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Enemigo y amante
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Ebook152 pages2 hours

Enemigo y amante

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About this ebook

La temperatura estaba aumentando... y no tenía nada que ver con el tiempo

Cuando la cazadora de huracanes Kate Hargrave conoció al piloto de pruebas Dave Scott, la cosa empezó a calentarse. Pero era un calor del que Kate prefería alejarse después de haberse quemado una vez. Especialmente teniendo en cuenta la reputación de mujeriego de Dave...
Era cierto que Dave había tenido mucho éxito con las mujeres, pero eso pertenecía al pasado. Porque en cuanto vio a la guapísima investigadora con la que iba a tener que trabajar en aquel proyecto, supo que tenía que convencerla de que las apariencias engañaban...
LanguageEspañol
Release dateApr 19, 2012
ISBN9788468700434
Enemigo y amante
Author

Merline Lovelace

As an Air Force officer, Merline Lovelace served at bases all over the world. When she hung up her uniform for the last time, she combined her love of adventure with a flare for storytelling. She's now produced more than 100 action-packed novels. Over twelve million copies of her works are in print in 30 countries. Named Oklahoma’s Writer of the Year and Female Veteran of the Year, Merline is also a recipient of Romance Writers of America’s prestigious Rita Award.

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    Enemigo y amante - Merline Lovelace

    Capítulo Uno

    Kate Hargrave llevaba más de siete kilómetros de su carrera matinal cuando divisó una columna de polvo que se elevaba del suelo del desierto. Se enjugó el sudor, a pesar de que era septiembre y ya había refrescado en el desierto, y miró hacia el vehículo que dejaba esa estela marrón en medio del amanecer de Nuevo México.

    Kate, una prestigiosa investigadora del Instituto Oceanográfico y Atmosférico Nacional (IOAN), había hecho cientos de horas de vuelo como integrante de los famosos Cazadores de Huracanes. Volaba con pilotos que tenían la mano firme en los controles, unos nervios de acero y una confianza plena en su capacidad para desafiar a la muerte y salir vivos. Calculó la velocidad de la camioneta que se acercaba a ella y supo con certeza quién estaba al volante.

    El capitán de las Fuerzas Aéreas Dave Scott, un piloto de pruebas experimentado con cientos de horas de vuelo tanto en aviones como en helicópteros. Scott había sido destinado al grupo de Operaciones Especiales como nuevo integrante de un destacamento supersecreto enterrado en un rincón perdido del sudeste de Nuevo México.

    Tendría que haber llegado la noche anterior, pero había llamado al coronel Westfall desde algún punto de la carretera para comunicarle que se presentaría a primera hora de la mañana. No dio ninguna explicación del retraso, al menos ninguna que el coronel al mando de la Operación Pegaso hubiera comunicado a sus subordinados.

    Eso era motivo suficiente para fastidiar el buen humor característico de Kate. Ella y el resto del escogido grupo llevaban semanas allí. Habían estado trabajando día y noche para llevar a cabo las pruebas definitivas del vehículo de asalto, adaptado a cualquier terreno y condición meteorológica, llamado Pegaso. Desde el primer día les habían dejado muy claro que era una misión de carácter urgente. A ella no le sentaba muy bien que el capitán Scott retrasara su llegada, aunque sólo fueran ocho horas de tiempo de descanso.

    Además, las Fuerzas Aéreas habían elegido al capitán Scott para sustituir al teniente coronel Bill Thompson, el representante original de las Fuerzas Aéreas en la operación. A todo el mundo del equipo le gustaba el experimentado, respetado y simpático piloto de pruebas. Desgraciadamente, hacía unos días Bill había tenido un ataque al corazón por una infección producida por un virus que lo afectó a él y a otros integrantes del grupo. Bill había quedado apartado de la Operación Pegaso y, seguramente, dejaría de volar el resto de su vida. Su repentina partida había dejado un vacío en la piña que formaba el equipo de militares y civiles de todas las especialidades que trabajaban en la operación. Dave Scott tendría que hacer un esfuerzo para ponerse al día con el resto del grupo y hacerse merecedor de ocupar el puesto de Bill Thompson.

    «Espero que estés a la altura, amigo».

    Kate aceleró el paso. No tenía intención de encontrarse con su nuevo compañero en medio del desierto. Estaba despeinada y su malla de color turquesa para ir a correr tenía algunas manchas de sudor. Con un poco de suerte y de velocidad, llegaría al campamento antes de que él se presentara en el primer control.

    Tendría que haber supuesto que no podría derrotar a un piloto de combate. La camioneta se paró en el control cuando Kate todavía estaba bastante lejos.

    La deslumbrante luz que llegaba por detrás de los montes Guadalupe iluminó el vehículo. La camioneta estaba abollada. Era de un color indeterminado entre gris y azul y estaba cubierta de polvo. Sin embargo, no podía ver al conductor. Estaba demasiado lejos y el reflejo de la luz en el parabrisas formaba un escudo impenetrable.

    Pronto podría verlo, se dijo Kate. Según lo que había oído del capitán Dave Scott, sabía que no era de los que montaban en su coche a una chica vestida con un ceñido traje de deportes aunque, para el caso, tampoco a una con medias y zapatos de cordones negros. Los rumores decían que Scott era de los que las amaba y las abandonaba y que tenía una legión de amantes satisfechas entre costa y costa.

    Kate se conocía el tipo. Demasiado bien.

    Por eso no se sorprendió cuando la camioneta metió la primera y salió disparada del control en medio de una nube de polvo. Se volvió a parar con un derrape a pocos metros de Kate.

    El motor de la camioneta se quedó rugiendo con un tono bajo y gutural. Se bajó la ventanilla del conductor y ella pudo ver un antebrazo musculoso seguido de un perfil muy rudo. Scott llevaba un sombrero vaquero de paja y tenía unos rasgos curtidos; podía haber sido uno de los lugareños que se habían adaptado a la vida en el desierto. El sombrero dejaba en sombra la parte superior de su rostro. La parte inferior consistía en la punta de la nariz, una boca enmarcada por dos arrugas y una barbilla cuadrada y rotunda. En el antebrazo desnudo podía ver algo de vello dorado por el sol. Tenía los ojos tapados por unas gafas de espejo típicas de aviador, pero la sonrisa que esbozó era puro sexo.

    –Vaya, vaya –dijo con un tono grave y profundo que se oyó perfectamente–. Este destino es cada vez más apetecible.

    Kate, a lo largo de su carrera profesional, ya había oído centenares de veces distintas variantes de la misma frasecita. Su sonrisa, su pelo castaño con reflejos dorados y sus generosas curvas habían llamado la atención de todos los hombres con los que había trabajado. Hacía tiempo que había aprendido a distinguir entre los que no pasaban de mirarla con ojos desorbitados y los que eran verdaderamente molestos y a tratar a los dos con habilidad y despreocupación. Se echó al costado de la carretera.

    –Guárdese la lengua y apriete el acelerador, el coronel Westfall está esperándolo –le aconsejó con cierta ironía burlona.

    Él bajó la barbilla y asomó unos ojos azules por encima del borde de las gafas.

    –El capitán puede esperar –replicó él–. Usted, en cambio…

    No terminó la frase o Kate no oyó el final.

    Lo había mirado a los ojos medio segundo más de lo conveniente y se separó de la carretera corriendo. Las zapatillas dejaron de pisar tierra compacta y se quedaron en el aire. Ella soltó un juramento y cayó en la zanja que había junto a la carretera. Se dio un golpe en la pierna derecha que le retumbó por todo el cuerpo y luego cayó sentada sobre un montón de hierbas secas y zarzas.

    Eso sí que era habilidad y despreocupación.

    Scott salió de la camioneta casi antes de que ella tocara el suelo. Sus botas de tacón bajo se deslizaron sobre la tierra y las piedras y llegaron al fondo de la zanja.

    Cuando se inclinó sobre ella, Kate esperó notar una mínima expresión de interés. Sin embargo, se encontró con una mirada fugaz que la recorrió de arriba abajo y unas cejas arqueadas.

    –Y yo que esta mañana me he despertado pensando que se había acabado la diversión y que me esperaban unas semanas de arduo trabajo…

    Kate frunció el ceño. Lo mejor era dejar las cosas muy claras desde ese momento.

    –Y ha pensado bien, capitán.

    –No estoy muy seguro –él volvió a mirarla a los ojos–. Las cosas tienen muy buen aspecto desde aquí, muy bueno…

    Kate resopló. Tenía unos ojos de color azul eléctrico cubiertos por unas pestañas quemadas por el sol. Las ligeras arrugas blancas que tenía en las esquinas de los ojos desaparecían cuando sonreía, lo que provocaba consecuencias devastadoras.

    Gracias a Dios, ella estaba vacunada contra el encanto indolente y la seguridad arrogante de Scott. La vacunación había sido dolorosa, pero una vez administrada debería durar toda la vida.

    Desgraciadamente, no estaba vacunada contra las espinas que se le habían clavado en el trasero y, una vez recuperada del susto de la caída, podía notarlas con toda su intensidad.

    –¿No podría dejar de mirarme y ayudarme un poco? –le propuso ella con ironía.

    –Faltaría más.

    Scott se puso de pie con la facilidad natural de un atleta y extendió la mano. Tenía la piel curtida y caliente.

    Naturalmente, el tobillo de Kate cedió en cuanto tocó el suelo y ella cayó con un gruñido entre los brazos expectantes de él. Esa vez, él tuvo el detalle de mostrar cierta preocupación. Al menos, ésa fue la excusa que dio para tomarla en brazos.

    –Ha debido de darse un buen golpe en el tobillo.

    La estrechó contra su pecho sin acusar el considerable peso de ella. Kate no pudo evitar percatarse de que era un pecho muy sólido y musculoso.

    –Será mejor que la lleve al campamento.

    Él había salido de la zanja y estaba rodeando la camioneta antes de que ella pudiera explicarle que tenía un problema más apremiante que el tobillo. Intentó pensar en alguna forma sutil de explicarle su problema. No se le ocurrió nada. Suspiró y lo detuvo antes de que él abriera la puerta de la camioneta y fuera a dejarla en el asiento.

    –Antes de que me deposite en el asiento, creo que debería saber que me he clavado unas cuantas espinas. He aterrizado sobre unas zarzas –añadió al ver que él la miraba con sorpresa–. Tengo que quitármelas del trasero.

    –¡Caray! –exclamó él con una sonrisa burlona–. Y yo que creía que no podía irme mejor…

    Su gesto de lascivia fue tan exagerado que ella ni siquiera hizo un esfuerzo por contener una risotada.

    –No compliquemos más las cosas. Déjeme en el suelo y yo me ocuparé de… la intervención de urgencia.

    Él la dejó en el suelo y la miró con esperanza.

    –Me gustaría ayudar en la operación…

    –Me puedo apañar.

    Scott hizo un esfuerzo por disimular su decepción y la observó mientras ella se agarraba al picaporte del coche y se retorcía para quitarse las espinas. Una a una fue tirándolas al suelo.

    –Se ha dejado una –le avisó él mientras ella se limpiaba el trasero–. Un poco más abajo.

    Kate se la quitó y se apoyó en el tobillo para probarlo. El dolor estaba remitiendo. Sonrió y se volvió hacia su rescatador.

    –Soy la comandante Kate Hargrave, por cierto, y estoy en el Instituto Oceanográfico y Atmosférico Nacional.

    Ella, como comandante del IOAN, tenía un rango superior al de capitán de las Fuerzas Aéreas. A Scott le parecía inmensamente divertido haber tenido la ocasión de ver a una superior quitándose unas espinas del trasero. Los ojos le brillaron detrás de aquellas pestañas rubias y extraordinariamente tupidas.

    –Dave Scott, piloto de aviones.

    Ante su desesperación, Kate comprobó que la vacuna contra los demonios guapos y atractivos no era tan efectiva como ella había esperado. Ni tan duradera. Notó un escalofrío por toda la piel cuando lo miró. Dave estaba tan cerca que ella podía ver la incipiente barba dorada; las arrugas en sus mejillas cuando

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