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Si muero lejos de ti
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Si muero lejos de ti

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About this ebook

¿Qué es lo que hay detrás de la fama, de la gloria, del honor? Si muero lejos de ti es el fino retrato, en cuentos, de figuras literarias: Silvia Plath, Salvador Díaz Mirón, Agatha Christie; históricas: Carlota de Hamburgo, Leonardo da Vinci; de la cultura pop y de la cultura docta: Marilyn Monroe, Alberto Gironella, en el que palpamos lo que de hecho ya intuimos: entre bambalinas de una existencia célebre, existe un cuarto oscuro en el que la pulcra imagen se deslava.

LanguageEspañol
Release dateAug 3, 2015
ISBN9781940281513
Si muero lejos de ti
Author

Beatriz Espejo

La gran narradora y ensayista Beatriz Espejo ha sido galardonada con diversos premios como el Premio Magda Donato en 1978 por su obra Julio Torri, voyerista desencantado; el Premio Nacional de Periodismo en 1983 por sus colaboraciones en diarios y revistas y el Premio Colima de Narrativa, por El cantar del pecador. Obtuvo el doctorado en letras españolas en la Universidad Autónoma de México. Ha sido profesora en la Escuela Nacional de Maestros y de la Facultad de Filosofía y Letras. Sobresale, asimismo, sus aportaciones como investigadora del Centro de Estudios Literarios (CEL), de la UNAM. Ha colaborado en la revista El Rehilete, Estaciones, Cuadernos del Viento, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica (FCE) Revista de Filosofía y Letras, México en la Cultura y Ovaciones. Beatriz Espejo, que fue becaria en dos ocasiones del Centro de Investigaciones Literarias de la (UNAM), 1969 y 1971; también obtuvo becas del Centro Mexicano de Escritores, de 1970 a 1971; y de El Colegio de México. La reconocida autora incursiona en el mundo de la tecnología y las publicaciones digitales con Editorial Ink.

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    Si muero lejos de ti - Beatriz Espejo

    De acuerdo, lo vivido y lo bailado quién me lo quita;

    pero quién me lo devuelve.

    Adolfo Bioy Casares

    Estoy aquí tras la puerta, perdida en el bosque del desconsuelo, esperando tu llegada que pospondrá mi muerte y renovará la angustia de que un día como éstos no vengas más. Tengo las luces apagadas y permanezco sentada en un sillón. Lo muevo de lugar en el living y me tumbo a esperarte. La gente aconseja beber de un trago las cosas horribles, el aceite de ricino, la magnesia; pero yo los bebo lentamente. Te aguardo y me consumo un poco cada día. Aguzo los oídos y casi oigo tus pasos doblando la esquina de Posadas o dando vuelta sobre la calle Eduardo Schiaffino y me parece que estos cuartos son la cárcel de mis desventuras; sin embargo, no nací aquí. Hubo un tiempo ya lejano cuando habitaba una casa donde veraneaba en mi infancia bañada por la luz de la inocencia. Ahora creo que el Infierno debe ser menos atormentador, menos lleno de detalles que este vestíbulo. No tendrá seguramente la chimenea sobre la cual pusiste un retrato de tu rubia. Lo dejé allí confiada en mis fuerzas, creyendo en mi liberalidad, pensando que no me importaba. Nunca imaginé cuánto sufrimiento me causaría oírte decir que los amores se imponen contra todos y por eso no es malo hablar de ellos pues resulta imposible guardar tales secretos.

    La casa de mi infancia olorosa a cera fresca, con su gran mesa cubierta de damasco blanco rodeada de comensales, no tenía cortinas que se movieran cuando paso corriendo para que no sientas mi acecho. No tenía tampoco este gran portal con mosaicos negros y blancos como fichas de dominó donde juego partidas interminables contra mí misma, fichas que he llegado a contar en mi puesto de vigía; ni los ascensores del fondo que a veces se descomponen e intentan dejarnos ocultos hasta morir en su caja estancada. Ascensores por los que subes cada noche más tarde, más tarde en estas horas eternas hasta que no aparezcas. Desde hace tiempo en cuanto te oigo llegar, como si fuera por primera o por última vez, mi corazón acelera sus latidos. Eres un compendio de las personas amadas. Estás imbuido en una atmósfera líquida, transitas en el interior de un océano inmenso donde remontan los peces grandes profundidades y me recuerdas Venecia. Tu boca es lisa como la boca de las tijeras; pero apenas vengas, huiré de aquí y no me verás más. Te lo juro. Tengo el hábito de mentir aunque nunca a mí misma. Por eso si te alejas, vivo en un mundo opaco, sin aire, y padezco pesadillas.

    Podría describirte los ruidos pegados a las paredes, Adolfito, cada uno distinto con su música infernal de media noche, el ruido de la cubertería y de los platos. Las vajillas entrechocándose por más que las traten con cariño durante las comidas. A veces nos acompañan José Bianco, siempre lúcido; Borges que sólo puede ver la niebla esencial de los silencios y apenas distingue el amarillo en las polleras de las muchachas o la luz de noviembre entrando por las ventanas. Y en este odioso oficio de portera, mi imaginación, que Georgi alaba tanto, se agiganta, se vuelve un mono haciéndome muecas, manoteando en la oscuridad.

    He puesto este sillón tras de la puerta y te espero. Espero el sonido de tus pasos en la plaza de la esquina. Y mejor que oír, percibo tu llegada. Entonces coloco todo en su lugar y corro a esconderme en mi recámara, me tapo y finjo la respiración para que me creas dormida. No quiero que me descubras temiendo por ti. Pero crueles son las tinieblas cuando aguardo tu regreso atendiendo el cascabel de la llave. Me parezco al perro Ayax atigrado, con orejas chicas y frías, que cuando te ibas de viaje, y siempre has viajado mucho, lanzaba un aullido tan lastimero que necesitaba consolarlo deteniéndole la pata. Luego tardaba buen rato acomodándose en su cama, daba vueltas en un círculo cerrado hasta que se acostaba. Tal vez toda esa representación era un engaño y en lugar de ser yo quien lo tranquilizaba él me tranquilizaba; pero no tengo a nadie para calmarme. Mis brazos quedan estirados en el vacío y sólo palpo bultos inventados por mis sueños. Siempre en mi niñez y después en mi adolescencia y juventud sufrí de vivir. Hasta que conocí a Ayax. Me enseñó más de lo que me han enseñado algunos seres humanos. No era mío, sino tuyo. No importaba, porque en toda posesión hay remordimiento. Sus amores fueron apasionados. Parecía imposible que un perro tan serio se volviera tan desconsiderado. Se escapaba en busca de su hembra, cruzaba potreros, campos desiertos, arboledas, como si se hubiera ido para siempre. Y a su regreso se quejaba sin parar por haberla perdido. Fue entre los demás mi perro favorito. Me enseñó el valor de la fidelidad y lo asocio a la llegada de la dicha. En mi memoria los días felices van siempre acompañados de aquel perro parado junto a mí y recuerdo a San Roque cerca del suyo.

    Conoces mis miedos, esos miedos supersticiosos que me devoran el alma. ¿En qué parte del cuerpo se localiza el miedo? ¿En el nacimiento de la garganta y escurre hacia el estómago y llega hasta los pies? Se siente miedo a la penumbra, a la vejez, al desplazamiento, a la violencia de la inercia, al paisaje que ya no reconoceremos, miedo a olvidar el temblor del ser amado. Mi miedo me hace tirar cartas, leo las palmas de las manos, busco señales en las líneas, veo si la vida será larga o corta, si el triángulo de la abundancia augura unos privilegios que se nos escapan por tu nula capacidad para los negocios. Descubro si las estrellas bajo el dedo índice izquierdo marcan amores. En los residuos del café hay caminos próximos. Por eso en mis cuentos surge la idea del saber anticipado, la predestinación, la presciencia. Intento descubrir indicios del futuro y del ayer, como si eso sirviera para algo aunque me has dicho que tales cosas son pavadas y que te molestan hasta el fastidio. Al conocerme tomaste mi mano con dulzura y dijiste que tenía manos de quiromántica. Si vaticino lluvias, el cielo se derrumba y nos encontramos en medio de tempestades, de rayos que ensordecen y cruzan el firmamento como si fueran a rajarlo. Gracias a mi insistencia manejas despacio y te proteges con las ramas de algún gomero, tú que según dijiste hubieras querido ser piloto de fórmula uno. No sabes, no intuyes que me aterroriza tu ausencia definitiva, el día en que algo suceda y no aparezca en el vano tu elegante silueta y no huela ya la colonia que desprenden tus casimires ingleses bien cortados, por los que te han escogido el hombre más elegante de Buenos Aires. Eras elegante desde que de bebé te sentaban entre cojines como muñeco de porcelana con una boina vasca en la cabeza observando divertido al fotógrafo, sonriendo pícaramente seguro de que el mundo estaba hecho para que lo disfrutaras de lo lindo y lo has disfrutado.

    Hace años las señales de la baraja me dijeron que iban a secuestrarte para pedir rescate. Casi lo consiguen. Apenas llegaste a Ezeiza rumbo al departamento de París, agazapados en un lugar estratégico del aeropuerto estaban dos delincuentes. Ése es el estanciero, le dijo uno al otro, y se dispusieron a la emboscada. Pepe, nuestro chofer, recordó mis recomendaciones, los oyó y pudo intimidarlos amenazándolos con llamar a la policía. Creyeron que los habían fichado, pensaron sus intenciones y se perdieron entre la multitud. Como tantas otras cosas nunca te conté el incidente. No lo supiste. Pasaste junto a ellos despreocupado siguiendo la línea de pasajeros para montar al avión con esos andares tuyos amplios, de playboy, los mismos andares con que recorres la ciudad cerca de la plaza San Martín acompañado en tus paseos de las tardes por otras mujeres, o cuando vas al Lawn Tenis Club llevando tu raqueta bajo el brazo o asistes al hipódromo y le apuestas al caballo favorito.

    No sé si en realidad eres tan seductor como siempre te he visto. El más seductor que conozco. Se me figura que escondes las claves del universo. La suavidad de tus maneras tiene algo de manto lunar, un aura que te acompaña por todas partes. Así te veo. Así te vi. Desde el momento en que viniste a visitarme. Tu madre te dijo que yo era la más inteligente de las Ocampo, incluso más que la mandona de Victoria, mi hermana mayor, la que tuvo los juguetes más perfectos. Le creíste y te presentaron conmigo. Nuestro encuentro fue irresistible. No te importaron los once malditos años que te llevo y esperé tu encuentro. Tenías veintitrés y yo treinta y cuatro. Estuviste en el atelier donde pintaba, criticaste mis cuadros, nada para caerse del impacto. También tus escritos de la época valían poco. Hablamos de todo como para ponernos al corriente de nuestras respectivas experiencias y a pesar de la claustrofobia que tanto me angustia nos besamos en el ascensor. Y el ascensor no me quitó la vida. Me la dio. Con tu beso desperté como la Bella Durmiente del Bosque al deslumbramiento de la primavera, me enfermé de pasión y mi cara se volvió hermosa, idéntica a la tuya, hermosa porque me amaba un jovencito aún imberbe vestido como dandy sin ninguna arruga que perturbara su chaqueta ni entristeciera su camisa. Aún no consigo reconstruir ese encuentro sin sentirme confusa porque sucedió en la oscuridad y afuera brillaba el sol. ¿Quién lo diría? Entonces eras un muchacho inseguro que habías padecido decepciones; pero me hechizaste sin remedio y mi beso también cambió tu destino, reveló al príncipe encantado de nuca peligrosa que embelesa con su fama de millonario conquistador; sin embargo, jamás has sabido administrar el dinero, ni el tuyo ni el mío que te he dejado gastar sin pedirte cuentas.

    Siempre anhelaré inútilmente que estés acompañándome durante las interminables noches de mi exilio. En el agua, rodeada del lujo que aún tenemos, me muero de sed convencida de no hallar algo mejor salvo esperarte. Agrando mis ojos miopes y escruto las sombras. Dejo sólo una lamparita prendida en un rincón. Y vislumbro. Borges dijo que tengo el don de la clarividencia atribuida a los pueblos de Oriente. Dijo también que miro a los demás como si fueran de cristal y por eso es difícil engañarme. Tú, Adolfito, lo sabes mejor. Ante mí te vuelves translúcido. Incapaz de mentirme me contabas tus andanzas y a medida que lo hacías me tornaba tu confidente y dejaba de ser tu mujer. Te decía: Hacé lo que quieras, y en silencio me retorcía de rabia y vos me tomabas la palabra. Te parecía que así dejabas nuestras relaciones intactas, sin importarte que yo penara en silencio por no ser más la única, la insustituible. Cuando me doblaba, para que no me vieras, me escondía tras el biombo de madera pintada, junto al calorífico del comedor donde quedan olores a fritura y naranjas. Mis lágrimas te desagradan; sin embargo, ¡cuánto te gustaban las lágrimas del cielo, la lluvia que había dejado en tu rostro un frío similar al de mi rostro!

    Ya me habías traído la hija que no logré darte; luego trajiste los nietos que no eran míos. Me repugnaba verte pegado al moisés hablando boberías como lo hacen los adultos con los niños. Siempre me gustaron los chicos y vos nunca insististe para que venciera mi terror al quirófano y me operara. En cambio dejaste de acostarte conmigo; pero educar a una criatura me da mucho placer, leerle historias, escribir historias que la enternezcan, poner sus manitas sobre el teclado para que aprenda escalas. Intento ser civilizada y simulo la madre que no soy. En cambio sos de lágrima pronta y corazón alegre. Y como difícilmente lloro, me decías que casi nunca lo hago porque tengo mi creación para consolarme. En honor a ese consuelo y a nuestras dotes establecimos un pacto secreto. No estropear el talento del otro. Cuando escribías, cuando ibas a firmar alguna dedicatoria te quedabas pensando y apoyabas tu frente en la mano izquierda antes de caligrafiar un nombre que por herencia te enorgullece, Adolfo Bioy Casares. No me atrevía a moverme para no interrumpir tus pensamientos. Me alejaba de puntitas sin que lo advirtieras. Éramos un matrimonio de escritores comprensivos y jamás nos importunamos porque aprendimos que es de buena educación no molestar consultando títulos o esa clase de minucias, cada quien las resuelve por sí mismo. Y cosa curiosa siempre pienso en ti cuando escribo porque al cabo de tanto tiempo me preocupan tus opiniones. Suprimo lo que no te gustaría y soporto tus críticas a veces crueles porque no quiero desagradarte. En cambio vos sos susceptible, si te digo algo negativo recuerdas aquellas épocas en que leías tus obras primerizas a los amigos de las cenas familiares y algunos se morían de risa. Dices que no sanan las viejas heridas aunque te arreglas bien para disimularlo.

    Comentabas a los cuatro vientos que el hombre persigue cosas maravillosas y cuando las siente a su alcance trata de obtenerlas. Ese impulso y el de seguir viviendo se parecen mucho. Quizás por eso tenías affaires con todas las minas que te rodearon. No importaba que fueran mis mucamas o mis sobrinas. Me traicionabas con mis amigas y parientas. Eran un segundo intenso; yo, una presencia desganada; pero después, como un dibujo que se borra, acababas dejándolas. Muchas te perseguían y las detestabas. Te negabas a responder sus recados o sus telefonemas. Se desvanecían en el viento hasta desaparecer fantasmalmente; sin embargo, para la mayoría jamás hubo un sustituto, acataron su suerte y no importunaban tus nuevas escapadas. Yo procuraba conservarte, oír el ascensor subiendo hasta el quinto piso trayéndote de vuelta a este edificio casi despoblado para que con una pared de por medio durmieras en el suelo y descansaras tu espalda herida en el lento proceso que requieren tus manuscritos. Mientras, me muero sin que te des cuenta, como sucede casi siempre cuando mueren los parientes o amigos cercanos. La vida está hecha de desilusiones, vos me habías hecho entrar al Paraíso y desde ahí me soltaste. Ahora recorro el Infierno.

    Pasaron lo años en que éramos amantes y desafiábamos a la sociedad porteña que acabó aceptándonos y nos convirtió en un mito por la fuerza de nuestros antepasados, por el orgullo y prestigio de mi padre. Nosotros, en la estancia, hacíamos el amor a todas horas. Esa magia nos alegraba el presente y el porvenir. Nos unían las reparaciones de la casa con el techo lleno de goteras y los muebles desvencijados y los tablones que tronaban; lo mismo que los planes descabellados que hacíamos aunque no se cumplieron y de antemano sabíamos que no se cumplirían. Aquellos inconvenientes avivaban nuestra felicidad. ¡Éramos tan incautos! Hasta yo lo era con mi rancia ingenuidad de enamorada perdida. Las tardes de invierno prendíamos un fuego y contemplábamos las llamas consumiendo troncos con un crujir sordo del aniquilamiento que nos hechizaba como si fuera presagio de locura. La mía que no iba a extinguirse, la tuya que terminaría pronto. Estabas destinado a no quemarte en las llamas ni a extinguirte en el delirio.

    Luego caminando por la Avenida Centenario dije unos versos que se me ocurrieron de pronto. Te gustaron y me convenciste de que sería una escritora importante. Debía empeñarme en el oficio para unirme más a ti y hacer planes en tu compañía. Y mejoré deseosa de alcanzarte y mantenerme a tu altura. Quizás lo conseguí. Nunca lo

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