Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Vargas Llosa: la batalla en las ideas
Vargas Llosa: la batalla en las ideas
Vargas Llosa: la batalla en las ideas
Ebook585 pages8 hours

Vargas Llosa: la batalla en las ideas

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

Vargas Llosa: la batalla en las ideas analiza la prosa no ficticia recogida y dispersa del autor hasta La civilización del espectáculo (2012). Fundamentado en la historia intelectual de Occidente, el estudio de diversas formas del ensayo, e ideas filosóficas; examina los avatares de la democracia y la cultura en Iberoamérica, querellas entre izquierda y derecha, polémicas culturales internacionales, atentados contra la libertad de prensa y expresión, su visión de la crítica literaria, e ilustra esas batallas para conectar la prosa no ficticia del Nobel a tres dispositivos vitales: su novelística (hasta El sueño del celta), presunto cambio ideológico, y papel como intelectual público. Vargas Llosa: la batalla en las ideas pormenoriza -de manera revisionista ante la crítica más reciente- artículos de fondo, prólogos, cartas, discursos, entrevistas, viñetas, proclamas y declaraciones pertinentes, enhebrando discusiones de la "verdad", el poder y el (neo)liberalismo, con ideas de Popper, Berlin, Hayek, y otros sobre la sociedad abierta y el mercado.
LanguageEspañol
Release dateJun 1, 2014
ISBN9783954870578
Vargas Llosa: la batalla en las ideas

Related to Vargas Llosa

Titles in the series (5)

View More

Related ebooks

Literary Criticism For You

View More

Related articles

Reviews for Vargas Llosa

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Vargas Llosa - Wilfrido Corral

    366.

    Introducción

    Cuando Mario Vargas Llosa recibió el Premio Nobel de Literatura 2010, la academia sueca anunció que fue «[p]or su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota». Sin duda, ese mapa se forma con sus novelas y su prosa no ficticia, pero paradójicamente esta última es menos mencionada en evaluaciones similares a la de la comisión del Nobel. Vargas Llosa: la batalla en las ideas recupera la simbiosis de ambos géneros para entender los avatares de las ideas del autor. Además de siempre estar detrás de la batalla de los libros y sus permutaciones, la de las ideas mantiene su protagonismo en el siglo XXI. Sobre todo desde el affaire Dreyfus, los novelistas casi nunca están ausentes de esas luchas. Ninguno ha estado en el meollo de la versión latinoamericana de esa contienda como el peruano, con sus ensayos, novelas, periodismo, y textos afines, con su presencia en los debates más importantes del siglo XX. En éste, el ubicuo autor sigue siendo el reconocido director de una orquestación internacional a favor de la libertad en la literatura y las ideas sociales que la nutren. Como con todo buen director, su primacía surge sólo cuando es necesario, con una especie de yo antagónico. Asimismo, sabe bien que la innovación no proviene de genios que actúan solos, sino del conocimiento acumulado, de errores constructivos y de la abundancia de información que emerge de esfuerzos colaborativos.

    Aquí descifro el contexto individual e internacionalista del pensamiento de ese hombre-orquesta. Se ha postulado de varias maneras que su obra es una serie de preguntas, pero también es verdad que sigue dando muchas respuestas. Así se convirtió en un autor necesario y, por ende, vale saber por qué otros creen lo opuesto. Este libro no es entonces una hagiografía en base a novelas. Si La Fiesta del Chivo (2000) lo ubicó por más de un año en listas de superventas, es muy significativo que casi inmediatamente publicó los ensayos de El lenguaje de la pasión (2001), como para nutrir a su narrativa de las ideas que siempre la contextualizan. La tendencia continuó con El Paraíso en la otra esquina (2003) y La tentación de lo imposible (2004), con Travesuras de la niña mala (2006) y Diccionario del amante de América Latina (2006), con El sueño del celta (2010) y «Diario de viaje. Recorrido de Mario Vargas Llosa por el Congo e Irlanda tras las huellas de Roer Casement», cuadernillo que Alfaguara añade a la edición de 2012 de la novela, como notas que revelan el «secreto» de su escritura. El inicio de estos paralelismos encuentra su fuente histórica al leer Conversación en La Catedral de la mano con El pez en el agua. En 2012 se puede pensar en que El viaje a la ficción (2008) es un resumen de su prolongada atención a los recovecos personales proyectados por la ficción de un autor similar a él, y de su igualmente larga admiración por Onetti. Para un reseñador de Touchstones: Essays on Literature, Art and Politics (2007), selección en inglés de artículos publicados en El País y otros periódicos, el autor tiene la energía y sentido moral mundialista de un Victor Hugo, y los ensayos de esa compilación «[i]lustran cómo su crítica literaria y de arte está acorde con sus convicciones políticas, y revela la constancia de éstas durante los últimos veinte años. Es refrescantemente franco: impaciente con las ideas recibidas y la corrección política, siempre cuidadoso para mantener lo que [aquí] llama su independencia moral» (Griffin 2007: 22).

    Consecuentemente, cada capítulo de Vargas Llosa: la batalla en las ideas despliega en su especificidad otras posibilidades, y capta así la tira de Moebius que sería el emblema de su prosa, hasta Sueño y realidad de América Latina (2010). Para él, la prosa no ficticia se convierte en una empresa tan autoconsciente ante el público, que termina escribiendo algo que toma en cuenta todas las opciones que ofrece la ficción. No obstante, no parece querer escribir acerca del ensayo (con una u otra excepción que discuto), haciendo ensayos. Por eso, tampoco presento un devocionario de apotegmas que alcanza todas las marcas; ni me alarmo por las conclusiones categóricas popularizadas en el ámbito universitario actual. Aparte de concentrarme en la prosa que lleva publicando bajo la rúbrica «Piedra de toque» desde 1977 (su mayoría recogida en Desafíos a la libertad, El lenguaje de la pasión y Sables y utopías, y parcialmente en Diccionario del amante de América Latina), o bajo los lemas «La cuarta página», «Tribuna» o «Grandes firmas», selecciono un número extenso de los más representativos y los relaciono a otros anteriores, preferiblemente en versiones originales, por la debida distancia que un autor vivo y extremadamente prolífico rara vez permite.

    Al argüir en contra de la posición crítica generalizada de que si la crónica, el ensayo, la nota, el testimonio (autobiografía o memoria), el reportaje y la crítica se ficcionalizan es de manera subrepticia, difiero de la imposibilidad de comunicación abogada por la crítica que niega toda distinción. Al citar precedentes y al comparar un texto a otro, se domestica el miedo al texto desconocido y se establece el sentido de que cada nueva lectura merece otro nombre. Las discusiones que dedico a qué es el ensayo para él se deben a su canonicidad y a la hibridez genérica de su obra; y a la definición de lo que son la literatura, el escritor, el público, la crítica y su política. Un factor que abarca a los anteriores es mi examen de su «realismo» como concepto del siglo XX aplicado a un fenómeno del XIX. Es paralelo mi examen de su liberalismo como Weltanschauung para la cultura latinoamericana actual, y cómo construye redes literarias y políticas, conscientemente o por inercia, porque muestra el archicódigo que rige su prosa, el numen vial que permite dar sentido a textos que son secuenciales y episódicos a la vez. En él uno encuentra observaciones imperfectas, una lingüística de la mentira. Ese desvirtuar del discurso no significa que una idea injustificada convierta su prosa en historias de desengaños. Sus ensayos, incluido «Elogio de la lectura y la ficción», el Discurso Nobel, suscitan los más diversos comentarios, algunos favorables, otros adversos, otros en fin carentes de una comprensión real o respuesta a las múltiples posibilidades aquí sugeridas.

    Esa incertidumbre se debe a que sus críticos prefieren parafrasear infinitamente sus reflexiones sobre la novela y su crítica o teoría; a que los textos que se examina como ensayos difícilmente admiten un análisis como conjunto definitorio y definitivo; y también a las posturas antagónicas (políticas e interpretativas) que despiertan a priori su figura y obra, como demuestro en el capítulo cinco. ¿Cómo localizar rupturas en un autor y obra que parecen tan invariables y universales, agigantadas por el paso del tiempo? Su prosa no es el lugar de las dilucidaciones de un pensador que descansa en la doctrina como refugio. Lo que más le marca en la segunda década del siglo XXI es su condición de polémico intelectual internacional, un Turguéniev y Balzac, con la independencia de Orwell, a quien defiende en «Socialista, libertario y anticomunista» (2000) por criticar las utopías (33) y a los intelectuales baratos (34). Se sigue diciendo que su narrativa se distingue por su ingenio, su gusto de la ironía y su propensión a comprometerse con las complejidades de la existencia, con una visión que desdeña el moralismo fácil o el rigor ideológico. No menos se puede decir de cómo espiga en sus ideas el uso de la adversidad, sin el moralismo abstracto que denuncia sin mencionar nombres. Un resultado es que su ensayística compite con su narrativa por desglosar la realidad, condición que ha llamado «la venganza de la novela». Vista así y examinada en sus estructuras estéticas e históricas, aquélla permite discernir la prolongación creadora en su conexión transpersonal (como intelectual público) y en la articulación de elementos dispersos. No es sofisma notar que en él las cosas no funcionan como en la literatura de sus contemporáneos o como ocurre usualmente en la prosa no ficticia posmoderna, porque sus múltiples empalmes son mucho más ricos.

    Por lidiar con un autor vivo y controvertido las incursiones en su biografía son a veces inevitables, como dice él en un polémico texto sobre Heidegger. En vez de armar un retrato personal, enmarco al autor dentro de una visión de su época, desde la historia de sus ideas, teniendo en cuenta que hasta el Nobel se decía: «Me gustan sus libros pese a sus ideas». Esa tensión en varios modos organiza y da un sentido a su trayectoria. Las ideas de De Obaldia (para el enlace entre la crítica y el ensayo), Lovejoy (para las ideas) y Berlin (para el pluralismo y poder de las idas) posibilitan invocar consideraciones biográficas, culturales, históricas y sociales para iluminar la batalla en las ideas de un autor que ignora distinciones convencionales. En nuestra cultura de la distracción, o del espectáculo diría él, Vargas Llosa no subordina a su público ante el discurso literario: lo hace negociar. El crítico tiene que darse cuenta del nuevo papel de la literatura en una cultura en la cual el lenguaje escrito no es el único sustrato; y el intelectual no es el único que tiene que convertir las respuestas fáciles en preguntas críticas presentadas a las esferas del poder. Es así que los intelectuales como él se encuentran en un aprieto ante el público, porque se espera que se dirijan a él mientras se alejan de la vida cotidiana para mantener una distancia crítica. Para estos cruces han sido útiles algunos ensayos reunidos recientemente por Marjorie Garber sobre el uso y abuso de lo literario, que contienen ideas que Vargas Llosa ha venido expresando por años, sin que ella lo supiera.

    A finales del siglo XX se definió como un intelectual que participa en el debate público a través de un periodismo que no muere en veinticuatro horas (lo llama «puente con la realidad», «la sombra de mi vocación»), sobre todo ahora que ha regresado definitivamente a la literatura. A más de cincuenta años del dictamen de Sartre su infrecuente émulo vuelve a preguntar, en Cartas a un [joven] novelista (1997), y con más ahínco en ensayos del siglo XXI, qué es la literatura. Incluso en ese libro el «estilo» ensayístico más convencional es esencial para la libertad del discurso, para dirigirse a un público general culto; especialmente ante una nueva hegemonía crítica, en la cual el poder de la calidad se censura como impertinencia burguesa. Se preguntará ingenuamente si la noción de esfera pública (Jürgen Habermas) a que recurro no incluye en sí la de política. Sí, obvio, pero para problematizar la batalla de hacer una historia intelectual de Latinoamérica y no para el continente. Esta condición complica las condiciones culturales primarias que distinguen al ensayo y textos afines, y cómo la batalla en las ideas se presta a confusiones y equívocos, y cómo la crítica está lejos de elaborar un manual del usuario sin contradicciones. Así, cuando en 1988 Making Waves, selección en inglés de sus ensayos, obtuvo el premio National Book Critics Circle en crítica (el único latinoamericano que lo ha merecido en ficción es Roberto Bolaño), un miembro del consejo dijo: «Ni siquiera es crítica, como yo la entiendo». Por eso Bourdieu propone una ciencia de las obras, cuyo objetivo es cómo se produce el valor de ellas.

    En 2012 una de las acusaciones más fáciles contra Vargas Llosa es que su «ideología» es lo más elocuente de su prosa, a pesar de decirle a Aguilar Camín que aquélla nos mató en el siglo XX. Ante autores cuyas paradojas vitales podemos leer, pero cuyas contradicciones personales no entendemos, cabe preguntarse por qué (aparte del fanfarronear de articulistas habilitados en universidades anglosajonas) no se ha armado una campaña similar, o escrito estudios, contra la prosa canónica de la «ideología» opuesta a Vargas Llosa. F. Scott Fitzgerald decía que la prueba de una inteligencia de primer nivel era la capacidad de sostener dos ideas opuestas a la vez, y seguir manteniendo la habilidad de funcionar. Cabe preguntarse por qué el don para lo obvio en la crítica es aplicado de una manera que descontextualiza solamente ciertas batallas ideológicas. Así, a través de Vargas Llosa: la batalla en las ideas la deconstrucción, una irritación de él, es un emblema del estado de la crítica. Ese enfoque y sus secuelas definen el relativismo interpretativo e institucional que promulgan sus partidarios, velando una retórica desprestigiada, lugares comunes y etiquetas lapidarias. Desde ese contexto Vargas Llosa nunca será acusado de extremista, porque ningún prosista latinoamericano actual entra en la batalla de las ideas de la manera visceral en que lo ha hecho él.

    Al pasar de la política a la ética por medio del análisis literario las relaciones entre él y otros autores emergen tanto por analogía como por comparación directa. Por esto discuto la esfera pública como trasfondo necesario para entender la realización de un prosista que batalla en el mundo posmoderno. El nacimiento de la crítica literaria se da precisamente cuando el público no especializado comienza a cuestionar el énfasis en la razón, versus lo que otras esferas concebían como poder. En 2012 él considera que la crítica literaria está muy venida a menos, que ha sido arrinconada por los medios, y, por ende, tiene menos influencia, a pesar de ser indispensable. No fue casual, pues, que en los años setenta la deconstrucción cupiera perfectamente con disciplinas recientes, desde el feminismo hasta los estudios étnicos, que siguen queriendo descubrir la jerarquía sutil que se esconde en el lenguaje. Por saber lo que es vivir al margen, él ve en esas modas un emblema de la politización de no creer en absolutos, y lo más raro que se pude decir de él es que ha sido Vargas Llosa durante toda su vida, y que se puede ser artísticamente correcto y políticamente incorrecto.

    Karl Popper recuerda correctamente que debemos «falsear» o criticar nuestros supuestos. Por eso, ¿quién decide cuál es la traslación correcta de estos conceptos, habermasianos u otros, que se inscriben, a su vez, en una política cultural, en un proyecto intelectual, y en un contexto nacional determinados? Así, la esfera pública y el habitus sólo pueden ser redondeados con un análisis de los eslabones perdidos de su prosa, ya por la crítica o por la logística de su publicación. Por ejemplo, un artículo de El País (o su versión digital) puede ser publicado (o no) posteriormente en La Nación, en Caretas (a la que volvió en diciembre de 1996), en Unomásuno o en decenas de periódicos europeos y latinoamericanos; y a veces puede pasar más de una quincena (como con el texto que escribió al morir José Donoso), y cambiar de título, o más. Así ocurre con un artículo de 2011, «La casa de Arequipa», cuyo origen es un «relato inédito» publicado en francés como «Ma parente d’Arequipa» (Bensoussan 2003a) y fechado 1981. O pueden ser básicamente de carácter técnico, como algunos que reserva para Letras Libres. Haciendo estos enlaces se entiende cómo un público leerá la obra y los giros decididamente estéticos o políticos de un prosista para todos los tiempos, y para un momento histórico en el cual cualquier esfuerzo por mejorar la vida de todos es loable y controvertido. Así, una coincidencia no notada es que publicó La utopía arcaica el mismo año en que recibió el Premio de la Paz de los libreros y editores alemanes, y concentró su discurso en los derechos humanos.

    Las imágenes que él pueda inventar nunca serán superiores a las realidades que quiere revelar, y por eso no se ha llegado al momento de poder decir «otro libro sobre Vargas Llosa». Por ende, el mío es también una revisión de la crítica sobre un autor que, al interpretar su obra, deja ver sus ficciones. Tampoco presento un «Vargas Llosa para principiantes», porque si partimos de un nivel de igualdad en el derecho de asumir premisas, es un hecho translúcido que el interpretar es un acto y discurso político. Interpretar es concientizarse sobre lo que se hace y asumir las consecuencias ante los que no estén de acuerdo, sermón muy repetido pero poco practicado. Interpretar no implica calcular o suponer de antemano los ataques de los que difieran de Vargas Llosa: la batalla en las ideas, porque si no éste sería otro libro. En vez de la consabida lectura política de lo literario, es hora de hacer una lectura literaria de la política. En esa atención y tensión está el poder que quiero desenmarañar, y en ella yace el sine qua non de este libro.

    Un hábito del ensayo (y objetivo mío) es oscilar entre textos literarios y otros que no parecen serlo. La flexibilidad de esa forma, divorciada de la monografía esquemática pero no del rigor, permite penetrar su esfera sin la rigidez preceptiva que se opone a las diferencias entre un discurso de verdad y otro de invención. Por último, otro hilo que enhebro respecto a las ideas de Vargas Llosa es su compleja noción de la mentira. Más allá de la analogía popperiana con que se guarnece, la presento como propiedad cuya aplicabilidad y poder se dan por medio de un proceso de revisión en vez de por una extensión fija. Si la ética define la mentira como la negación de la verdad a alguien que tiene derecho a ella, la literatura toma una actitud similar a la de un asediado presidente estadounidense de finales del siglo XX. No es Obama, sino Reagan, cuya biografía permitió que en uno de sus últimos ensayos del milenio Vargas Llosa retomara la mentira y el papel del narrador en la literatura.

    Debo mencionar que las personas o instituciones que de una manera u otra contribuyeron a mis elucubraciones no son responsables de mis errores. Agradezco a varios amigos peruanos el conseguirme algunos textos que requería, y a Leonardo Valencia, ecuatoriano en Lima y Barcelona, cuya literatura, presencia, conversación y fraternidad confirman que Vargas Llosa tiene razón respecto a ciertas guerras absurdas y el nacionalismo. De Stanford, agradezco el apoyo de Jorge Ruffinelli, colega y amigo único con quien sigo batallando sobre estas ideas. El Archivo General de la Administración Civil del Estado (Alcalá de Henares) y los archivos de El País me permitieron cotejar originales. El autor da una clave sobre ese tipo de trabajo al hablar de su primer viaje a la selva, experiencia que aprovecha desde sus primeras novelas hasta El sueño del celta, que tal vez tenga más historia de lo necesario. En El pez en el agua dice estar seguro de que «si alguien se tomara el trabajo de cotejar todos esos testimonios y entrevistas, advertiría los sutiles y sin duda también abruptos cambios que el inconsciente y la fantasía fueron incorporando al recuerdo de aquella expedición» (472).

    En diferentes niveles conjugo aquí mis intereses académicos, éticos, estéticos y políticos de varios años. Por consiguiente, menciono lo alentadoras que han sido mis conversaciones y correspondencia con colegas como Daphne Patai, Horacio Machín, Francisco Fernández Turienzo, Carlos Granés y David Felipe Aranz. Generosos, Daphne, Horacio, Paco, Carlos y David personifican saberes insuperables, particularmente en lo que se refiere a tratar valientemente el fin de los grandes relatos. Mi deuda con ellos es clara al discutir el pensamiento que influye en Vargas Llosa y su inconformidad respecto de las concepciones y pensamiento usados del tumulto del siglo pasado. A mi esposa Adrienne le agradezco su sensibilidad, inteligencia, sensatez y momentos robados mientras escribía este libro; que dedico a la memoria de mi padre y de mi maestra Ana María Barrenechea, de quien no se deja de aprender. Hace décadas el joven Vargas Llosa, quien sigue admirándola en sus ensayos sobre Borges, le mandó a Buenos Aires una carta sobre sus primeras novelas, que ella me mostró allá, donde comencé este libro, y él y ella me han legado su magisterio.

    I

    La abolición de fronteras en un mundo «posideas»

    A. Los hábitos del ensayista

    Hasta hoy Vargas Llosa contradice completamente la sugerencia de su maestro Flaubert de que el novelista sea como Dios en el universo, presente en todo lado e invisible en ninguno. En la prosa no ficticia latinoamericana la suya ocupa un lugar privilegiado y muy conflictivo, que nos ha dejado ver y no ver como ningún otro autor. La relación histórica de las fases por los cuales pasa un género nuevo como el testimonio y sus variantes, como también la crítica, es en cierto sentido más fácil de aprehender. Así, como no se discute la «poesía» o la «crítica literaria» de Rigoberta Menchú, o la novelística del crítico Ángel Rama (a pesar de que la practicó), causará cierta consternación a los lectores especializados hablar de los ensayos del peruano. Se relaciona a ciertos autores con ciertas obras, se encaja a otros en ciertos géneros. Pero Vargas Llosa ha sido totalmente consecuente con sus premisas, si no con sus géneros, como para exponerlo a la tiranía de la taxonomía, o a la dialéctica de la inversión simbólica. Pensar en él como el novelista que todos conocen (hace unos doce años La Fiesta del Chivo había vendido más de medio millón de ejemplares, aparte de ediciones piratas) disminuye el campo cultural y genérico en que se mueve en las tres últimas décadas, según Neal Gabler (2011: SR6), un mundo de «posideas», porque en una época que sabemos más de lo que jamás sabremos, pensamos menos en toda esa información. Durante estas décadas en que para Gabler hay más «observaciones» que ideas, su prosa no ficticia es muchísimo más que la re-elaboración de textos por un autor libre ya de la incidencia de inesperadas dedicaciones. La prensa, que no siempre se le adelanta debido a que participa en ella casi semanalmente, no deja que sus proyectos futuros salgan de su esfera pública. Sólo hay que consultar los periódicos importantes más cercanos para notar cómo su no ficción es lo primero que se lee de él. Pero aun así no se la ha examinado. ¿Cómo entonces analizarla sin ninguna pretensión de definirla por su función, conciencia y expectación?

    Su prosa no ficticia no es «pretexto» o aun «prototexto», porque ya existía como ensayo y todavía sigue existiendo como tal en el momento en que se lea su prosa posterior. No obstante, se puede pensar razonablemente, por ejemplo, en que su «Contar cuentos» (2008), si no un adelanto, es parte de la plantilla con que construye El viaje a la ficción, del mismo año. ¿Cuál sería el pretexto de El sueño del celta? No hay en su prosa no ficticia títulos graciosos, en crisis con su propio mimetismo. Como forma, es preclara, concreta, inseparable del tema que anuncian sus títulos, y si se nota la tendencia a repetirlos y repetirse («Paradojas de la razón histórica», 2002, sobre el centenario de Popper) se debe a su convicción general sobre ese tema, porque si la plantilla conceptual es la misma, los detalles cambian. Así, se cita y poda su no ficción de acuerdo a necesidades críticas, pero no se trata de ver qué sentido propondría como conjunto. Una primera lectura parece sugerir un campo decididamente intelectual, de dimensiones precisas, herederas de la tradición del género, de sus escolios y fragmentos. Que no tenga una calidad aforística, epigramática o fragmentaria no quiere decir que no se encuentre en ella una fluidez de la forma. Por esto, todo intento normativo de sistematización de ella estará siempre codificado por textos que, de una manera u otra, no se adhieren a una voluntad ordenadora. Esta calidad de organizarse en torno a lo flexible permite ver su ensayística, particularmente la de los años noventa en adelante, como metáfora de su actualidad. Su «voluntad de poder» surge de la firmeza con que mantiene sus creencias, opiniones y prejuicios, es un ensayista-crítico (Atkins 1992: 49-50); y por la amplitud de sus lecturas, la facilidad con que escribe, y el carácter que ha asumido, también es un «hombre de letras». Para construir esos desvíos e irse por rutas secundarias, discurre el antropólogo Clifford Geertz, nada es más conveniente que la forma del ensayo:

    Uno puede despegar en cualquier sentido, seguro de que si el asunto no funciona uno puede volver y comenzar de nuevo en algún otro, con sólo un costo moderado en tiempo y decepción. Las correcciones a medio camino son bastante fáciles, porque uno no tiene que sostener unas cien páginas de argumentos anteriores, tal como ocurre en una monografía o tratado. Los vagabundeos por caminos todavía más pequeños y por rodeos más amplios hacen poco daño, porque de todas maneras no se espera que el progreso sea incesantemente hacia adelante, sino sinuoso e improvisado, saliendo por donde sale. Y cuando no hay más que decir sobre la materia en el momento, o tal vez completamente, simplemente se puede abandonar el asunto (1983: 6).

    Este aspecto de azogue, de género borroso, que contaminará mi recorrido, ha sido señalado positivamente por la crítica más reciente del género, por lo que vale volver a la lectura que hace Adorno del locus classicus de Lukács sobre esta forma. Desplazado en sí por su subtítulo, «Carta a Leo Popper», el ensayo de Lukács trata el ensayo «literario» como híbrido y rechaza la subordinación estética como característica que lo define. Para Lukács, hace cien años (1911) lo que rige es una ironía crítica: «Y la ironía a que me refiero consiste en que el crítico siempre escriba sobre el problema esencial de la vida, pero en un tono que implica que sólo está discutiendo cuadros y libros –y aun entonces no su sustancia más íntima sino sólo su superficie más bella e inútil» (1983: 9).¹

    Como quedará claro a través de este estudio, la prosa no ficticia de Vargas Llosa no linda para nada con aquella u otras observaciones de Lukács. Precisamente, al hablar de su otrora héroe Jean-Paul Sartre, de su alma gemela y Nobel como él, Camus, de Carlos Rangel (uno de los pocos espíritus ideológicos afines que admite en América Latina), de Rama, y, por cierto, de Popper, Isaiah Berlin y Jean-François Revel, siempre halla la ocasión para hacer énfasis (con vocablos superlativos) en la formalidad de su extensa vocación ensayística. En «El mandarín», dedicado a Sartre, asevera: «El ensayo es el género intelectual por excelencia y fue en él, naturalmente, que esa máquina de pensar que era Sartre descolló. Leer sus ensayos era siempre una experiencia fuera de serie, un espectáculo en el que las ideas tenían la vitalidad y la fuerza de los personajes de una buena novela de aventuras» (CVM II, 232-233). En esta cita se puede notar en cierne las preferencias y el difícil equilibrio genérico que prefiere para su prosa, y sobre todo cómo las ideas, cuyo contrabando siempre ha triunfado en los milenios de nuestras sociedades, son la base de su quehacer.

    Con ese trasfondo piénsese en el efecto de leer «El teatro como ficción» (1979), antes de que se publicara como prólogo de su Kathie y el hipopótamo (1983), y de que comenzara a ser literalmente actor de su dramaturgia, como explica en «La verdad de las mentiras» (2005), «Odiseo en Mérida» (2006) y «El viaje de Odiseo» (2007), prólogo al volumen dedicado al teatro en sus obras completas. Es más, al preguntársele acerca de su relación con la poesía responde: «La novela es un género que está compuesto de tantas cosas, que puede no ser excelente y ser una buena novela. Puede ser una novela rica; en cambio, creo que esa exigencia de absoluto que tiene la poesía, es lo que a mí me disuadió y me alejó de ella cuando era bastante joven» (Gallagher 1989: 88). Diferente del peruano, Lukács cuestiona el estatuto estético y crítico del ensayo, y objetiviza el personalismo que todas las defensas del género le atribuyen. La definición que da Lukács antecede con clarividencia las complicaciones que quiere definir. Sin embargo, se tuerce en un ensimismamiento que en estos días sólo se halla en la deconstrucción. Lucien Goldmann fue uno de los primeros en tratar de esclarecer el concepto lukacsiano, y lo resume así: «El ensayo […] es una forma intermediaria entre la filosofía que expresa una cosmovisión sobre el plano del concepto, y la literatura que es la creación imaginaria de un universo coherente de personajes individuales y de relaciones particulares» (1970: 231).

    La definición de Goldmann es la más cercana al concepto que Lukács sostenía para el género, aunque se sabe muy bien que el húngaro fue cambiando de opinión al respecto. Jameson, quien como Lukács cree que las condiciones sociales implícitas en convenciones genéricas le dan a una obra de arte su significado, añade que, debidamente usada, «la teoría genérica siempre debe proyectar, de una manera u otra, un modelo de la coexistencia o tensión entre varios modos o hilos genéricos» (Jameson 1981: 141). En resumidas cuentas el ensayo es una forma intermediaria para el húngaro, lo que quiere decir que comparte aspectos con lo conceptual y lo artístico. Pero no es todavía un tratado, sino más bien un «poema intelectual». Ese idealismo, dedicado a explorar valores universales, no se nota a primera instancia en Vargas Llosa. El suyo surge al considerar la totalidad de su prosa no ficticia, pero siempre supeditado a la confrontación sin tregua de la materia cubierta. Si más tarde Lukács consideraría el género una discusión sistemática de principios que se aproxima al tratado filosófico, el peruano también experimenta una progresión. Similar a lo dicho por Goldmann acerca de Lukács, sus ensayos son «una forma de expresión que frecuentemente posa preguntas a las cuales no aporta respuestas […] las bosqueja más que las afirma» (230). Si se trata de abolir fronteras, al momento del Nobel Ignacio Echevarría se refirió a cómo el peruano ha dejado atrás el trasfondo de sus coetáneos:

    En todo este tiempo se ha consolidado su tendencia divulgadora y cosmopolita, con progresiva mengua de la tensión que en sus primeras novelas imponían esfuerzos por captar, con recursos más experimentales, la especificidad de la experiencia latinoamericana. Aun cuando aborda asuntos latinoamericanos, lo hace ahora con lenguaje y enfoques bien adaptados al público internacional al que fundamentalmente se dirige (2010: 25).

    Echevarría no insinúa un cálculo en la práctica del peruano, sino más bien un dinamismo que lo distancia de los «boomistas» que sobreviven. En su paráfrasis del texto de Lukács, Edward Said arguye que el ensayo pertenece por tradición a la crítica, y que su problemática central como forma es su lugar, es decir, su relación con los textos a que se dirige y con su propia «ubicación» mientras se produce. Muy bien se podría hacer una separación de bienes (críticos y de varia lección) en la ensayística de Vargas Llosa, y vale tener en cuenta su decisión de incluir en un mismo volumen textos de gran profundidad con otros que son tipo tranches de vie. Las infrecuentes precisiones de Vargas Llosa sobre el género están dispersas, pero su práctica aclara que lo domina y no siente la necesidad de explicitar su método. Tal vez la precisión más pertinente –incluida en una nota/reseña sobre el desplazamiento genérico en el poemario Las nuevas comarcas del poeta peruano Juan Gonzalo Rose– sea la que hace sobre el texto de Rose, aseverando que no es «uno de esos ensayos de alquimia lingüística que están de moda y en los que la palabra aparece como una entidad autónoma y glacial, disociada de la experiencia de quien la escribe» («El tordo fugitivo», 85-86). Emplea «ensayo» con el sentido de prueba, y la cita refleja su actitud hacia el antiformalismo. Es más o menos lo mismo que arguye Geertz en el texto citado arriba, cuando continúa diciendo:

    Otra ventaja de la forma del ensayo es que es adaptable a ocasiones. La habilidad para mantener una línea argumentativa coherente a través de una ráfaga de invitaciones muy surtidas; de hablar aquí, de contribuir allá, de honrar la memoria de alguien o celebrar la carrera de otro, promover la causa de esta revista u organización, o simplemente de corresponder favores similares que uno ha pedido a otros, es, aunque se mencione poco, una de las condiciones que definen la vida académica contemporánea (1983: 7).

    Aunque desde los años setenta Vargas Llosa ejerce como profesor universitario, no se puede decir que participa del tipo de política que describe Geertz (sus rutas están más apegadas a la tierra), aunque inevitablemente habrá tenido momentos en que ha sido afectado por ella.

    Como en Lukács, para él el ensayista es en todo momento un crítico general, lo cual es hacer arte no ciencia, dentro de una cultura común. Consecuentemente la intuición, combinada con el trabajo exhaustivo del investigador de fondo, es un híbrido básico que define su prosa. Al recibir el XII Premio Internacional Menéndez Pelayo en 1999 manifestó: «Uno puede escribir ficción para dar curso a la fantasía y escribir ensayos con rigor a partir de la historia o la literatura». No obstante, al elogiar en 2011 los ensayos de su contemporáneo Luis Loayza, aboga por la «belleza literaria» («Piqueteros intelectuales» 35), y volveré a los bemoles de su definición. Por su pertenencia a la construcción de su no ficción reitero los elementos que según el consenso crítico lo definen como novelista: descripción fiel de la sociedad, diálogos convincentes, estilo complejo, facilidad para dramatizar, criterios morales, presencia especial de los narradores, psicología natural, simpatía hacia sus personajes, tramas factibles. Mientras que el novelista, cuando quiere hacer «real» su arte toma sus modelos directamente de la vida o la naturaleza, el ensayista puede recibir su inspiración de una forma artística establecida. Como en Lukács (y ahí coinciden el peruano y el húngaro) la ética del ensayista –en su búsqueda de una verdad– es tan exigente como la del novelista: el ensayista trata de exprimir la verdad de las formas que discute, mientras que el novelista pretende presentar en sus formas una verdad absoluta obtenida directamente de la naturaleza o la vida. Si la novela es autoritaria cuando contiene una tesis, recordemos que:

    La representación y la verosimilitud no son, por naturaleza, represivas y autoritarias; ni tampoco lo es la novela. Todo depende del uso que les den los escritores y lectores. Tampoco hay una correspondencia garantizada entre el empleo que le da el escritor y el que le da un lector, así como no hay una correspondencia necesaria entre lo que quiere decir el escritor y el significado inscrito en su obra. La roman à thèse más autoritaria, si se la cuestiona de cierta manera, termina impugnando su propia autoridad (Suleiman 1983: 243).

    Me adelanto a lo que va a ser la «verdad» en Vargas Llosa, especialmente después de Popper, que analizo en la sección «La verdad, el poder y yo». Baste decir que para Lukács y el peruano el ensayo es una forma que debe relacionarse a las formas sociales y su bricolage, con la diferencia de que para aquél el género es un «mundo cerrado», en tanto que para el segundo ese tipo de estructuralismo es reemplazado por un deseo de objetividad. Si después de 1911 Lukács se encamina hacia la dialéctica hegeliana, desde los años sesenta Vargas Llosa se abalanza hacia la objetividad y la acción. Esto en lo que se refiere al ensayo, ya que en la novela, como dice en su prólogo «Al este del Edén»:

    Para divertirse con una historia no es imprescindible creerla. Basta dejarse arrastrar por ella, someterse de buena gana a sus estratagemas y trampas, y, renunciando a la conciencia crítica, al pudor intelectual, al hielo abstracto de la inteligencia, abrir la puerta a las reservas de sensiblería, impudicia, exceso, truculencia y hasta vulgaridad de que todo hombre también consta (La verdad de las mentiras, 148).

    Como explico en el capítulo sobre el contra-ensayo y contranovela, estas contradicciones, más que varios binomios o dialécticas intelectualizados, u oposiciones a convenciones genéricas no atribuidas a él, son el meollo de su teoría de la prosa en una época en que ésta se globaliza.

    Volviendo al análisis de Said, él se apoya en la metafísica que bosqueja Lukács para dar a entender que éste tiene razón al notar en el ensayo un anhelo por lo conceptual e intelectual, ya que como forma es insuficiente para intelectualizar las experiencias vividas. Esta última afirmación es discutible. Said concluye que el ensayo puede hacer preguntarse si es «una dispersión de lenguaje que se aleja de una página eventual hacia ocasiones, tendencias, corrientes, o movimientos en la historia y para ella» (1983: 51). A diferencia de lo que argumentaría Vargas Llosa, Said considera que el género no tiene un destino real, ya que «no hay una conclusión interna para un ensayo, porque sólo algo exterior a él lo puede interrumpir o terminar» (ibíd.: 52). La incógnita del crítico halla respuestas en el público más directo de Vargas Llosa, no en la metalectura de los críticos, porque no todos éstos se esfuerzan por formalizar la endémica contracción del género. Para Hartman, por ejemplo, Lukács habla del ensayo y de la tendencia interiorizante de todo discurso reflexivo, autocrítico. Su patente atracción hacia Lukács le hace ver la forma como un «severo poema intelectual», frase acuñada por el húngaro, como vimos. Acoplada con la práctica que examino, una conclusión de Hartman esclarece la ubicación de una parte de la prosa no ficticia del peruano:

    Hoy, los ensayos críticos, para que se los considere como tal, deben tener cierto primer plano: tienden a proceder, en efecto, por cambios de perspectiva […] que exponen la falta de homogeneidad del hecho discutido, la arbitrariedad de los nudos que le dan a la obra la apariencia de unidad. Los primeros planos no están presentes para ilustrar o reforzar una unidad supuesta sino para mostrar que las simplificaciones, o procesos institucionales, son necesarios para lograr algún tipo de visión unitaria y consensual del artefacto (1980: 196-197).

    Hartman arguye eventualmente que la elección de un estilo crítico está intricada, a veces de manera irónica, con la suposición de una postura teórica, ya que ambas están formadas por la historia del discurso literario. Si en sus ensayos mayores (sobre García Márquez, Flaubert, José María Arguedas, Hugo y Onetti) no está lejos de ese barómetro, los que examino tienen embrollos superiores. Si no se encuentra cómodo con el género como fait-divers que preferiría la crítica, sí se aproxima a la noción de Adorno de que no coordina elementos sino que los subordina, en constante devenir, una elasticidad, una protesta contra el método cartesiano. Es, además, la suspensión ensimismada de todo método, la forma del derrumbe de la cultura, debido a la destrucción del significado falso:

    Sin duda hay ya elementos de no verdad en su mera forma, en la referencia a entidad culturalmente preformada y derivada como si fuera entidad en sí. Pero cuanto más energéticamente [sic] suspende el concepto de un algo primero y se niega a deshilar cultura de naturaleza, tanto más fundamentalmente reconoce la esencia natural de la cultura misma […] la relación entre naturaleza y cultura es su tema propio […]. El ensayo se engaña tan poco como la filosofía de lo originario acerca de la diferencia entre la cultura y lo que subyace a ella (Adorno 1962a: 31).

    Mónica Virasoro recuerda que en la relación poshegeliana entre filosofía y lenguaje, Adorno no entiende la verdad como unidad conceptual universal «sino como constelación donde el objeto no se define por su identidad sino por su contexto, por la trama de sus relaciones con lo que no es, la cual se lee en los rostros espejados de su historia sedimentada» (en Correas 1990: 80). Esta conclusión es análoga a lo que para Vargas Llosa no es el poemario de Rose antes mencionado: «No es un libro de poesía social ni de poesía religiosa (ni de esos cocteles de ambas cosas que ha puesto de moda Ernesto Cardenal), no es un experimento lingüístico ni tampoco un libro costumbrista de exaltación de lo criollo» (ibíd.: 84).² Dentro del pesimismo de Adorno la ley más íntima del ensayo es su pretensiosa herejía, su juego con el cientificismo, y su texto no es un estudio sino una presentación de la forma. Para él el nombre es una idea en la medida que es forma; y al ser expresiva la idea es un nombre. O sea, la idea como nombre es una forma expresiva. El ensayo se opone a la ciencia y como crítica inmanentista comparte un medio conceptual con la primera y rehúsa producir una jerarquía conceptual. De Obaldia reitera brillantemente que ningún género es puro, y Lukács y Adorno se complementan respecto al «ensayismo filosófico» (1995: 99-125). Los textos de ellos, dice Aullón de Haro:

    No sólo intentan descubrir lo que el Ensayo es o haya sido y cuáles sean las determinaciones posibles de su identificación así como las relaciones con la poesía, la filosofía y la ciencia que específicativamente [sic] a ello concurren, sino que, además, haciendo uso del Ensayo para la formulación de una teoría del mismo, al modo en que el Poema siempre se erige en algún momento de la obra del poeta en Poética, vienen a proponer un proyecto de sentido apriorístico y preceptivo, una Poética del género (1992: 63).

    Si éste es el dinamismo del género, Vargas Llosa se rige por sus piedras angulares, distinciones y doctrinas. En la distinción entre el científico/filósofo y el ensayista, «[s]i se clasifican los filósofos por el estilo de su pensamiento, y no por la verdad de lo que digan –cosa en principio legítima– no se puede caracterizar un tipo por los rasgos de los mediocres, y al otro tipo por los rasgos de los geniales» (Nicol 1961: 257). La dificultad de definición ya no yace en la lucha entre el texto que favorece lo sistemático contra el que ejerce lo circunstancial. El ensayo actual es dialógico, pluralista, interdisciplinario y reflexivo. Aunque obviamente calibra esas actitudes, no debe sorprender que en la dedicatoria de CVM III observe que incluye «pronunciamientos y reflexiones» con prosa más desarrollada. Roland Barthes, tan preocupado como el peruano por «el efecto de lo real», decía, en su «Leçon» ante el Collège de France, que el ensayo es un género ambiguo, en el cual el análisis compite con la escritura. La diferencia yace en lo que se entiende por escritura y el lugar de ésta en una sociedad democrática. Para Barthes, y como manifiesta su obra no técnica, un libro de ensayos es una colección de comienzos, de observaciones conjeturales y fugitivas que se doblan sobre sí mismas y se empujan hacia adelante. En un par de ocasiones de The End of History and the Last Man, Francis Fukuyama –promulgador de la controvertible noción de que el fin del siglo XX marcaba el término de la historia– empleó posiciones económicas recientes de Vargas Llosa para respaldar sus proyectos (1992a: 42, 105), a pesar de que el concepto de democracia liberal que maneja el peruano no es tan selectivo o ahistórico como el de Fukuyama. Los que conocen sus ensayos saben que su escritura está demasiado imbricada, y que se espejea con su propia historia y la Historia general como para compartir esa postura de Fukuyama.

    Secada critica dos ensayos del autor sobre las teorías popperianas de democracia liberal. Los examina como parte de lo que llama «la miseria del liberalismo criollo», según el cual el novelista no se diferencia de otros liberales: «Lo que pasa es que Vargas Llosa, como buen narrador de historias, se mueve incómodamente en la esfera de lo abstracto, y como buen pensador en el trópico, se mueve con aire de doctor en todo lo que es importante y tiene que ver con el intelecto» (1990: 59). Rojas, en una defensa reciente, se va al otro extremo al no matizar el poder de las ideas prestadas y al no dialogar con la bibliografía latinoamericana sobre el tema y el autor. Aunque podría ser una ventaja para un estudio de mayor alcance no introductorio, la segunda parte de su breve elogio, «Un liberal latinoamericano» (2011: 77-124) acumula relampagueos de hechos conocidos y frases hechas. Secada, Fukuyama y Rojas se equivocan al creer que hay un consenso respecto a la legitimidad de la democracia liberal –similar a la «sociedad abierta» que Popper define en el primer volumen del libro homónimo (2010: 202, 294)– como sistema de gobierno. Si Secada no se da cuenta de que Vargas Llosa es un paradigma del pensador novelista, Fukuyama es pesimista, porque arguye que la democracia liberal prevalecerá, pero su éxito conducirá al estancamiento, esterilidad cultural y pérdida de espíritu. No obstante, hay un elemento económico, que Fukuyama explica en un addendum a su tesis (con el cual el peruano estaría de acuerdo):

    He arguido en otro lado que el imperativo psicológico principal que subyace a la democracia es el deseo de reconocimiento universal e igual. Es decir, todos los regímenes autoritarios, incluso las dictaduras de izquierda basadas en el principio de igualdad, son versiones de la relación amo-esclavo en la cual la dignidad de ciertos «amos» (la «élite dominante», la «raza superior», el «partido de vanguardia» o lo que sea) es «reconocida», mientras que la de la gran masa de los ciudadanos no. El deseo de reconocimiento es una fuente de motivación completamente no económica que puede tener una amplia variedad de formas, y de cierta manera es la base para alternativas no democráticas como la teocracia o el nacionalismo agresivo. Pero sólo la democracia liberal puede satisfacer racionalmente el deseo humano de reconocimiento, otorgando derechos elementales de ciudadanía de una manera universal y equitativa (1992b: 106).

    Fukuyama olvida que el deseo de reconocimiento, como muchos otros deseos literarios, adquiere su significado en un contexto social. En ningún momento, como menciona (ibíd.: 104), ni la izquierda ni la derecha latinoamericana convergieron en creer en una extensiva intervención gubernamental en la economía. Si el mundo, según Fukuyama, ha llegado al final de una evolución ideológica que sólo puede conducir a una mayor universalización de las ideas occidentales de lo que es una democracia, los intelectuales liberales y conservadores latinoamericanos saben bien que el continente está lejos de ser un paraíso. Rama explica las relaciones que se dieron durante la democratización de la sociedad y de la literatura, observando que «[e]l liberalismo económico y la democratización que avanzan con vigor desde 1870, nos darían un hirviente período de individualidades creativas que explícitamente se opondrían a toda clasificación dentro de rígidas escuelas y sólo aceptarían

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1