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Trece gatos y una gallina
Trece gatos y una gallina
Trece gatos y una gallina
Ebook368 pages5 hours

Trece gatos y una gallina

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About this ebook

Amanda, una mujer de cuarenta años, regresa a Villaumbría, de donde huyó hace tres años, para celebrar el setenta aniversario de su madre enferma. En el viaje rememora su historia con Juan, su marido. Una historia de destrucción.

Acercarse a “Trece gatos y una gallina” es asomarse al infierno. En esta novela todo es tragedia porque cuenta la aniquilación progresiva de un alma por parte del esposo, Juan, que públicamente se muestra enamorado, hombre recto y progresista. En su casa, sin embargo, con su mujer y sus hijos, es intransigente, castrador, cruel, iracundo, déspota. Dice amarlos, y los aniquila. Sin un golpe, ni un empujón, solamente con la actitud.

LanguageEspañol
PublisherLarmbooks
Release dateJan 9, 2015
ISBN9781310902376
Trece gatos y una gallina

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    Trece gatos y una gallina - Nieves Úriz

    Trece gatos y una gallina

    NIEVES ÚRIZ

    Trece gatos y una gallina

    por

    Nieves Uriz

    SMASHWORDS EDITION

    * * * * *

    PUBLISHED BY:

    Nieves Úriz

    Trece gatos y una gallina

    Copyright © 2013 by Nieves Uriz

    All rights reserved. Without limiting the rights under copyright reserved above, no part of this publication may be reproduced, stored in or introduced into a retrieval system, or transmitted, in any form, or by any means (electronic, mechanical, photocopying, recording, or otherwise) without the prior written permission of both the copyright owner and the above publisher of this book.

    This is a work of fiction. Names, characters, places, brands, media, and incidents are either the product of the author's imagination or are used fictitiously. The author acknowledges the trademarked status and trademark owners of various products referenced in this work of fiction, which have been used without permission. The publication/use of these trademarks is not authorized, associated with, or sponsored by the trademark owners.

    Smashwords Edition License Notes

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    *****

    Prefacio

    Hablar de lo que se oculta, escribir sobre algo que se impide salir a la luz, reflexionar acerca de unos hechos que nadie relata, es una tarea difícil. Dice Antoni Mora en el postfacio de Cuanta, cuanta guerra… de Mercè Rodoreda, que los hombres que habían luchado en la Gran Guerra volvían mudos de la contienda, incapaces de expresar gran cosa. La mudez de los que regresaban del frente, la incomunicabilidad de la experiencia límite también se observó en los prisioneros que sobrevivieron al horror de los campos de concentración nazis; excepto unos pocos hombres y mujeres y, solamente después de muchos años, todos los demás fueron incapaces de hablar de lo que les había sucedido.

    Vivir una guerra, ser prisionero en un campo de exterminio o ser víctima de un maltratador, son situaciones alienantes que hacen perder la conciencia de sí mismo a quien las padece. Ante estas situaciones, inicialmente, todas las víctimas intentan comprender qué es lo que les está ocurriendo y buscan, buscan razones para justificarlo. Con el paso del tiempo, visto que son incapaces de encontrar un motivo, desisten de su empeño de entender e indagan en la manera de defenderse, aunque ya no tienen posibilidades de protegerse porque han sido deshumanizados.

    A partir de ese punto en el que la identidad se ha perdido, solo queda el instinto de supervivencia y eso es la muerte del alma.

    Comparo el maltrato que sufren algunas mujeres en el seno de la familia por parte de sus parejas con la guerra o el campo de concentración porque, del mismo modo que la guerra o el campo de exterminio, el maltrato en el hogar es una situación de estrés intenso y continuado, una experiencia límite e incomprensible y, quien la ha vivido, si consigue escapar de ella, muestra la misma incapacidad para relatarlo que manifestaron los prisioneros o los soldados.

    A la víctima que consigue huir solo le quedan el miedo, la vergüenza y la culpa.

    El miedo al maltratador que la destruyó, la vergüenza de haber consentido aquello que le pasó y el sentimiento de culpa por no haberlo impedido.

    Es víctima de un abuso, se siente responsable del mismo y es incapaz de relatarlo.

    En el caso de las mujeres maltratadas, antes de los asesinatos, mucho antes de llegar a las palizas, aparecen los desprecios, las humillaciones, los silencios y las desatenciones. Las faltas de respeto. Y esos silencios y esas desatenciones minan su integridad haciéndolas sentir inferiores de modo que, paulatinamente, van perdiendo valor ante sí mismas.

    Si tu pareja proclama tu inferioridad, si a cada momento te lo muestra con malos modos, siendo descortés, despreciando tu opinión, no importándole tu bienestar, desdeñando tu trabajo, mofándose de tus logros, cuestionando tu valía, acabarás creyendo que, efectivamente, vales muy poco. Y si, por añadidura, nunca está satisfecho de lo que de ti recibe, te culpa de su malestar y te vuelves loca intentando complacerlo, tus intereses se irán decantando y te llevarán a decidir que tu obligación primera en la vida es buscar su felicidad a toda costa.

    Cuando, olvidada de ti misma, buscas afanosa su dicha y te conviertes en la adivinadora de sus deseos, unos deseos que nunca interpretas con acierto porque cambian constantemente, empieza tu desestructuración, tu organización vital se va desmoronando hasta llegar a desaparecer, porque tú no importas.

    Y más adelante, cuando ya no eres nada más que un agujero de dolor, cuando tu identidad ha desaparecido, es cuando te pega si sigues a su lado, cuando, tal vez, te mata. Porque solo te pega o te mata al final, una vez deshumanizada y despojada de tu alma.

    Y, aunque no lo parezca, lo peor del maltrato no son ni las palizas ni la muerte. La muerte física y las palizas son lo llamativo, el último tramo, lo visible, pero el recorrido hasta ellas, la destrucción de la identidad, es tan dolorosa que muchas mujeres, mientras son maltratadas psicológicamente, ansían acabar, anhelan que su maltratador las mate, o al menos que las golpee, para poder mostrar al mundo, y tener ellas mismas también, una evidencia de su agonía. La destrucción se inicia con el desprecio y va sucediendo a lo largo del camino de manera callada e invisible. Solo la víctima es consciente de ello y, es tan increíble lo que le va sucediendo que no alcanza a comprenderlo. ¿Cómo puede ser que quien dice que la ama sea con ella tan cruel? Algo le pasa, reflexiona, tengo que mitigar su sufrimiento, tener paciencia, callar. Y, paciente y callada, su estructura va mermando. Tanto dolor produce esa mengua de una misma a base de desgarros que, al final, la propia aniquilada desea terminar, que la mate para poder descansar.

    Y lo que ocurre entre esos protagonistas, entre el hombre y la mujer, repercute siempre en los hijos. En algunas ocasiones porque ellos son también agredidos por el padre y, en otras, por la desatención a que son sometidos: el padre centrado en destruir a la madre y ella viviendo únicamente para protegerse. Ninguno de los dos consuela a los niños y éstos aprenden a vivir callados y ocultos para no ser castigados.

    Parece que, a pesar de los pasos dados en pos de esclarecer el hecho incuestionable del maltrato psicológico dentro de la familia, éste, el maltrato, sigue siendo un tema tabú del que no quisiéramos ocuparnos. Ya he hablado de la dificultad de las víctimas para narrarlo, pero yo creo que también existe una resistencia social a afrontarlo pues, es tan perverso, que asusta acercarse a él y, por otra parte, si nos aproximamos, nos veremos obligados a reflexionar profundamente sobre las relaciones de poder en el hogar. Digo esto porque barrunto que la corriente machista que circula en lo profundo de nuestra sociedad, en toda la sociedad, tanto en hombres como en mujeres, sigue regando las raíces de nuestros modos de convivencia y no somos conscientes de ella. Son tan naturales, tan de siempre, esas maneras de relacionarnos que no tenemos criterios para cuestionarlas. Necesitaríamos ver otras sociedades en las que no hubiese habido abuso de poder para comparar y valorar, pero ¿dónde está esa sociedad igualitaria?

    En Trece gatos y una gallina son tres mujeres las que se enfrentan a la situación del abuso, tres generaciones: la abuela, Doña Consuelo, muestra el estigma machista como una característica poderosa de su personalidad y comparte los valores de ese modo de entender la vida; es una mujer bien adaptada, que disculpa incluso la maldad y la venganza. Amanda, en cambio, habiendo recibido una educación también machista, no se amolda a ese patrón y, como un ejemplo más de la ambigüedad que la sociedad aplica a este problema, se pregunta dudosa: ¿qué es maltrato? ¿A mí me maltrata?, y es aquí, en esa confusión donde no nos atrevemos a penetrar porque no queremos cambiar las bases sobre las que estamos edificados. Lucía, la hija, que lo ve todo y todo lo sufre, debe soportar un padre castrador y violento y a una madre destruida. Cuesta imaginar cual será el futuro de Lucía.

    Enfrentarse al maltrato psicológico es una tarea difícil. La desgracia se desarrolla en el interior del hogar, entre las cuatro paredes que protegen y ocultan la intimidad. Y la intimidad es íntima. ¿Quién tiene derecho a inmiscuirse en lo profundo de la convivencia de una familia? Somos celosos guardianes de ella y mostramos a los demás lo que nos interesa que ellos vean.

    Los hombres maltratadores ocultan su comportamiento porque saben que su conducta es indecente y las mujeres maltratadas, avergonzadas por lo que les toca vivir, también lo esconden convirtiéndose, por vergüenza y por miedo, en cómplices de sus parejas. El miedo al castigo las tiene atenazadas y su conducta está condicionada de manera incuestionable por ese temor amorfo y siempre presente. ¿Miedo, de qué? Miedo de él.

    Reflexionar sobre el miedo que paraliza, el dolor que insensibiliza, la necesidad de complacer para ser valorado.

    En esta novela, Amanda, La que merece ser amada, nos describe el camino por el que transitó durante su destrucción. Sin una bofetada, sin un rasguño, solamente con el control de su identidad, Juan la deshizo convirtiéndola en un vacío doloroso que ella compara a la muerte del alma. Porque muerta estaba en definitiva.

    Es la situación más perversa imaginable ya que, en el campo de concentración, sabemos que quien nos tiene aprisionados es nuestro enemigo y lo que de él esperamos es que nos maltrate. En el hogar, en cambio, el lugar cuidador y protector por excelencia, tenemos la certidumbre de que seremos protegidos y salvaguardados de los males exteriores. Vivimos tranquilos y confiados sin desarrollar mecanismos de defensa porque estamos seguros, a salvo del peligro, pero ¿qué pasa cuando deviene un lugar donde el odio y el afán de destrucción se instalan? Es una situación tan desequilibrada, chocante y perversa que quien se lo encuentra no tiene modo de enfrentarlo. La mujer maltratada se desvanece como individuo y los niños que por ahí se esconden para evitar castigos se van construyendo sobre unas bases de temor y recelo y serán personas desconfiadas, tristes y agresivas porque han aprendido que no pueden fiarse ni de su padre.

    Mal principio. Malos cimientos para la sociedad que vendrá después.

    Quiero dedicar esta novela a todos esos niños perdidos en el agujero engullidor de la violencia doméstica con el afán de que en el relato encuentren una explicación que les ayude a entender y a sobrevivir.

    UNO

    En lo alto del puerto la niebla le obliga a aminorar la marcha. Amanda se ciñe al borde neto de la carretera pintado de blanco y sigue la línea de la calzada con atención, acercándose al cristal delantero del coche en un intento de ver mejor el trazado. Frunce el ceño y resopla.

    — ¡Ahora niebla! Lo que faltaba.

    Está de mal humor. Hace tres años, cuando huyó de Villaumbría con sus hijos, se prometió a sí misma que nunca más volvería y, sin embargo, se encuentra en esta carretera de curvas, con el firme mojado y resbaladizo y el horizonte lechoso que parece estampársele en la cara, acudiendo sumisa a la llamada de su madre.

    Si fuera capaz, daría la vuelta y regresaría a su casa de La Ciudad donde se siente segura, pero no puede retroceder porque sabe que probablemente éste será el último cumpleaños que celebre la anciana y al día siguiente estará en la fiesta, sonreirá, se sentará a su lado en la iglesia a la hora de la misa concelebrada, durante la comida brindará y le deseará lo mejor y, en la foto de familia, aparecerá radiante cogiéndola por el hombro.

    Creía que el odio que sintió hacia ella había desaparecido dejando paso a una compasión forzada, pero compasión al fin y al cabo y, sin embargo, las tripas se le retuercen y el corazón le duele conforme se acerca. Tiene que vomitar.

    Detiene el coche en medio de aquella nada gris y húmeda, se agarra con fuerza a la puerta abierta y, de pie sobre el asfalto mojado, obligada por las intensas arcadas, se dobla por la cintura sin conseguir sacar de su estómago ni una sola gota amarga y el miedo que la acompañó durante los quince años que vivió con Juan se acentúa al disminuir la distancia que la separa de él y aunque sabe que no lo verá, vuelve a sentir la parálisis de sus pensamientos que se centran obsesionados en un recuerdo, solo en aquel recuerdo.

    Un escalofrío la recorre obligándola a cruzar la chaqueta de lana trenzada que ha cogido de casa en el último momento antes de salir al recordar el consejo de su hija: abrígate, mamá, que en Villaumbría siempre hace frio, y algo cálido, que le nace del corazón, desplaza al frío y se expande por todo su cuerpo al pensar en Lucía.

    Cuando la abuela habló con ella por teléfono para invitarlos a su fiesta, Amanda creyó que su hija había sido maleducada en el modo como respondió, pero aquella manera de hacerlo, la forma tan contundente de decirle a la anciana que no irían ni ella ni su hermano, atajó cualquier posibilidad de negociación sobre el tema. Porque Lucía se muestra intransigente con su familia y, con los de casa, las cosas para ella son blancas o negras, sin más connotaciones. Yo no soy como tú, mamá, que siempre estás buscando matices y al final encuentras justificación para todo, le reprocha con frecuencia presumiendo de lo que no tiene. Y Amanda sospecha que en la cabeza de Lucía, y en su corazón también, las ideas y los sentimientos se mezclan de modo confuso, sin límites precisos, igual que este paisaje del puerto cuyo contorno, turbio e indefinido, apenas se intuye a través de la espesa niebla.

    En ese momento, el ruido de un motor acercándose la saca del ensimismamiento y se arrima a la cuneta junto al alto muro de roca. Parece un camión por el estrépito que le llega y sospecha que está muy cerca, aunque aún no se le vean las luces. Se coloca detrás de su coche esperando que el otro vehículo pase por su lado. Pero el camión, que lleva un remolque con vacas apiñadas, se detiene delante de su Seat amarillo y un hombre ágil y fuerte baja de la cabina.

    — Mal día para circular.— La saluda un amistoso camionero que se planta delante de ella subiéndose las mangas de la camisa de cuadros.

    Un poco gordo, piensa Amanda, y se siente observada por el recién llegado que la mira sonriente posando sus ojos durante un momento en su rostro y, con mayor obstinación, en el busto. Antes, cuando esto ocurría la halagaba y coqueteaba, sutil y explícita, con quien la admiraba y disfrutaba de ser una mujer atractiva. Pero ahora ha perdido el don del juego y, cuando lo ve acercarse, no deja caer las manos a lo largo del cuerpo, soltando la chaqueta de lana con la que se abriga, ni enseña la camiseta multicolor que oculta, ni espera la mirada agradecida del camionero. Con cuarenta años de feminidad acumulada, la mirada parda, los hombros altivos, ondulantes y poderosos, los gestos suaves y el caminar ligero, la intención en la voz, todo lo que la caracterizaba se le ha ido muriendo.

    — Llevo un buen rato aquí, y eres el primero que pasa.—Responde sin saber si alegrarse o ponerse en guardia ante el desconocido, aunque su aspecto es afable y no inspira temor.

    — ¿A dónde llevas las vacas?

    — A La Ciudad.— Contesta el joven señalando con el brazo desnudo la dirección por la que Amanda ha venido.

    Seguro que está helado, piensa ella al ver el vello erizado del brazo extendido, pero el joven continúa con las mangas de la camisa subidas en señal de fuerza y masculinidad.

    — ¿Son tuyas? — Pregunta mirando el remolque.

    — No, qué va, yo solo hago el transporte. Si fueran mías, no las llevaría así, tan hacinadas que da pena verlas.— Responde el camionero.

    Un olor agrio llega desde el remolque y Amanda se acerca más al conductor del camión porque su aroma es limpio y fresco y, los dos, pegados a la montaña, entre el coche y el camión, hablan de las malas condiciones de vida de los animales criados para carne, mientas los engordan, cuando los trasladan y en el matadero. Y aunque a ninguno le gusta lo que se hace con ellos, ambos colaboran en el proceso, él transportándolos y ganándose la vida y ella disfrutando de un buen filete.

    Callan un rato y la niebla persiste.

    — ¿No tienes frío? — Se lo dice arropándose con la chaqueta de lana y mirándole a los ojos.

    —Ahora un poco.— Responde sincero el muchacho.

    Callan de nuevo, pasa el tiempo y el camionero, una vez desentumecidas las piernas, se despide porque quiere volver a su casa antes de que anochezca y ella se mete en el coche, enciende el motor, y sube la calefacción. En el espejo retrovisor comprueba que no se le ha estropeado el peinado con la humedad y que, con el pelo corto y oscuro de ahora, no se parece a la chica pava que llegó a La Ciudad llorando por la felicidad perdida. Lo que más recuerda de aquel tiempo, durante los primeros meses tras la huida, es la tristeza; era una tristeza tan poderosa que lo invadía todo: el día y la noche, las clases en el colegio y el camino hasta casa, la cocina, su cuarto y los cuartos de los hijos, los abrazos, la compra, la comida, todo estaba cubierto de una capa de tristeza negra, sutil e insidiosa que no dejaba resquicio para nada más. Se metía en los rincones, invadía los espacios y le impedía respirar, como ahora que jadea y se lleva la mano al pecho queriendo protegerse sin conseguirlo. Porque lo que ha pasado, ya ha sido, y no se puede cambiar.

    ¡Malditos! ¡Maldito!. No quiere ir. Nunca ha querido ir a la fiesta de su madre que cumple setenta años, mujer, y está tan delicada. Pilar ha insistido tanto, que ha conseguido vencer sus resistencias. Su hermana no puede entender que se guarde rencor a una madre. Pues sí, rencor y odio y le desea la muerte, aunque eso es pura fantasía porque lo que de verdad le gustaría es que su madre la quisiera y sentirse feliz a su lado, a pesar de que la anciana dice que la quiere, que es su hija y la quiere e incluso llora unas lágrimas que le salen de los ojos sin modificar su hierática expresión, para demostrarle amor.

    Con Pilar es igual. Amanda cree que a ella tampoco la quiere la madre, pero su hermana no está de acuerdo cuando se lo dice y le replica que Doña Consuelo se preocupa mucho por ella, que siempre necesita saber dónde está, qué compra, con quien ha hablado y lo que han dicho, si sus amigas hacen o dejan de hacer, si están embarazadas, no como tú que no sé a qué esperas. Me voy a ir de este mundo sin la alegría de un nieto tuyo, con la ilusión que sabes que me hace y más ahora, que los de tu hermana ni siquiera me llaman por teléfono, como si les hubiera hecho algo, yo que me he desvivido por ellos. Y no me digas que no es verdad, porque acuérdate de cuando Lucía estuvo en el hospital ¿quién recogía del colegio a José Miguel y le daba la merienda? Y si no se quedaba a cenar en mi casa era porque la rara de tu hermana decidió que lo hiciera con vosotros, como si fuerais más familia; ya me dirás qué familia es Ramón que ni siquiera es capaz de dejarte embarazada, aunque, tú también, con lo que fumas, seguro que no ayudas en nada.

    Por la ventanilla del coche ve que afuera todo es pardo y húmedo y, en el cristal delantero, la niebla condensada derrama gotas que parecen lágrimas. Infinitas, como lo fueron las suyas mientras vivió con Juan. Ahora ya no llora pero se come las uñas y fuma.

    Busca en el bolso la pitillera, enciende un cigarrillo, y, otra vez la angustia: ¿qué hago aquí, en medio de la niebla, helándome?. No quiero ir, no quiero llegar a Villaumbría, a casa de mi madre.

    Fumar la relaja y demora la partida; estira las piernas y conecta la radio. Hay una tertulia de esas pseudofilosóficas y oye que hablan del pecado. Su pecado fue el miedo. Dejó que la poseyera, que la dominara, que fuera su regla de comportamiento: como una rata de laboratorio enjaulada cuya conducta ha sido condicionada según el criterio del investigador, premiándola si cumple con su deseo y castigándola si no lo acierta, así se había sentido en los últimos años de convivencia con Juan. La diferencia entre ella y la rata era que al animal se le aplicaban el premio o el castigo según unos criterios determinados, siempre los mismos, y podía aprender a responder de modo adecuado para evitar el correctivo, pero con ella no había norma: lo que hoy era bueno, mañana podía ser abominable y, si en un momento determinado a su marido algo le alegraba, al día siguiente, o por la tarde del mismo día, le podía entristecer hasta el llanto. Así pues, con el único afán de complacerlo y sin conocimientos para hacerlo, su vida transcurría en la ignorancia, el dolor y el miedo, arrinconada en la jaula, sin atreverse casi ni a respirar para no ser castigada.

    Hundida en estos pensamientos tristes la sorprende el sol que atraviesa la cubierta oscura de las nubes e ilumina el panorama. Ha salido de La Ciudad antes de comer con la intención de llegar a Villaumbría con luz de día pero la niebla la ha entretenido obligándola a conducir despacio y, con aquella larga parada, dudando entre seguir o volver, no llegará a la hora que había previsto. Ya continuará, se dice, pero ahora le apetece disfrutar del paisaje que lentamente se revela al evaporarse las nubes bajas enganchadas a los riscos. La carretera zigzaguea en cerradas curvas ascendentes entre rocas cortadas y escasos pinos retorcidos por el ímpetu de los vientos y el abismo se abre a sus pies.

    De nuevo sale del coche y, tras elegir una piedra más grande que su puño, la tira a la sima oyéndola golpearse en una caída sin fin. Presta atención al repiqueteo ininterrumpido del guijarro hasta que deja de oírlo allá abajo, cerca del río. Habrá caído al agua, piensa, y recuerda que a veces ella había querido ser como aquella piedra y estrellarse en el fondo del barranco. Pero esos habían sido malos tiempos que ya habían pasado.

    Ahora vive en paz en una casa soleada, con el trabajo del colegio y sus hijos a salvo, olvidando cada día, oponiéndose a los pensamientos intrusos que la asedian, sobre todo por las noches, cambiando hábitos y costumbres, modificando su aspecto, renunciando a obligaciones impuestas, pero sin amor.

    Esta mañana, después de acompañar a sus hijos a la escuela, ha ido a la peluquería donde Camino, la peluquera, ya la estaba esperando. Desde que la conoce, hace tres años cuando se trasladó de Villaumbría a La Ciudad, ha sido una excelente consejera y le ha ayudado a descubrir posibilidades estéticas que no habría imaginado en su encorsetada vida anterior. Ahora, su aspecto es mucho más vital, con el pelo corto y un flequillo irregular.

    — Estás mucho mejor con tu color natural que no con esa melena ondulada y rubia con la que apareciste por aquí.— Le ha vuelto a recordar la peluquera mientras le ponía la espuma.

    Al mirarse en el espejo, una vez concluido el arreglo, Amanda ha visto que su amiga tenía razón. El pelo oscuro ni le endurece las facciones ni la envejece como pensaba antes cuando sus modelos a imitar eran las pijas de La Gran Capital, que atusaban sus melenas descoloridas y ha sonreído satisfecha de su propia imagen.

    — Mañana solo tienes que ahuecarlo un poco con los dedos y colocarte el flequillo. Se van a quedar boquiabiertos cuando te vean.

    Camino sabe que no ha vuelto a su casa desde que se separó de Juan y que ahora lo hace porque su madre cumple años y está enferma. Conoce también a sus hijos y le extraña que estén siempre con ella, que no vayan nunca con su padre. Pero Amanda nada dice, no habla de Juan ni de su vida con él y la peluquera, aunque la curiosidad la consume, se muestra discreta.

    — ¿Te quedarás en casa de tu hermana?

    — No, vienen los hermanos de Ramón. Iré a casa de mi madre.

    Sí, a casa de su madre.

    Ahora no la echará, al contrario, le encantaría que fuera a visitarla y que le llevara a los niños, como si no hubiera pasado nada de lo que pasó, como si la hubiese acogido cuando la necesitó, como si no la hubiese arrojado a la calle. Cuando todo eso ocurrió fueron Pilar y su marido quienes los acogieron. Entonces se ocuparon de los pequeños, los llevaban al colegio, los acompañaban a las clases de inglés y no se perdían ni un solo partido de fútbol de José Miguel, excelente delantero-centro de nueve años. Con ella fueron cuidadosos y discretos, no preguntaron qué había pasado cuando vieron a su sobrina arrastrarla hasta su casa, simplemente los ampararon y le ayudaron a buscar trabajo en La Ciudad; una sustitución de una maestra enferma que tardaría varios meses en volver a trabajar y, mientras estuvieron con ellos, sus hijos hallaron en Ramón, el marido de Pilar, una figura protectora y afable.

    Uno de esos domingos, después de desayunar, el tío Ramón acompañó a Lucía al bosque a fin de recoger las hojas caducas que necesitaba para el trabajo de botánica de aquel trimestre. Al volver, encontraron a Amanda en el jardín sentada en un sillón de mimbre a la sombra de un magnolio con los ojos medio cerrados y las manos abiertas en el regazo, como esperando una dádiva, pensó su cuñado y se sentó a su lado mientras Lucía corría escaleras arriba, hacia su cuarto, para ordenar las hojas que llevaba en la mochila. Ramón le cogió las manos, las apretó cariñoso y, con aquel gesto, ella también se sintió protegida por ese hombre de casi dos metros de estatura. Levaban un mes viviendo en su casa y el aspecto de Amanda seguía siendo triste y cansado a pesar de que su hermana Pilar se esforzara en acicalarla. Ese día le había recogido el pelo en una coleta alta y, peinada de ese modo, no parecía tan abatida.

    — ¿Te cuento lo que hemos hecho en el bosque? — Le preguntó.

    Un esbozo de sonrisa asomó a sus labios pero no dijo nada de tan cansada como parecía. Sin embargo se incorporó con fatiga del asiento, enderezó la espalda, levantó los hombros, alzó la cabeza y escuchó atenta el relato de Ramón.

    Habían ido al bosque andando desde casa porque el día era espléndido. Ya refrescaba por las mañanas y el aire olía a otoño. Lucía estaba contenta y, en vez de caminar, saltaba alrededor de su tío parloteando sin cesar, del colegio, de sus amigas, de lo mucho que le gustaba ir con él de excursión, de los olores y los colores.

    — Con mamá jugamos a los olores ¿Quieres que te enseñe? —Y sin esperar respuesta preguntó: — ¿A qué huele el agua?

    — El agua huele a fresco.— Se respondió a sí misma ¿Y tampoco sabes a qué huele el frío? Pues huele azul. ¿No has olido nunca la niebla? Huele a humo mojado y el humo huele a calor amargo. Puedes buscar los olores de lo que quieras; todo huele, pero a mí solo me gustan las cosas que huelen bien. Tú hueles a madera y me gusta y la abuela huele a

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