos políticas culturales era una situación afortunada. Pese a los largos años de reformas liberales y de aggiornamento o puesta al día de la política y la cultura, el Estado colombiano y la sociedad colombiana venían de vivir dos decenios catastróficos en lo que todos conocemos como La Violencia.

    Al empezar los años sesenta, se está tratando de recuperar aquello que la cultura colombiana podía oponer a la infamia de la violencia. Sin embargo, se daban allí unos cuantos antecedentes importantes. La academia no había permeado lo suficiente al mundo de la cultura. Los creadores todavía no hacían una distinción entre la concepción tradicional de cultura -que por lo general se refería a las bellas artes y a las letras- y una concepción más académica y más antropológica de cultura, que empezaría a manejarse años después.

    Todavía se creía, y no solamente lo creían quienes de alguna manera estaban en la cultura, que la cultura se refería a eso, exclusivamente a las bellas artes y a las letras, e incluso, a las actividades humanísticas. El mismo Estado lo creía así y creo que la creación de una institución como Colcultura (el Instituto Colombiano de Cultura) se hizo a partir de esa idea; es decir, como una prolongación de lo que se entendía por extensiones culturales.

    Hasta ahí llegaba la burocracia cultural del Estado cuando asumía con paternalismo su responsabilidad con la cultura. Su financiación se hizo siempre desde una especie de caja menor de los gobiernos, así que es muy difícil hablar de políticas culturales. Lo que se da en aquella década es una actividad cultural espontánea hecha por los mismos creadores, que conduce a presentar un panorama de obras colombianas unidas o relacionadas en sus diferentes expresiones por un espíritu de época más o menos coincidente.

    Tengo la impresión de que las culturas populares no habían entrado a ser consideradas, de manera que se pudieran aceptar como legítimas producciones culturales. Se tenía la impresión de que la cultura popular quedaba reducida a folclor, a algo que efectivamente era producido por el pueblo, pero que en ningún momento llegaba a tener contacto con la cultura letrada, con la cultura de las élites.

    Creo que en esa década se dieron discusiones coyunturales que vale la pena recordar, no solamente la reflexión sobre el pasado inmediato de la cultura colombiana que había vivido bajo la influencia de las diferentes violencias políticas y sociales, sino la reflexión sobre la tradición a la que se enfrentaba la gente de la cultura a principios de esos años. Si hacíamos un inventario, por ejemplo, desde la literatura, los jóvenes escritores de principios de la década nos encontrábamos con unos predecesores ilustres, que de alguna manera se convertían en el desafío a esa otra cultura de la infamia que pudo haberse producido detrás de la violencia.

    Encontramos antecedentes importantes de modernización de un país, que en ciertos niveles de su vida social todavía era provinciano. Por ejemplo, fenómenos como la revista Mito que es el referente más inmediato para los jóvenes escritores de la década de los sesenta. Un fenómeno social sobre el cual se ha hablado mucho en estos días, pero no con la seriedad que merecería, sería la irrupción del nadaísmo a finales de los cincuenta.

    La revuelta nadaísta, producida a fines de esos años, y que permanece durante todos los años sesenta, expresa el malestar social de una generación que trata de buscar un lugar en la cultura colombiana y lo encuentra en una especie de desobediencia ritual. El nadaísmo se constituye más como un movimiento de desobediencia de un grupo de muchachos que han heredado todo el horror de la violencia, pero también de una sociedad donde la religión tiene un enorme poder en la vida cotidiana y, sobretodo, en las familias. No es casualidad que la mayoría de los jóvenes quienes hicieron parte del movimiento nadaísta pertenecieran a las clases medias de ciudades, que estaban apenas iniciando un proceso de radical urbanismo: Medellín, Cali, Barranquilla, Bogotá.

    Uno de los propósitos, a principios de los años sesenta, era tratar de ver la tradición inmediata y en qué medida podíamos ubicarnos en esta tradición. Si eso era visible en la literatura -la búsqueda de la tradición inmediata- también era posible en otras actividades. Yo diría que las artes plásticas colombianas, hacia los años cincuenta, no estaban buscando otra cosa que ese aggiornamento, esa manera de instalarse en los nuevos lenguajes del arte contemporáneo. Por otro lado, una de las grandes polémicas que se generaron en los años sesenta fue la que enfrentó al nacionalismo con el cosmopolitismo y la tradición con la ruptura. Las rupturas venían, claro está, de las vanguardias.

    Es también la polémica que enfrenta al nacionalismo, detrás del cual estarían ciertas expresiones del costumbrismo, con un cosmopolitismo y una concepción mucho más amplia de la cultura y de la producción artística.

    Como se ve, voy un poco a tientas tratando de ordenar mi argumentación. Así como el fenómeno de la violencia produjo unas corrientes literarias que desaparecieron y que se quedaron en el plano documental (de ahí la muy citada expresión del joven García Márquez al examinar la llamada novela de la violencia y reducirla a un inventario de muertos), la siguiente generación trató de inventarse, de alguna manera, a los predecesores y esos predecesores, en la tradición inmediata de la literatura y el arte colombianos, había que buscarlos debajo de la cama. Era inexistente o no existía organizada académicamente.

    A la improvisación de la creación artística y cultural de las élites se debe también la improvisación en los valores críticos que examinan esa producción. Si la violencia es fundamental en esos antecedentes históricos y sociales, hay un fenómeno que es determinante en ciertos sectores en Colombia y por extensión en América Latina, y es el trauma que va a representar para la tradición, en lo político y lo cultural, la aparición de la Revolución Cubana, como fenómeno de ruptura en la historia de América Latina.

    La Revolución Cubana puso a reflexionar sobre las identidades que dejan de ser locales y empiezan a convertirse en identidades nacionales y continentales. El provincianismo, la manera de verse a sí mismo desde pequeñas geografías locales, va desapareciendo, pero se establece también un nuevo enfrentamiento entre la cultura de élites y una cultura crítica hecha al margen de esas élites.

    Yo diría que gran parte de las polémicas que acá esbozo, quizá de una manera desordenada, expresa la búsqueda de caminos que no existían en la inmediata tradición.

    El salto hacia las vanguardias literarias es un salto hacia atrás, pero se produce con la voluntad de reconstrucción de las vanguardias históricas de los años veinte y treinta, que habían estado al margen de los procesos artísticos del país. Las vanguardias europeas y la búsqueda de elementos de ruptura en las literaturas del mundo, empiezan a problematizar la concepción que se tenía de las culturas populares y los nacionalismos.

    Recuerdo polémicas que se dieron en los años sesenta, protagonizadas por personas que con una gran entereza, como Manuel Zapata Olivella, insistían en presentarle al país la idea de una literatura nacional, que se daría por acumulación cuantitativa de obras producidas y no por su acumulación selectiva. Parecería que lo importante era tratar de probar la existencia de una tradición, inventarse esa tradición, darle un semblante a esa literatura nacional, en oposición a la corriente que la negaba. Ahí estaba, por supuesto, el origen de una de las polémicas con lo que serían las corrientes cosmopolitas.

    Uso palabras de la época: extranjerizantes, europeizantes, porque eran expresiones usadas en los debates que se dieron durante toda la década de los sesenta.

    Esto sucedía por ejemplo, en el teatro estacionado aún en el costumbrismo, entendido como una variante del nacionalismo. Así que los primeros grandes directores de teatro en Colombia en las principales ciudades, sobre todo en Cali, Bogotá y Medellín, fueron directores que tuvieron que buscar puntos de referencia para responder al costumbrismo dominante en la dramaturgia colombiana. Lo hicieron buscando en los grandes autores contemporáneos, autores de vanguardia. Un ejemplo de esto es el teatro del absurdo, en Beckett o Ionesco, o el teatro épico de Brecht.

    Las búsquedas se hacen en la gran tradición del teatro norteamericano o en el teatro europeo. Esa es la respuesta al costumbrismo y la mejor manera de ir supliendo las carencias: buscando en modelos distintos a los de la tradición costumbrista. Es así, como el teatro de los años sesenta, antes de que aparezca la politización de la creación colectiva, se da por una recuperación de grandes autores de la vanguardia. La representación de piezas de Beckett, Ionesco, Brecht, Edward Albee, Fernando Arrabal Harold Pinter, y la revisión de las grandes obras clásicas, contribuyen a esa modernización de la escena. Y a ello contribuyen dos maestros: Enrique Buenaventura y Santiago García.

    Lo mismo sucedió en la literatura. La primera actitud de escritores y jóvenes directores era negar la existencia de una tradición inmediata, en la cual se pudiera emprender el aprendizaje de nuevas expresiones artísticas. Puesto que era difícil emprender ese aprendizaje a partir de una tradición propia, había que buscar en los grandes escritores contemporáneos, americanos y europeos, en Faulkner, en Hemingway, en Dos Passos, en Joyce, en Proust, buscar en ellos los referentes que ayudarían al joven escritor a la ruptura con formas tradicionales y agotadas.

    Algo igual sucedía en la poesía, que volvía los ojos hacia las vanguardias o hacia las grandes voces de Neruda, Vallejo, Huidobro y Octavio Paz, por ejemplo, pasando por el surrealismo francés.

    Este espíritu de ruptura animaba los debates. Entra entonces, a mediados de los años sesenta, un nuevo factor, de orden político y social: la influencia de la Revolución Cubana, el discurso político en la cultura, en el arte y en la literatura sobre todo. Es un discurso político que de alguna manera parece la cola del huracán de las revoluciones históricas. Por un lado, el populismo parece decantarse hacia las experiencias del llamado realismo socialista, mientras limita la concepción de la realidad a algo directo y por lo directo limitado por su carácter documental; por otra parte, la oposición al discurso político que se dio al renunciar a esa fatalidad del arte y la literatura como excrecencias de lo político.

    Dejo algunas de estas observaciones así, desordenadas, para centrar después nuestra conversación, sobre todo con un historiador equilibrado y temible como polemista. Estas son algunas de las sugerencias que expongo.

    Tratando de resumir, en los años sesenta, sin políticas culturales definidas, se produce una voluntad de ruptura con las formas tradicionales en la literatura,

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