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Acantilados de Howth
Acantilados de Howth
Acantilados de Howth
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Acantilados de Howth

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Howth es un pueblo pesquero situado al norte de la bahía de Dublín. Las vistas que brinda un paseo por sus acantilados han sido descritas por el escritor H. G. Wells como de las más bellas del mundo. Para Ricardo, el narrador de esta historia, Howth supone además el punto de fuga hacía el que con frecuencia se evade su memoria y su nostalgia. Ricardo, doblemente licenciado en Administración y Dirección de Empresas y en CC. Económicas, poeta casi por accidente, llegó a Dublín a punto de cumplir los veinticinco años con la idea de perfeccionar el inglés durante seis meses, sin saber que la ciudad y las personas que iba a conocer allí le atraparían durante más de dos años y medio. Ahora, con treinta años, contable en una empresa del Campo de las Naciones en Madrid, casado, aunque tal vez a punto de divorciarse, reflexiona sobre su vida y su pasado, sobre todo lo que dejó en Irlanda y sobre el transcurso del tiempo. Una novela sobre la juventud y su pérdida, sobre los momentos que vivimos sin saber que configurarán las claves de nuestro futuro.
LanguageEspañol
PublisherBaile del Sol
Release dateMar 16, 2013
ISBN9788415700159
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    Acantilados de Howth - David Pérez Vega

    alrededores

    CAPÍTULO 1

    (CAMPO DE LAS NACIONES - ALCORCÓN)

    Como entrenamos en el simulacro de noviembre, fuimos a juntarnos en el punto de encuentro para desalojos. Y no me refiero sólo a los empleados de nuestro edificio, sino a una multitud que llegaba desde cualquier parte. Todos los encargados de seguridad de las empresas del Campo de las Naciones habían escogido la misma placita para convertirla en su punto de encuentro, y el lugar se estaba abarrotando. Algunos no habían reparado en coger los abrigos y caminaban encogidos sobre sí mismos. Hacía una de esas engañosas mañanas de invierno en Madrid, pesadas y cortantes.

    Este 9 de febrero de 2005 es el de mi treinta cumpleaños, he aparecido en la oficina con una caja de bombones. No llevábamos ni una hora en la silla cuando cerca de las diez nos han ordenado desalojar el edificio, sin explicaciones. Algunos que escuchaban la radio a través del ordenador comentaron algo sobre un atentado terrorista en nuestra zona. Un rato antes me había parecido oír una explosión y había pensado que vendría de alguna obra cercana.

    No abandonamos el edificio ni especialmente rápido ni especialmente en desorden. Dijeron que no había muertos, que lo más dañado había sido la fachada de los edificios Bull y Steria —las Esferas Gemelas—, cerca de la estatua de Don Juan. Su hijo, el rey, tenía que acudir esta tarde a inaugurar la feria de arte ARCO en el IFEMA.

    Aún no ha transcurrido un año desde los atentados del 11 de marzo en Madrid. Tengo un amigo que pasó por Atocha cinco minutos antes de las explosiones. Le llamaré, hablaremos de esta bomba a menos de trescientos metros de mi ordenador y mis clasificadores de facturas, en mi agradable ambiente laboral de ficus en las ventanas y edificio inteligente.

    Rostros crispados, algún grito contra ETA o contra el gobierno, sobre todo de los que pasaban de cincuenta años. Los jóvenes se han limitado a contrastar datos que llegaban a las radios colgadas de las orejas. También han seguido las bromas, los leves comentarios irónicos ante el absurdo de esta mañana de miércoles, el día de la semana en que más me cuesta levantarme.

    En el punto de encuentro la policía nos ha preguntado qué hacen ustedes en esta placita, quién ha ordenado a este ejército de hombres con traje y mujeres en traje-pantalón concentrarse aquí. La seguridad de nuestras empresas, hemos contestado. Los policías se han mirado entre sí con desconcierto y nos han aconsejado que no nos quedásemos todos en el mismo punto, dispérsense. Entonces mis compañeros de equipo y yo hemos decidido acercarnos hasta el parque Juan Carlos I.

    Me he dedicado a observar a la gente. ¿Cuántas personas había? ¿Mil, dos mil, más? No me resultaba fácil hacer un cálculo. Desconcertadas, cabreadas, a veces sonrientes, entumecidas de frío; de repente arrancadas de sus madrigueras, temerosas. He pensado: hace cinco mil años toda esta gente tendría que vivir a la intemperie, cazar búfalos, caballos, enfrentarse a mamuts. Cualquiera de esos tipos de la prehistoria sabría qué hacer en esta situación mejor que nosotros. Quizás la evolución sólo nos ha llevado a convertirnos en una presa fácil para nuestros antepasados, en el supuesto de que pudiésemos encontrarnos con ellos. Unas mascotas encerradas tras las cristaleras transparentes de las empresas: aire acondicionado, calefacción, adecuada luz... atados a la estaca de un ordenador; los más lustrosos en pequeños cubículos apartados, jaulas llamadas despachos. Tipos con papada y tensos cuellos de camisa, reunidos para contar facturas, para desarrollar un programa informático que cuente más rápido esas facturas, para vender seguros de vida ante atentados, para cobrarlos; una masa de tonos oscuros donde sobresale el abrigo chillón de tal vez algún diseñador gráfico o una secretaria posmoderna.

    Me he fijado también en Conchi, la mujer que se sienta en un rincón del staff, la acosada laboral de nuestra planta. Muy completa la planta: un jefe cabrón que hace chistes sobre los empleados, un jefe inútil que culpa a sus inferiores, una secretaria atractiva, tipos que sólo esperan una plácida jubilación, trepas de machete, becarios de trescientos euros siempre con el mismo traje, becarios de trescientos euros en coches de 20.000; y una acosada laboral, Conchi. Yo llevo sólo cinco meses en la empresa y no he preguntado mucho. Observo y constato hechos. Tampoco he hablado con ella, su mesa no me queda cerca y mi trabajo no tiene conexión con el suyo. De hecho, no parece tener conexión con el de nadie. La he visto hablando en el punto de encuentro con unas mujeres de su edad que no me sonaban de nuestra oficina. Sonreía, se acercaba a ellas con un gesto confidente que nunca le había visto. Era otra persona, más real. No sé si mis compañeros se habrán dado cuenta.

    Hemos entrado en el parque y hemos paseado por avenidas de tierra, subiendo y bajando los desniveles de sus colinas artificiales.

    Esteban, el jefe de equipo, empezó a contar una historia sobre uno de sus amigos, como él, de alrededor de treinta años. Un compañero de carrera con doble titulación, Económicas y Derecho, que, tras acabar la universidad, en vez de echar currículums como el resto del grupo, decidió dedicarse a estudiar una oposición del nivel A, una de las más difíciles y mejor remuneradas.

    Se lo tomó en serio. Cuando empezó tenía veinticuatro años. Se presentó la primera vez para probar. Un año más y ya se sentía verdaderamente preparado. En este segundo intento superó las dos primeras pruebas; le suspendieron en el examen oral. El siguiente año tuvo mala suerte y no pasó el primer examen, le tocó en el sorteo uno de los temas que menos se había preparado. Dos años más y llegó hasta el segundo examen. Uno de los años la oposición no fue convocada.

    Con treinta volvió a superar el segundo examen y se encontró ante la definitiva prueba oral. Ya antes de situarse enfrente del tribunal, notó que estaba más tenso que la última vez. Con treinta años no tenía novia, nunca había trabajado, sus padres pagaban a un tipo para que le preparase las clases, para que se las cantara. Una tila, dos, se le atascó la lengua. Llegó a concentrarse más en no tartamudear que en no olvidar nada de las frases aprendidas. Le volvieron a suspender, se desesperó. Esteban había ido a esquiar con él y otros amigos de la universidad que trataban de animarle; todos con trabajos más o menos estables, algunos con casas, algunos casados, otros con bebés. El amigo de Esteban consiguió recomponer el ánimo y regresar al camino de las oposiciones. Debía ecuperar la inversión realizada. Si el crupier sacaba su ficha tendría un trabajo para el resto de la vida, en el que saldría a las tres y cobraría más que todos sus conocidos. Volvió a ello, no había marcha atrás.

    Dos meses antes de la última convocatoria de examen, se había ido con unos amigos a pasar un fin de semana a Huesca. Quería realizar algún deporte de riesgo y desestresarse antes de la batalla final, antes de atornillar su culo a la silla de estudio. Haciendo descenso de cañones, se cayó desde una pared resbaladiza al lecho de un río de roca de cuarenta centímetros de profundidad. Se rompió una pierna y se golpeó la cabeza. Entró en coma. El enganche o el cordaje que le habían puesto en el pecho estaba defectuoso o él no había seguido correctamente las instrucciones. Cuando despertó en el hospital, no sabía dónde estaba ni qué había pasado. Si no hubiese llevado casco se habrá matado. Los médicos dijeron que lo que le ocurría era normal, había sufrido una fuerte conmoción y al principio tendría lagunas de memoria, que ya iría recuperando. Esteban y sus amigos le habían visitado en el hospital. El opositor cada día estaba más despierto y esa mejoría era la que empezaba a agobiarle. Ya podía hacerse una composición de lugar y ser consciente de la existencia de esas lagunas de memoria. Sabía que el año anterior se había ido con ellos de vacaciones, pero no sabía a dónde ni qué había ocurrido durante ese tiempo. Sabía que tenía que presentarse a unas oposiciones, pero no recordaba de qué.

    El amigo de Esteban ya había salido del hospital, con muletas, deprimido. Los médicos le habían dicho que se olvidase de las oposiciones ese año, tal vez el siguiente... Se había metido en juicios con la empresa de deportes de riesgo. Lo iba a dejar, no podía seguir con las oposiciones. No quería hablar de sus temores, rehuía a los antiguos compañeros de la universidad, parecía ausente.

    Tal vez no pudiera dejar de autoexaminarse, pensé; revisando los archivos de su memoria en busca de posibles fallos, angustiándose, desconociendo si sus olvidos eran anteriores o posteriores al accidente. Esteban nos aseguró que su cabeza estaba bien; sólo se encontraba deprimido y desconcertado por tener que enfrentarse al mundo laboral a los treinta y un años sin ninguna experiencia, sin novia, en casa de sus padres, sin dinero...

    Esteban es un tipo alto, nervudo; el traje disimula su delgadez; tiene el pelo duro y canoso, muy corto; la voz algo cortante. Nos transmitía la preocupación por su amigo, pero había algo más en sus palabras y en el tono embaucador con que nos llevaba hasta la conclusión del relato, hasta la moraleja de la historia. Nosotros podíamos estar agradecidos por haber sabido tomar el camino correcto, el que permite pagar la hipoteca y llevar traje; el que debíamos; el que hará que podamos llevar a un buen colegio privado a nuestros hijos, o futuros hijos. Él ha sido padre hace unos meses y esto le ha hecho ganar aplomo en sus palabras.

    Imaginé que seguramente su amigo, el opositor, sacaría en la universidad mejores notas que él; y Esteban, en algún momento, pensó que sería al otro al que le iba a ir mejor en el futuro. No ha sido así, y quizás esto, aunque no vaya a ser expresado en voz alta, le reconforta frente a las facturas de proveedores y el estrés, el jefe de los chistes sangrantes y el tener que estar quedándonos este mes de cierre de contabilidad y auditoría todos los días hasta las nueve o las diez de la noche. Tiene un bebé, una vida en sus manos por la que luchar. Es un adulto responsable, ve los partidos de Liga de Campeones en televisión de pago.

    Seguimos subiendo y bajando colinas artificiales por el parque, encogidos en los abrigos. Se formaba vaho al respirar. Nos reímos viendo a los del SAMUR intentando montar la tienda del hospital de campaña. Nadie parecía saber cómo se hacía y la tela se resbalaba hasta el suelo una y otra vez.

    —Muy español —dijo José María—. Cinco tíos haciendo algo, diez mirando y ninguno sin tener ni puta idea de qué hay que hacer. Seguro que en Alemania esto no pasa.

    —Bueno, es que en Alemania, para empezar, no tienen terrorismo como aquí... que hay que joderse —dijo Gonzalo.

    Esteban había finalizado su historia. Les dije que yo les contaría otra sobre la mala suerte, las casualidades y las putadas. Normalmente prefiero no hablar demasiado, soy el nuevo en el equipo y por norma me he dedicado a escuchar e intentar meterme poco a poco en sus bromas particulares. Ya sé hasta dónde hablan de sí mismos y hasta dónde se puede llegar con la ironía. Al principio me las tragaba todas, ahora replico al mismo nivel, aunque sigo sin contar demasiadas cosas de mi vida privada. Si algo te duele no lo expongas. Yo soy un tipo con muchas historias, las mejores nunca las cuento.

    Les conté la historia del hermano de Jiménez. Con Jiménez yo había salido unas cuantas veces, al menos diez años antes. Él tenía más trato, en realidad, con Joserra y Castro, mis amigos del barrio de Móstoles. Jiménez había ido con ellos al colegio de EGB. Era casi un habitual del grupo de amigos; pero cuando empezó a salir con una chica nunca más se supo de él, salvo muy esporádicamente.

    Jiménez empezó a estudiar Arquitectura. Su padre era arquitecto y le había ido siempre bien, ganaba bastante dinero. Su hermano mayor —creo que tres años— también estudiaba Arquitectura. Jiménez se angustiaba porque no conseguía sacarse los primeros cursos a uno por año, como su padre y su hermano. El hermano acabó de año en año, hizo el proyecto en poco tiempo, empezó a trabajar muy pronto, se casó. Le iba todo muy bien. Ya sabéis cómo son los de Arquitectura, que si el arte, el diseño, y además con todo lo que saben de ingeniería y matemáticas, con su ropa y sus peinados elegantes pero informales. Cuando Jiménez ya había conseguido acabar el primer ciclo y entraba en los últimos años de carrera, su hermano llevaba casi un año trabajando en un estudio de prestigio.

    Fue entonces cuando el hermano y su mujer tuvieron un accidente de coche. La mujer murió en el acto y él se quedó en coma durante semanas. Pensaban que no salía. Al final despertó, con casi todos los huesos rotos. Le tuvieron que hacer varias operaciones, le ocultaron la muerte de su mujer. Deliraba, tenía conversaciones con familiares muertos. Consiguió recuperarse y dejar el hospital. Pero lo más grave fue, como en la historia de Esteban, la contusión en la cabeza. Los médicos le dijeron a la familia que nunca podría dedicarse a un trabajo que entrañara mucha concentración o rapidez mental. Su meteórica carrera de arquitecto había finalizado.

    Se quedó en casa, y luego se apuntó a cursos de arquitectura de vanguardia, decoración de interiores... Cuando Castro, que le conocía más, se lo había encontrado por la calle parecía animado; aunque al intentar bromear los chistes le salían muy infantiles: elevaba el tono de voz, reía a destiempo. Había perdido la chispa y el ingenio de antes. Tal vez lo peor era saber que él lo sabía. Había perdido capacidad, pero no hasta el punto de no percatarse de ello.

    Yo también le había visto alguna vez, caminando solo por Móstoles; a las puertas de la biblioteca, como un alma en pena, con una carpeta debajo del brazo. Yo sabía quién era pero no pensaba que él me reconociese a mí. No nos saludábamos.

    Se quedaron mudos. Mi historia era menos didáctica que la de Esteban. En la suya el protagonista había elegido y quizás se había equivocado, ésta era sólo una putada.

    —Es que eso debe de ser lo peor, perder la cabeza y además darte cuenta... convertirte de repente en el tonto del pueblo y saberlo —dijo Gonzalo.

    Él es algo más joven que el resto. Tiene veintitrés, es el becario.

    —Pues yo creo que es peor quedarte paralítico o tetrapléjico, tener la cabeza como siempre y no poder mover un dedo... todo el día en la cama pensando, oyendo y no poder hacer nada, eso debe de ser mucho peor —dijo Roberto, el tipo callado del equipo; más que yo.

    Como la conversación, el día no se calentaba. Seguíamos cruzándonos con más tipos de traje, entrenándose para el día de su jubilación. Nos ladró un perro. Se produjo un silencio en el grupo. Alguien debía retomar la palabra para cambiar de tema. José María nos comentó las noticias de la radio sobre el atentado: no había muertos, sí algunos tímpanos rotos, ataques de histeria y destrozos materiales. ETA seguía sin matar, pero deseaba que nadie se olvidase de ella. Podía haber pasado alguien por allí en ese momento, una esquirla podía haberle perforado la cabeza a los de los edificios Bull y Steria.

    Podíamos haber sido nosotros: tetrapléjicos, muertos, sordos, zombis en vida.

    Al cruzarnos con otro grupo de paseantes me ha sacudido un fogonazo. He visto a Rafa, un conocido del tiempo que pasé en Dublín. Me he sonreído al recordarle unos años atrás —la última vez que le vi— borracho y drogado en el suelo del salón de la casa de unos amigos, con el pelo largo y enmarañado. Parecía otro, pero le he reconocido al instante. Puedo olvidar una cara, pero no unos gestos. Los suyos un poco más medidos ahora, más pulcros; con el pelo domesticado y la cara afeitada. Llevaba la voz cantante en su grupo, eso también lo hacía en Dublín. Supongo que ahora hablará de otros temas más serios, habrá madurado. Me he sonreído al recordar su cara desencajada, al irse escurriendo del sofá hasta el suelo, y afuera la lluvia y el viento, intentando acallar la música del salón sin persianas. He sentido de nuevo el olor de Irlanda y el sabor de una particular atmósfera que regresa a mí en ráfagas extrañas, desarticuladas: el olor del pasado.

    No le he detenido, no me ha apetecido representar la ficción social del me-alegro-de-verte-cuánto-tiempo. No éramos realmente amigos, no intercambiamos teléfonos españoles o e-mail; me vendía costo. Él no me ha visto, aunque creo que si lo hubiera hecho no me habría reconocido. Dudo de que mis gestos sean los mismos y mi aspecto ha cambiado: me he convertido en un calvo con perilla. Hay muchos calvos con perilla. He podido contarlos en esta mañana de mi treinta cumpleaños, en esta mañana de atentados a menos de trescientos metros: con traje, vestidos de policía, vestidos de chico de mantenimiento. Un tipo vulgar, de estatura media, como tantos otros calvos con perilla y algo de sobrepeso.

    Después de casi tres horas de vagabundeo, nos han permitido volver a nuestras jaulas acondicionadas. Ha sido sorprendente ver cómo todo el mundo ha reanudado su rutina donde la dejó. Los teléfonos han vuelto a sonar, incluso los móviles que se habían colapsado, las facturas perdidas, el cumplimiento de los plazos... Los Guillermitos, los auditores, estaban algo más alterados que el resto; tres horas de paseo han representado para ellos un lujo difícil de asumir. Hoy se habrán quedado hasta muy tarde. Las mismas pantallas de ordenador, el mismo deslizar de las ruedecitas de las sillas por el suelo pulido. Podríamos estar muertos. El coche bomba podía haber estallado enfrente de nuestro ventanal, un segundo piso.

    Con los auditores aquí, estamos más asfixiados que de costumbre. A las nueve y media pasadas hemos recogido y nos hemos ido. Aún tenía más de una hora de viaje hasta Alcorcón.

    Al finalizar la jornada, muchos días me acercan al centro en coche. Si lo anterior no ocurre, tomo en Campo de las Naciones la línea 8 hasta Nuevos Ministerios y luego la línea 10 hasta Joaquín Vilumbrales; por las mañanas al revés. Los mejores días el viaje dura poco más de una hora, lo que equivale a unas veinte páginas de un libro. Al salir del metro, de vuelta, camino a través de la noche hasta casa. Un poco más que antes, cuando vivía con mis padres en Móstoles.

    Eran las once de la noche y estaba llegando a casa del trabajo, con frío, hambre y un cansancio feroz en la espalda y detrás de los párpados. Había salido por la mañana a las siete y media, quince horas y media fuera de casa. Caminaba ahora por unas calles semidesiertas, sólo algún adolescente despistado y algún corredor con pasamontañas las cruzaban. Dejé a la izquierda los castillos de Valderas, iluminados, lustrosos. Al pasar por aquí, a veces recuerdo cuando de adolescente, con los amigos de Alcorcón de Castro, nos adentrábamos en sus ruinas malolientes, un nido de yonquis antes de la rehabilitación.

    Quince horas y media para abrir la puerta y no sentir la oleada doméstica de la calefacción, ni la luz; tras dar tres vueltas con la llave a la cerradura blindada y no una. Quince horas y media para entrar en una casa tomada por el vacío.

    Sobre las seis de la tarde había conseguido hablar por el móvil con Isabel, mi mujer. Ya había oído las noticias sobre el atentado y ya sabía que no había ningún muerto, dijo con frialdad, o lo que a mí me pareció frialdad y tal vez sólo fuese distancia. Hablamos poco. Yo había salido al pasillo para llamar, no deseaba que los chicos del equipo me oyesen. Colgué y

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